Ella no me respondió. Al principio no hizo el menor movimiento; luego, lentamente, retiró una de sus manos de la mía y la alzó para cubrir la máscara pálida y contorsionada que era su rostro. Permanecí en el suelo, deslizando los brazos en torno de su talle. No sabía qué pasaba, no podía adivinarlo. Sólo esperaba que estando allí podría ayudarla de alguna manera.
No sé cuánto tiempo permanecimos así. Mas, poco a poco, el delicado cuerpo comenzó a aflojar su rígido, tenso dominio. Los dedos de su mano izquierda, que habían estado hundidos furiosamente en la carne de la mía, debilitaron su presión. Exhaló un sollozo, tan leve que apenas si lo oí, percibiéndolo tan sólo como un estremecimiento de su espina dorsal.
—Estoy bien —susurró—. Ya está… pasando ahora.
Dejó caer lentamente la mano con que se cubría el rostro. La espantosa máscara del sufrimiento había desaparecido; sus mejillas estaban blancas, demacradas, pero eran las mejillas de Mirabelle otra vez. Su boca intentó sonreír.
—No se preocupe, Peter. Ya estoy bien.
—Yo sé lo que es, Mirabelle —dije—. Es su brandy. Alguien ha tratado de envenenarla. Lo descubrí hace poco. Es culpa mía, debí haber informado a la policía.
Ella movió la cabeza.
—No, Peter, no es el brandy.
—Pero es que contenía codeína. Alguien…
—Sí, contiene codeína, pero es la codeína lo que me ayuda a soportarlo. Es una de las cosas que me dieron para aliviarme… cuando me vienen los ataques.
—¡Ataques!
—Traté de que usted no lo supiera. Hice todo lo posible para que nadie lo supiera. Únicamente Gerald. Él me está ayudando; ha sido muy bueno conmigo. Peter, acaba usted de ver mi cara en el espejo. Ha visto qué cara tengo en esos momentos; una cara horrible, Peter, como la de una bruja vieja y repugnante. No podía permitir que ustedes lo supieran. Hubiese sido dejarles descubrir mi pesadilla.
Yo conservaba aún su mano en la mía. Pude sentir cómo poco a poco volvía el calor a sus dedos.
—Pero ¿de qué se trata, Mirabelle? No comprendo.
Una vez más se esforzó por sonreír.
—De este modo me atacó después… de mi divorcio de Roland y de nuestra separación. Me vino en vez de una postración nerviosa. Me dijeron que esto ocurre cuando uno tiene los nervios deshechos. Lo llaman tic douloureux. Es un nervio de la cara que se sustrae al control del cerebro. Sobreviene de repente, retorciendo, contorsionando la cara y uno no puede hacer nada para impedirlo. Y es terrible. Nunca me imaginé que podía haber tanto dolor en el mundo. No hubiera podido soportarlo, si no fuera por la codeína.
Luego agregó con tono vacilante:
—No quería que nadie se diera cuenta de que me pasaba algo. No me atreví a tomar píldoras. Por eso tenía preparada la codeína en una botella de brandy, con olor a brandy, y hacía como que bebía. No me importaba que la gente pensara que soy una borracha. Incluso hay cierto atractivo en ser una borracha. Pero no hubiera podido soportar que la gente supiera que tengo esto, que me viene esta cosa maldita, horrible. Pensarían que estoy acabada, que no puedo seguir en el teatro. El brandy no fue más que una idea mía para hacer frente a eso.
Por un momento no atiné a decir palabra, sólo pude pensar en la manera en que Mirabelle había estado luchando con ese horrible mal, y sin embargo seguía trabajando espléndidamente en la obra que yo preparaba, sin dejar entrever nunca todo lo que padecía.
—¡Mi pobre Mirabelle! —exclamé—. Lo que usted ha estado haciendo creo que es la cosa más valiente de que tengo noticia.
—No tiene nada de valiente, Peter. No es más que una locura. En el hospital me dijeron que de ningún modo debía volver a escena. Pero después que usted me leyó el manuscrito de Aguas revueltas, sentí que tenía que interpretar el papel de Cleonie. Lo ansiaba más que nada en la vida. Además, de paso le hacía un favor a usted. No me importaba nada más.
Se levantó, vacilante aún, y avanzó hacia una silla frente al tocador.
—Pero por otra parte me he portado en forma muy baja y egoísta con usted, Peter. Hace mucho que podía haber explicado una serie de cosas que han ocurrido aquí en el Dagonet, pero dejé que usted siguiera en la incertidumbre porque era demasiado vanidosa para resignarme a contarle lo que me había pasado.
—¿Por qué había de contarme nada?
—Sin duda que debí haberlo hecho. Al menos se lo puedo decir ahora.
Sacó de un peine de su bolso y comenzó a peinarse el pelo desgreñado.
—Mientras estuvimos ensayando en el Vandolan todo parecía andar bien —prosiguió—. Tomaba el narcótico para matar el dolor, y lo conseguía. La primera vez que me sobrevino sin que yo estuviera preparada para eso fue la primera noche, cuando nos mudamos aquí, al Dagonet. Esa noche, cuando llegué a la verja y ya iba a salir al pasillo para ir al escenario, me alcanzó un chico mensajero. Llevaba en los brazos el gato siamés. No dijo nada; sólo me arrojó el gato y escapó. Me quedé aterrada. Leí el mensaje en la tarjeta y comprendí que solamente una persona podía haberlo enviado. Comprendí que Roland Gates había vuelto a Nueva York.
Hizo una pausa.
—Aquello fue un golpe terrible. Peter. Estaba asustada. Tenía el gato en mis brazos y no sabía qué hacer. Después… sentí que me venía al ataque. No pude ir a ninguna otra parte, fuera del teatro. Pasé corriendo frente al cuarto del portero, con la esperanza de que no me vería. Subí a este camarín donde pensé que podría estar sola hasta que eso pasara. Pero no habían transcurrido más que algunos minutos, cuando oí pasos en la escalera. No pude permitir que nadie me viera en ese estado; me metí en el ropero. Aún tenía el gato conmigo. Se me había subido a los hombros, pero yo apenas si le prestaba atención porque estaba muy dolorida. Después los pasos se detuvieron, las luces se encendieron de repente. No me había dado cuenta de que el ropero se encontraba frente al espejo. Frente a mí vi la imagen de Theo, en el espejo. Vi que su cara se ponía blanca de terror. En seguida se escapó y oí que bajaba aprisa la escalera.
Yo escuchaba a Mirabelle sin interrumpirla. Estaba de pie junto a ella, escuchando, mudo, el tranquilo e inconcebible relato.
—Cuando Theo se fue no supe qué hacer. Estaba segura de que alguien subiría para investigar. No se me ocurría ninguna solución. Pero pensé que si… sólo volvía a apagar las luces, podría arreglarse algo. Fui a hacerlo; entonces fue cuando se me escapó el gato; saltó de mis brazos y se precipitó por la puerta. Usted conoce lo demás. Usted y Gerald subieron. Gerald adivinó lo que había pasado. Se las ingenió para hacerlo salir del camarín antes de que usted se fijara en el ropero con las cortinas. Me dijo que me quedara donde estaba hasta que me diera la señal de salir. Después usted encontró el gato; Gerald se lo llevó al portero y le dijo que fuera a comprar leche. Fue así cómo pude salir. Luego hice mi segunda entrada. Fue ésta una idea de Gerald, para que usted nunca adivinara que yo había estado en el camarín.
Al menos uno de los misterios del Dagonet había dejado de serlo. Ahora sabía con precisión quién había sido la mujer con la piel de color claro.
—Después comenzamos el primer ensayo —prosiguió Mirabelle—. Yo no me sentía muy segura de mí misma; estos ataques me dejan extenuada. Y mientras que durante todo el tiempo los de la compañía estaban preocupados por la cara del espejo, yo… sabía que era la culpable, y que debía decírselo a usted. Luego, para colmo, cayó Kramer. Gerald le contó a usted que pretendía hacerme un chantaje, ¿no?
—Sí —respondí—. Gerald me dijo que Kramer tenía unas fotografías.
Ella lanzó una risilla seca.
—Usted tenía que haberlas visto. Él estaba enterado de lo que me pasaba. Lo había descubierto en el hospital y se las arregló para sacarme una fotografía cuando… estaba en los momentos más terribles del ataque. Ya puede imaginarse lo que fue para mí el primer ensayo. Después, como remate de todo eso, Comstock entró tambaleándose, diciendo aquello del espejo, y murió. Eso me cayó como una bomba. Sabía que era la culpable de la cara en el espejo que Theo había visto; pero no podía comprender qué era lo que había asustado a Comstock. Y sin embargo sentía, en cierto modo, que también era culpa mía; que por no haber explicado lo de Theo, puse al pobre viejo en un estado tal de supersticiosa inquietud, que se asustó hasta morir.
—No, Mirabelle —repliqué—, eso no tiene nada que ver con usted; eso fue una escena especialmente preparada. Era algo completamente distinto. —Y agregué con calma—: Y nos dijo que el brandy se le había terminado, porque no era brandy y no quería que nosotros lo supiéramos, ¿verdad?
—Sí. Sabía, además, que la codeína no podía hacer ningún bien a una persona con ataque al corazón; por eso mentí. Tenía miedo de que lo descubriese. ¡Dios mío, cómo temía que ese hombre lo descubriese! —Sacó su barrita de rouge y empezó a pasársela por los labios—. Después de todo eso me encontré en una situación bien triste. Kramer me asediaba siempre: luego trató de obligarme a que hiciera entrar a Roland en el reparto. Gerald se lo contó a usted. Yo tenía un miedo loco de volver a encontrarme con Roland. Ese día que fue a su oficina y traté de que sacara a Kramer de la compañía, creí que estaba acabada, que no podría seguir soportando más. Por eso me vio tan desesperada. Luego entró Roland. Parece raro, pero a partir de aquel día empecé a sentirme tranquila. Había visto a Roland, le había hablado, y descubrí que no podía hacerme más daño. Lo había excluido por completo de mi existencia. No era más que un villano de cartón en un teatro de títeres, algo de lo que uno podía burlarse sin ningún temor. Esto me dio ánimo para acabar con Kramer. Envié a Gerald para que le dijera que se fuera al demonio. Gerald no lo vio pero encontró las fotografías y las destruyó. Después… después a Kramer lo mataron.
Se volvió en la pequeña silla de madera, mirándome con gravedad.
—Ni Gerald, ni yo sabemos nada sobre esto, Peter. Nosotros no le matamos. No sabemos quién le mató.
Era asombroso cómo relataba ella esta historia, con tanta sencillez y calma, sin destacar en ningún momento su propio, increíble valor.
—Podía sentirme tranquila después de eso —continuó—, después que Kramer no existía ya y parecía que no quedaba nada que temer. Pero anoche, durante el ensayo, Wessler me pegó aquí en la mejilla, justo sobre el nervio. Yo… Gerald me ayudó a salir de allí. Él vio que esta desgracia iba a sobrevenirme otra vez. Estábamos los dos en el camarín cuando vino usted con el brandy. Yo no podía soportar que usted me viera. Sentí los tormentos del infierno hasta que Gerald me dio las píldoras de codeína de Theo. No sé cómo logró apoderarse de su bolso. Me tomé la mitad de su codeína. Tuve la esperanza que sería suficiente para calmar por completo el acceso.
—Ciertamente, debí habérmelo figurado. Debí habérmelo figurado, por la evasiva de Lenz y la actitud de Gerald, que yo hacía el tonto tratando de entrometerme y de insistir en el asunto del bolso perdido.
—Anoche —siguió diciendo Mirabelle—, bien tarde, cuando se hubo marchado Gerald y yo estaba en la cama, sentí que me volvía el ataque. Busqué las píldoras de codeína que le quitaron a Theo. Era lo único que me quedaba en casa, y no pude encontrarlas. El dolor era tan fuerte, que sólo se me ocurrió una cosa: llamar a Lenz. Sabía que él podría ayudarme.
Recordó la voz ronca y ahogada en el teléfono. Nada podría hacerme representar más vivamente el tormento porque debía estar pasando Mirabelle en esos momentos.
—Pero después de haber telefoneado, Peter, encontré las píldoras. Las tomé, me aliviaron el dolor hasta el punto de que ya estaba bien del todo cuando llegaron ustedes. Con todo, tenía el propósito de explicárselo a Lenz, pero como vino usted también, no tuve valor para hacerlo. Dije que no había llamado, que habría sido una broma.
—Pero Lenz se dio cuenta, ¿verdad?
Moví la cabeza en señal de afirmación.
—Es esa nota de Lenz la que va a salvarme, Peter —dijo ella con voz tranquila—. Me dijo que había adivinado que yo estaba enferma. Al día siguiente le vi y le conté todo. Me recomendó un nuevo tratamiento, recientemente descubierto; unas inyecciones de algo hecho a base de alcohol. Dijo que podía aplicármelas sin dejar de trabajar y que calman el dolor para siempre; matan el nervio. He resuelto empezar desde mañana.
Se levantó, sonriendo con pesar.
—Con un poco de suerte, pronto dejaré de constituir un problema para usted. Me curaré y no tendré ya necesidad de valerme de subterfugios tan absurdos y… de engaños.
Era todo lo que me importaba en ese momento. Lenz conocía algo que podría devolverle la salud. Mirabelle iba a curarse.
Ella terminó con su barrita de rouge y su polvera. Ya tenía otra vez el mismo aspecto de siempre, el aspecto de la radiante, soberbia Mirabelle Rue.
—Bueno, Peter, esto ha concluido. Me alegro que usted lo sepa. —Mostró una leve sonrisa, irónica—. Cuando entré a formar parte de la compañía, esperaba poder ayudarle un poco, para que usted volviera a levantarse. A la postre resulté ser un buen impedimento, ¿no es verdad?
—Mirabelle; no podía agradecerle toda la ayuda que me ha prestado y la que me va a prestar aún. Usted es una gran actriz —repliqué.
—Oh, no; simplemente una actriz. Nosotras las actrices tenemos que tratar de distinguirnos, si no queremos andar en compañías ambulantes de tercer orden. —Me miró de un modo extraño—. Creo que vale más que le diga también otra cosa rara que tiene relación conmigo. ¿O es que ya la ha adivinado usted?
—¿Qué?
—Respecto a Gerald. No puede usted imaginarse, Peter, qué maravilloso y leal es este muchacho. Ha tenido sus propios problemas. Está locamente enamorado de Iris. Usted lo sabe. Lo sobrelleva con dignidad y a sus años esto parece ser toda una tragedia. Pero, fuera del día en que quiso marcharse a Hollywood, no me abandonó ni por un solo momento.
—Me alegro mucho —dije.
—Y estoy muy orgullosa de él —declaró suavemente Mirabelle—. No sólo porque va a ser un buen actor, sino también porque es una excelente persona. No es muy común que una madre tenga esta doble suerte.
—¿Quiere decir que Gerald es su hijo? —pregunté incrédulo.
Ella movió la cabeza en señal de afirmación.
—¿Recuerda que el otro día le dije que yo había estado casada antes de venir al Este para ser actriz y antes de conocer a Roland? Gerald había sido confiado por los jueces al cuidado exclusivo de mi marido. Yo fui considerada una mujer mundana, pero Gerald quiso estar conmigo, aunque —no lo hizo hasta no haber conseguido su primer papel importante en Broadway. Tiene el teatro en la sangre, lo mismo que yo. Va a triunfar—. Hizo una pausa—. Creo que como madre he sabido tratarlo en la forma debida.
Pensé en lo que le había dicho a Iris respecto a las relaciones que mediarían entre Mirabelle y Gerald. Había estado tan lejos de acertar en esto, como en todo lo demás. Mirabelle dijo:
—No quiero que sepa que se lo he contado. Quiere afirmarse en el teatro, sobre sus propios pies. No quiere ser el hijo de Mirabelle Rue. —Hizo una mueca—. Y me resultaría más bien incómodo tener que sorprender al mundo con un hijo bastante crecido ya, siendo mi edad oficial treinta y dos años.
—Bien, no diré nada —le aseguré.
Sus ojos adquirieron de pronto una expresión dura.
—Sobre todo, no quiero que lo sepa Wessler. Es tan pomposo y se muestra tan seguro de su virtud… Me tiene por una mujer perversa que se emborracha con brandy y vive como una perdida. Maldito lo que comprende de nada. No quiero de ningún modo que descubra la verdad. —Se echó a reír ásperamente—. Dios mío, pero a veces me divierto cuando le veo apartarse de mí como si yo fuera la personificación de los siete pecados capitales. Yo, una digna madre americana que lucha por la vida, honrada y limpiamente, con una botella de matadolores disfrazado de brandy. —Volvió a reírse—. Sin embargo, ¿no le inspiraría yo amor, si supiera la verdad? ¿No le parecería yo el prototipo de la heroica Hausfrau?
—¿Todavía siente aquello contra Wessler? —le pregunté.
—Cada vez más fuerte a medida que el tiempo pasa. —Sus ojos se nublaron, revelando una ansiedad extrañamente reprimida—. A veces me da miedo, Peter. Es como si tuviera la obsesión de él. No puedo explicar qué es lo que siento, ni por qué motivo. Es algo violento y salvaje, algo que me impulsa a golpearle la cara con los puños. Nunca odié de esta manera a Roland. —Movió la cabeza—. Creo que no es nada en el fondo. Será simplemente que soy neurótica y confundo mis sentimientos con los de la heroína de la obra. Muchas veces siento como si él fuera de verdad Kirchner y… yo Cleonie.
La observé y advertí que sus labios se apretaron de repente.
—En la obra —dije con suavidad—, Cleonie siente de esta manera porque, pese a todo, está loca de amor por él. Tal vez haya algo de eso.
—¡Yo, loca por Wessler! —Mirabelle echó hacia atrás su pelo cobrizo, estiró los brazos y prorrumpió en agitada risa—. Dios mío, no sea ridículo, Peter, por favor, no sea ridículo.
—Bien —dije—. No seré ridículo.
De cualquier manera, la cosa no parecía tener mayor importancia. Había muchas otras, relacionadas con Mirabelle, mucho más importantes, que iban arreglándose muy bien. Cuando bajábamos la escalera, en dirección al escenario, me sentía casi alegre.
Fue sólo en el momento de llegar a la puerta de vaivén cuando me acordé del inspector Clarke.