26

Lenz prosiguió hablando durante un rato, procurando infundirle ánimo a Wessler. No tuvo éxito. El austríaco estaba persuadido de que su hermano había empeorado de nuevo y que sólo él tenia la culpa de ello.

Finalmente ambos abandonamos el sanatorio y volvimos a Nueva York en abatido silencio. Yo estaba muy preocupado por la obra porque cualquiera que hubiese sido el efecto psicoterapéutico que aquella escena salvaje pudiese haber producido en von Brandt, a Wessler lo había trastornado. Sólo quedaban cinco días para ensayar antes de mi hipotético estreno. ¡Cinco días solamente! Y tenía a Wessler en ese estado y a Mirabelle en peligro de ser envenenada. Todo ello sin tener en cuenta a la policía.

Melancólicamente tomamos una merienda en un bar automático. Wessler dijo que, naturalmente, pensaba asistir al ensayo, como de costumbre. Después de una breve visita a mi despacho lo conduje al Dagonet.

Eddie estaba allí, ensayando escenas sueltas en las que no figuraba Wessler. No sé cuanto tiempo habría estado haciendo eso, pero ninguno tenía cara alegre. Sobre una mesa que integraba el moblaje de la escena y bien a la vista se hallaba una nueva botella de brandy para Mirabelle. Cuando subí al escenario, Gerald Gwynne estaba de pie junto a ella con aires de guardián, casi demasiado consciente de su misión.

Theo se nos acercó. Adiviné que iba a preguntarme por von Brandt, pero pude indicarle a tiempo, con una seña, que no preguntara nada.

Sombrío, ordené que se empezara de nuevo el ensayo desde el primer acto.

Ahora, cuando pienso en eso, me doy cuenta de que la razón principal porque entonces no abandoné desesperado Aguas revueltas fue el hecho de que nunca perdí el entusiasmo por la obra en sí. Hasta aquella tarde cuando, Dios lo sabe, había bien pocos motivos para abrigar esperanzas, sentí una satisfacción viendo el ensayo.

Y después de todo no iba tan mal. Mi única preocupación la constituía Mirabelle. Al principio no era más que el informe del químico lo que me inquietaba. Su interpretación parecía tan perfecta como siempre. Pero gradualmente, al concluir el primer acto e iniciarse el segundo, comenzó a parecerme que algo andaba mal otra vez. Empezó a olvidarse del principio de las frases, cosa que nunca le había sucedido antes. Las recordaba casi en seguida, pero quedaba un vacío extraño y silencioso, entre la última de los otros y la de ella, y pude ver en su rostro que luchaba desesperadamente contra la inseguridad de su memoria.

No dije nada, me limité a observarla en silencio. Unos cinco minutos después pidió un vaso de brandy. Gerald saltó hacia la mesa, llenó el vaso y se lo alcanzó. Ella se bebió el contenido y continuó trabajando. La bebida pareció reanimarla por un rato.

Pero sólo por un rato. Hacia el final del segundo acto le falló la voz. Trató de decir una frase y no pudo. Lo intentó tres veces antes de pronunciarla bien. Creo que ninguno había advertido nada irregular en ella hasta ese momento. Pero ahora todos se dieron cuenta. Vi que Theo la observaba con curiosidad. Iris también comenzó a lanzarle miradas rápidas y llenas de ansiedad.

Yo no sabía qué hacer. Era una sensación terrible verla en ese estado, pensar en las cosas que ocupaban mi mente y no hallar modo de hacer frente a la situación.

Resolví esperar cinco minutos más y luego buscar algún pretexto para suspender el ensayo. Era lo único que se me ocurría. Pero antes de que transcurrieran esos cinco minutos, Mirabelle se precipitó a través del escenario hacia la botella de brandy. Con dedos temblorosos logró verter un poco en el vaso y se lo bebió.

—Mirabelle —le grité— ¿qué ocurre?

Permaneció inmóvil sin responder, mirando al vacio por encima de las candilejas, las mejillas de color ceniza. Después alzó las manos para cubrirse la cara. Gerald dio un paso hacia ella, pero lo apartó con un ademán. Como enceguecida echó a correr en zigzag hacia la puerta.

Estábamos todos demasiado pasmados como para seguirla. Nos quedamos inmóviles mirando cómo agarraba el picaporte y tiraba violentamente de la puerta.

En un instante desapareció. Sólo quedó la puerta agitada por el monótono movimiento de vaivén.

Como un rayo Gerald se lanzó tras ella, pero yo fui aún más ligero que él. De un salto me hallé a su lado cogiéndole de un brazo.

—Es el brandy —grité enfurecido—. Se le había encargado que lo cuidara. Usted ha olvidado su…

—No, el brandy no tiene nada —replicó volviéndose, con los labios apretados y encendidos, la cara lívida—. Lo he probado, no tiene nada, le digo.

Me aparté de él y fui hasta la mesa donde estaba la botella. Él se lanzó en la misma dirección, llegó antes y se interpuso entre mí y la botella.

—Quiero probarlo —dije—. No lo creo. Quiero probarlo.

—El brandy no tiene nada.

Traté de hacerlo a un lado, pero volvió a su lugar. Y mientras yo estiraba la mano para tomar la botella, él la agarró. Por un segundo se quedó mirándome de hito en hito, con la botella en la mano. Luego la alzó bruscamente y la arrojó al suelo haciéndola pedazos.

Para mí, esto no podía significar sino una cosa. Sólo veía a Gerald de pie punto a mí, con una expresión obstinada y de desafío en el rostro. Yo le había encargado del cuidado del brandy y no quiso dejarme probarlo; rompió la botella antes de que yo pudiera convencerme.

—Ha sido usted —dije—. Ya me parecía que era usted quien lo había hecho. Yo…

Me interrumpí. De pronto experimenté la sensación de que todo el escenario se hundía bajo mis pies. Una voz había sonado a mis espaldas, una voz que no era la de Iris, ni la de Theo, ni la de Eddie, ni la de Wessler. Dijo:

—Parece que vengo en un momento dramático. ¿Es esto parte de la obra? ¿O es… algo accidental?

Me volví. Sonriéndome agradablemente se hallaba de pie, en el foso de la orquesta, el inspector Clarke.

—Usted me dio permiso para venir a ver algún ensayo —agregó.

Me quedé mirándolo atontado, hasta que Gerald se apartó murmurando: “Voy a ver a Mirabelle”.

Esto me incitó a actuar.

—Usted no va a ver a Mirabelle. Usted se queda aquí. Iré yo —dije.

Me olvidé de Clarke; me olvidé del resto de la compañía que estaba contemplándome como si me hubiera vuelto loco. Empujé a un lado a Gerald y corrí en busca de Mirabelle.

Ante todo miré en su camarín; no estaba allí. Bajé al cuarto del portero y con tono apremiante pregunté a Mac si la señorita Rue se había ido. Dijo que no, que nadie se había ido. En pocos saltos volví a subir la escalera. Sin ningún plan determinado, me dirigí a los camarines del segundo piso. Me hallé frente a la puerta del cuarto en que Theo había echado a rodar, la primera noche en el Dagonet, la bola de misterio y de peligro, con su loca experiencia del espejo.

La puerta estaba cerrada. Fui hasta ella, la abrí y eché una ojeada al interior del cuarto. Se hallaba a oscuras. Un ligero olor a cosmético llegó hasta mí. No se veía a nadie dentro.

Nunca sabré a punto fijo qué fue lo que me impulsó a encender la luz. Supongo que reaccioné instintivamente a una situación que en mi recuerdo se hallaba ligada con aquella otra noche cuando miré al interior del mismo camarín.

Mis dedos tocaron la llave de la luz y la hicieron girar, encendiendo la pequeña serie de lámparas que rodeaban el espejo. Mi mano cayó de golpe. Retrocedí conteniendo un grito.

Al pronto procuré decirme que no lo creía; que no era posible que yo viese aquello que estaba reflejado allí, en el espejo. Éste colgaba en una pared lateral formando un ángulo oblicuo con la puerta. La imagen que me devolvía no era la de la puerta en que yo estaba, sino la de un ropero con cortinas y del rincón del cuarto que el ropero ocultaba a mi visión directa.

Desde detrás de la imagen de esas cortinas asomaba en el espejo una cara, una cara desencajada, agónica, de mujer.

Tuve una sensación de escozor en la nuca. El teatro pareció de pronto vacío y desierto. Ni un sonido por ningún lado. Sólo ese hormigueo en la nuca, y el reflejo de esa cara en el espejo; esa cara contorsionada, torturada, semioculta por las cortinas.

Traspuse el umbral. La imagen desapareció del espejo. No podía verla ahora, pero tenía la certeza de que algo había en ese rincón detrás del ropero. Marché adelante; llegué al ropero; lo pasé y miré al rincón detrás de él.

Encogida en una silla, la cabeza hacia atrás, las manos apretándose la garganta, había allí una mujer; una mujer cuyo rostro yo no había identificado, pero cuyos ojos conocía muy bien, cuyo cabello rojo en desorden me era tan familiar como el mío propio.

Caí de rodillas; tomé sus manos frías, yertas, y las estreché entre las mías. Me sentía casi enloquecido de terror y angustia.

—¡Mirabelle, querida mía! —dije—. ¿Qué le pasa? Dígame de qué se trata. ¿Qué tiene?