Llamé a Eddie y le dije que organizara el ensayo de la mañana lo mejor que pudiera sin Wessler y sin mí. Luego saqué mi coche, que usaba en muy raras ocasiones, y fui a recoger a Wessler.
El sanatorio de Lenz se encontraba a unas treinta millas de distancia, en el distrito de Westchester. Era uno de esos días claros y brillantes que se dan a veces en noviembre y sentí un inesperado alivio al dejar a Nueva York a mis espaldas, y respirar un aire distinto.
Wessler estaba alegre y locuaz. Pero yo sabía que ese encuentro con von Brandt iba a ser para él una conmovedora prueba, y podía asegurar que su alegría, casi infantil, no era sino un disfraz para ocultar su nerviosismo.
Wessler no había visto a su dilecto hermanastro desde el accidente. Así que hubo pasado el primer período de pérdida completa de la memoria, von Brand pareció estar casi normal durante un breve tiempo; luego adquirió la tenaz convicción de que él era Conrad Wessler. Temeroso de empeorar su estado, el psiquiatra del Hospital del Teatro no permitió que los dos hermanastros se encontraran. Yo deseaba de todo corazón que el nuevo tratamiento de Lenz tuviera buen efecto para que Wessler se sintiera feliz.
Mas cuando al fin llegamos al sanatorio y conduje el coche por la estrecha calzada, me olvidé por completo de Wessler. Desde que me habían devuelto al mundo con la calificación de “curado”, no me había aproximado a ese lugar. Viendo aquellas construcciones antisépticas y el verde parque y su paisaje, me acometió un momento de pánico al recordar el estado en que me había hallado en aquellos días no muy lejanos y me pregunté abatido cuánto tiempo pasaría antes de que me viera de nuevo en una de las confortablemente acolchadas celdas de Lenz.
Con todo, en el interior del edificio mi melancolía se disipó. Fuimos recibidos por una nueva y sonriente enfermera, que no me conocía como ex paciente del sanatorio; nos invitó a que esperáramos en una habitación difícil de reconocer, porque los muebles habían sido cambiados y estaban cubiertos con fundas de otro color, seguramente como parte del método de Lenz, tendente a impedir que los enfermos se acostumbraran a nada.
La enfermera volvió, conservando aún su sonrisa, y nos condujo a través de un corredor al despacho de Lenz. Éste se hallaba sentado detrás de su escritorio. Tenía un aspecto soberbio; en su propio ambiente parecía aún más imponente y más olímpico.
—Herr Wessler, señor Duluth, me alegro mucho de que hayan podido llegar tan pronto.
Wessler hacía girar nerviosamente el sombrero entre sus dos manos enormes. Estaba colorado y torpe.
—¿Está bien otra vez Wolfgang? ¿Podré al fin abrazar a mi hermanastro? —preguntó ansioso.
—He preparado una entrevista de usted con él —dijo Lenz—. Debe usted tener presente que es un caso difícil y que de ninguna manera estoy seguro aún acerca de los resultados del tratamiento. Antes de hacer venir aquí a Herr von Brandt, debo explicarles un poco más detalladamente la situación.
—Sí, sí, explíquenos. —Wessler se dejó caer en un sillón de cuero. Yo acerqué otro de madera hasta el escritorio.
Lenz comenzó:
—Como usted sabe, la ilusión principal de su hermanastro consiste en que no cree ser Wolfgang von Brandt, sino Conrad Wessler, el gran actor, el ídolo de Viena. Ahora que estoy enterado de muchos pormenores de la vida de ustedes, no me sorprende esta confusión de identidad. Corríjame si le parece que estoy equivocado, Herr Wessler, pero creo que en Austria era sólo usted el que siempre aparecía en el foco de atención del público. Usted era la figura célebre para toda la nación; su hermanastro, a pesar de acompañarle siempre, ocupaba un lugar muy secundario. Es verdad que escribía obras para usted, pero sobre todo actuaba como su secretario, administrador, etcétera. Él se encargaba de los detalles, más bien mundanos, relacionados con los éxitos de usted.
Wessler había fruncido la frente, como si le resultara un tanto difícil seguir el inglés de Lenz.
—Sí, sí, así es en verdad. Naturalmente, el que aparece en escena es el que llega a ser más conocido. —Vaciló un momento y prosiguió—: Mis enemigos en Viena decían que Wolfgang podría interpretar tan bien como yo; que yo se lo impedía; que no le dejaba actuar en escena, porque estaba celoso de mi fama. Esto es lo que decían mis enemigos, pero no era cierto. Wolfgang es mi hermano; le quiero y sé lo que pasa. Tal vez haya en él chispas de genio; a veces me parece verlas, pero Wolfgang ha sido siempre muy nervioso. Yo le decía: “No, Wolfgang, no debes trabajar en escena”, pero se lo decía porque estaba seguro de que no le convenía hacerlo. Se excitaría en seguida. Es que yo tenía miedo de que el interpretar un papel pudiera trastornarle el juicio. —Alzó las manos—. Me es difícil explicarme mejor.
Lenz estaba observándolo con extremo interés.
—Me parece que ha puesto usted el dedo en la llaga, Herr Wessler. Creo que su hermanastro debe tener un gran deseo de ser actor y tal vez también un gran talento para ello latente en él. Pero asimismo posee una personalidad algo inestable. El propósito de usted de mantenerle alejado de la escena es digno de encomio. Pero me inclino a creer que es esta contrariada pasión de ser un gran actor, reprimida en su subconsciente, la que le ha hecho confundir su propia identidad con la de usted. Deseaba tanto ser lo que es usted, que ahora cree serlo de verdad. Es el cumplimiento morboso de un deseo.
—Sí, sí —dijo Wessler muy excitado.
—Los médicos del Hospital del Teatro —prosiguió Lenz— habían llegado a la misma conclusión. Pero ellos procuraron hacer todo lo posible para sacarle del engaño, tratando de hacerle ver que él era Wolfgang von Brandt y no Conrad Wessler. Yo lo he tratado desde un punto de vista diametralmente opuesto. —Me miró a mí—. Le infundí la creencia de que ha venido a América, él, el Gran Conrad Wessler, para interpretar un papel para usted, señor Duluth—. Como usted sabe, le he dado una copia de Aguas revueltas. También le di lecciones para mejorar su inglés y le hice aprender el papel de Herr Wessler. Él cree que está aquí en el sanatorio a causa de unos dolores de cabeza e insomnios que ha sufrido. Está convencido de que a su debido tiempo aparecerá en Broadway en calidad de gran actor.
Se detuvo, bajando la vista hacia sus manos.
—Esto tal vez le parezca un poco cruel, pero yo veo en ello la única manera de curarlo. He hecho todo lo que estaba en mi poder para desarrollar íntegramente en él esta ilusión. Ahora confío en que el choque repentino de confrontar esa ilusión con la realidad devuelva a Herr von Brandt a su estado normal.
El doctor Lenz se levantó de su asiento y apretó un botón.
—Herr Wessler, le ruego que no abrigue demasiadas esperanzas en conseguir un resultado favorable. Pero ocurra lo que ocurra, debo encarecerles a los dos que no hagan ninguna tentativa de contradecir en nada a Herr von Brandt sobre lo que pueda decir o desear.
Wessler también se había levantado. Se quedó quieto con los ojos clavados en la puerta, la boca firmemente apretada. Había algo sobremanera dramático en aquellos momentos de espera. Hasta yo, que de ningún modo estaba sentimentalmente vinculado a lo que ocurría, sentí una honda emoción.
Luego se abrió la puerta y entró un hombre seguido de un enfermero vestido de blanco. Yo nunca había visto a Wolfgang von Brandt con anterioridad, y me sorprendió un poco que no tuviera un parecido más notable con su insigne hermanastro. Había un aire de familia entre ellos, pero más bien se debía a la expresión que a la semejanza de los rasgos. Von Brandt era de estatura más baja, más delgado, tenía pelo negro y ojos muy oscuros y muy tristes.
Por un segundo se quedó parado en el vano de la puerta, semejante a un actor que demora intencionalmente su entrada. No demostró señal de habernos advertido, ni a Wessler ni a mí. Tenía la vista fija en el rostro de Lenz.
—¿Desea usted hablar conmigo, Herr Doktor?
—Si —respondió Lenz—. Aquí están unos visitantes de Nueva York que han venido a verle.
Wessler, con la cara iluminada, dio un paso hacia delante; tendió las manos a su hermanastro.
—Hier bin ich, Wolfgang[1].
Von Brandt se volvió a medias para mirarlo. No hubo en sus ojos el más leve signo de reconocimiento. Con un ligero esguince de desagrado se retrajo de los brazos abiertos de Wessler.
—Es tut mir so leid. Aber ich kenne Sie nicht[2].
El rostro de Wessler se ensombreció. Lenz que había estado mirando cuidadosamente a ambos, dijo:
—Pero si usted lo conoce muy bien, Herr von Brandt. Es su hermano.
—¡Mi hermano!
Una vez más los ojos de von Brandt examinaron a Wessler. Luego sus labios se contrajeron en una sonrisa.
—Usted se propone burlarse de mí, Herr Doktor. Yo tengo solamente un hermano: Wolfgang von Brandt. Ha muerto en un accidente; ha muerto para salvar la vida del gran Wessler. No quiero hablar con impostores. Hágame el favor de decir a este hombre que se vaya.
Era conmovedor ver cómo se disipaba la alegría en el rostro de Wessler. Empezó a hablar en alemán, con frases entrecortadas, pero Lenz movió la cabeza y le dijo:
—Tal vez sea mejor que nos deje un rato.
Wessler salió escurriéndose de la habitación como un perro castigado.
Tan pronto como se hubo ido, Wolfgang von Brandt se me acercó deteniéndose frente a mí. Por encima de su hombro preguntó:
—¿Y este caballero Herr Doktor?
—Éste es el señor Duluth —respondió Lenz—. Ha venido de Nueva York para verle a usted.
—¡El señor Duluth! —El rostro de von Brandt se iluminó—. Al fin lo veo, señor Duluth. Oh, hágame el favor de perdonarme por mi pobre inglés. Por cierto que no hablo así en el papel. He aprendido todas las frases a la perfección. No debe usted preocuparse por los ensayos. Lo conozco muy bien, palabra por palabra. Esa obra… es mi obra; es mi niño. No es tan buena en inglés como en alemán, pero todavía es buena. Pronto, cuando mejore de mis dolores de cabeza y mis insomnios, dejaré este lugar; iré a Nueva York y representaremos la obra. No sé cómo darle las gracias por creer en mí y en mi obra, en estos tiempos tan difíciles. Usted me ayuda a cumplir mi más ferviente deseo: interpretar esta obra ante un público americano.
Era muy penoso oír todo esto. Yo no sabía qué decir. Von Brandt continuó hablando en el mismo tono excitado. Volvió a repetir una y otra vez las mismas cosas; cuán perfectamente había aprendido su papel en inglés; cuánto ansiaba ir al Dagonet; cuán poco le faltaba para curarse de sus dolores de cabeza e insomnios.
No le contradije en nada; no le hice ver con el menor gesto, que tenía conciencia de hallarme frente a un lunático. Pero en mis adentros pensé que Lenz había sido optimista en demasía en sus cálculos. Wolfgang von Brandt era muy simpático; era tan tratable y cortés como cualquiera, pero el cimiento mismo de su aparente salud descansaba sobre la insana convicción de que él era Conrad Wessler.
Durante todo el tiempo que me habló, Lenz estuvo observándolo con esa suerte de cuidadosa ansiedad con que un entrenador observa a su más prometedor ejemplar con pasta de campeón. Imposible adivinar en qué pensaba.
Von Brandt seguía hablando aún muy animado, cuando la puerta se abrió bruscamente y Wessler irrumpió en la habitación. Su mirada perpleja y atormentada se encontró con la de Lenz.
—Sé que usted me ha pedido que me quedara fuera. Pero no puedo. Que ocurra esto después de todo lo que hubo entre nosotros… no puedo soportarlo. Tengo que hacerme conocer por mi hermano.
Haciendo caso omiso de la mano levantada de Lenz, Wessler corrió hacia von Brandt y lo asió de los brazos.
—Wolfgang, no puedes torturarme así. Nosotros, los dos, siempre nos quisimos muchísimo el uno al otro, ¿no? Fuimos dos hermanos unidos frente al mundo. Tienes que abrir los ojos; tienes que ver… ver que soy tu hermano Conrad.
Von Brandt no hizo el menor esfuerzo por desasirse de las manos de su hermano. Los dos se hallaban muy juntos, mirándose el uno al otro; Wessler, fiero, apremiante; von Brandt, frío, frío como el hielo, con ojos vagos, distantes.
—Wolfgang, hör’mich! —Wessler agitó rudamente sus brazos— Ich bin dein Bruder, dein Bruder! Verstanden. Dein Bruder… Konrad[3]!
Ni Lenz ni yo nos movimos. Aquello se había tomado en algo ajeno a nosotros, algo que sólo podía resolverse por sí mismo, a su propio modo. Wessler siguió hablando en alemán, rápido e implorante; y von Brandt le contemplaba lejano, con vaga curiosidad.
Luego, en tanto que Wessler hablaba aún, un cambio sutil se produjo en el rostro de von Brandt. Al principio, apenas si lo advertí; luego vi que poco a poco sus pestañas se movían, que la helada indiferencia desaparecía de sus ojos, que sus labios se crispaban y después se aflojaban en una sonrisa convulsiva, vacilante.
Había algo espantoso en aquella sonrisa, algo tan aciago como una grieta creciente en los cimientos de un edificio, que sin eso sería sólida. Y fue extendiéndose, extendiéndose por todo su rostro, hasta que cada una de sus facciones pareció ser una parte de aquella convulsionada e insana sonrisa.
Con voz ronca y muy suave pronunció:
—So ist es. So ist es. Konrad, du bist zurückgekommen. Du bist gekommen mein Stück zu entsstehlen. Ich sollt’s gewusst haben… Ich…[4].
Las palabras se perdieron en el silencio. Por un instante von Brandt permaneció contemplando a su hermanastro, los brazos flojos a los costados, la sonrisa vagando aún tontamente en los labios. Luego rompió a reír, con una risa fuerte, demente. Echó adelante su brazo derecho y aterró la garganta de Wessler. Acto seguido se arrojó sobre él, arañándole y pegándole con el otro puño. En un abrir y cerrar de ojos los dos hermanos se hallaron rodando en el suelo, trabados en una muda e insensata lucha.
Casi al instante aparecieron dos enfermeros llamados por Lenz. Ataron los brazos de von Brandt a su espalda, lo separaron de Wessler y lo sacaron de la habitación. Mientras lo arrastraban hacia la puerta, lloraba, reía y aullaba como un loco furioso.
Lentamente se levantó Wessler del suelo. Ciertamente no estaba herido. Si hubiera querido, podía haber matado a su hermano, aun teniendo una mano atada a la espalda. Pero nunca había visto yo a un hombre más real y trágicamente desdichado.
Se fue tambaleando hasta el escritorio de Lenz. Se inclinó sobre él y murmuró:
—¿Qué ha pasado? ¿Qué he hecho? Sólo quise que él me reconociera… como a su hermano. ¿Qué es lo que he hecho?
El doctor Lenz le miró con severidad.
—Cuando vi la manera en que reaccionaba su hermano, le pedí a usted que no entrara en esta habitación.
—Ya sé. Ya sé. Pero no quise hacer ningún daño. ¿Qué es lo que he hecho?:
—Francamente, aún no lo sé. No esperaba que las cosas tomaran este cariz. —La voz de Lenz era compasiva. No había el menor indicio de sonrisa—. Pero al menos, usted ha contribuido a que se cumpliera mi propósito anterior. Por muy penoso que le haya sido, usted ha destruido su ilusión.
Se levantó de su asiento y tendió la mano a Wessler.
—Ocurra lo que ocurra en lo futuro, Wolfgang von Brandt y Conrad Wessler son otra vez dos personalidades distintas.