24

Volví a mi cama aquella noche con los nervios completamente deshechos. Ya era suficiente la incomprensible conducta de Mirabelle para acortar mi ya abreviada existencia; pero el que Lenz, a quien yo creía sin ninguna reserva para mí, comenzara también a ponerse misterioso, era de todo punto más de lo que podía exigírsele que soportara a un inofensivo y joven empresario-director.

A la hora del desayuno el médico aumentó aún más mi ansiedad, anunciándome su intención de regresar al sanatorio. Los problemas psiquiátricos, o de la clase que fueran, relacionados con el medio hermano de Wessler, Wolfgang von Brandt, parecía que habían adquirido de pronto gran importancia para Lenz. No hizo ninguna referencia a los sucesos de la noche anterior, ni se mostró dispuesto a dar explicaciones. Se limitó a colocar en la maleta su camisón y cepillo de dientes, rodear mi mano con su ancha palma y decirme:

—Si creyera que podría ser de alguna utilidad inmediata aquí, me quedaría, pero por el momento no me parece que sea así.

Y se marchó, dejándome tan ignorante como antes y mucho más intranquilo.

Tan pronto como se fue me lancé escaleras abajo hacia la habitación de Iris en el quinto piso. La encontré sentada en su sofá-cama convertible, con una especie de red metálica sobre la cabeza.

—Hola —me dijo reclinándose contra los almohadones; luego agregó, dándome una palmada en la red—: No me mires con tanto reproche, querido, no usaré esto cuando estemos casados.

—Eres muy amable —respondí.

A renglón seguido le conté la peregrina historia de la llamada telefónica de Mirabelle. Yo sabía que me correspondía ser el hombre fuerte que protege a la débil e indefensa mujercita, pero entre Iris y yo las cosas parecían ser al revés.

—Y algo más —concluí, retorciendo un pliegue de su pijama rosa, que no sé cómo se encontró entre mis dedos—; hay algo más que debo contarte sobre Mirabelle. No me atreví a decírselo a Lenz. Tenía miedo de que volviera a encerrarme. Pero me parece…, me parece que todavía ocurren cosas raras en el Dagonet; me parece que alguien trata de envenenar el brandy de Mirabelle.

Iris libró su pijama de mis nerviosos estrujones, y alisó las arrugas. Tenía un aspecto de mucha calma y dominio de sí misma, exactamente como yo quería que estuviese.

—Cuéntame eso del envenenamiento del brandy de Mirabelle —dijo.

Le referí cómo reincidí bebiendo un trago de brandy de Mirabelle y llevé luego el vaso a mi amigo químico para que analizara el contenido. Sus ojos se oscurecieron.

—Esto —dijo— y después la llamada telefónica de anoche.

—Exactamente. Pero por amor de Dios, ¿qué podemos hacer?

Iris se deslizó en su asiento, recogió dos chinelas rosas y se levantó para tomar el teléfono. Me tendió el auricular diciéndome:

—Llama a tu amigo y pregúntale si ya ha hecho el análisis. No podemos hacer nada antes de saber a qué atenemos.

Eso era sensato, sin duda. Con manos trémulas levanté el receptor y marqué el número. Mi amigo había hecho el análisis… con extremo cuidado. Escuché su informe y volví a colgar el aparato.

El “¿Y bien?” de Iris me sobresaltó.

—Ha hecho el análisis —dije—. Te voy a decir exactamente lo que me ha explicado. Dice que el vaso contenía buena cantidad de cierto alcaloide del grupo de la morfina; que no había allí veneno suficiente para matar a nadie de una vez, pero que, si uno lo toma durante cierto tiempo, puede ser muy peligroso.

—Háblame claro, Peter. ¿Qué veneno es ése? ¿Te lo ha dicho?

—Sí —respondí—. No está muy seguro… todavía, le falta otro análisis, pero está casi seguro de que es…

—¿Qué, Peter?

—Codeína —dije.

Nos contemplamos mutuamente en desolado silencio.

Iris dijo con mucha suavidad:

—Y Theo perdió la codeína anoche. Peter, ¿estará comenzando todo de nuevo? Primero Wessler, y ahora Mirabelle. ¿Qué… qué vamos a hacer?

—Rindámonos —dije—. Rindámonos y abandonemos todo. Llamemos a Clarke.

—Llamar a Clarke para decirle que alguien trata de envenenar a Mirabelle, justamente ahora que hemos logrado arreglar los asuntos de Comstock y Kramer…

—¡Demonios! No podemos continuar así indefinidamente. No podemos dejar en peligro la vida de Mirabelle… nada más que para estrenar nuestra obra.

—Tonterías, Peter. Es preciso que estrenemos. La obra es de tanta importancia para Mirabelle como para nosotros. ¿Y qué puede hacer aquí la policía? No podrá estar probando todo lo que ella beba. No puede hacer nada que no podamos hacer nosotros mismos. Alguien está tratando de envenenar a Mirabelle lentamente. Podemos impedirlo nosotros mismos, Peter. Tenemos que impedirlo.

—Entonces, al menos debemos decírselo a Mirabelle.

—¿Decírselo a Mirabelle? —Iris alzó el mentón de un modo brusco y resuelto—. Peter, no puedes decirle a tu primera actriz, diez días antes del estreno, que alguien está tratando de envenenarla. Piensa en el efecto que esto tendría en su interpretación. Piensa… ¡oh, al diablo con todo! Esta obra significa tanto para nosotros; nuestra vida depende de ella, Peter. Los dos estamos tan ligados a ella, que si fracasa, nos hundimos. —Me asió de los brazos—. Aguas revueltas se va a estrenar, Peter; aún cuando nos asesinen a todos, se va a estrenar.

Me miraba fijamente a los ojos, con los labios entreabiertos. Era muy propio de Iris armarse de una dosis extrema de valor cuando a mí me faltaba la necesaria.

—Nosotros cuidaremos de Mirabelle, Peter. Ya encontraremos algún medio.

De pronto un amplio trozo de suave pijama se encontró entre mis brazos.

—¿Sabes —le dije— que tú eres la mujer más hermosa que he visto en mi vida?

—Buen momento has encontrado para empezar a verlo —replicó Iris.

Pero se quitó la red. Estaba besándola aún cuando un golpe imperioso resonó en la puerta. Iris se apartó bruscamente. Hizo un esfuerzo para mostrarse asustada, pero aún no había alcanzado el punto en que podía engañarme con ficciones. Con demasiada indiferencia, encendió un cigarrillo, se alisó el cabello y dijo:

—Pase.

La puerta se abrió para dejar paso a Gerald Gwynne. Se dirigió aprisa hacia Iris. Luego me vio a mí y su atezado rostro juvenil se ensombreció.

—¡Hola! —dijo Iris—. ¿Me necesita a mí o a Peter?

Por la manera en que le dijo esto, me di cuenta de que lo esperaba y estaba dándole alguna señal. Aquello era completamente desconcertante por lo insospechado. Eché una mirada atenta a Gerald. Se me antojó de golpe, como muy importante, el hecho de que él era diez años menor que yo y mucho más buen mozo. Casi lamentaba no haberle permitido que se marchara a Hollywood.

Por un instante se quedó mirando a Iris y luego dijo:

—La verdad es que vine a ver a Peter. Pensé que debía estar aquí.

No le dije que me daba cuenta de que mentía. Dejé que las cosas siguieran por ese lado.

—¿Para qué quería verme? —le pregunté.

Durante un breve rato guardó silencio; al fin masculló:

—Se trata de Wessler. Me parece que no tiene perdón lo que le hizo a Mirabelle anoche. Vine para decirle que debe hacer algo, a fin de contenerlo, si quiere que le salga bien la obra.

—¿Desde cuándo le interesa tanto el éxito de la obra? —repliqué—. Hace un par de días no más, pensaba abandonamos.

Gerald enrojeció.

—¿A qué viene recordarme esto ahora? Ya pasó y ya está olvidado. Ahora sólo pido justicia para Mirabelle. Ella no puede verlo; es ya harto suficiente el que tenga que trabajar con él. Debe usted impedir, al menos, que le pegue en los ensayos.

—Gracias por su buen consejo —dije, sintiendo de pronto que me iba de mis casillas—. ¿Qué quiere que haga? ¿Que eche a Wessler y tome a Roland Gates? Esto le resultaría delicioso a Mirabelle, ¿verdad?

—No diga tonterías. Yo…

—¡Cállese! —le interrumpí—. Mirabelle hizo que usted fuera admitido en el reparto de Aguas revueltas porque me pidió de rodillas que le contratara. Está haciendo bien su papel, pero si se le suben los humos a la cabeza y le da por pensar que es un genio de las tablas, puede largarse. Acepte el contrato ese de Hollywood y váyase.

—Bueno, bueno —dijo Gerald—. No tiene por qué ponerse tan furioso. Si lo toma en esa forma, bueno entonces, siento haber venido por esto. Me voy. Olvídelo.

Y se encaminó hacia la puerta. Era perjudicial para mi empresa dejarle que se marchara de esa forma, pero yo no estaba dispuesto a hacer nada para impedirlo. Gerald había llegado a la puerta y asía el picaporte, cuando Iris le dijo:

—No se vaya, Gerald, espere un momento.

Se volvió de repente y se dirigió hacia ella con otra expresión en su semblante.

—¿Qué ocurre, Iris? —preguntó.

Ella me miró con recelo. No pude comprender su actitud. Era como si la entrada de Gerald en la habitación hubiera transformado a Iris en otra persona, desconocida para mí.

—Gerald —dijo Iris—, usted quiere bien a Mirabelle, ¿no es cierto?

—Usted sabe lo que yo siento por ella.

—Entonces tiene que hacer algo por nosotros. —Iris se me acercó y puso una mano sobre mi brazo—. No debe contárselo a nadie, Gerald, ni siquiera a Mirabelle. Esto es extraordinariamente importante. Pero tiene que hacer lo que nosotros le digamos. Nos parece que alguien está adulterando su brandy; nos parece que alguien está tratando de envenenarla.

La piel alrededor de los pómulos de Gerald se volvió súbitamente tirante y blanca.

—¡Envenenar a Mirabelle!

—No estamos seguros. Puede ser que estemos completamente equivocados. Gerald, usted está siempre con Mirabelle; tendrá que vigilar su brandy. En los ensayos, a cualquier hora, tendrá que vigilarlo, probarlo y asegurarse de que… no tiene nada raro. ¿Lo hará usted por nosotros?

—Pero, pero no puedo creer…

—No tiene que creerlo. Sólo tiene que hacer lo que le digo.

—Muy bien. —Los músculos en la cara de Gerald, se aflojaron. Había un brillo extraño, ligeramente burlesco en el fondo de sus ojos—. Muy bien, Iris. Si usted me lo pide, así lo haré.

Iris le tendió la mano dejándole que se la estrechara con sus dedos oscuros.

—Gracias, Gerald —dijo ella—. Yo…

No terminó la frase porque en ese momento se oyó otro golpe en la puerta y ésta se abrió casi en seguida. Entró Theo Ffoulkes, su delgado y aristocrático rostro convertido en una pálida máscara. Era una persona completamente distinta de la frívola y abandonada Theo que había derramado sobre mí confidencias inocentes la noche anterior.

—Iris, tengo que ver a Peter. He estado arriba. No está… ¡Oh, Peter, está usted aquí!

Vino derechamente hacia mí. Debajo del brazo traía un periódico doblado. Me lo arrojó apuntando hacia cierto lugar.

—¡Peter, usted no puede haber hecho esto! ¡No puede haber hecho una cosa semejante!

Gerald e Iris se me aproximaron, leyendo por encima de mis hombros. Eché de ver al punto la parte que Theo me había señalado. Decía así:

“La novedad más sensacional en el mundo de las tablas es sin duda la reciente declaración formulada por Roland Gates de que ha sido contratado como suplente para el papel principal de la próxima producción de Peter Duluth Aguas revueltas, en la que actúa como primera actriz Mirabelle Rue. Por el momento el acompañante de la señorita Rue es el famoso actor austríaco Conrad Wessler. Pero se dice que no está muy bien de salud y es posible que se vea obligado a dejar el papel. Existe, por tanto, una buena probabilidad de que el público vuelva a ver actuar juntos a la famosa pareja formada por Gates y Rue, que todo el mundo creía definitivamente separada a raíz del ruidoso juicio de divorcio del año anterior. En muchos círculos se tiene la impresión de que aparecer junto a Gates, después de las revelaciones que se hicieron en el juicio de divorcio, es el partido menos prudente que puede tomar la señorita Rue… si desea conservar la simpatía del público”.

Desde mi último encuentro con Gates había estado esperando algo por el estilo, pero la circunstancia de lo que esperara no atenuó en lo más mínimo el efecto de lo ocurrido.

Los ojos de Theo eran fríos como el acero.

—No puedo creerlo, Peter. No puedo creer que usted haya permitido publicar esto. Usted sabe lo sensible que es a todo lo relacionado con el accidente que sufrió. Usted sabe el daño que puede hacerle el leer en los periódicos que la gente espera que se vuelva loco. ¡Y Gates para substituirlo! Usted sabe muy bien que Wessler no permitirá que nadie, fuera de su hermanastro, estudie su papel y…

—Déjeme aprovechar la oportunidad para decirle lo que pienso de él. —Gerald la hizo a un lado y vino hacia mí con resolución homicida en la cara—. ¿Es verdad esto?

—En cierto modo.

—¡En cierto modo! Usted debe estar loco. ¿Permitió publicar esto, sin decir nada a Mirabelle? Después de todo lo que pasó contrata a ese cochino asqueroso de Gates… para…

—¡Cállese! —le interrumpí—. Cállense los dos y escuchen. Sí, yo dejé que Gates llevara una copia del manuscrito para estudiar el papel de Wessler. Se lo dejé; ¿creen ustedes que se lo dejé porque me pareció una idea magnífica? ¿Creen ustedes que yo soy tan imbécil? Gates sabe lo de Comstock; sabe que Kramer ha sido asesinado. Me amenazó con decirlo a la policía si no le dejaba estudiar ese papel y hacer esta declaración en los periódicos. He aquí lo que ocurrió. Me gustaría saber qué habrían hecho ustedes en mi lugar. Dejarían que se fuera al demonio la compañía y se quedarían sin trabajo con el solo objeto de no incomodar a Mirabelle y a Wessler, ¿verdad? Después de lo que pasó a Kramer, yo creí que todos habían caído en la cuenta de lo que estaba ocurriendo. Por si a alguno le queda alguna duda, les advierto que no estoy dirigiendo una obra en Broadway, sino la guerra chino-japonesa.

Esto les hizo el debido efecto.

Gerald lanzó un leve silbido y dijo:

—Así que Gates recogió el hilo que soltó Kramer. Ahora hace el chantaje él en persona.

—Así es —dije—. Pero esto no es nada en comparación con las otras cosas que están pasando. Me importa un bledo Gates. No puede molestarnos directamente, si no le ocurre una desgracia a Wessler. Y es tarea nuestra, mía y de ustedes, el cuidar que no le ocurra nada a Wessler.

Theo encendió un Goldflake. Sonrió en cierta forma, expresando pesar y vergüenza.

—Lo lamento mucho, Peter —dijo—. Una vez más me porto como una tonta. Debí habérmelo figurado. —Hizo una pausa y agregó—: Es que yo… pensé que ahora que nos habíamos librado de Kramer no teníamos más preocupaciones internas; pensé que sólo teníamos que guardarnos de la policía.

¡Grave ilusión! —repuse con amargura—. ¿Y qué le ha ocurrido a su bolso?

—¡Mi bolso! Dios mío, no querrá usted decir que mi bolso tiene alguna relación con todo esto. No querrá decirme que mi codeína…

—No sé de qué se trata —intervino Gerald con voz lenta y apagada, que había perdido todo su enojo y excitación—; pero me parece que no vale la pena de inquietarse por el bolso de Theo. No hay nada extraordinario relacionado con él.

Mientras lo contemplábamos, palpó el bolsillo lateral de su chaqueta y extrajo de él un pequeño bolso negro de mujer.

—Lo llevaba conmigo al ensayo para entregárselo a usted, Theo.

—Sí, es mío —dijo ésta tomándola—. ¿Pero dónde lo ha encontrado usted?

—La verdad es que no sé cómo fue a parar a mi bolsillo, en el que lo encontré esta mañana. Lo recogería anoche en el Dagonet creyendo que era de Mirabelle.

—Pero usted sabe que no es de Mirabelle. Me ha visto usted con él miles de veces. —Theo abrió el cierre y miró al interior del bolso. Luego me miró a mí, y dijo con voz blanda, indecisa—: Peter, anoche mi frasco con las píldoras de codeína estaba lleno hasta la mitad. Ahora no queda casi nada.

Esto nos produjo un estremecimiento a Iris y a mí. Me volví hacia Gerald y lo propio hicieron Iris y Theo. Era él la única persona en la habitación que conservaba la sangre fría.

—Por lo que dijo Iris —expresó—, me imagino lo que deben pensar ustedes. Es completamente falso; yo no he estado envenenando a nadie con codeína, se lo aseguro.

—Pero, ¿quién…? —comenzó Iris.

—Yo no sé nada —dijo Gerald y miró a Iris; sus ojos quedaron fijos en ella durante un momento. Luego le hizo una pequeña inclinación extrañamente formal y agregó—: Ahora me voy. Hasta luego.

Theo se hizo cargo de que también ella estaba de más. No tardó en marcharse y nos quedamos solos Iris y yo.

Me dejé caer en el sofá, exhausto.

—¡Lo que hemos hecho! —dije.

—¿A qué te refieres? —preguntó ella.

—Me refiero a Gerald. ¿Te das cuenta de lo que hemos hecho con Gerald?

—Peter, no pensarás que él…

—Sí, lo pienso. Él tenía el bolso de Theo. Evidentemente, es él la persona que se llevó la codeína, ¿no es así? Y él es la persona a quien encargamos del cuidado de Mirabelle. ¡Qué gracioso!, ¿no? Será un magnífico guardián.

Iris se mostró obstinada.

—Gerald no es capaz de hacer esto.

—Parece que tú conoces muy bien a Gerald. Casi diría que demasiado bien.

—¿Qué quieres decir con esto?

—Tú sabes bien a qué me refiero. No soy ciego. Él ha venido aquí para verte a ti. Tú le esperabas, Dios mío, ¿no tengo ya bastante, para que encima tú andes engañándome?

Iris se sentó a mi lado tomándome las manos.

—Yo no te engaño, Peter.

—Entonces me gustaría saber qué es lo que haces. No te reprocho nada, tenlo en cuenta. ¿Qué puedo yo ofrecerte? No soy más que un bebedor, teóricamente curado y con malas inclinaciones. No entiendo por qué diablos me has querido todo este tiempo.

—Peter, no hables así. No debes hablar así. —Sus ojos estaban llenos de pena y yo lo advertí. Aunque estaba medio loco de dolor, advertí eso y me dije que sus ojos no podían mentir en esa forma—. Yo soy tuya Peter; somos el uno para el otro. Gerald no es nada para mí. Tal vez se imagine que está enamorado de mí, pero esto no tiene importancia. Debes creerme, Peter.

—¿Pero está él enamorado de ti?

—Eso dice. He estado tratando de explicártelo todo. Me lo declaró la noche en que murió Comstock. Dijo que no podía apartarme de su mente. No le di importancia al asunto. Le respondí que no era más que un niño y que olvidara eso. Pero no lo hizo. De ahí tanto alboroto por el contrato de Hollywood. Por eso quiso dejar la compañía y alejarse de la ciudad. Pero tú no podías dejarlo ir, y él… él dijo que necesitaba verme de vez en cuando, sólo verme. Por eso le permití que viniera a mi apartamento de tanto en tanto. No hay nada más que esto, te lo juro. Pero detesto las complicaciones. Por eso he insistido tanto para que nos casemos en seguida, dejando todo bien claro definitivamente.

Comprendí que decía la verdad. La rodeé con un brazo y dejé descansar mi dolorida cabeza en su regazo.

—¡Quién hubiera pensado que éste iba a ser el día más feliz de mi vida! —exclamé.

Pero no tardé en volver a quedarme pensativo.

—Iris —dije—, no me explico una cosa. Si Gerald está enamorado de ti, ¿cuáles serán sus relaciones con Mirabelle?

—Él está loco por ella. La sigue a todas partes día y noche. Daría su vida por ella.

—Y sin embargo está enamorado de ti. ¿No te parece esto un poco a lo Eugenio O’Neill?

—No seas niño, Peter. Mirabelle hizo de él un actor. Le consiguió el papel en Aguas revueltas. Todo se lo debe a ella.

—Y acaso ella espere demasiado en cambio. Acaso ella se le pegue y él no quiera que siga así. —De pronto me sentí inquieto de nuevo—. Querida, lamento muchísimo que le hayamos encargado el cuidado del brandy de Mirabelle.

—Hemos hecho bien —replicó ella con decisión—. Gerald es un excelente muchacho. Podemos confiar en él.

—Sí, lo mismo podríamos confiar en cualquier otro de la compañía. Mira adonde nos ha llevado.

Mientras hablaba sonó el teléfono. Me incorporé por encima de Iris para tomar el receptor. Al oír la voz de Lenz me sentí tan contento que ni siquiera atendí a lo que tenía que decirme y le espeté toda la historia del brandy de Mirabelle y lo que hicimos al respecto.

—A Iris le parece bien que hayamos encargado a Gerald de su cuidado —concluí.

Lenz no respondió en seguida. Al fin dijo:

—Creo que la señorita Pattison es muy prudente.

—Pero —insistí— dejamos la vida de Mirabelle en sus manos, y según todas las apariencias, es él la persona que trata de envenenarla.

Lenz soltó una extraña risita.

—Si el señor Gwynne está tratando de envenenar a la señorita Rue no hay mejor modo de impedírselo que hacerle enteramente responsable de la seguridad de ella.

Esto resultaba lógico, por cierto.

—Por mi parte no me inquietaría demasiado por la suerte de la señorita Rue —contestó—. Tengo bastantes motivos para creer que ella sabrá cuidarse a sí misma. Le he telefoneado por un asunto muy diferente. Ha llegado la hora en que considero prudente hacer que Herr von Brandt se vuelva a encontrar con su hermanastro. Acabo de hablar con Herr Wessler y me manifestó que se halla dispuesto a hacer una visita al sanatorio esta mañana. Me gustaría que usted lo acompañara.

¡Parecía haber tantas cosas más urgentes que el hermanastro de Wessler!

—Pero… —comencé.

—Sé que usted es una persona ocupada, señor Duluth. Sé que esto significa para usted perder un ensayo, pero nunca recalcaría demasiado la importancia que tiene este encuentro, no sólo para la salud de von Brandt, sino también para Wessler.

¿Qué podía objetarle?

—Bien —respondí—; iré con él.

—Gracias, señor Duluth. —La voz de Lenz parecía extrañamente exaltada—. Muchísimas gracias.