23

Después de esto se produjo un silencio seguido de un breve sonido del receptor al ser colgado. Salté de la cama y comencé a revolverme en la habitación buscando mi ropa. Al instante apareció en la puerta el rostro solemne de Lenz.

—Hay…

—Ya sé —interrumpí—. Lo he oído.

Lenz desapareció. En pocos minutos me eché encima una camisa, un pantalón, un par de zapatos y una chaqueta. Salí corriendo al vestíbulo. El doctor Lenz ya se encontraba allí; completamente vestido, sin faltarle siquiera su gran alfiler de perla en la corbata, me esperaba pacientemente a la puerta.

Nos precipitamos hacia abajo en el ascensor y saltamos dentro de un taxi. Mientras el coche corría rumbo al hotel de Mirabelle, los ojos grises de Lenz miraban impenetrablemente en el vacío. Una vez sacó su pesado reloj de oro, comprobó que eran las tres y cuarto de la madrugada y se lo metió de nuevo en el bolsillo de su chaleco. No dijo una palabra.

Lo cual era, sin duda, lo más sensato que cabía hacer. Pues, ¿qué se podía decir, en verdad?

Pero en cambio, había mucho de qué inquietarse. Pensé en Mirabelle tal como la había visto ese día en mi oficina, deshecha, roída por algún temor que se negó a compartir conmigo; en Mirabelle, durante el ensayo, sujetando sus nervios, torturada de continuo por la idea de Roland Gates; en Kramer llenándole un vaso de brandy. Ese brandy…

Me sentía endemoniadamente nervioso cuando pagamos al conductor del taxi e irrumpimos en el lujoso vestíbulo del hotel en que se alojaba Mirabelle. Yo conocía el número de su apartamento. Sin detenerme a llamar por el teléfono interno, metí a Lenz en el ascensor y lo conduje al piso más alto. Atravesé a la carrera el pasillo hasta la puerta de Mirabelle y golpeé.

No se oía ningún ruido dentro. Volví a llamar con más fuerza. Me pareció que llevaba largos minutos esperando, sin percibir otra cosa que el absoluto silencio del interior y una sensación indefinible en la boca de mi estómago.

Comencé a golpear la puerta con los puños.

Un perro ladró dentro; luego otro ladrido y después un tercero. Todo el piso resonó con un repentino bullicio de ladridos. Pude oír ligeras pisadas de garras y un fiero saltar contra la puerta. No se percibía aún ninguna señal de Mirabelle.

Lenz se me acercó.

—Intente tocar el timbre —dijo tranquilamente.

Yo había estado excesivamente nervioso para ver el botón. Lo apreté fuertemente con el pulgar, provocando una orgía de aullidos entre los perros. El timbre resonaba aún, cuando oímos pasos rápidos en el interior. Una voz gritó:

—¡Dimitri, Ruperdo, Zenda, volved al dormitorio! ¡Quietos!

El alboroto cesó. Al cabo de unos segundos se abrió la puerta.

Delante de nosotros apareció Mirabelle. Yo estaba preparado para cualquier cosa menos para eso. Era exactamente la misma de siempre, magnífica, con su cabello castaño echado hacia atrás y vistiendo una bata suelta de color gris apagado. Por un instante nos miró confusa; luego nos tendió las manos sonriendo en esa forma deslumbradora que había hecho que se mantuvieran en la cartelera durante varias temporadas tantos estrenos.

—¡Peter, doctor Lenz, queridos! Muy encantada de verlos. Pero, ¿por qué vienen a media noche y por qué tanto golpear y tocar el timbre?

—Mirabelle —pregunté con voz ronca—, ¿se siente bien?

—¿Si me siento bien? —frunció el ceño—. Claro que me siento bien… ¿Por qué…? —Su mirada recorrió mi extraña combinación de vestimentas—. Querido Peter, se ha quedado sin corbata y sin calcetines. ¿Ha estado en una pelea? ¿Está herido? Doctor Lenz, ¿está herido?

Lenz no respondió nada, lo cual hizo que la situación se tornara más confusa aún.

—Nosotros… yo… —comencé, sin saber si debía sentirme furioso o aliviado.

—No se preocupe, Peter. —Mirabelle deslizó su brazo bajo el mío y me condujo al interior del vestíbulo—. Lo principal es que se encuentre bien, lo demás no importa.

Antes de que tuviese tiempo de hablar, me vi arrastrado al salón y fui tendido en un sofá. Mirabelle, sin punto de reposo como una cortina agitada por el viento, entraba y salía de la habitación trayendo cigarrillos y vasos de agua y sosteniendo una ininterrumpida y tranquilizadora charla. Al fin se sentó en un brazo del sofá y me palmeó la cabeza.

—Ahora, Peter, cuénteme todo lo que ha pasado.

Miré desesperado a Lenz, que había ocupado un pequeño asiento de madera.

Se limitó a cruzar sobre el pecho sus largos brazos.

—Aquí parece haber un mal entendido, señorita Rue —dijo—. Hemos venido los dos a causa de una llamada telefónica.

Mirabelle tomó un cigarrillo, lo llevó a sus labios, encendió un fósforo, lo apagó y volvió a poner el cigarrillo sobre la mesa.

—¿Qué llamada telefónica? —dijo.

Era sumamente difícil que Mirabelle nos hubiera enviado un desesperado S.O.S. y lo hubiera olvidado en menos de media hora. Reuniendo los pocos restos de calma que aún conservaba, le expliqué lo sucedido.

Mirabelle entornó los ojos.

—¡Pero qué cosa más notable, Peter!

—¿Quiere usted decir —intervino Lenz— que no ha sido usted quien me ha llamado por teléfono?

—Pero, querido doctor, ¿para qué iba yo a llamarle? Por cierto que le considero a usted una persona encantadora y siempre me ha gustado su barba, pero…, bueno, la verdad es que yo estaba durmiendo profundamente desde que regresé del teatro.

—Esto es extraño. —Lenz acarició la punta de su perilla—. Tengo un oído muy fino para las voces, señorita Rue. Podría jurar que no era otra que la de usted la que oí por teléfono.

Mirabelle volvió a ejecutar con su cigarrillo toda la operación anterior, creando ante nosotros una nueva escena en la cual atravesó la habitación envuelta en una nube de humo azul verdoso y desenterró un encendedor de plata de debajo de una muñeca francesa de gran tamaño. Luego regresó al sofá y noté que se llevaba lentamente los dedos a la mejilla, como si aún sintiera el golpe que en las primeras horas de aquella noche le diera Wessler.

—Una broma, queridos —dijo al fin—. Una broma absurda y pesada. Lamento mucho que les hayan sacado de la cama en mitad de la noche, pero ¿qué podemos hacer?

Parecía que Mirabelle había dado en el quid del asunto con esta interrogación. En efecto, ¿qué podíamos hacer?

En ese momento se abrió una puerta interior y aparecieron ante nuestros ojos el mastín ruso y dos gigantescos perros daneses. Los tres le lamieron las manos con mucha solemnidad y se tendieron ordenadamente a sus pies, con abundantes coletazos en la alfombra.

En vista de tanta muestra de desaprobación canina, no nos quedaba otra cosa que marcharnos avergonzados. Y nos marchamos.

Mirabelle nos acompañó hasta la puerta y nos besó a los dos con distraído afecto y un delicado perfume a ciclamen. Me volví para mirarla, de pie en la puerta y retorciendo las orejas de sus dos grandes daneses, en tanto que el mastín la contemplaba con un aire de aristocrática melancolía. Mirabelle y sus perros; no se podía imaginar nada más apacible.

—Bien, ¿qué piensa usted de esto? —Le dije al doctor Lenz mientras entrábamos en el ascensor—. Si Mirabelle no nos ha llamado, ¿quién diablos habrá sido? ¿Y por qué?

Los dedos de Lenz jugaban con la cadena de su reloj. Con enigmática incongruencia me preguntó, a su vez, en lugar de responderme:

—¿Cuál es su número de teléfono, señor Duluth?

—Lipscombe 3-1916.

—Y las llamadas de la señorita Rue, según supongo, han de pasar por la centralita del hotel, ¿no es verdad?

Le dije que así debía de ser. Cuando llegamos al desierto salón de entrada, él fue hasta la casilla de la telefonista nocturna y metió la barba a través de la reja.

—¿Quiere usted tener la bondad de decirme la hora exacta en que la señorita Rue hizo esta noche una llamada telefónica a Lipscombe 3-1916?

Yo lo observaba. La telefonista parpadeó y se pasó la mano por su melena rubia. Probablemente era contrario a todas las reglas del hotel contestar a preguntas tan delicadas como ésta, pero ninguna telefonista del mundo podría resistir al doctor Lenz.

—La llamada de la señorita Rue a Lipscombe se efectuó a las tres y media aproximadamente —respondió con tono despreocupado.

—Muchas gracias —dijo Lenz.

—Usted se las merece —respondió la telefonista.

El doctor Lenz seguía junto a la reja. Había sacado del bolsillo una hoja de papel y un grueso lápiz plateado, y muy concentrado estaba garabateando algo. Una vez que llenó la hoja, la dobló, pidió un sobre a la telefonista, lo cerró y escribió encima el nombre de Mirabelle. Luego empujó la carta y un dólar, por debajo de la reja.

—¿Puede hacerme usted el favor de entregar esto a la señorita Rue mañana temprano?

Mientras nos dirigíamos hacia la puerta de salida, pregunté débilmente:

—¿Así que es Mirabelle quien ha llamado?

—Sí, es ella, señor Duluth.

—Y… y trataba de hacernos creer que no era ella. ¿Cómo se ha dado cuenta usted de que nos había mentido?

—Según le he dicho a la señorita Rue, tengo un oído muy fino para las voces. Tenía la certidumbre de que no podía ser otra la que me había hablado.

—Pero debe estar loca. ¿A qué viene todo esto? ¿Qué es lo que está pasando? ¿Para qué le ha escrito usted esa carta?

El rostro del doctor Lenz estaba pálido. No le había visto nunca tan preocupado.

—Le he escrito a la señorita Rue para advertirle que no siempre es juicioso ser demasiado valiente.

No tenía la menor idea de lo que quería decir con eso. No me aclaró nada.