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Aquello era demasiado. Yo había estado bregando infernalmente para pasar ese día de tantas torturas sin dejarme abatir, pero aquella brutal erupción del volcán Wessler-Mirabelle había dado por tierra con mi firmeza.

Me quedé quieto en el corredor, a solas, con el vaso de brandy de Mirabelle. Era imposible imaginar un momento más peligroso para un bebedor, en vías de curación, que dejarlo solo con un vaso de brandy en la mano. Había prometido solemnemente a Lenz que jamás tocaría el alcohol; asimismo, se lo había prometido a Iris. Hasta entonces había logrado resistir a la tentación. Pero ya no podía más. Cinco minutos después de haber salido del camarín de Mirabelle, me había bebido un buen trago de su brandy.

Me habría bebido a buen seguro todo el contenido del vaso si no hubiese sido por el gusto que tenía. Al pronto pensé que era una sensación mía, que después de haberme abstenido del alcohol por tanto tiempo, me había olvidado de su sabor. Entonces tomé otro sorbo y lo retuve sobre la lengua. Sí, parecía brandy y al mismo tiempo no lo era. Tenía un gusto amargo, de algo extraño.

Durante un momento me quedé inmóvil tratando de rechazar los pensamientos que iban agolpándose a mi memoria. Recordé los diversos episodios en que había tenido parte el brandy de Mirabelle. Había pasado una noche en el alojamiento de Wessler; Gerald atravesó la ciudad para recogerlo; Kramer echó un poco para dárselo a Mirabelle durante su último ensayo. Ese era el mismo brandy, y tenía un gusto raro.

No sabía qué hacer. Miré las venas de mi muñeca izquierda; la sangre estaba latiendo con violencia en ellas. Y los pensamientos que me esforzaba por repeler me asaltaban cual destellos que se encendían en mi mente. La loca, inexplicable amenaza que se cernía sobre el Dagonet no había pasado. Alguien había puesto algo raro en el brandy de Mirabelle. Alguien había puesto veneno en ese brandy.

Seguía quieto allí, haciendo girar el vaso entre los dedos, carente de pensamientos útiles. Detrás de mí resonaron pesados pasos y al volverme me encontré cara a cara con el doctor Lenz, muy imponente con su sombrero y abrigos negros. Con un ligero fruncimiento del entrecejo, miró el vaso que yo tenía en la mano. Comprendí lo que estaba pensando. Pensaba que me había sorprendido en flagrante reincidencia. Balbucí:

—Mirabelle no… no se sentía bien. Fui a llevarle un trago.

Me escuchó con gravedad mientras le espetaba con frases entrecortadas lo que había acontecido en el escenario. En tanto le refería eso, se desarrollaba en mi mente una furiosa batalla entre el impulso de revelarle y el deseo de ocultarle mi tremenda sospecha respecto al brandy de Mirabelle. Casi se lo digo. Luego me contuve. No tuve valor para confesarle que había probado la bebida.

Pero se me ocurrió una idea. Cuando Lenz se dirigió al escenario, lo seguí. En el momento en que él atravesaba la puerta de vaivén, metí el vaso de brandy detrás de un tubo de incendio. Yo tenía un amigo químico; podía pedirle que analizara el líquido. Entonces sabría a qué atenerme y qué actitud tomar.

No estaba seguro de si Lenz había advertido lo que había hecho. Si lo había visto, no mostró señal alguna de que así fuera.

De vuelta al escenario, noté que el entusiasmo del ensayo había decaído considerablemente. Wessler parecía trastornado aún. Estaba escuchando con ausente amabilidad a Theo, que ponía mucho empeño en reanimarlo, en tanto que Eddie e Iris les miraban con aire triste.

No pude tolerar que se perdiera más tiempo. Hice que Iris y Theo ensayaran algunas escenas en que aparecían ellas solas. Al rato apareció Gerald, pálido y con los labios apretados. Explicó que Mirabelle estaba descansando. Estaría de vuelta dentro de algunos minutos, lista para proseguir con el ensayo.

Y en efecto, no tardó en volver; los ojos por demás brillantes, los labios como dos tajos rojos en una cara blanca de payaso. Pero se mostraba totalmente dueña de sí misma. Se encaminó derechamente hacia Wessler y le tendió la mano.

—Teníamos que haber ensayado antes esa bofetada, Herr Wessler. Ha de ser muy difícil graduarle la fuerza.

La boca de Wessler perdió su rictus de desdicha. Se sonrió con amargura.

—¿Quiere usted decir que estoy perdonado?

—Desde luego. —Mirabelle también sonrió en forma ambigua—. Vamos, Peter, terminemos el acto.

Y después de esto, para mi asombro, el ensayo prosiguió bien. Tal vez se esforzaran por producirle una buena impresión a Lenz. O tal vez aquella violenta escena había despejado la atmósfera.

Pero no me sentía nada contento. El asunto del brandy me tenía preocupado.

Mentalmente, elaboré mi plan. Después del ensayo les dije a Lenz y a Iris que me esperaran en mi apartamento; recogí el vaso con el brandy y lo llevé al laboratorio de mi amigo. No le conté nada; sólo le pedí que descubriera qué substancias había allí y me lo comunicara.

Con la sospecha aún viva en mi ánimo, regresé a mi apartamento. Lenz e Iris estaban muy risueños, casi alegres. Iris habló como si no hubiera nada más por qué inquietamos.

No la desilusioné. Al fin y al cabo valía más que pasara un rato alegre en un paraíso ilusorio.

Lenz estaba sugiriendo que fuésemos a acostamos, cuando sonó el teléfono. Iris descolgó el auricular antes de que yo llegara hasta él. La miré con aprensión.

—Sí —dijo—. ¡Oh! Hola… Sí… No, yo no… no, no se me ocurre…

Iris volvió a colocar el receptor en su lugar. Estaba pálida.

Lenz y yo teníamos la mirada fija en ella.

—Vamos —dije—, cuéntanos lo peor.

—¿Lo peor? —Iris aparentó demasiada extrañeza.

—Querido, no es nada. Es Theo; llamó porque no encuentra su bolso. Quería saber si alguno de nosotros lo vio en alguna parte. Parece que lo olvidó en el teatro anoche.

—¿Su bolso? —pregunté—. Por el momento eso no sonaba a nada alarmante. Luego caí en la cuenta de lo que inquietaba a Iris—. ¿Quieres decir que ha perdido su bolso con las…?

—Sí —interrumpió Iris—. Es esto lo que la preocupa. Tenía una cantidad de esas píldoras de codeína que le recomendó el doctor Lenz; estaban en el bolso. Usted dijo que la codeína era un veneno, ¿verdad? —preguntó dirigiéndose a Lenz.

Yo sentí frío y calor en todo el cuerpo. Lenz le devolvió la mirada a Iris.

—Sí, señorita Pattison —dijo— la codeína es un veneno lo mismo que el veronal. Es decir, sus efectos pueden ser peligrosamente tóxicos si se injiere una cantidad excesiva en poco tiempo. Esto es verdad respecto de todos los derivados del opio, si bien algunos de ellos, la heroína, por ejemplo, son de una acción más violenta. —Sonrió ligeramente y prosiguió—: Sin embargo, debo advertirle, para que no se inquiete, que difícilmente puede lograrse un efecto letal con una dosis común.

—Pidamos a Dios que así sea —dijo Iris, mostrándose más tranquila—. Después de lo que le ha ocurrido a Kramer, no me gustaría saber que hay venenos violentos rondando por el Dagonet. Pero… —sonrió torpemente— parece que no hay por qué inquietarse. Theo anda siempre perdiendo cosas.

Así terminó el asunto aquella noche. En seguida nos fuimos todos a la cama. Pero no podía alejar de la mente esa pérdida de las píldoras de codeína. Tardé largo rato en conciliar el sueño.

Esa noche tuve malos sueños. Desde el horroroso incendio del teatro donde había perecido mi mujer, sufría regularmente pesadillas nocturnas. Siempre se presentaban en la misma forma: yo estaba solo en un enorme teatro, a oscuras, y sabía, no sé cómo, que me era imposible salir de allí. Estaba sentado en la galería más alta, a millas de altura, y tenía miedo, mucho miedo; sentía un miedo horrible porque algo me decía que pocos minutos más tarde el teatro sería presa de las llamas.

Una vez más, pasaba por todo eso aquella noche, sólo que esta vez el teatro era el Dagonet. Me hallaba inclinado hacia adelante, en un asiento estrecho de una galería, esperando con todos los nervios en tensión la primera llama amarillenta. Luego, un nuevo elemento en aquel sueño periódico, el teatro se llenó súbitamente de ruidos, chillidos, sonidos vibrantes, repiqueteo de millares de timbres de alarma de incendio. Salté de mi asiento y eché a correr frenético por la abrupta pendiente del corredor hacia las puertas de salida, que encontré cerradas. Estaba golpeándolas con los puños…

Me desperté, incorporado en la cama, con gruesas gotas de sudor bañándome la frente. El eco de las alarmas de incendio de mi pesadilla aún resonaba en mis oídos.

Gradualmente fueron acallándose hasta quedar reducidas a un sonido único, real, el sonido del teléfono que tenía al lado de la cama.

Durante un momento no me moví. Me quedé sentado en la cama, mirando el pequeño aparato negro, hasta que sacudí de mi mente el recuerdo de mi sueño. El timbre dejó de sonar. Sin imaginar quién llamaba a esas horas, cogí el receptor.

De inmediato escuché voces, voces que me hicieron comprender que Lenz, con su oído de médico, había contestado antes que yo por la conexión de la sala. Yo estaba aún bastante aturdido por la pesadilla. Fue por esto, quizá, por lo que la segunda voz, la que llegaba del otro extremo del hilo, no me produjo al principio ninguna impresión.

Era una voz débil, ronca, como si proviniera de alguien que se había quedado sin aliento. No la reconocí. Pero reconocí la angustia desesperada, mortal, que traslucía.

Estaba preguntando con apremio:

—¿Quién habla? ¿Es… es usted, doctor Lenz?

—Sí —respondió la voz serena de éste.

—¡Oh, gracias a Dios! —Percibí un breve sollozo ahogado—. Por favor venga usted, venga en seguida. No puedo soportarlo… más. Venga por favor, doctor Lenz. Me está… me está matando.

Había algo espantoso, torturante en el acento de esa voz. Mis dedos oprimieron desesperadamente el receptor.

—Iré en seguida —decía Lenz—. ¿Pero de qué se trata? ¿Quién es usted?

Hubo una larga pausa; luego la misma voz de antes, ronca, irreconocible, susurró:

—Soy Mirabelle Rue…