21

Volví directamente al Dagonet, donde me esperaban todos los de mi compañía, muy impacientes y ansiosos. Al punto me rodearon llenos de inquietud, y Mirabelle hizo la pregunta que debía estar en los labios de todos.

—¿Cuál es el veredicto, Peter?

—Muerte accidental —dije—. Da la impresión de que todo va a andar bien.

No dije nada de la mirada burlona que me había lanzado el inspector Clarke; tampoco dije nada sobre Gates, pero no podía olvidar ni a uno ni a otro. Aún cuando Iris hubiese estado en lo cierto la noche anterior, aún cuando los trastornos hubieran de acabar ahora que Kramer estaba muerto, no nos hallábamos a salvo de dificultades. No sólo se cernía sobre nosotros la amenaza de Gates; también nos amenazaba la policía. Por un lado Aguas revueltas estaba expuesta aún a atentados criminales; por otro, debía estar preparada para un ataque del flanco, por la ley.

No era una situación muy tranquilizadora que digamos.

Si bien la nueva que yo había traído del tribunal produjo un considerable alivio, mi compañía seguía aún bastante agitada. Eddie me informó que el ataúd se había hecho otra vez, con el ciento por ciento de seguridad; mas, a pesar de todo, su simple presencia en el escenario era suficiente para recordarnos todo el grado de mortalidad remante en el Dagonet.

Al fin, dispuesto a lo peor, conseguí poner en marcha el ensayo. Pero nunca se pueden prever las cosas en el teatro. Por alguna razón misteriosa, ese día el ensayo se inició en forma brillante y prosiguió a las mil maravillas, cual si las representaciones de Aguas revueltas estuvieran en su segundo año, y no en su segundo homicidio. Solamente me preocupaba Mirabelle. No obstante su técnica impecable, le faltaba algo indefinible, algo así como la convicción de que lo estaba haciendo bien. Una vez hubo de interrumpir su interpretación para tomar un trago de brandy, y sus manos temblaban cuando volvió a colocar el vaso vacío sobre la mesa.

Tal vez en otras ocasiones insistiera en el hábito de beber alcohol, nada más que para irritar a Wessler; pero yo leía claramente que en ese momento no lo hacía por Wessler, sino porque tenía mucha necesidad de beberlo.

Pero se recobró a medida que fue avanzando en el ensayo. Cuando a las seis anuncié un intervalo, había logrado dominarse casi por completo. Y cuando proseguimos por la noche, después de cenar, se encontraba ya completamente normal.

Interpretaba formidablemente. Todo el raudal de su antagonismo con Wessler, que pareció haber decaído durante la intromisión de Kramer, asomaba de nuevo en su actuación. En todas sus escenas con Wessler alcanzaba la máxima tensión, en forma tal, que yo esperaba a cada momento que la atmósfera en el escenario crepitara y estallara en chispas azules.

Los demás se esforzaban por acompañarla. Cada uno trabajaba con creciente intensidad, sobre todo Wessler. Nunca lo había visto representar un papel con tal vehemencia.

El ensayo llegó a su punto culminante en la gran escena del segundo acto, entre Mirabelle y Wessler. Era un cuadro de suma exaltación en el que Mirabelle empleaba un lenguaje muy rudo y el ofendido Wessler al fin la interrumpía bruscamente con una bofetada.

Desde el momento en que los demás descendieron a la sala, dejándolos solos en el escenario, Wessler y Mirabelle eran dinamita en acción. Mirabelle comenzó su diatriba. Vi que Gerald la observaba con cuidadosa atención desde su lugar en el pasillo. Advertí que Theo, a su vez, contemplaba fascinada a Wessler, plantado frente a Mirabelle como la personificación del amenazador desprecio.

Cuando llegó el momento en que, de acuerdo con el libreto, Mirabelle debía interrumpir el dialogo, avanzar hacia Wessler, asirlo de los brazos y sacudirlo, lo hizo en forma maravillosa. Podía leerse una resolución asesina en sus ojos; y no menos asesina era la mirada de Wessler.

Éste liberó sus brazos con brusco ademán; alzó la mano. Durante los ensayos, yo hacía suprimir la bofetada, pero aquella noche Wessler parecía fuera de quicio. Con súbita y violenta fuerza dejó caer su mano sobre la mejilla de Mirabelle.

Ella lanzó un débil grito, se tambaleó y cayó de rodillas.

Me di cuenta de que le había hecho daño. También comprendí que Wessler había tenido la intención de hacerlo. De un salto me encontré en el escenario, pero Gerald se me había adelantado. Se inclinó sobre las desgastadas tablas del piso, junto a ella, y deslizó sus brazos alrededor del talle para sostenerla.

—Mirabelle querida, ¿se siente bien?

Levantó su delgado cuerpo. Con una de sus manos, Mirabelle se oprimía la mejilla. Parecía medio aturdida.

Gerald se volvió a Wessler, pálido, con las venas de las sienes dilatadas y duras.

—¡Grandísimo miserable! —le dijo.

Antes de que ninguno de nosotros tuviera tiempo de moverse, condujo a Mirabelle hacia la puerta del escenario y ambos desaparecieron detrás de ella.

Wessler los siguió con mirada extraviada.

—No sé lo que hago —murmuró—. La señorita Rue me pareció la mujer de la obra. Hace que me olvide. No sé lo que hago. —Se volvió hacia mí con la ansiedad pintada en su rostro barbudo, lastimero—. Debo ir a buscarla para decirle cuánto lo siento, cuánto…

—Yo la dejaría en paz ahora —repliqué con tono cortante.

Durante algunos segundos todos permanecimos inmóviles, sin atinar a hacer nada. Luego advertí que había quedado allí la botella de brandy de Mirabelle y el vaso vacío. Pensé que necesitaría un trago para recobrarse. Vertí el brandy en el vaso. No quedaba más que para llenarlo hasta la mitad. Con el vaso en la mano, me encaminé al camarín de Mirabelle.

Hallé la puerta cerrada. Creo que debí haber llamado, pero nunca se me hubiera ocurrido tal cosa. ¡Era tan amigo de Mirabelle!

Empujé la puerta.

—He traído el brand… —comencé.

Pero no terminé la frase. Mirabelle y Gerald estaban muy juntos en pie al lado del espejo. Gerald la tenía rodeada aún con sus brazos; ella estaba con la cara apretada contra el hombro de él, dándole la espalda. Su cuerpo temblaba.

—Querida Mirabelle —estaba diciendo Gerald—, no debe preocuparse. Yo nunca la abandonaré. ¿Qué importancia tienen todos mis problemas comparados con esto? Lucharemos juntos. Al final todo acabará bien.

—Mirabelle —dije yo—, ¿no podría hacer algo por usted?

No respondió. Creo que ninguno de los dos había advertido mi presencia, hasta ese momento. El caso es que Gerald se volvió violentamente, con los ojos llameantes.

—¡Salga de aquí! —dijo.

—Pero Gerald…

—¡Salga, le digo! —Su voz era salvaje—. ¡Por amor de Dios, déjenos solos!

Salí. Al cerrar la puerta oí un sollozo débil, ahogado. Me di cuenta entonces de que Mirabelle estaba llorando, llorando con el dolor, aplastante, de una mujer que no tiene esperanza.