20

Al oír esto casi deseé que Gerald no nos lo hubiera dicho. Había indicios en demasía para sospechar que Kramer había sido asesinado por algún miembro de mi compañía. Me resultaba odiosa la idea de que también Theo se hallaba envuelta en eso, pero no tuve más remedio que admitir tal posibilidad. Después que se fue Gerald, llamé al alojamiento de Theo y le pregunté si podía pasar a verla unos minutos.

Su voz débil y muy fatigada respondió:

—Claro que puede venir, Peter. Ya me he acostado, pero no tiene importancia, ¿no es verdad?

—No —dije.

Tomé un taxi y fui allá. Vivía en la parte baja de la ciudad, en una especie de club de actores. Subí al piso donde ella tenía su habitación y llamé a la puerta.

—Está abierta, Peter —respondió ella desde el interior.

Entré. Se hallaba sentada en la cama, vistiendo un pijama blanco de corte muy sencillo. Estaba muy hermosa; parecía Lady Gwendoline Marchbanks, la altiva heroína británica de una novela de preguerra.

—No es que trate de realzar mis encantos, Peter —dijo—. Es simplemente a causa de mi maldita tos, por lo que trato de estar abrigada. —Se inclinó sobre la mesita de noche y extrajo una píldora de un frasquito—. Vivo a base de las píldoras de codeína que me recetó el doctor Lenz. O me curan, o me matan para el día del estreno.

Me senté en el borde de la cama, contemplándola. Sonrió en forma extraña, artificiosa.

—Estoy hablando del estreno, como si no hubiera una docena de calamidades que se oponen. ¿Llegaremos a estrenar, Peter?

—Sin duda —dije.

Tomó una de mis manos entre las suyas y me la apretó.

—Sé lo que debe costarle a usted todo eso. Creo que es admirable la manera como lo soporta.

—Estoy tratando de no tomarlo demasiado a pecho, nada más.

—Pero no le resultará fácil —dijo ella; luego preguntó tranquila—: ¿Qué le parece ese policía Clarke? Yo no le tengo confianza. Es demasiado astuto. Sospecha algo, ¿no es así?

—Creo que sí. Pero esperamos que no tardará en abandonar sus sospechas. —Aún conservaba mi mano entre las suyas; estaban muy frías. Yo continué—: Pero hay una cantidad tan grande de cosas que inspiran sospechas… si uno empieza a buscarlas.

—Parece que hay muchas, en verdad.

—Por eso he venido a verla, Theo —dije bruscamente—.

Me dijo Gerald…

—Que esta tarde fui al estudio de Kramer armada de una pistola —me interrumpió—. Ya sabía yo que se lo contaría.

—Supongo que Kramer había intentado hacerla víctima de un chantaje a usted también, ¿no? —dije.

—¡A mí! No, por Dios, a mí no. —Su noble perfil se alzó con un leve gesto de desprecio—. Ese miserable reptil no tenía nada contra mí.

—Entonces, ¿para qué fue usted allá? ¿Para qué llevó el revólver?

Durante unos momentos no respondió. Cuando se dispuso a hacerlo, retiró sus manos y un ligero rubor tiñó sus mejillas.

—No se lo diría a nadie, fuera de usted, Peter. Es usted el único que sabe muy bien lo irremediablemente tonta que soy, y no me importa que lo sepa. Fui al estudio de Kramer completamente dispuesta a acribillarlo a balazos, pero no porque me hubiese hecho algún daño a mí personalmente. Fui por… por Wessler.

Podía habérmelo figurado.

—Esta mañana, antes de que comenzara el ensayo y antes de que viniera usted, Kramer comenzó a hablarle a Wessler en alemán. Yo aprendí algo de alemán cuando trabajé en Viena. Presté atención. Todo lo que decía era muy alambicado y encubierto. Kramer dijo que poseía algunas fotografías que podrían interesarle a Wessler, y si éste quería las podía traer la próxima vez. Al pronto pensé que sería algún retrato de propaganda, pero después recordé la forma extraña en que Mirabelle, Gerald y Henry se habían conducido con respecto a Kramer y se me ocurrió que podía estar tramando alguna treta miserable, como el chantaje. Wessler ni por un momento sospechó tal cosa. Respondía a Kramer con mucha amabilidad, pero yo caí en la cuenta y de pronto pensé que Kramer debía ser el autor de ese execrable plan anterior para asustar a Wessler. Pensé que si yo… si yo iba a su casa y le obligaba a que me dijera la verdad, podría evitarle disgustos a Wessler.

—Así que fue esto lo que estaba haciendo en su estudio.

—Sí. Naturalmente, Kramer no estaba allí. Así que no entré.

Theo contuvo un acceso de tos haciendo una mueca y prosiguió:

—La pistola era una verdadera pieza de guardarropía. La compré. No tenía la menor idea de lo que había que apretar, ni de lo que se debía hacer con ella. Eso es todo lo que pasó. Probablemente he obrado como una tonta, pero de cualquier modo, estoy convertida en una estúpida por causa de Wessler.

Por un rato guardamos silencio los dos; ella medio recostada contra las almohadas, yo sentado a los pies de la cama.

Súbitamente dijo:

—Peter, ¿ha estado usted alguna vez enamorado de quien no debía?

—Muchas veces —respondí, sonriendo.

—Entonces no lo ha estado nunca —dijo moviendo la cabeza muy lentamente—. Sólo se puede estar una vez enamorado de quien no se debe. Estoy tan loca por Wessler, que soy capaz de cometer un crimen por él. Y todo lo tengo encerrado en mí, como si fueran mil ratas royéndome las entrañas. —Soltó una risa áspera, tratando de burlarse de sí misma—. Esto es lo que significa estar enamorado de quien no se debe. Sólo se puede pasar por eso una vez en la vida.

Me moví para acercarme a ella; puse las manos sobre sus hombros y la besé en los labios fríos y apretados.

—Querida —le dije—, ¿sabe usted una cosa?

—¿Qué?

—Que ha dicho exactamente lo mismo que el año pasado, cuando estaba desesperadamente enamorada de aquel mozo de restaurante; aquel de pelo rojo y que tenía una esposa en Hackensack.

Me miró fijamente con sus ojos grises, en cuyos ángulos se iban formando lentamente pequeñas arrugas.

—Peter —dijo—, es usted un bruto al recordarme eso ahora. Y no era Hackensack, sino Jersey City.

La dejé en seguida, sin formularle más preguntas. Pero mientras el taxi me llevaba de vuelta a mi apartamento, no podía dejar de pensar en que, en el lapso de las pocas horas últimas, por lo menos tres miembros de mi compañía habían manifestado una satisfacción casi deshonesta por el hecho de que George Kramer había sido quitado de en medio.

Cuando entré en mi alojamiento, las luces estaban apagadas. Iris se había ido, y Lenz, seguramente, dormía en su cama.

Estaba a punto de hacer lo propio, cuando sonó el timbre del teléfono.

La voz tranquila y alarmantemente afable del inspector Clarke dijo:

—Llamé hace media hora, y me dijeron que usted había salido. Se acuesta usted algo tarde estos días, ¿verdad?

—Fui a visitar a un amigo —respondí.

—¡Ah!, ¿sí? Creí que le interesaría saber cómo marchan las cosas respecto a ese accidente de su teatro. He hablado con los de la fumigación. Dicen que es muy extraño que uno de esos discos haya ido a parar al ataúd.

—De alguna manera se habrá metido —dije procurando dar a mi voz un tono de cansancio.

Tranquilamente, el inspector Clarke hizo caso omiso de mi interrupción.

—Así es. Se mostraron indignados cuando les dije eso. Pero creo que fue eso lo que ocurrió. No veo qué otra explicación se le puede dar al suceso. ¿Ve usted alguna?

—Yo no —mentí.

—Un pequeño detalle más. Mañana a las diez y media se va a realizar la encuesta. Me temo que usted y Lenz no tendrán más remedio que presentarse. —Su voz cambió súbitamente, tomándose impertinente—: No se inquiete, sin embargo —dijo—. Será una simple formalidad. Nadie irá a preguntarles cosas desagradables, al menos por ahora. Buenas noches.

—Buenas noches —dije.

Pero la noche no me parecía buena en absoluto.

A la mañana siguiente, a las diez y media, Lenz y yo nos encaminamos al lugar de la encuesta judicial. Aunque estaba tremendamente nervioso, me esforcé por no demostrarlo. No sé qué era lo que sentía Lenz. Tenía la apariencia de un personaje importante, algo impaciente porque se le obligaba a perder su valioso tiempo en un simple trámite de rutina oficinesca.

Había muy poca gente reunida en la sala. Yo no sabía para qué estaban allí. Lenz y yo ocupamos asientos en la primera fila, frente al director de la encuesta y el jurado. Clarke también se encontraba allí; engañosamente tranquilo e inofensivo. Junto a él se hallaba un hombre de cara roja, aspecto ceñudo, que resultó ser el representante de la compañía fumigadora.

Clarke dio comienzo a las declaraciones con un breve informe sobre su actuación en el Dagonet. Luego me llamaron. Respondí a las concisas preguntas del sumariante. Dije que habíamos resuelto fumigar el teatro porque había muchas ratas; expliqué el papel de Kramer y los motivos precisos por los que debía quedar encerrado en el ataúd; me referí a la puerta provisional, que hizo imposible advirtiéramos si Kramer había abandonado o no el ataúd, una vez Concluida la escena; señalé asimismo que Kramer había manifestado que se marcharía en seguida de terminar su actuación, por lo cual su ausencia inmediata no causó extrañeza.

A continuación le tocó el turno a Lenz. Estuvo magnífico; empleando gran dosis de dignidad y palabras de seis sílabas para arriba, explicó sus impresiones particulares al reconocer el cadáver y expresó su valiosa opinión de experto, de que se trataba de un infortunado accidente. Conquistó al jurado.

La verdad es que había producido tal efecto en sus miembros, que apenas si prestaron atención al indignado representante de los fumigadores, quien, si bien admitió la posibilidad de que fuera cierta la teoría de Lenz, se explayó en abundantes citas para probar que su compañía nunca había sido inculpada de negligencia.

Él sumariante hizo una recapitulación, y un rato después el jurado dio su veredicto. Establecía que era una muerte accidental causada por los vapores del ácido prúsico, absorbidos y retenidos en el tapizado del ataúd. Contenía un agregado de censura para la compañía de fumigación, por haber evidenciado negligencia, y para mí por no haber dispuesto una ventilación más eficiente en el ataúd.

Yo lo lamentaba por la compañía de fumigación. Probablemente esto dejaría una mancha en su reputación, pero, a la sazón, me agobiaban demasiadas tribulaciones propias para pensar mucho en las ajenas.

Me hubiera ido casi contento, de no ser por la mirada que me echó el inspector Clarke.

Era una mirada muy poco alentadora: afable, de congratulación, pero claramente burlona.

Dejé la sala del tribunal, y atravesaba un oscuro corredor en dirección a la luz del sol, cuando una voz a mi espalda pronunció lentamente:

—Buenos días, Peter.

Me volví. Detrás de mí estaba Roland Gates, las manos pulcramente enfundadas en guantes de cabritilla, mirándome con ojos alegres, divertidos. Con cierta satisfacción advertí un cardenal grande en su mandíbula.

—Peter —me dijo—, permítame felicitarlo por su actuación en el tribunal. Tiene usted una serenidad a toda prueba.

—¿Qué demonios está usted haciendo aquí? —le pregunté.

—Mi querido Peter, ¿no me asiste el derecho de ser un poco curioso? George Kramer era algo amigo mío. Me ha dejado asombrado la noticia de su lamentable fallecimiento. —Se calló un momento y agregó—: Ahora que he presenciado el interrogatorio, estoy más intrigado aún. Realmente, Peter, parece que usted está haciendo cosas muy raras en el Dagonet.

—Yo creo —repliqué fríamente— que usted y Kramer son los culpables de cuanta cosa rara ha ocurrido en el Dagonet.

—Esto es muy interesante, Peter. —Sus párpados de cera se agitaron—. Me temo que sobreestima usted mi ingeniosidad. Debo confesar que he cedido a un capricho algo infantil; yo llevé ese gato tan repelente…

—¿Usted introdujo el gato ése en el teatro?

—Pero nada más que con la intención de gastar una broma inocente. No hubiera tenido la temeridad de meterlo allí, de haber sabido con quien estaba compitiendo. Echó una rápida mirada al oscuro pasillo. —Pero no deberíamos hablar de esto en una morada de la ley del orden, ¿no le parece? Por lo que hace a las autoridades, todo parece estar explicado. No me propongo meter nuevas ideas en la cabeza de nadie. —Luego agregó—: En cuanto al papel de Wessler, Peter, puede que le interese saber que he aprendido la mayor parte de él y que me encanta. Es justamente el papel que me gusta. —Una de sus pequeñas manos enguantadas se alzó hacia la magulladura de la mejilla—. Después del alarde pugilístico del otro día, casi tenía resuelto no hablarle más, pero ahora… he decidido perdonarlo. No puedo renunciar a ese segundo acto.

Había mil y una cosas que yo quería decirle a Roland Gates. Quería decirle que estaba enterado de cómo Kramer había intentado obligar a Mirabelle a que lo hiciera entrar en el reparto; quería decirle que sabía que él o alguno de sus cómplices había estado en el camarín del primer piso cuando Theo fue asustada por la cara en el espejo; quería decirle que mi más fervoroso anhelo era asistir al interrogatorio a que lo someterían a él en un futuro muy próximo. Pero no iba a darle el gusto de mostrarle que su presencia me molestaba tanto.

—Hay una cosa que me olvidé de preguntarle el otro día —dijo súbitamente Gates—. Parece que los periódicos encuentran muy interesante mi persona; soy una especie de marido Krafft-Ebing americano. ¿Tendrá usted algún inconveniente en que yo informe a la prensa que me hallo definitivamente vinculado a la obra en que actúa Mirabelle?

No veía manera de impedírselo. Tenía aún todos los triunfos en la mano. Se lo dije.

—Gracias, Peter. Muchas gracias. —Sus ojos oscuros me miraban, vacíos de expresión—. Estoy empezando a sentir una verdadera admiración por usted. Es usted el único empresario teatral en la historia de Broadway que se las ha arreglado para pasar por encima del homicidio dos veces en una semana.

Me miró con insolencia. Le devolví la mirada.

Me escocían los dedos, pero no podía pegarle de nuevo, al menos en ese edificio de la Ley.