Es asombroso lo indiferente que puede resultarle a uno cualquier cosa cuando se halla insensibilizado de antemano respecto a ella. No sentía el menor asomo de piedad por George Kramer. Además, no me importaba nada quién podía haberle matado y por qué motivo. Nada me importaba fuera de mi ardiente esperanza de que, pese al asesinato y a las sospechas de la policía, Aguas revueltas llegara a ser estrenada en la fecha señalada.
Tan pronto como se hubieron marchado el inspector Clarke y sus hombres, comencé a obstruir sistemática y desvergonzadamente todos los conductos por los que Clarke podría llegar a conocer la verdad. Empecé por el portero. Hice que me devolviera la nota que había escrito para Kramer, en la que le comunicaba que no necesitaba más de sus servicios, y la destruí. Le advertí que no debía decir una palabra a nadie sobre lo que había pasado con las trampas y las ratas, dándole a entender que si aquello llegaba a conocimiento de Clarke, éste sospecharía, sin duda, que Mac había tenido participación en la muerte de Kramer. Esto obró con fuerza mágica sobre el portero.
En el rellano del primer piso tuve una breve entrevista con Lenz.
—Eso del accidente —le dije— fue un subterfugio suyo, ¿no es verdad? ¿Cree usted que Kramer ha sido asesinado?
—Me temo que debemos admitir tal posibilidad. —Lenz sonrió tristemente—. Según toda la evidencia, resultaba imposible admitir que nos hallamos frente a otro caso de simple accidente. Habrá sido fácil, sumamente fácil para alguno, deslizar en cualquier forma un poco de veneno dentro del ataúd y valerse de la fumigación para encubrir el hecho. —Hizo una pausa y agregó—: Si ha sido así, debo confesar que me siento en parte responsable. Fui yo quien introdujo al señor Kramer en su elenco. Mi “substancia reactivante” sólo parece haber conseguido eliminarse a sí misma.
—Kramer ha tenido su merecido —repliqué—. Pero puesto que usted también sospecha que lo han matado, ya sé a qué atenerme. Clarke no se dio por satisfecho con la teoría del accidente. Tenemos que tratar de impedir que se entere de más cosas.
Me dirigí al camarín de Wessler, donde mis actores continuaban sentados, en melancólico silencio. Les eché una severa arenga, diciéndoles sin ambages que todos estábamos metidos hasta el cuello en ese asunto y que nuestra única posibilidad de salir de él consistía en presentar un frente único. Todos se mostraron muy comprensivos. Sentí que podía confiar en que no habría dificultades.
Mi siguiente objetivo era Henry Prince. Luego de prometer a Lenz y a Iris que me reuniría con ellos más tarde, tomé un taxi y di al chofer la dirección del autor. Lo hallé en su casa, y le comuniqué escuetamente los hechos de la muerte de su tío. No quería que él entreviera, ni siquiera, que sospechábamos un asesinato. Pero resultó ser más perspicaz de lo que yo creía.
Mientras me escuchaba sus labios se tornaban cada vez más pálidos. Al fin balbuceó:
—La policía… pensará que…
—No —le corté—. Fue un accidente.
—Usted dice esto, pero no lo cree. —Henry se agarró a mi brazo, muy agitado—. Después de todo lo que pasó…, después que tío George se atrajo el odio de todo el mundo, no debe haber sido un accidente. Alguien ha debido hacerlo…
—Bueno, supongamos que fuera eso —dije—. Nosotros pensamos que tal vez haya sido muerto por alguien, pero procuramos no revelarlo a la policía. Si usted quiere que su obra se estrene, le aconsejo que cierre la boca.
—¡Cerrar la boca! —Henry soltó una risa un tanto histérica—. ¿Se imagina usted que yo iría a contarle cosas a la policía? Esta misma tarde le he referido a usted que mi tío me estaba sacando dinero, que me estaba atormentando. ¿Qué diría la policía si supiera esto? Pensarán… pensarán que fui yo quien lo mató.
—Probablemente —observé.
Henry estaba más muerto que vivo. Consideré más prudente dejarlo en ese estado. Mientras estuviera tan preocupado por su propio pellejo, podíamos contar con que no pondría en peligro los nuestros.
Volví a mi apartamento e informé de mis actividades a Lenz y a Iris. Concluí, fatigado:
—¡Qué situación deliciosa la mía! Empecé tratando de presentar una obra en Broadway y ahora trato de ocultarle a la policía un asesino desconocido. Pronto estaremos degollándonos unos a otros por pura chanza.
—Reconozco que nos hemos visto forzados a adoptar una actitud bastante antisocial —dijo Lenz con placidez—; pero creo que podemos hallar cierta justificación en el hecho de que la muerte de Kramer, por todo lo que sabemos de él, no constituye una gran pérdida para la Humanidad.
—Ustedes no saben ni la mitad de lo que era —dije; y añadí tristemente—: Hace un par de horas yo lo tenía todo aclarado. Ahora mi teoría se ha desvanecido en el aire.
Les conté todo lo que había discurrido en el estudio de Kramer. Les mostré la fotografía de Wessler.
—Kramer era un chantajista —dije—. Y Gates es otro. Pensé simplemente que el Dagonet se había convertido en el punto de reunión de todos los chantajistas. Pero ahora…
Sonó el timbre. Fui a abrir la puerta. Entró Gerald Gwynne, su rostro juvenil sombrío y los ojos negros echando llamas.
—Tengo que hablarle, Peter —dijo.
Entró en la sala y tomó asiento en el sofá al lado de Iris. Lo seguí y le pregunté:
—¿De qué se trata?
—Se trata de Kramer. Mirabelle dice que debo contarle algo. —Gerald levantó la vista y nos miró—. Era un asqueroso chantajista.
—Lo sabemos —contesté—. Estamos al tanto de todas sus maquinaciones, su venta de fotografías comprometedoras a los actores y actrices. Habrá intentado alguna fechoría por el estilo con Mirabelle, ¿no?
Gerald apretó los labios.
—Lo ha intentado el marrano. Mirabelle pensó que valía más que usted lo supiera, para que no se rompa la cabeza buscando la causa por que nos esforzamos en excluirlo de la compañía. He aquí lo que pasó: ese individuo había tomado unas fotos horribles de Mirabelle, cuando ella se encontraba en el hospital Thespian; cuando estaba enferma y no se daba cuenta de nada. Desde que Mirabelle salió del hospital estuvo amenazándola y tratando de sacarle dinero. —Soltó una risa salvaje—. El verle muerto en el ataúd esta noche fue una de las más grandes satisfacciones que he tenido en mi vida.
—¿Y Mirabelle le pagaba? —pregunté.
—Le pagaba, claro está. No podía dejar que circularan por ahí fotografías de esa clase. Pero después, cuando vino al Dagonet, Kramer cambió sus exigencias. Se empeñó en obligarla a que le convenciera a usted para despedir a Wessler y tomar a Roland Gates en su lugar.
Aquello me hizo el efecto de una bomba.
—¡Dios mío! —exclamé—. ¡Qué exigencia atroz!
—Atroz es una palabra demasiado suave para calificarla. Kramer le concedió tres días para decidirse. El plazo expiraba esta mañana.
De pronto agregó:
—Usted y Henry estuvieron en el estudio de Kramer esta tarde, antes del ensayo, ¿no es así?
—¿Cómo lo sabe? —pregunté sorprendido.
—Lo sé porque yo también estuve allí. Les oí venir, oí sus voces fuera, y me largué por la escalera de incendio. —Gerald adelantó la mandíbula—. Fui allá para decirle con mutua dulzura que ella vería antes a Gates en el infierno, que decidirse a trabajar con él, y que si no nos entregaba esas fotografías, yo le iba a matar. Para eso fui allá. —Hizo un gesto con la mano—. Pero ocurrió que no tuve necesidad de matarlo. Supongo que a esa hora ya estaría asfixiado en el ataúd. Parece que era un tipo bastante chapucero. La puerta estaba abierta. Entré tranquilamente y revolví sus fotografías. Encontré las que buscaba; gracias a Dios, ya están destruidas. Si llegaran a caer en manos de la policía, ahora estarían haciéndonos una serie de preguntas muy desagradables. —Gerald hizo una pausa—. Eso es todo lo que Mirabelle y yo teníamos con Kramer. Mirabelle dijo que yo debía contárselo a usted.
Durante unos momentos, después que él terminó de hablar, todos permanecimos callados. Luego Iris se volvió hacia Gerald y dijo tranquilamente:
—Hay algo más que tenemos que preguntarle, y no tenga miedo de decírnoslo; ya sabe que le daremos la razón. ¿Fueron usted y Mirabelle quienes mataron a Kramer?
Esta pregunta pareció dejarle confuso por un segundo. Luego la miró fijamente y respondió:
—No, nosotros no hemos matado a Kramer.
Se puso de pie como para marcharse. En el momento de llegar a la puerta se detuvo y volviéndose hacia nosotros con expresión extraña preguntó:
—¿Ha sido usted sincera en lo que acaba de decirme? ¿Es verdad que ustedes no le reprocharían a nadie por haber matado a Kramer?
Miré a Lenz. Estaba sentado en el sofá examinándose tranquilamente las uñas.
—¿Se imagina usted que nosotros vamos a vituperar a nadie?
—En tal caso —dijo Gerald— voy a contarles algo más. Ni siquiera se lo mencioné a Mirabelle. Creo, como dice usted, que todos estamos metidos en el asunto, así que todos debemos saberlo todo… Esta tarde cuando fui a casa de Kramer, otra persona salía de allí. Esa persona sabe que la vi. Ni siquiera intentó ocultarse.
—¿Quién es? —pregunté.
Gerald bajó la vista.
—Theo Ffoulkes —respondió—. No sé qué era lo que estaba haciendo allí. Si le interesa, vale más que se lo pregunte usted mismo. Pero sé algo más. Cuando pasó junto a mí estaba cerrando su cartera. Pude echar un vistazo a su interior.
Muy lentamente agregó:
—Dentro de la cartera llevaba un revólver.