Cuando pude hablar, dije con voz entrecortada y apenas perceptible:
—Eddie, ayúdame a sacarlo del ataúd.
Mi director de escena se halló al punto a mi lado. Vi deslizarse sus vigorosos brazos dentro del ataúd, por debajo de los hombros de Kramer. Yo le cogí por las piernas. Lo levantamos. Mientras los demás retrocedían, Eddie y yo depositamos a Kramer en el piso del escenario.
Quedó tendido allí, con las piernas estrafalariamente abiertas. Me arrodillé junto a él. Temblando lo incorporé de manera que pudiésemos verle la espalda. No había en ella señal alguna de herida. Eddie lo acostó sosteniéndolo por los hombros. Mi mano buscó su muñeca para tomarle el pulso.
Ciertamente, no se sentía nada. Ya lo sabía. Desde el primer momento me di cuenta de que Kramer estaba muerto.
Volví a tener una vaga conciencia de los demás: el rostro de Mirabelle chupado y macilento; Theo con los labios apretados entre los dientes; Iris y Gerald… Me parecía verlos a todos como sombras borrosas en una pantalla.
—¡Gerald! —llamé—. Haga salir a las mujeres y también a Wessler. Váyanse todos.
Traté de decir algo más, pero de pronto me resultó imposible articular palabra. Tuve la sensación de ir sumiéndome en un miasma cálido y morboso.
Luego oí la voz de Iris, como un leve cosquilleo en mis tímpanos:
—¡Eddie, saque a Peter de ahí! ¡Sáquelo pronto, lejos de ese ataúd! ¿No ve lo que le pasa? Es el gas, el gas de la fumigación.
Sentí que unos brazos me rodeaban y me arrastraban. Hice un esfuerzo gigantesco para mover mis pies. El derecho, el izquierdo, el derecho, el izquierdo. Algo crujió detrás de mí y luego se cerró de golpe; la puerta de vaivén; me hallaba en el corredor, apoyándome blandamente contra el hombro de Eddie. Poco a poco las cosas volvieron a surgir en el campo de mi conciencia. Primero el pasamano de hierro del pasillo, duro, brillante; luego una mano asida a mi manga; más tarde el rostro de Iris, blanco y angustiado, junto al mío.
—Peter, ¿te sientes bien? Dime, Peter, ¿te sientes bien?
—Sí, me siento bien, pero…
—Fue el ácido prúsico; ha de haber sido eso. Habrá quedado algún resto en el ataúd —dijo Iris, con premura—. El ácido prúsico, que casi te mata… y que ha matado a Kramer.
Alguien abrió la puerta del camarín de Wessler y todos entramos allí. Me dejé caer en una de las sillas de madera. Sentado, me sentía mejor. Eddie me colocó un cigarrillo en la boca; me miraba apenado.
—Estoy algo mareado —dije—. Me parece que la señorita Pattison tiene razón. Habrá sido el ácido prúsico.
—¡Pero Kramer! —exclamó Theo—; tenemos que volver al escenario y sacar a Kramer.
—No tiene objeto —replicó Eddie—. Está muerto. Mejor es no tocarlo más de lo necesario. Habrá muerto unos minutos después que lo pusimos en el ataúd esta mañana. Esa maldita substancia habrá estado metida dentro del tapizado. Su efecto es instantáneo. Ya estaría muerto cuando fuimos a buscarlo para decirle que no lo necesitábamos más: ya, entonces, creo que estaría muerto. Por cierto que nunca se me hubiera ocurrido mirar en el ataúd.
Durante un par de minutos permanecimos todos callados en ese camarín, contemplándonos unos a otros. Luego Mirabelle murmuró:
—¿Pero qué vamos a hacer?
Era por demás evidente lo que nos correspondía hacer.
—Gerald —dije—, vaya al cuarto del portero y llame a la policía.
—¡La policía! —repitió Iris.
—Claro, la policía. Ahora es preciso que la policía intervenga en el asunto.
De pronto todo se me antojó muy cómico, atroz y trágicamente cómico. Yo tenía resuelto todo el misterio. Kramer era el villano de la novela. Todo estaba aclarado. Mi espectáculo fuera de peligro. Y ahora eso: ¡Kramer muerto, envenenado con ácido prúsico en un ataúd!
Gerald permanecía aún junto a la puerta.
—¿Qué espera ahí? —le dije—, vaya a llamar a la policía. Y escuche: llame al departamento central y trate de comunicarse con el inspector Clarke. No tengo la menor idea de si es posible llamar al policía que uno prefiera, pero Clarke es un amigo mío. Sería mejor si él pudiese venir.
Gerald se escurrió fuera del camarín. Al rato volvió diciendo que había conseguido hablar con el inspector Clarke y que vendría en seguida. Si había alguna forma de aliviar la situación, era ésa. Con anterioridad, Clarke había intervenido en un caso en el cual yo había estado envuelto, y por ello, contaba con que tomaría en cuenta mis intereses, evitándome daños en lo que le fuera posible.
Este indeterminado lapso de espera representó uno de los momentos más desdichados de mi existencia. Ninguno de nosotros dijo una palabra, pero era más que evidente aquello en que pensaban. Yo también pensaba en ello, no había manera de evitarlo.
George Kramer había sido un chantajista. Sólo aquella tarde había sabido yo cuán grave amenaza pudo representar para casi todos los miembros de mi compañía. Pese a nuestros esfuerzos por eliminarlo del reparto, él se había obstinado en no dejamos; había insistido en quedarse allí donde no lo querían. Y ahora estaba muerto.
Procuré convencerme de que era un accidente. El gas mortífero se habría acumulado de alguna manera en el ataúd; por alguna razón no llegó a disiparse; por pura casualidad, Kramer había sido llevado en el ataúd hasta detrás de esa puerta provisional, donde nos fue posible ver si había salido o no de él. Procuré infundirme la creencia de que era eso lo que había acontecido, más no me fue posible, porque yo sabía demasiado. Sabía de las otras cosas que habían ocurrido en el Dagonet; sabía que alguien soltó intencionalmente las ratas de las trampas colocadas por Eddie.
Este pequeño suceso, que parecía insignificante hasta el ridículo, adquiría ahora proporciones alarmantes. Nadie se toma la molestia de soltar las ratas de las trampas sin un buen motivo. Ahora podía ver un motivo sumamente fundado para ese deliberado acto de sabotaje. Si alguien tenía muchos deseos de que se fumigara el Dagonet, si alguna de las numerosas personas que anhelaban desembarazarse de Kramer hubiera elaborado un plan complejo, valiéndose de este “accidente” para encubrir…
No empleé la palabra “asesinato” ni siquiera para mis adentros. No me resolvía a quemar mis naves de manera tan irrevocable. Mas, en el fondo, jamás había sentido una convicción tan firme sobre cosa alguna, que el de que la palabra “asesinato” era la que correspondía al caso de Kramer.
La policía iba a llegar de un momento a otro. Dentro de poco estaría allí haciendo preguntas, para las cuales no había otras contestaciones que aquellas que sacarían a la luz todo cuanto habíamos procurado mantener en secreto.
Menos de media hora antes me había sentido en la cumbre del mundo, viendo el éxito extendido a mis pies, tan real y positivamente como se ve la isla de Manhattan desde el Empire State Building. Ahora teníamos esa carga sobre nuestras espaldas, algo demasiado grande para que lo afrontáramos nosotros. Todo el frágil castillo de naipes se estaba desmoronando. Aquello parecía el fin de Aguas revueltas, de Peter Duluth y de mi retomo a Broadway.
¿Y qué sería de mí?
Habríamos permanecido sentados en ese camarín unos quince minutos, cuando se oyeron pasos en la escalera. Mirabelle se estremeció. Wessler clavó la mirada en la puerta. Iris, con voz muy queda y ronca, pronunció:
—¡La policía!
Me puse en pie, vacilante aún, y fui hasta la puerta. No tenía la menor idea de lo que iba a decirle a la policía. Abrí la puerta y la cerré tras de mí. Dirigí la vista al corredor, pensando: “Éste es el fin”.
Entonces una débil esperanza despertó en mí. No era el inspector Clarke de la Sección Homicidios quien subía los escalones, sino el doctor Lenz… El doctor Lenz, que siempre aparecía milagrosamente en el momento en que más lo necesitaba uno u otro.
Corrí a su encuentro; lo tomé del brazo.
—Gracias a Dios que ha venido —exclamé.
Me miró con sus ojos siempre serenos.
—¿Qué ocurre, señor Duluth? —inquirió.
Rápidamente se lo conté todo. Ni por un momento vaciló su mirada; se limitó a preguntar:
—¿Está en el escenario el señor Kramer?
—Sí. Pero no se le puede acercar. El gas…
—El gas se habrá disipado ya —replicó palmeándome el hombro—; haga el favor de no afligirse demasiado. Reúnase con los demás. Yo estaré con ustedes en seguida.
Me empujó hacia el camarín de Wessler. Antes de cerrar la puerta tras de mí, eché una ojeada a su ancha espalda cubierta de negro que desaparecía en dirección al escenario.
Menos de cinco minutos más tarde estuvo de vuelta con nosotros. Su rostro barbado estaba grave, pero no revelaba el menor signo de preocupación.
—He examinado al señor Kramer —dijo—. Me parece que no cabe duda de que murió envenenado por los vapores del ácido prúsico. —Hizo una pausa, mirándose la uña del pulgar, y prosiguió—: He podido observar también el interior del ataúd, y he visto allí un residuo blancuzco dejado por la sustancia empleada en la fumigación. Es evidente lo que ha debido ocurrir. Ayer, durante la fumigación, un disco se habrá deslizado dentro del ataúd. Como en su interior el aire estaba fresco y había poca ventilación, el proceso de evaporación se habrá demorado notablemente, y lo que había de gas fue absorbido por el tapizado interior. Cuando el señor Kramer fue colocado en el ataúd, el calor de su cuerpo aceleró la volatilización del disco. Casi inmediatamente, antes de haber tenido tiempo de darse cuenta de lo que ocurría o de luchar, el señor Kramer perdió sin duda el conocimiento; al poco tiempo habrá fallecido. No veo ninguna razón para que se culpe de ello a nadie.
Su mirada solemne recorrió a todos los presentes uno tras otro.
—Estoy seguro de que la policía dará la misma explicación que yo de este hecho. Fue un accidente poco común, pero muy comprensible.
Yo le miré de hito en hito.
—¿Cree usted realmente que fue así el accidente?
—Pues claro, señor Duluth. —Las enarcadas cejas de Lenz denotaron una ligera sorpresa—. ¿Qué razones hay para pensar otra cosa?
Podía aducirle una docena de razones, pero me callé, porque caí en la cuenta de lo que se proponía. Se proponía algo de lo que ninguno de nosotros tuvo aliento para hacer. En pocas palabras nos decía: Mantengan la boca cerrada y puede ser que salgamos de ésta. Es el único recurso que nos queda.
Desde luego que no lo había expresado con tal crudeza, pero tengo la seguridad de que ninguno de los que estaban en el camarín dejó de comprender su sugerencia, cuando agregó:
—Estoy seguro de que todos ustedes piensan que la representación de esta obra significa muchísimo para nosotros. Ya hemos tenido un disgusto, un disgusto muy lamentable a causa del señor Comstock. Es una situación difícil. Uno se siente propenso a imaginar cosas insensatas; que estos dos accidentes, por ejemplo, deben estar necesariamente vinculados entre sí. Les propongo que desechemos todas las fantasías de este género. Les propongo también que, con objeto de evitar que el asunto se vuelva más confuso de lo que debe ser, no refiramos a la policía nada más que los hechos escuetos que han ocurrido esta noche.
Eso era, sin duda, proceder sin escrúpulos. Era antisocial e inmoral y punto menos que criminal. Lenz era un hombre maravilloso.
Su serena mirada se paseó por todo el cuarto.
—¿Hay alguno que no esté de acuerdo conmigo?
Miré a los demás. Sabía que era tan esencial para todos ellos, como para mí, que se salvara el espectáculo.
—No —respondí—; no hay ninguno que no esté de acuerdo con usted.
—No hay ninguno, claro está —dijo Iris con firmeza.
Lo cual pareció ser señal de que todo estaba listo para que hiciera su entrada la policía.
Era todo un destacamento el que llegó: el inspector Clarke en persona, tranquilo y alerta, un médico forense, un fotógrafo y varios agentes en ropa civil. Durante un par de horas estuvieron registrando el teatro. Lenz asumió la representación de todo nuestro grupo. Explicó lo referente a la fumigación; señaló la existencia de restos de ácido prúsico; expuso una versión, en extremo persuasiva, de su teoría de que era un accidente, apoyada por todo el peso de su enorme prestigio.
El inspector Clarke se mostró bastante crédulo. Si bien era uno de los hombres más perspicaces de su sección, era casi imposible que le entrara la sospecha de que todo un personaje de tanto viso ocultaría un asesinato deliberado a la policía, pues conocía a Lenz por haber intervenido ambos en un caso de homicidio ocurrido anteriormente.
Al fin me interrogó a mí. No mentí porque no tuve oportunidad de hacerlo. Sólo dije que Kramer era un miembro de la Compañía; que por su papel era muy natural que se le hubiese dejado en el ataúd, sin que nadie prestara atención a ello; que no sabía casi nada respecto a su vida privada. Sin embargo, callé el hecho de que Kramer era tío de Henry Prince. Aunque tenía la certeza de que mi autor se uniría muy gustoso a nuestra conspiración de silencio, no me hubiera gustado nada que a Clarke le hubiera dado por someterlo a uno de sus concisos interrogatorios. La simulación no era el fuerte de Henry y eso me asustaba.
Finalmente todo pareció terminado. El médico forense hizo suya la teoría de Lenz sobre la causa de la muerte y la probabilidad de que fuese debida a un accidente. La policía estaba lista para marcharse.
Creyendo fervorosamente en Santa Claus, bajé la escalera en compañía del inspector Clarke. Se mostró sumamente amable y se refirió a nuestra amistad en el pasado y me deseó buena suerte para el futuro.
Pero al llegar a la puerta del escenario se detuvo. Sus ojos vivos y astutos me miraron con curiosidad.
—¡Qué equipo más descuidado ha empleado usted para la fumigación, señor Duluth! Resulta bastante sorprendente que hayan dejado caer uno de esos discos en el ataúd.
—Sí… sí —dije—. Nunca se me hubiera ocurrido considerar el asunto desde el punto de vista del equipo de fumigación.
Clarke se encogió de hombros.
—Claro que yo no soy un entendido en la materia, pero se me ocurre que un disco de ácido prúsico puesto en este ataúd anoche, debía ser ya inofensivo a la hora en que ustedes empezaron a ensayar. Pero Lenz dice que el gas pudo haber quedado retenido dentro del tapizado. Ha de saber lo que dice. —Se calló un momento y agregó—: Creo que es muy fácil obtener esa substancia, el ácido prúsico ése. Cualquiera puede comprarlo en una u otra forma en la farmacia, ¿no es cierto?
—No sé —le respondí.
—Bien, en seguida voy a tratar este asunto con los de la fumigación. Espero estar después mejor informado respecto al ácido prúsico. —De nuevo hizo una pausa momentánea y agregó—: Parece que tiene usted mala suerte aquí, señor Duluth, ¿no es verdad? Primero ese viejo Comstock, y ahora Kramer.
Hasta entonces no se había mencionado para nada a Comstock.
Con la mayor desenvoltura que me fue posible, dije:
—Sí, Comstock tuvo un ataque al corazón durante el ensayo. ¡Pobre viejo! Lenz estuvo presente cuando le sobrevino el ataque, pero no fue posible hacer nada.
—¿El doctor Lenz estuvo presente, eh? Es una excelente persona.
Clarke levantó la vista.
—Me han dicho que él financia la obra.
—Sí, así es, en efecto.
Los ojos de Clarke se dilataron muy lentamente.
—Es una persona muy útil para estar presente en un caso de necesidad.
Se internó por el corredor, silbando suavemente. Luego se volvió. Su sonrisa no era nada alentadora.
—Me gustaría asistir a uno o dos de sus ensayos —dijo—. Supongo que no tendrá usted inconveniente.
—Claro que no —respondí con desasosiego—. Tendré mucho gusto de verle en cualquier momento.
—Gracias. —Clarke seguía silbando—. Me interesa mucho ver cómo trabaja su gente en el escenario; sobre todo después de esta noche. Hasta pronto.
—Hasta pronto —respondí.
De repente había dejado de creer en Santa Claus.