17

Mi alborozo no disminuía. Duró por espacio de un par de turbulentas horas que pasé en mi despacho y aún rebullía en mí cuando llegué al Dagonet. Ahora que estaba persuadido de que la pareja Kramer-Gates tenía la culpa de todo, no sentía mayor prisa para terminar el asunto. Mi única precaución inmediata consistió en dejar al portero una nota para Kramer. En ella le comunicaba lacónicamente al tío George que no necesitaba más de sus servicios y que, si venía a mi despacho a la mañana siguiente, se le pagaría el importe de los ensayos en que intervino. Imaginé que esto lo mantendría alejado del Dagonet y aseguraría su presentación en mi despacho, donde podría decirle bien claro lo que pensaba de él.

Me representaba anticipadamente aquel momento.

Logré dominar el impulso de transmitir las buenas nuevas a los miembros de mi compañía. Fui bastante prudente como para callar, antes de estar completamente seguro de que tenía razón. Pero Iris notó que algo me había ocurrido. Un momento antes de que yo ordenara comenzar el ensayo, me preguntó:

—Peter, ¿qué te pasa? Tienes un aspecto como si acabaras de crear el mundo.

—Así es —respondí—. Acabo de crear un nuevo cielo y una nueva tierra y los dos completamente libres de mujeres con pieles de color claro, chantajistas, caras en los espejos y cadáveres. Muy bien; cada uno a su lugar, empecemos. Vamos a ensayar el primer acto de acuerdo con la modificación introducida por Mirabelle.

Estaba entusiasmado con ese ensayo, antes de que comenzara. Estaba lleno de júbilo cuando comenzó. Alguna cosa, seguramente la ausencia de George Kramer, había infundido a mi conjunto ese sentimiento de seguridad que separa lo brillante de lo suficiente. Me estaba allí, sentado en la sala, mirando, admirando y sintiéndome contentísimo.

Y me parecía tener todas las razones del mundo para estar satisfecho. En tanto que el primer acto se desarrollaba ante mis ojos, me puse a resumir con exactitud lo que había hecho. Unos meses antes, yo era un hombre sin porvenir, olvidado por todos, que acababa de salir de un sanatorio de locos; Henry Prince era un provinciano desconocido; Iris no había pisado nunca un escenario; Wessler, aparentemente con su carrera concluida, estaba desesperado a causa de su hermanastro y de su propio rostro rehecho por la cirugía; Mirabelle se debatía al borde de un derrumbe nervioso. Unos meses antes no éramos sino eso: un hatajo de nulidades manoteando en el vacío.

Y ahora constituíamos la Compañía de Aguas revueltas; formábamos un conjunto valioso y eficiente; mirábamos hacia la cumbre del éxito con todas las banderas desplegadas.

Y lo habíamos logrado a despecho de toda clase de obstáculos. Habíamos pasado por el infierno y habíamos probado que teníamos bastante vitalidad para resurgir, como una bandada de aves fénix, de nuestras propias cenizas.

Habíamos ganado toda la felicidad que nos esperaba.

Así pensaba yo, mientras sentado en la sala observaba a mis actores en la interpretación de los papeles estelares de sus carreras.

Wessler estaba grandioso; Gerald, Theo e Iris se desenvolvían en forma inmejorable. Mirabelle hizo su aparición y el lóbrego teatro se inflamó de animación y vida.

Yo sabía que Mirabelle haría lo imposible para justificar su modificación de la obra. Y lo hizo. Cuando dio comienzo la nueva escena del primer acto, ella conservó la intensidad dramática, sin un momento de interrupción, por la simple fuerza de su personalidad; y aunque los otros se mostraron un poco inseguros respecto a lo que debían hacer, tomó a su cargo toda la responsabilidad. En verdad, dirigía y actuaba, a un mismo tiempo, algo que ninguna actriz sería capaz de llevar a cabo con tanta perfección como ella.

Y no obstante el hecho de que la escena reformada había tenido su origen en el simple deseo de librarse de George Kramer, resultaba infinitamente mejor que la anterior. Tenía un ritmo excitante y movido. Wessler y Gerald salieron a buscar el cuerpo del “amigo” de Mirabelle perecido en la inundación. Mientras se hallaban fuera, las tres mujeres permanecieron inmóviles en el escenario, cambiando solamente algunas frases breves, hasta que los hombres retornaron trayendo el ataúd. Aquellos momentos tenían una sencillez y severidad antes nunca alcanzadas.

Me deslicé hacia adelante en mi asiento, observando cómo Gerald y Wessler colocaban con reverencia el féretro en el suelo. Sin pronunciar palabra, Wessler fue hasta Mirabelle, la tomó del brazo y la condujo a rastras hasta el ataúd.

Allí se quedó ella de pie, con la cabeza echada hacia atrás con gesto rebelde, las manos apoyadas en las caderas. Wessler clavaba en ella una mirada feroz. Durante una fracción de segundo permanecieron frente a frente, en esta pose y odiándose mutuamente, junto al cadáver del compañero provecto de ella: la fiera muchacha de cabaret y el patriarca tiránico.

Luego con suma lentitud Wessler se inclinó; sus manos grandes se alargaron hacia los asideros y abrió la tapa del ataúd.

Yo tenía fija mi atención en Mirabelle, que se encogió de hombros con desdén y miró al interior del féretro. Era una interpretación incomparable; sus menores gestos, hasta el más mínimo movimiento de sus pestañas, correspondía perfectamente a su papel. Yo pensé en la bilis que echarían Brooks Atkinson, y Golbert Gabriel y Wolcott Gibbs, sus competidores.

Y después, súbitamente se produjo un desbarajuste general. Como continuaba mirando a Mirabelle, vi que la sangre desaparecía de sus mejillas; vi que sus ojos adquirían una expresión rayana en el espanto; vi que sus labios se entreabrían y se inmovilizaban en una sonrisa lívida e incomprensible.

Wessler lanzó un grave: ¡Oh! Luego corrió hacia Mirabelle y deslizó su enorme brazo en torno a su cintura, sosteniéndola.

Daba espanto ver a ambos en esa actitud; era como si de golpe hubiesen pasado a otra representación distinta, algún drama terrorífico, incomprensible para mí.

Gerald, Iris y Theo interrumpieron la escena y se precipitaron hacia ellos.

—Mirabelle —empecé—, ¿qué diablos…?

Pero ella seguía aún con la vista clavada en el ataúd, mirando paralizada a su interior. No levantó los ojos; parecía no tener conciencia de que había gente a su alrededor.

Luego se echó a reír con risa fuerte y estrangulada.

—Hemos modificado el primer acto. Hemos modificado el primer acto para desembarazarnos de Kramer. Esto es lo que hemos hecho. ¡Y él estaba todavía aquí! Dios mío, Kramer ha estado aquí todo el tiempo…

En el primer instante, estas frases pasmosas no tuvieron sentido para mí. Me puse de pie y salté al escenario, seguido por Eddie. Los demás se hallaban todos agrupados en torno del ataúd. Alguien lanzó un chillido; creo que fue Theo. Oí que Iris me gritaba: “¡Peter, mira!”. Me abrí paso bruscamente hacia Mirabelle y Wessler; miré al interior del ataúd.

La sorpresa ante lo que vi me sobrecogió antes de que estuviera preparado para recibirla. Parecía algo irreal. Era algo inimaginablemente grotesco, concebido por la mente imbécil del teatro Dagonet.

El féretro no estaba vacío. Tendido en su interior, con las rollizas manos plácidamente entrelazadas sobre su chaleco, yacía el señor George Kramer.

Por un momento me quedé como petrificado. No dije nada; no pensé nada; no sentí nada. Sólo contemplaba fascinado esas manos rollizas y blancas, esa cara mofletuda y redonda que parecía devolvernos la mirada con unos ojos dilatados, inmóviles y ciegos. Había una sonrisa en los labios de George Kramer, una sonrisa rígida, idiota, como si las comisuras de su boca estuvieran sostenidas a los costados con alfileres. Su piel estaba tensa y lustrosa como la cera; la salpicaban algunas manchas azuladas, como de tinta.

Y yacía allí, sin ninguna herida visible, sin ningún signo visible de lucha; simplemente estirado y tieso, espantosamente muerto.