Arrojé al gato de mi hombro. Volvió corriendo hacia la puerta del escenario.
—Así que nuestro gato se había disfrazado —dije—. De cualquier modo, no veo qué es lo que esto nos aclara.
—Nos aclara lo siguiente —respondió Iris con firmeza; ya lo había calculado todo—. Anoche le preguntaste a Lenz por qué habían de haberse introducido dos personas en el teatro: el hombre con la máscara y la mujer con la piel clara. ¿No te das cuenta ahora de cuál es la explicación? Theo creyó que la cara que había visto era de mujer, sólo porque llevaba una piel. Ahora, que la piel es un gato…
—La persona que la llevaba bien podría haber sido un hombre —concluí—. En otras palabras, esas dos personas pueden fundirse en una sola. ¿Pero qué más nos aclara esto?
—Nada —replicó Iris suavemente—; pero podemos pensar en ella mientras comemos.
Mientras comimos, pensamos en eso, sin adelantar un paso. Seguíamos pensando en ello, cuando un discreto murmullo a mi lado llamó mi atención y vi a Henry Prince. Mi joven autor hacía girar el sombrero entre sus finos dedos; sus respetables gafas apuntaban mi cara.
—Me han dicho que usted estaba aquí, señor Duluth —dijo.
Le invité a que se sentara y nos acompañara a comer, pero replicó que no tenía hambre. Si fuera posible, desearía hablar conmigo. Le dije que sí y se dejó caer en la tercera silla, junto a Iris.
—Señor Duluth —balbuceó—. Quiero rogarle que me haga un favor. ¿Tendría usted inconveniente en comunicarle la noticia a mi tío George? Me refiero a que no le necesita más para ese papel.
—¡Cómo no! —dije—, si usted prefiere que yo lo haga.
Henry tomó de la mesa un trozo de pan y comenzó a desmigarlo distraídamente.
—Todo esto me preocupa mucho. Tuve tanto miedo de que la señorita Rue nos dejara, que consentí en suprimir ese papel antes de darme realmente cuenta de lo que decía. No debí consentirlo, no sé lo que va a pasar —agregó muy afligido y melancólico.
No cabía duda de que ese cambio le resultaba doloroso.
—¿Qué le ocurre a usted? —pregunté.
Henry miró a Iris, quien dijo amablemente:
—¿Quieren que me vaya a otra mesa a tomar mi helado?
—No, no. No me importa que usted lo oiga. Es un alivio el poder hablar. Yo estaba tan preocupado… tan solo. —Henry hizo una pelotilla con las migas—. Supongo que usted habrá adivinado, señor Duluth, que en verdad no me importa mucho conservar esa escena. Es que tío George quería interpretar ese papel y… bueno, yo debo hacer lo que me pide.
Era un gran consuelo tener al fin a alguien dispuesto a suministrar datos sobre George Kramer.
—Lo habíamos sospechado —dije—. ¿Kramer está presionándolo?
—Oh, no, no podría decir eso. Estoy seguro de que tío George lo hace porque tendré mucho éxito y seré muy rico. Cree que no es ningún sacrificio para mí.
—¿Qué es lo que tiene contra usted? —inquirí.
—Es que sabe algo… relacionado con mi familia. Fue muy bondadoso respecto a eso, hasta que supo que se iba a estrenar mi obra. Después, cuando vino la primera noche al Dagonet, estaba muy cambiado, tenía una actitud burlona y amenazadora. Me dijo que quería que se le permitiera sacar fotografías, y cuando le expliqué que yo no tenía autoridad para concederle permiso, él… él declaró que contaría a todo el mundo lo que sabe.
—¿Así que le obligó a que usted obtuviera de mí el permiso para sacar fotografías y le diera ese papel en la obra?
—Sí. Después mi tío manifestó que tenía un motivo especial para querer tomar parte en la obra. Y los quinientos dólares que le pedí prestados…
—También fueron a parar al bolsillo de tío George. Me lo figuraba. Tal vez sea yo un neoyorquino desconfiado, Henry, pero esto me suena terriblemente a chantaje. Supongo que está usted temeroso de que ahora que nos libramos de él, cuente a todo el mundo lo que sabe.
—Sí, señor Duluth. Tengo mucho miedo de que lo haga, pero no creo que tío George sea realmente malo. ¡Si usted pudiera ayudarme! —Henry carraspeó y se sonó las narices con un pañuelo—. Estaría perdido si tío George revelara lo de mi padre.
Por primera vez, desde que lo conocía, me detuve a pensar en el tímido e ingenuo Henry, como un ser humano. El pobre muchacho me daba lástima. Se hallaba a merced de cualquier pillo. Iris se inclinó hacia delante y dijo:
—¿Qué es lo que sabe respecto a su padre, Henry?
Yo no me sentía con derecho a formular tal pregunta, pero aplaudí interiormente el atrevimiento de Iris. Henry se miró las manos con aire desdichado.
—No se trata solamente de mi padre… se trata también de mí. Pasa lo siguiente: Mi padre era director del Banco de Karsville, donde yo nací. Era una persona distinguida, respetada por todo el mundo. Pero el año pasado ocurrió una desgracia. El Banco tenía muchas acciones de una compañía que quebró. Mi padre y todos los depositantes se encontraron al borde de la ruina. Entonces mi padre tomó medidas desesperadas para salvar al Banco. En verdad, no entiendo de esas cosas, ni sé lo que hizo. El caso es que los inspectores lo descubrieron y lo metieron en la cárcel. Está allí ahora.
No dijimos nada y Henry continuó:
—En aquel entonces, yo estaba estudiando medicina. Pero desde luego, tuve que abandonar los estudios. Nos habíamos quedado sin un centavo y tuve que mantener a mi madre. Traté de encontrar un empleo, pero no conseguí nada, hasta que tío George nos visitó un día y prometió hacerme entrar en el Hospital del Teatro. El sueldo no era gran cosa, pero yo hubiera aceptado cualquier trabajo, y además mi preparación médica resultaba útil allí.
Me miraba con ojos afligidos.
—Todo ese tiempo, en mis ratos libres, estuve trabajando en una obra de teatro. Mi padre quiso siempre que yo escribiera. Al fin la terminé y se la envié a usted. Usted me respondió que la aceptaba y me invitó a que viniera a verle. Fui presa de una excitación tan grande que abandoné el empleo sin esperar el día de pago. No tenía un centavo en el bolsillo. Siempre enviaba la mayor parte de mi sueldo a mi madre. Tenía que llegar a Nueva York. El coche del tío George estaba allí, frente al hospital. Me metí en él, vine aquí. No tenía intención de robarle el coche. Iba a devolvérselo en seguida, pero al verle a usted y saber que los ensayos comenzarían inmediatamente, me olvidé de todo. La policía encontró el coche y se lo devolvió al tío George. No me había dado cuenta de que cometí una mala acción, pero cuando mi tío vino al teatro aquella noche, me dijo que, si quería, podía hacerme arrestar por haber cruzado la frontera de un Estado con un automóvil robado. Así es…, así es cómo me obligó a conseguirle el papel y todo lo demás.
Le miré fijamente.
—Henry —dije—, ¿es esto todo lo que su tío George sabe de usted? ¿Que su padre está en la cárcel y que usted se llevó prestado su coche?
—Pero considere usted lo que significaría para mí, que justamente ahora, cuando empiezo a ser conocido, se sepa que mi padre está en presidio, que yo soy un ladrón y…
—Mi querido Henry —dije, embargado por un sentimiento paternal ante tamaña simplicidad provinciana—: Nueva York es algo distinto de Karsville. Aquí su padre puede estar en la cárcel, su madre puede estar en la cárcel, su abuela puede estar en la cárcel, y todo el mundo aplaude a rabiar. En cuanto al robo del coche, si esto es todo lo que le preocupa, no piense más en ello. —De pronto se me ocurrió una idea—: No, al contrario, pensemos en eso. Será magnífico. ¿Cómo no se me ha ocurrido antes? Haré que mi agente de publicidad trate de meter en las páginas de teatro de todos los periódicos esta historia. Joven autor entusiasta roba un coche para asistir a una cita con su empresario. Será una propaganda formidable.
Henry me miraba medio perplejo, medio aliviado.
—¿Cree usted realmente que no importa… aunque tío George lo cuente?
—Su tío George —respondí— se va a quedar con dos palmos de narices. Y en seguida vamos a ir a su estudio y le ajustaremos las cuentas de manera que no le queden ganas más que para perdernos de vista lo más pronto posible, encogerse y reventar.
Yo estaba excitado. Al fin tenía por dónde coger al señor Kramer. Con un poco de suerte podía utilizar el pequeño problema patético de Henry para librar al Dagonet, de una vez por todas, de perturbaciones. Al darme cuenta de que Kramer era un chantajista novicio, adquiría la seguridad de que todos los trastornos ocurridos en el teatro eran simplemente debidos al tío George.
Cuando Iris fue a probarse unos vestidos, metí a Henry en un taxi y di al chófer la dirección del estudio fotográfico de Kramer, que se hallaba en algún punto del barrio Este. Un ascensor nos llevó al tercer piso y nos encontramos frente a una puerta que ostentaba la leyenda: “George Kramer — Fotografía Artística”.
Llamé enérgicamente. No hubo respuesta. Volví a llamar.
—Tal vez esté en la cámara oscura —observó Henry—. Trate de llamar allí.
Fuimos hasta la otra puerta; estaba abierta y entramos.
A través de un estrecho corredor pasamos a un espacioso estudio, en que había sillas, proyectores, cortinajes de fondo, cámaras y algunos bloques surrealistas para “introducir” arte en la fotografía. Varias mesitas se alineaban junto a las paredes; todos sus cajones habían sido retirados, dejando al descubierto una desordenada colección de fotografías.
Henry se acercó a la puerta de la pared del fondo y llamó indeciso:
—¡Tío George! ¿Está usted ahí? Soy yo, Henry.
Como no obtuviera respuesta masculló algo sobre echar un vistazo al dormitorio. Al quedar solo me acerqué a las mesitas con los cajones de fotografías. Me pareció extraño que el señor Kramer las hubiera dejado en un estado de tan extraordinario desorden. Las fotografías, en su mayor parte retratos de celebridades teatrales, estaban revueltas y arrugadas como si alguien hubiera estado rebuscando furiosamente entre ellas, sin cuidarse del estrago que causaba. Cuanto más las observaba, más me persuadía de que la persona autora del desorden, cualquiera que fuese, no podía ser el mismo señor Kramer.
La mayor parte de las fotos estaban o habían estado en sobres, cada uno de los cuales llevaba escrito el nombre particular del actor o la actriz. En la segunda mesita hallé un sobre con una etiqueta en que aparecía el nombre de Mirabelle. Lo retiré y lo abrí; estaba vacío.
Esto me hizo pensar. Luego, en el momento de volver a colocar en el cajón un montón de retratos, atrajo mi atención una fotografía extraordinaria, que estaba semioculta por un estudio de perfil de Tallulah Bankkead. La cogí para observarla mejor. Tendría unas doce por quince pulgadas; el tamaño natural de un rostro. Era un rostro increíblemente impresionante, el rostro de un hombre con ojos dilatados que parecían mirar sin ver, labios hinchados y cortados, mejillas deformadas. Un hombre sin identidad posible; fantasía de Gran Guiñol.
En tanto lo contemplaba con horrorizada fascinación, reapareció Henry, murmurando:
—Tío George debe haber ido a llevar las fotografías a la revista. Yo…
Se aproximó adonde yo estaba deteniéndose junto a mi codo.
—¡Dios mío! —exclamó.
Le miré. Un cambio asombroso se había verificado en su semblante. Tenía los labios entreabiertos y sus ojos se fijaban con aire de incredulidad en la fotografía que yo tenía en la mano.
—¿Qué le pasa? —pregunté.
—¡Esta fotografía! —tartajeó.
—Es bastante desagradable, pero…
—Pero no es precisamente una fotografía. —Henry se retorcía los dedos—. Quiero decir… ¿Usted no se da cuenta de quién es? Es Wessler.
—¡Wessler!
Miré fijamente el aterrador remedo de un rostro humano.
—Sí, Wessler —repitió Henry—. Inmediatamente después del accidente de aviación.
Comencé entonces a comprender. Una vez que me lo hubieron señalado, me fue posible darme cuenta de qué manera aquello podía ser Conrad Wessler. El pelo desgreñado era rubio; los ojos, aunque sin brillo, eran los suyos. Causaba espanto pensar que un rostro tan perfecto como el de Wessler, podía haber sido desintegrado en algo tan grotesco como aquello.
Me volví hacia Henry.
—¿Pero cómo lo sabe usted?
—Mi tío le había hablado de las fotografías que había tomado para los cirujanos del Hospital del Teatro —balbuceó—. Cuando Wessler lo supo, exigió que se destruyeran todos los negativos. Mi tío conservó éste. Me mostró esta fotografía cuando vino a Karsville. Más tarde la amplió a tamaño natural. En aquel entonces, me dijo que podía ser valiosa, aunque no comprendí por qué lo decía. No sabía que… aún la conservaba.
Yo apenas lo escuchaba; estaba demasiado ocupado en pensar. Al fin íbamos descubriendo el verdadero juego de Kramer. Un hombre que teniendo fácil acceso a un hospital de actores obtenía fotografías de los enfermos que allí estaban internados y conservaba los negativos hasta que se restablecían, era un chantajista de la más baja y miserable estofa que jamás se había visto. Y eso aclaraba muchas cosas. Mirabelle había estado también en el Hospital del Teatro. Probablemente Kramer había tratado de hacerla víctima de un chantaje con alguna fotografía de ese género. Fue por eso por lo que estaba tan ansiosa de librarse de él, y era evidente que le tenía muchísimo miedo.
Y luego ese retrato de Wessler… descubría una nueva perspectiva.
—Escuche, Henry —le dije—: esto es muy importante. Aquella primera noche, cuando Kramer vino al teatro, usted se fue con él casi en seguida. Fueron juntos a tomar un combinado, ¿no es verdad?
—Sí, es verdad.
—¿Pero se quedó usted con su tío hasta muy tarde esa noche?
Henry pareció un tanto confuso.
—No, no me quedé hasta muy tarde con él, señor Duluth. Después que estuvimos en el Sardot durante una media hora, mi tío se encontró con un amigo suyo, Roland Gates. Entonces me dejaron diciendo que tenían que tratar de un asunto privado.
Todo iba compaginándose de un modo mucho más lógico de lo que yo creía posible. Con deslumbradora claridad vi dónde debía hallarse la solución de nuestro misterio. Kramer tenía en su poder ese retrato de Wessler. La noche que vino al teatro lo traía seguramente en su carpeta, sin intención de emplearlo para sacar dinero al gran actor. Esto explicaba su afán de obligar a Henry para que le hiciera entrar en mi compañía.
Luego se encontró con Roland Gates; éste estaba ansioso por trabajar junto con Mirabelle; igualmente deseaba con todo interés que Wessler fuera retirado del elenco. Una vez que alejaron a Henry, los dos pudieron combinar fácilmente sus recursos y elaborar un plan para atemorizar a Wessler.
Kramer estaba enterado del temor que tenía el austríaco a los espejos; había visto el álbum de recortes del portero y de allí pudo haber conocido la historia de Lillian Reed. Estaban en posesión de todos los elementos. Uno de ellos pudo haber traído antes la piel de color claro y representado el prólogo. Theo los habría visto después. Mientras Roland Gates alejaba al portero y hacía guardia abajo, Kramer pudo haberse deslizado en el interior del camarín y llevar a cabo el engaño con el falso espejo.
Y por primera vez me daba cuenta cabal de cuán diabólicamente cruel debió ser ese plan. Kramer poseía aquella fotografía de Wessler. Si se había fabricado su máscara de arcilla copiando ese retrato, Wessler se hubiera enfrentado, no con cualquier rostro espantable, sino con una espectral imagen de sí mismo, tal como se había visto en aquellos terribles días, después de la catástrofe.
Cuanto más pensaba en ello, más lógico me parecía todo. El plan fracasó; en vez de asustar a Wessler, habían matado a Comstock. Luego, con típica bravata, Gates continuó tratando de lograr su objeto e intentó hacerme víctima de un chantaje, con la amenaza de revelar a la policía un crimen que él mismo había cometido.
Estaba loco de alegría. Todo lo que tenía que hacer era comunicar a Kramer y a Gates que había descubierto su juego y darles un buen susto para quitarles las ganas de insistir en él, y así habrían terminado todos los trastornos del Dagonet.
El caso estaba resuelto.
Doblé la fotografía de Wessler y me la guardé en el bolsillo, dando gracias a Dios por haber podido confiscarla antes de que ocasionase más daños. En un arranque de entusiasmo palmeé en el hombro a Henry.
—Henry —le dije—, se acabó el mal de ojo del Dagonet. Las aguas han dejado de ser revueltas. No tenemos nada más de que preocupamos.
Lo creía de buena fe. Pensaba que en verdad era así. Mas fue ésa, probablemente, la declaración más precipitada hecha por un ser humano.