A la mañana siguiente, cuando Iris y yo llegamos al desinfectado Dagonet para el ensayo, nos topamos en la puerta del escenario con Gerald Gwynne. Mi joven actor tenía un aspecto tan hermoso como de costumbre, aunque estaba pálido y más bien mustio. No prestó la menor atención a mi persona; sólo lanzó una extraña mirada a Iris y dijo:
—¡Hola, Iris!
—¡Hola! —respondió ella.
Iba a entrar tras de nosotros, cuando le detuve. Le había prometido a Mirabelle dejar terminado el asunto de Hollywood. Estimé más prudente hacerlo allí, donde los demás no se enterarían. Le hablé con mucho tacto. No invoqué ninguna obligación hacia mí: le hablé sencillamente, como a un niño, mostrándole que sería una gran tontería aceptar la primera oferta para filmar que se le presentaba.
Me escuchó con cierta impaciencia.
—Me importa muy poco la oferta —replicó—. Me importa un bledo Hollywood también. Se lo dije a Mirabelle. Lo que pasa es que quiero irme de Nueva York.
No puedo seguir más en este muladar.
Me extrañó mucho que dijera eso. La noche anterior, cuando me llamó a causa de Roland Gates, se había mostrado muy ansioso por cuidar de Mirabelle.
—¿Por qué quiere usted dejar tan súbitamente Nueva York Gerald?
Adelantó la mandíbula y replicó:
—Ésas son cosas mías.
Perdí entonces la paciencia. Resultaba demasiado evidente que no eran sólo cosas suyas el que abandonara mi obra. Le dije, insistiendo en el punto, que me hacía mucha falta, que yo ni soñaba en permitir la rescisión del contrato por nada del mundo y que si intentaba hacerme la faena de abandonarme, le demandaría.
Y concluí:
—Si tuviera un poco de lealtad hacia mí o hacia Mirabelle, no hubiera permitido siquiera que se planteara este problema.
Se encendió su cara en intensa llamarada, no sé si por efecto de la cólera o por vergüenza.
—Si usted piensa así, perfectamente —dijo.
Sus ojos oscuros, indómitos, se fijaron de nuevo en Iris, luego se volvieron hacia mí, clavándose en los míos. Me asombró el cambio de su expresión. Gerald y yo habíamos sido siempre amigos, pero en ese momento parecía como si me odiara de muerte.
—Bien, Peter —dijo—, me voy a quedar con usted, si así lo quiere. No me iré, pero le advierto una cosa: si le rompo la cabeza a alguien o si le pego fuego al teatro, no vaya a decir entonces que no traté de irme, mientras las cosas estaban bien.
Se metió por la puerta de vaivén y desapareció por ella.
No comprendía ni una jota de lo que pasaba; me volví hacia Iris. Algo me decía que ella estaba enterada de lo que había detrás de todo eso. Pero no parecía dispuesta a darme explicaciones.
Deslizó su brazo por debajo del mío con una extraña sonrisa de compasión.
—No le hagas caso, Peter. Pobre muchacho, es tan joven. Es tremendo ser tan joven.
Lo dijo casi con ternura. Y de pronto me sentí tontamente celoso de Gerald Gwynne.
Acaso fuera ilusión mía, pero el Dagonet tenía una atmósfera, un olor y un aspecto más salutíferos, después de haber pasado una noche con el ácido prúsico. La purificación del aire tuvo también un notable influjo sobre mi compañía. Todos estaban casi alegres. Theo, bastante aliviada de su tos, arrancaba bocanadas de humo de un Gold Flake, se paseaba por el escenario señalando a Eddie los residuos blancos dejados por los discos de ácido prúsico y ensalzaba las virtudes de esta sustancia, a la par que las de la codeína. Wessler, sentado sobre un cajón entre bastidores, ostentaba muy satisfecho una doncella del Rin modelada en arcilla, y se entretenía con su “donde-lo-había-visto-antes”, respecto a Gerald y Henry.
Incluso el escenario tenía un aspecto mucho más prometedor. Yo había querido ensayar algunas entradas y salidas con una puerta real, y Eddie había colocado una provisional, fabricada con tablas viejas encontradas debajo del escenario. Parecía una verdadera pieza del decorado y surgía la excitante proximidad del ensayo general.
Me encaminaba hacia Wessler, cuando se abrió la puerta de vaivén, dejando paso a Mirabelle, quien me detuvo y me llevó aparte a un rincón. Estaba radiante y llena de vida, como de costumbre. Si su encuentro con Gates le había producido algún efecto, no mostraba el menor signo de ello. Me preguntó sin aliento:
—Peter, ángel, háblame de Gerald… ¿Está todo bien?
—Sí —dije—. Me retorcí el bigote y lo amenacé con entablarle juicio, no se va a ir a Hollywood.
—Gracias a Dios por eso —exclamó; y luego preguntó con voz rara, insegura—: Y Henry… ¿está dispuesto a suprimir el papel de Kramer?
Le referí lo que había pasado. Sus ojos se nublaron. Cerró y abrió sus pequeñas manos enguantadas.
—¿Así que Henry se muestra intransigente? Tendré que ver cómo arreglo esto.
Iba a preguntarle qué quería decir, pero en ese momento George Kramer en persona surgió desde la sala dirigiéndose hacia nosotros.
Mirabelle me dejó presurosa y se puso a secretear con Gerald.
George Kramer vino directamente hacia mí. Durante algunos segundos, sus adultos ojos siguieron a Mirabelle, luego se volvieron hacia mí.
—La señorita Rue parece nerviosa, ¿no? Exceso de sensibilidad. Creo que esto les pasa a la mayoría de las grandes actrices. Pero es muy fotogénica. Las fotos que tomé ayer salieron magníficas.
—Ah, ¿sí? —dije.
—Muy buenas. Y la revista entra en prensa esta noche. A no ser que usted me necesite, me gustaría marcharme en seguida después de haber ensayado mi papel, para echar un vistazo a las últimas pruebas. ¿Le parece bien?
—Muy bien —dije, sumamente contento de que nos libráramos de él tan pronto.
Acto seguido, ordené comenzar el ensayo. La representación se desarrolló espléndidamente hasta el momento en que entró Kramer, quien, como magnate del mundo de los negocios, semiahogado, era traído al escenario por Wessler. Mirabelle había estado trabajando en forma notable, pero a partir de ese momento perdió completamente el equilibrio. No había nada que yo pudiera observarle; decía lo que tenía que decir; hacía lo que le correspondía hacer; pero de pronto aparecía una cierta exageración, algo de sutilmente burlesco, que tornaba ridícula toda la escena.
Por un momento me quedé perplejo; luego se me ocurrió que Mirabelle lo hacía deliberadamente, con el fin de atacar a Henry. Puesto que yo no había logrado persuadirlo de que suprimiera aquella escena con Kramer, ella tomaba el asunto por su cuenta. Gustosamente la dejé hacer.
Ella sacó buen partido de mi aquiescencia. Todo el tiempo que, según el texto, debía estar acongojada viendo morir a Kramer ante sus ojos y alejándose con repugnancia de su cuerpo inánime, se las ingenió para tomar grotesca toda la escena por medio de una brillante y disimulada exageración. Gerald comenzó también a hacer el payaso, mientras él y Wessler llevaron a Kramer al ataúd, lo depositaron en su interior y bajaron la pesada tapa.
A todas luces, Wessler estaba desconcertado por lo que acontecía, pero continuó desempeñando su papel y lo hizo tan bien, que casi había conseguido salvar la escena él solo. Dio muestras de una vigorosa personalidad cuando como granjero de férrea voluntad reunió a los otros en torno al ataúd, obligó a Mirabelle a arrodillarse junto a la cabecera y se puso a orar. Pese a la desafinada nota final de Mirabelle, consiguió dar verdadera dignidad a los momentos en que él y Gerald levantaron el ataúd con Kramer y todo, y se lo llevaron, a través de la puerta colocada por Eddie, fuera del escenario.
Mas no bien hubieron hecho mutis, Mirabelle se precipitó hacia las candilejas y se encaró en seguida con Henry.
—Señor Prince —dijo en tono dramático—, ahora puede apreciarlo por usted mismo.
Henry echó atrás un mechón de pelo negro y lacio que le había caído sobre la frente.
—¿Apreciar qué, señorita Rue?
—La escena, naturalmente. Tal vez parezca muy bien sobre el papel, pero al interpretarla resulta ridícula, completamente ridícula. El público se va a reír a carcajadas. Tiene que suprimirla.
Los ojos de Henry se desviaron nerviosamente hacia la puerta detrás de la cual se habían llevado el ataúd con el tío George.
—Yo… no veo nada de malo en la escena, si se la interpreta como es debido.
—¡Como es debido! —la voz de Mirabelle adquirió de pronto un tono alarmante—. ¿Qué quiere decir con eso?
—Bueno, ¿no le parece a usted que ha exagerado un poco? —balbuceó Henry, poniéndose colorado como un pavo.
—¡Exagerado! ¡Exagerado yo! —Mirabelle se abandonó a un violento y espantoso ataque de ira—. ¿Ha oído usted, Peter? Está acusándome de exagerar. A mí. A mí… ¿no estará satisfecho? Tal vez interprete mejor ese papel él mismo. ¿Es esto lo que quiere decir? Muy bien, que lo interprete él mismo; me importa muy poco; que lo interprete él. Que se vaya al diablo con su estúpido melodrama.
Y lanzándose tras Wessler y Gerald se precipitó hacia la puerta de salida. Henry, completamente aturdido, saltó y corrió tras ella gritando:
—Señorita Rue, por favor, por favor, no se vaya. Yo no quería decir eso. Usted sabe mucho más que yo de estas cosas. Si a usted le parece realmente que debe suprimirse esta escena, vamos a suprimirla.
Al instante Mirabelle se halló de vuelta a las candilejas, sonriendo encantadoramente y tendiendo sus manos a Henry.
—¡Ya lo sabía! —dijo con voz arrulladora—. Peter, ¿no le decía yo siempre que Henry es el más inteligente de todos los autores con quienes he trabajado? ¿No se lo decía a usted? Por cierto que es una lástima tener que despedir a su tío, pero ante todo debemos pensar en la obra, ¿no es así? ¿Por qué no se lo dice ahora mismo?
—Yo… bien… —tartamudeó Henry.
—Dijo que se marcharía en seguida —intervine yo—. Se habrá ido ya. Eddie, vaya a ver si puede alcanzarlo.
Mi director de escena desapareció, regresando a poco para informar que Kramer se había ido. El ensayo prosiguió en forma satisfactoria.
La victoria de Mirabelle había sido absoluta, abrumadora.
A las tres y media interrumpí el ensayo. Las mujeres tenían que ir a proveerse de algunas ropas y Wessler concedía dos entrevistas a los representantes de la prensa. Le dije a Eddie que volviera a reunir a todos para las siete y dejé el teatro en compañía de Iris, para ir a comer algo.
Habíamos pasado frente a la puerta de Mac, y descendíamos por el pasadizo, cuando oímos un fúnebre maullido. Me di la vuelta y vi al diabólico Lillian corriendo tras de nosotros sobre un reborde del muro, con la cola rígida y los bigotes temblorosos, agitado.
Sin ninguna razón aparente me echó una mirada de extrema ternura y saltó sobre mi hombro. Hice un movimiento colérico para sacudírmelo, pero se mantuvo aferrado, ronroneando, raspándome la mejilla con su hocico.
—Creo que detesto estos animales más que…
Me interrumpí al percibir la manera con que miraba Iris. Me contemplaba con una especie de salvaje excitación.
—Peter —gritó—, no te muevas. Quédate así como estás, no toques al gato.
—¿Qué…? —comencé.
—Peter, qué tontos hemos sido. Qué increíblemente estúpidos. ¿Sabes lo que tienes ahora sobre tu hombro?
Un tanto alarmado por la integridad de su juicio, le respondí:
—Tengo sobre mi hombro el gato del portero.
—No —replicó ella—, no es eso lo que tienes. Míralo, fíjate en el color de su piel; te rodea el cuello; es de un color pardo claro. ¿No te das cuenta?
Se inclinó hacia mí, tomándome del brazo.
—Esto no es un gato, Peter; es una piel de color claro.