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Pero mi regocijo duró muy poco tiempo. Luego que Roland Gates fue sacado, reanimado y enviado a paseo, me sentí presa de una desesperante melancolía. No era solamente el hecho de haber sido víctima de un chantaje, con o sin éxito por parte de Gates, para que lo tomara como sustituto de Wessler, aunque Dios sabía que aquello era bastante; era el efecto de la acumulación de todos los sucesos contrarios que amenazaban mi obra, y mi propia incapacidad de ver algo claro en todo eso.

La señorita Pink volvió a entrar trayendo algunas cartas para firmar. Comencé a hacerlo, luego me detuve. En vez de poner “Peter Duluth” al pie de una extensa misiva al editor de La Escena, volví la hoja y me puse a garabatear furiosamente al dorso de ella.

He aquí lo que escribí:

“RAZONES POR LAS CUALES NO ES PROBLEMA QUE “AGUAS REVUELTAS” PUEDA VER LA LUZ DEL DÍA:

1) Ocultación de un homicidio a la policía.

2) Roland Gates.

3) El tío George Kramer.

4) Un gato siamés maligno.

5) Una mujer con una piel de color tostado claro.

6) Un caballero con una máscara de arcilla de modelar.

7) Alguien que suelta las ratas de las trampas.

8) Gerald Gwynne, que quiere irse a Hollywood.

9) Mirabelle Rue, que está asustada de algo; que posee una misteriosa botella de brandy, y que probablemente terminará por sufrir un desmoronamiento nervioso.

10) Conrad Wessler, que está casi ciego; que es la probable víctima de un oscuro complot y que probablemente se está volviendo loco como su hermanastro.

11) Theo Ffoulkes, que ha contraído una fuerte tos y es probable que muera.

12) Peter Duluth, que de un momento a otro va a pedir un cajón de whisky, va a encerrarse en una habitación y se echará a llorar.

Durante un largo rato permanecí mirando el documento, revolviéndome en la compasión que sentía por mí mismo. Ni siquiera intenté pensar o hacer planes; sólo releía el papel.

Un vago recuerdo de una promesa que había hecho a Mirabelle se filtró a través de las tinieblas. Podría ver a Gerald antes de los ensayos en el Dagonet y tratar de disuadirle de su propósito de abandonamos. Probablemente, Henry Prince no aparecería por el teatro. Le dije a la señorita Pink que me comunicara con él por teléfono. Al menos esto mostraba indicios de acción constructiva. Si lograba que Henry consintiera en las alteraciones del primer acto propuestas por Mirabelle, tenía una magnífica ocasión para eliminar al señor Kramer del reparto, como un paso hacia la eliminación de nuestras vidas.

La voz de Henry se oyó en el auricular. Le hablé de la sugerencia de Mirabelle en el sentido de modificar el primer acto, suprimiendo la escena y el papel del magnate de negocios. Con insospechada facundia le expuse las indudables ventajas dramáticas que se obtendrían con ese cambio. Ya anteriormente le había propuesto otras modificaciones en el manuscrito y había accedido a ellas, manso como un cordero. Estaba seguro de que también cedería ahora.

Pero debí habérmelo figurado. De pronto, su voz se tornó dura y obstinada. Dijo que había escrito la pieza con el papel de Comstock-Kramer como punto esencial. De ninguna manera estaba dispuesto a permitir su supresión.

Y prosiguió hablando en el mismo sentido con una tenacidad que nunca hubiera supuesto en él. Concluyó en un tono algo menos enfático:

—Además, señor Duluth, independientemente de lo que yo pueda pensar, me es imposible suprimir este papel porque le he prometido a mi tío George… dejarle que lo interprete.

Éste era a todas luces un argumento completamente al margen de la obra. Henry tenía tan poco interés verdadero en que se conservara ese papel, como Mirabelle en que se suprimiera. Las reacciones de ambos nada tenían que ver con la obra en sí; respondían tan sólo a su relación con el señor Kramer. Mirabelle le tenía tanto miedo que estaba realmente ansiosa por excluirle del reparto; Henry también le tenía tanto miedo que estaba terriblemente ansioso por que no se le excluyera.

Colgué el auricular. Pensé en el cheque de quinientos dólares que Kramer obligó a Henry a pedirme prestados aquella misma mañana. Volví a tomar mi lista negra.

Con desesperada plumada, añadí un decimotercer detalle a los motivos de desastre; escribí:

“13) Henry Prince, que se encuentra bajo el dominio del tío George y que probablemente es víctima de un chantaje de parte del tío”.

En tanto escribía esto, supongo que debía haber advertido que alguien estaba detrás de mí, leyendo por encima de mi hombro. Mas no tuve la menor sensación de que me hallaba solo hasta que una voz pronunció:

—Lee esto, Peter.

Me estremecí. Levanté la cabeza y vi a Iris con su piel de caracul, muy solemne y muy resuelta. Me tendía una hoja de papel.

—Lee esto —repitió.

Tomé el papel y leí:

“Estimado señor: Con respecto a su envío de material eléctrico…”.

—Del otro lado —dijo Iris.

Di vuelta a la hoja. El dorso estaba cubierto con la letra redonda de colegiala, de Iris; decía así:

RAZONES POR LAS CUALES “AGUAS REVUELTAS” NO PUEDE SEGURAMENTE DEJAR DE VER LA LUZ DEL DÍA:

1) El doctor Lenz.

2) Iris Pattison.

3) Iris Pattison.

4) Iris Pattison.

5) Iris Pattison.

6) Iris Pattison.

7) Iris Pattison.

8) Iris Pattison.

9) Iris Pattison.

10) Iris Pattison.

11) Iris Pattison.

12) Iris Pattison.

13) El matrimonio de Peter Duluth con Iris Pattison, con preferencia en el Estado de Maryland”.

Doblé las dos hojas de papel y las metí en mi bolsillo. Me levanté; besé a Iris. Ella sonrió a algo muy distante y hermoso.

—¿Sabes quién eres, querida? —le pregunté.

—No —dijo ella.

—Poliana de la granja de Sunnybrook.

Se desasió de mis brazos mirándome con ojos llenos de resolución.

—Querido —dijo—, el teatro está cerrado por causa de la fumigación. No habrá ensayos hasta mañana. Ahora que tenemos tiempo, alquilemos un coche, dirijámonos al sur, crucemos la frontera, y…

—No —repliqué.

—¿Por qué no? ¿por qué no hemos de hacerlo?

—Porque me conozco —dije, más convencido que nunca de que decía la verdad—. No me resisto a causa de Lenz, no es eso. Tú eres la fuerza que me hace actuar. Es precisamente porque estás tú al final de todo esto, por lo que puedo actuar a través de tal desbarajuste y convertir Aguas revueltas en un éxito. Si te obtengo antes de haberte ganado, estoy perdido.

—Comprendo, Peter. —Iris me miraba con ojos tranquilos, pensativos—. Muy bien. Descartemos Maryland. Hagamos alguna otra cosa, algo divertido.

Eso hicimos. Fuimos al Astor y luego al Paramount y luego al Music Hall, hundiéndonos la cabeza de una en otra película. Una especie de borrachera inocente. Pero no sirvió de nada. El Dagonet subsistía en el fondo de mi espíritu. Después de salir del tercer cine nos metimos en un bar para comer unos bocadillos. No discutimos sobre cuál había de ser la siguiente película que iríamos a ver, sino que instintivamente, al dejar el bar, nos encaminamos hacia la Calle Cuarenta y Cuatro.

Supongo que fue meramente nuestro estado morboso lo que nos llevó juntos al teatro aquella noche. Acertamos a llegar, justo en el momento en que comenzaba a actuar el equipo de fumigación. Eddie Troth, malhumorado y brusco, inspeccionaba la tarea con Mac, deambulando en la oscuridad, atisbando en los cilindros, herméticamente cerrados, de ácido prúsico, con una suerte de cautelosa ansiedad, cual si también él estuviera condenado a la inmediata aniquilación junto con las ratas.

Mientras la cuadrilla tomaba posesión del teatro cerrando todas las ventanas y aberturas, el jefe echó un párrafo conmigo y con Eddie. Nos explicó cómo se distribuían los discos por el piso y nos explicó de qué manera el ácido prúsico, transformándose lentamente en gas, impregna el aire y deja un residuo inofensivo después. Nos declaró, muy contento, que todo bicho viviente que estuviera en el teatro quedaría aniquilado. Incluso un ser humano expuesto a ese gas insidioso e inodoro, perdería la conciencia a los treinta segundos y moriría en menos de cinco minutos. Y aunque sus hombres llevaban máscaras protectoras, debían trabajar en tandas que se relevaban cada cuatro horas, pues de lo contrario el gas se colaría a través de sus ropas, y al ser absorbido por los poros de la piel, los envenenaría. El gas del ácido prúsico parecía ser el más eficiente de los exterminadores.

Confié en que aniquilaría con igual eficiencia todas las caras fantasmales de los espejos, a las mujeres con pieles de color claro y a los hombres con máscara de arcilla de modelar.

Cuando la sala estaba ya cerrada y los hombres comenzaron a colocar los discos, Mac creó una nueva situación dramática anunciando que había desaparecido Lillian. Sin atender a las advertencias del jefe de los fumigadores, el viejo portero corrió frenético escaleras arriba hasta el primer piso, que aún estaba incontaminado, llamando: “¡Lillian, Lillian!”.

Al rato volvió estrechando al gato siamés bajo un brazo, mientras las gotas de sudor, gruesas como perlas, corrían por su frente.

—Lo encontré —dijo—. Encontré a mi chiquillo. Lo salvé.

No me fue posible mostrar mucho entusiasmo. Por lo que a mí hacía, Lillian podía desaparecer de mi compañía.

Luego Iris y yo nos marchamos, en el momento en que los hombres comenzaron a pegar tiras de papel en las rendijas de las puertas. Nos dijeron que podríamos reanudar los ensayos al mediodía del día siguiente y ordené a Eddie que convocara al conjunto para las doce y media.

Cuando penetramos en mi apartamento, hallamos a Lenz sentado en el más grande y cómodo de mis sillones. A su lado, sobre una mesa, había un vaso con soda. Al vernos levantó la cabeza.

—Como usted no estaba, señor Duluth —dijo—, me tomé la libertad de ponerme cómodo y servirme un refresco.

—Magnífico —repuse.

Me miraba con toda atención.

—El objeto principal que me ha hecho volver, señor Duluth, ha sido el de averiguar si hubo nuevos trastornos en el Dagonet.

Me dejé caer en una silla.

—Sí —dije—, hubo una infinidad de nuevos trastornos. Todo el teatro Dagonet es un enorme y diabólico trastorno. —Y agregue sombrío—: Me gustaría estar solo en una isla desierta con tres cocoteros, la Enciclopedia Británica y un camello.

Pude darme cuenta por la expresión del doctor Lenz de que tomaba esta observación como un síntoma manifiesto de una psicosis maníaco-depresiva. Sin embargo, no hizo ningún comentario sobre ella; se limitó a decir:

—¿Quiere usted referirme todo lo que ha ocurrido?

Se lo referí. Fue el relato más triste y desdichado que había hecho en mi vida.

Lenz no respondió en seguida e Iris intervino con viveza:

—De cualquier manera, lo ocurrido hoy prueba que la reconstrucción del doctor Lenz es absolutamente exacta; me refiero al hombre que se habría fabricado una máscara de arcilla y ocultado en ese ropero. Encuentro asombrosa la forma en que el doctor Lenz lo descubrió.

—Más asombrosa es la forma en que tú sabes escuchar a través del ojo de las cerraduras —repliqué. Iris rechazó esta maliciosa interrupción con un encogimiento de hombros. Yo continué—: Si lograra explicarnos la relación que hay entre la mujer de la piel color claro y el hombre con la máscara de arcilla, diría que es un mago.

Los dos esperamos que Lenz hablara. Al fin, luego que sus dedos hubieron recorrido de arriba abajo su perilla, dijo:

—Debo confesar que la situación se va tornando sumamente confusa. No cabe duda de que hubo reacciones a nuestro “reactivante”, pero han sido reacciones de todo punto distintas a las que yo esperaba. —Hizo una pausa y prosiguió—: Si usted recuerda, señor Duluth, yo había apuntado que existía más de un hilo misterioso en el Dagonet. Ahora comienzo a ver que debe haber varios, varios tal vez, sin conexión directa con otros.

Aquello era el acabose.

—¡Varios hilos! —exclamé—. Tenemos buena cantidad de ellos. Tenemos…

—Muéstrale al doctor Lenz tu lista, querido —me interrumpió Iris—. Será mucho menos penoso así.

Obediente saqué la lista de los trece desastres y se la tendí al doctor Lenz. Mientras la leía su rostro permaneció sereno, con olímpica calma. Me devolvió la lista.

—Esto es muy interesante, señor Duluth, pero creo que usted exagera un tanto. Mañana pensaré seriamente en este asunto. Tengo muchas esperanzas de que podré hallar una explicación satisfactoria. Entretanto se ha hecho tarde.

Esto, a todas luces, era uno de los edictos típicos de Lenz, que podrían expresarse con la frase “no se aflijan, chicos”. Mas, punto menos que por vez primera desde que yo lo conocía, su tono no resultaba convincente. A pesar de su extraordinaria placidez, bien sabía que tenía tan pocas esperanzas como yo de hallar una explicación satisfactoria.

Una vez que me despedí de Iris, con un beso, el doctor Lenz se retiró al baño, desde donde se oyó un fuerte ruido de dientes al ser cepillados. Reapareció, resplandeciente en su camisón de franela gris.

Nunca le había visto tan majestuoso.

Me miró con gravedad y dijo:

—Anoche, señor Duluth, hallé un tanto reducida la habitación para realizar mis ejercicios nocturnos.

¿Tiene usted algún inconveniente en que los haga aquí?

Por supuesto, dije que no. Al retirarme a mi dormitorio, le eché una última ojeada mientras yacía de espaldas en el piso, moviendo solemnemente las piernas en el aire, en forma rítmica que hacía pensar en la carrera ciclista de los seis días.

No tengo idea de cuánto tiempo permaneció así. Pero sí sé que hasta en camisón y con las piernas al aire no necesitaba el doctor Lenz hacer ningún esfuerzo para conservar su dignidad.