13

Eso era lo que yo llamaba una observación completamente aplastante. Pero no aplastó a Roland Gates. Nada podía hacerlo. Fue hacia la puerta, la cerró detrás de la figura de Mirabelle que se alejaba y pronunció lentamente:

—Es notable lo rencorosas que son las mujeres; como los elefantes, ¿o serán los rinocerontes?

—Los rinocerontes —dijo mordazmente— son animales de piel dura.

Gates suspiró.

—Parece que sus sentimientos hacia mí son tan exagerados como los de Mirabelle. ¿No quiere que aprenda el papel de Wessler para sustituirlo en caso de necesidad?

—No —repliqué secamente—. Debería saber la opinión que tengo de usted. Se la expresé con mucha claridad en la época de su divorcio.

—Sí, según recuerdo, usted se había exaltado un poco. —Gates me miraba con ojos burlones—. Usted cree que soy un hombre perverso, muy perverso, ¿no es así, Peter? Me temo que su permanencia en esa casa de locos le haya vuelto algo mojigato.

Observé la cara lisa, semejante a una máscara, y volví a recordar algunas cosas indecibles que fueron reveladas durante el divorcio.

—Me he vuelto bastante mojigato —dije— como para sentir un fuerte deseo de echarle de aquí sin delicadezas. Antes de hacerlo, sin embargo, tal vez le interese saber que el portero me ha contado que usted le dio cinco dólares para que le dejara entrar al Dagonet anoche.

Gates no se inmutó en lo más mínimo.

—Esperaba que él le transmitiera la buena nueva. La verdad es que le dejé mi tarjeta para estar seguro de que no se equivocaría de nombre.

Me vi en una situación harto incómoda. Tenía unos deseos locos de saber qué era lo que Roland había estado haciendo en el Dagonet la noche anterior: pero era en extremo importante no dejarle entrever cuántas tribulaciones estábamos pasando allí.

Mientras buscaba algo para responderle, su boca se contrajo en una sonrisa rápida de reptil y prosiguió:

—Pierde usted el tiempo guardando misterios, Peter. Yo sé lo que pasó en el Dagonet anoche.

Esto no era una buena noticia, pero también era bastante probable que estuviera balandroneando. Pero no, estaba enterado.

—Sí, Peter, me encontré en el Sardot con un viejo conocido, con el señor George Kramer. Después de haber enviado a la cama a su sobrino, fuimos a tomar unas copas. Kramer me contó todo lo que le había ocurrido a Theo en el camarín del piso alto.

Yo había supuesto, desde luego, que algún vínculo existía entre Kramer y Gates. Podría haberme figurado que eso existía. Si bien hice una débil tentativa para mantenerme indiferente, no era posible engañar a Gates. Estaba gozando grandemente.

—Usted se estará muriendo por saber —continuó— qué terribles males perpetré en su teatro anoche. Pero temo que sufrirá una decepción cuando Sepa la verdad. Fui allá con la simple y benévola intención de ver si mi ex mujer había recibido un regalito que le envié. Fui sólo un espectador del melodrama.

Se acercó a un sillón y volvió a sentarse sobre el brazo, encendiendo un cigarrillo.

—Le voy a contar con todo detalle lo que ocurrió. Una vez que despaché al portero, subí la escalera hasta el piso del escenario y atravesé el corredor hacia el primer camarín principal que, según supuse, debía ser el de Mirabelle. Me aproximaba a la puerta, cuando de pronto fue abierta con violencia desde dentro y un hombre, el viejo Comstock, pasó rápidamente delante de mí y corrió tambaleándose hacia el escenario. Gemía y respiraba con dificultad, farfullando algo parecido a Lillian, como si acabara de toparse con todos los demonios del infierno. Algo impresionante, Peter.

Tiro el cigarrillo sobre la alfombra y lo miró un par de segundos antes de aplastarlo.

—Yo quedé desconcertado. De acuerdo con todas las leyendas de la literatura, debía haber apretado las mandíbulas y entrado en ese camarín para investigar de qué se trataba. Pero me temo, que no lo hice. Me volví y eché a correr también.

Su lengua rosada surgió fuera de la boca, semejante a la de un camaleón en el momento de cazar una mosca.

—La acción continuó según la mejor tradición dramática. Cuando me hallaba a medio camino bajando la escalera, oí a mi espalda un estrépito de vidrios rotos. Volví la cabeza y miré por encima del hombro. Alcancé a ver sobre el rellano a un hombre que salía corriendo del mismo camarín. Apenas tuve tiempo de echarle una ojeada instantánea. Pero era más que suficiente. Apreté el paso y me hallé fuera del Dagonet, más pronto de lo que usted mismo podía haber deseado.

Me había olvidado por completo de que era Roland Gates quien estaba haciéndome ese relato; totalmente olvidado de que lo aborrecía y que estaba resuelto a echarle de mi despacho. Sólo podía pensar en cuán asombrosamente concordaba esto con la teoría de Lenz; cómo el hombre que había visto Gates debía haber sido la persona que habría preparado aquel cuadro fantástico en el ropero, la persona que había empleado el cristal de Eddie y lo hizo pedazos arrojándolo al suelo, la persona que era causante principal de todos los trastornos ocurridos en el Dagonet.

Y lo más insensato de todo ello era que esa persona había sido un hombre. Probablemente la mujer de la piel color tostado había sido agregada de propina.

—¿Lo reconoció usted? —pregunté ansioso—. ¿Pudo verle la cara?

—¿Si le vi la cara? —Gates levantó los ojos, al par que mostraba las dos líneas perfectas de sus dientes pequeños y puntiagudos—. Éste es el hecho más dramático de mi relato, Peter. No pude ver su cara… porque no tenía ninguna cara para ver. No tenía más que un par de ojos que miraban desde un fondo gris, sin rasgos humanos.

Dijo esto en forma tan repentina y con tan calculada calma, que me dejó completamente anonadado. Una mujer con una piel de color claro, un fantasma saboteador de trampas para ratas, y ahora un hombre sin rostro; todo eso se había juntado en una sola tarde. Las cosas habían ido mucho más allá, muchísimo más allá de una simple broma. Experimenté una gran nostalgia por mis antiguos días felices en el sanatorio de Lenz, cuando lo peor que podía ocurrirme era un encuentro casual con un maniático homicida. ¿Qué eran los maniáticos homicidas, comparados con los visitantes del teatro Dagonet?

—Ésta es, Peter —siguió diciendo Gates—, la pequeña anécdota que quería contarle. En cuanto a la experiencia, resultó sobremanera interesante y sin duda alguna valía los cinco dólares que me costó.

Yo no le escuchaba. Mi mente, comenzaba a funcionar en forma racional otra vez. Me esforcé por representarme la figura grande y confortante del doctor Lenz. Y la figura del doctor Lenz llevó mi pensamiento a la arcilla de Wessler. Lenz había sugerido que el hombre del ropero podía haberse desfigurado el rostro con arcilla. Era una explicación razonable del espectro visto por Roland Gates.

Esto hizo que me sintiera un tanto mejor, aunque no mucho.

Gates se había acercado a mi escritorio y se apoyaba en él lánguidamente.

—He leído en el periódico de esta mañana que la muerte de Comstock en el escenario ha creado una atmósfera favorable para la obra. Usted pretende que le estremece mi conducta, pero yo mismo me siento espantado ante lo que esto implica. No es nada gracioso asustar a un viejo enfermo del corazón, hasta causarle la muerte. —Se detuvo sonriendo con su sonrisa seca y estereotipada—. La verdad es que supongo que en los tribunales esto figuraría con el nombre de asesinato.

Yo estaba aún demasiado aturdido para caer en la cuenta del giro que iba tomando la conversación.

—Sí —continuó Gates—, me parece que esto puede calificarse de asesinato de primer grado, o de segundo, o quizás de tercero. De cualquier modo, es algo que intrigaría a las autoridades. Me interesará mucho saber el dictamen de la policía.

Empezaba a ver con claridad lo que Gates estaba fraguando en su frío meollo de saurio.

—Usted sabe que yo no informé a la policía.

—Ah, ¿no? ¿Está usted encubriendo un crimen? —Enarcó las cejas con aire de inteligencia—. Me parece comprender sus razones. Sería muy perjudicial para su retomo a Broadway que la policía interviniera en el Dagonet, ¿no es verdad? Probablemente tendría que aplazar el estreno por tiempo indefinido. Por suerte no informé sobre lo que vi anoche. —Extendió su mano pequeña con uñas puntiagudas de mujer y alzó de la mesa una copia de manuscrito de Aguas revueltas—. ¿No cree usted al fin y al cabo, que sería una buena idea dejarme aprender el papel de Wessler?

—Así que usted quiere que yo le dé ese papel a cambio de su silencio —pronuncié, tratando de dominarme unos momentos más—. Eso es un verdadero chantaje.

—¿Chantaje? —repitió Gates—. Mi querido Peter, sea correcto. La policía no me interesa en absoluto. Creo más bien que es una institución que trae molestias. Sin embargo, la tendría por más molesta aún si yo formara parte de su compañía. No veo motivos para no ser sincero. Mirabelle fue lo bastante mal educada como para sacar a relucir nuestras querellas domésticas ante las narices del público sensiblero y ha dañado bastante mi reputación artística. La forma más segura de reparar ese daño es mostrar al público que Mirabelle y yo hemos vuelto a unimos… al menos en las tablas. Su obra parece ser el medio ideal para mi rehabilitación.

Enrolló la punta del manuscrito.

—Claro está que sólo aparecería en escena si Wessler se hallara imposibilitado para trabajar. Puedo aprender el papel sin necesidad de entrometerme en los ensayos. La cosa quedaría entre nosotros.

Deslizó la copia en el bolsillo de su abrigo y preguntó:

—¿Le parece bien?

Él sabía, y yo también, que todas las cartas eran suyas.

—Nada me parece bien —dije suavemente—. Puede aprender el papel; puede aprenderlo de la manera que más le guste; puede hallarle toda la diversión que quiera, pero hay una pequeña formalidad que me gustaría cumplir primero. Tal vez haga que usted cambie de opinión.

Apreté mi puño derecho con fuerza, tomé impulso y le asesté un fuerte puñetazo directamente a la mandíbula.

No había hecho nada semejante desde la época del colegio, pero es un ejercicio que no se me olvida.

La única satisfacción que tuve aquel día fue ver a mi administrador, a mi agente de publicidad y a la señorita Pink, sacar a Roland Gates de mi oficina.