12

Dejé el cuarto del portero. Aun cuando Mac tuviese informes todavía más importantes, no me encontraba en estado apropiado para escucharlos. Detrás de la puerta, muy bonita y con aire de curiosidad, estaba Iris.

—¿Tú aquí todavía? —pregunté.

—Claro que sí, querido. Ibas a enseñarme a andar encorvada. —Me arrastró hacia la entrada del escenario, donde no pudiera oírnos Mac—. Lo he oído todo —dijo—. ¿Así que Roland Gates estuvo aquí anoche?

—Todos estuvieron aquí anoche —respondí sombrío—. Todos menos Santa Claus.

—Y esas ratas, Peter; ¿realmente alguien las habrá soltado de las trampas de Eddie?

—Si oigo pronunciar otra vez la palabra ratas, chillo —respondí—. Van a fumigar el teatro. Al menos no tendré que pensar en ratas.

—¿Pero quién podía haber…?

—Escucha —la interrumpí, frenético—. Vamos al Sardot, vamos a comer alguna cosa y a conversar sobre la vida de las abejas.

En el Sardot, Iris, sin mayor entusiasmo, se esforzó por conversar sobre la vida de las abejas, pero pronto pasamos a los pájaros y las flores, y a través de ellos a nuestra propia vida amorosa. Carente de autodefensa, hube de cambiar de tema.

Cuando terminamos de comer, dejé a Iris para hacer una tardía visita a mi despacho. Ahora que los ensayos estaban suspendidos, me quedaba algún tiempo para dedicarme a la parte comercial de mi empresa.

Las cosas seguían a la misma alta presión histérica de costumbre, cuando llegué a las nuevas y elegantes oficinas de la Peter Duluth Inc., en la Quinta Avenida. La sala de espera se hallaba abarrotada de histriones postulantes, a los que la señorita Pink, mi indomable secretaria, informaba a intervalos regulares que el señor Duluth no estaba en Nueva York; que no iba a formar ningún conjunto y que estaba de conferencia.

Crucé a grandes pasos el atestado corredor, procurando aparecer como si yo no estuviera en Nueva York, ni formando un conjunto, sino de conferencia. Detrás de mí oí la llamada del teléfono y la voz aguda de la señorita Pink declarando:

—Lo lamento mucho; el señor Duluth está de conferencia. No, no se está formando ninguna compañía ahora. No…

Cerré la puerta y me dejé caer en el sillón detrás de mi escritorio, disponiéndome a echar un vistazo a la correspondencia. Al instante surgió, no sé de dónde, mi administrador, y empezó a gritarme sobre alguna calamidad relacionada con el equipo eléctrico; luego apareció mi agente de publicidad blandiendo recortes de periódicos y proponiendo una nueva campaña de propaganda. A la manera de una serie de signos de puntuación, en una frase interminable, la señorita Pink entraba y salía, haciendo observaciones y trayendo cheques para firmar. Los firmaba todos, sin excepción, al par que respondía a gritos a mi administrador y a mi agente de publicidad.

Estábamos todos acalorados, pero resultaba extrañamente consolador hallar que al menos allí, en mi oficina, Aguas revueltas era tratada como una pieza teatral respetable y digna de ocupar un lugar destacado en Broadway, y no como un conducto de Gran Guiñol para fantasmas, ratas, asesinos y mujeres con pieles de color claro.

Por fin volvieron a dejarme a solas con la correspondencia. Estaba luchando con ella, cuando la puerta que daba a la sala de espera se abrió de golpe ante un remolino que parecía estar formado por un abrigo de visón, manos que revoloteaban, cabello rojo y un mastín ruso. Todo ello se me vino encima.

—Querido Peter, ya me suponía que debía estar aquí. Tenía que verle. Es muy importante. La cosa más terrible… Dimitri querido, sé un buen perro y siéntate allá en el rincón… Es preciso que usted haga algo, Peter. Si él se va, quedará arruinado como actor, arruinado completamente… ¿No le parece?

Durante los segundos que siguieron, el despacho era solamente Mirabelle y el mastín ruso. Uno de los dos comenzó a ladrar; probablemente el mastín. Continué sentado en paciente silencio, mientras duró el caos, y luego, no sé cómo, el perro fue confinado a un rincón, donde se acurrucó con una expresión de reproche en sus ojos, estirándose seguidamente y apoyando su aristocrática nariz sobre sus finas patas. Mirabelle dijo: “Mi querido perro”, se quitó los guantes, se echó atrás el pelo, corrió hacia mí y me tomó las manos.

—Querido Peter, usted no debe permitirle que rompa el contrato —dijo, lanzándome un torrente de palabras con voz ronca—. Tal vez piense que soy egoísta. Lo adoro, es verdad, pero no es eso. No se trata tampoco de la obra, aunque sólo Dios sabe lo que haríamos si nos deja de repente. Es por Gerald mismo; es demasiado joven.

Soltó mis manos, se sentó en el borde de mi escritorio y encendió un cigarrillo. Mucho antes de que yo recobrara el aliento, me tenía tomado por los hombros, mirándome con unos ojos verde-océano, el cabello de un color rojo asombroso, arremolinándose en torno de la cabeza. Semejaba algún personaje mitológico; una dríade dinámica o una náyade de impulsos violentos.

—¡Peter querido, es necesario que hagamos algo!

Respondí con mansedumbre:

—Mirabelle, ¿de qué me está hablando?

—Pero ángel mío, ¡si acabo de decírselo! El telegrama llegó esta mañana. En Hollywood le ofrecen a Gerald cincuenta mil dólares por firmar una película. Tiene tres días para decidirse. —Las manos de Mirabelle ejecutaron un ademán bello y dramático—. ¿No se da cuenta de que Hollywood le echará a perder? Acaba de llegar de un pueblo chico, Peter. Yo he vivido más de una vez en un pueblo chico. Dios mío, hasta me casé en uno de ellos, antes de venir al Este para ser actriz. Creo que no se lo conté a usted, pero es la verdad. Y sé que el hechizo de Hollywood, cuando le sorprende a uno tan de repente, le desmoraliza por completo. La carrera de Gerald es todo para mí, todo. Se ha puesto terco como una mula. No quiere atender a mis razones. Dice que tiene motivo para marcharse de Nueva York en seguida. —Los ojos de Mirabelle tenían ahora una expresión grave y como peligrosa—. Pero es preciso que usted le haga entrar en razón, Peter. Tiene que ser implacable con él y obligarlo a cumplir el contrato.

Había recobrado mi aliento, sólo para volver a perderlo de nuevo en seguida. Parecía que el Pelión se iba levantando sobre la Osa aquella tarde. ¡Como si las cosas no fueran bastante infernales, sin necesidad de que Hollywood intentara arrebatarme a mi joven actor en vísperas del estreno!

—Gerald no puede irse ahora —declaré—. Sería una deslealtad imperdonable hacia mí. Y sería una locura de cualquier manera. Si espera hasta que terminemos Aguas revueltas, recibirá ofertas mucho mejores. Hablaré con él. —Y agregué sin convicción—: Espero que me hará caso.

—Claro que le hará caso, ángel mío. Todo el mundo le hace caso a usted.

Mirabelle me dio un beso y comenzó a pasearse por la habitación, cual si todos los cuidados del mundo le hubiesen sido eliminados. Era muy propio de ella ese cambio. Un instante antes se hallaba aplastada por el dolor; un minuto después, el mundo era totalmente suyo.

—¿Gerald no le ha dicho nada de esto al verle en el apartamento de Wessler esta mañana? —me preguntó en tono alegre.

—No me ha dicho nada —respondí—. Estaba demasiado ocupado en fastidiar a Wessler.

Lo dije con intención de que Mirabelle percibiera en ello un leve reproche, y así lo tomó ella. Arrojó el cigarrillo y me miró directamente a los ojos.

—Usted piensa que yo me conduzco con Wessler como una chiquilla, ¿no es así? Pues así es; lo confieso. Pero no puedo evitarlo. Cualquier cosa que tiene relación con él me pone furiosa. Es tan respetable, macizo y enorme, y… esa maldita memoria suya, me vuelve loca. No hay una cara en los Estados Unidos que él no haya visto antes, ni otra cara…, salvo la mía. —Movió la cabeza con gesto burlón—. Esta mañana le dio por recordar a Henry. ¡Henry! Ese ardilla apocado e irrecordable. Pero a mí no recuerda haberme visto nunca antes. ¡Oh, no! Y durante veinte años no había revista teatral que no estuviera llena con mis fotos. Nada más que esto, veinte años.

Así que se sentía herida en su vanidad porque Wessler no había practicado con ella su: ¿Dónde la he visto antes? Me pregunté si sería ésa la verdadera razón de su disgusto.

—Pero es un actor maravilloso, Peter —prosiguió con prisa—. Trabaja mejor que yo. Tal vez sea por esto por lo que le detesto tanto. Cada vez que nos encontramos juntos en el escenario, siento que me eclipsa, que me borra; siento que si no me defiendo de él luchando, no quedará nada de mí, que me absorberá.

—¡Tonterías! —repliqué—. Usted sabe que está a la altura de cualquiera en el teatro.

—Peter, es usted adorable al hablar así, pero no es verdad. —Mirabelle había perdido de pronto su tono agresivo; ahora parecía deprimida, débil—. Ese hombre me produce algo extraño. Hace que la obra me parezca algo real. Esta sensación me sigue afuera del teatro, hasta el punto de que no puedo dormir, no puedo dejar de seguir escuchando su maldita voz. Creo que le odio. —Súbitamente cambió de tono y agregó—: ¡Dios mío, estoy neurótica!

Nunca había visto a Mirabelle en estado semejante. De ordinario, aún en los días tenebrosos que siguieron a su divorcio, habría muerto antes de dejarse sorprender por nadie sin el dominio de sí misma.

—Querida Mirabelle —le dije—, nadie le impedirá odiar a quien quiera, si ésta es su manera de sentir. —Y ya que me pareció estar aleccionándola, agregué—: Pero creo que más valdría no demostrarlo tanto. Por ejemplo, no había ninguna necesidad de enviar a Gerald para que se condujera con deliberada insolencia.

Me clavó los ojos.

—¿Se refiere usted a lo de esta mañana, cuando fue a buscar mi brandy? Pero, querido, yo no le aconsejé que se portara insolentemente, lo juro. No tenía el propósito de fastidiarlo. No era más que… porque quería mi brandy.

—Sí —dije—, he observado que la botella estaba llena hasta la mitad.

La réplica fue rápida, con excesiva premura:

—Yo ya dije anoche que estaba vacía, ¿no es así, Peter? Lo sé. Me he sentido terriblemente afligida por eso. Pero, Peter, cuando Lionel murió en esta forma, fue tan de repente… Perdí la cabeza; no sabía realmente lo que decía. Pensaba en todo lo que había dicho sobre el espejo, estaba aturdida. Por eso dije que la botella estaba vacía. Realmente creí que lo estaba.

Daba la sensación de que manifestaba la pura verdad. Lo que afirmaba era perfectamente lógico. Sin embargo, no sé por qué yo no lo creía.

Seguía aún con la mirada fija en mí, pero pensando en algo distinto, como si tratara de recordar. Luego su expresión cambió, su boca se contrajo como si se dispusiera a decir algo que le daba miedo expresar. Bruscamente dijo:

—A propósito de esa parte de Comstock, Peter, ¿por qué tomó usted a ese hombre para interpretarla?

No sabía qué decirle. No me era posible explicarle la teoría de Lenz sobre el señor Kramer y la “substancia reactivante”. Y sin embargo, tenía curiosidad por descubrir qué motivo había para que a Mirabelle le disgustara el tío George.

—Es tío de Henry —respondí con cautela—, y se me ofreció para interpretar el papel. Usted le conoce, ¿no es verdad? —agregué.

Los ojos de Mirabelle se dilataron, tal vez demasiado.

—¿Conocer yo a ese hombre? Querido, no sea absurdo. ¿De dónde voy a conocerle?

Se ruborizó un poco, como si se le hubiese ocurrido que estaba protestando con exceso. Agregó con prontitud:

—Pero dejando a un lado todo lo demás, usted no ha de querer, Peter, que ese hombre trabaje en la obra. Esto es lo que vengo a decirle.

—¿Que no quiero? —repetí, conviniendo en ello muy sinceramente en el fondo de mi corazón—. ¿Por qué hemos de querer librarnos de él? Interpreta bien ese papel.

—Me importa muy poco la forma en que interpreta ese papel. —Mirabelle me asió el brazo impulsivamente—. Es el papel en sí lo que está mal. Comstock interpretó ese papel y murió, ¿no es así? Trae desgracia, Peter, yo sé que trae desgracia. Quiero que suprima completamente ese papel.

—Yo soy algo supersticioso —repliqué—, pero no hasta ese punto.

—No se trata de superstición —exclamó con voz apremiante—. Es un papel malo, Peter. Es melodramático. Hace pesado el primer acto. Es innecesario.

Comenzó a explicarme la razón. Mirabelle era siempre muy fogosa cuando discutía una obra, pero esta vez parecía que toda ella quería transformarse en fuerza persuasiva.

Como remate borrascoso de su argumentación, se apoderó de una copia del manuscrito que estaba sobre mi mesa, trajo arrastrando a la imperturbable señorita Pink del despacho contiguo y nos obligó a que juntamente con ella interpretáramos toda la escena, eliminando la parte de la muerte del rico comerciante. La señorita Pink se encargó inapropiadamente del papel de Wessler, en tanto que yo, por alguna razón inexplicable, hice el de Iris. Mirabelle interpretó todos los demás pápeles.

Fue una de esas cosas estrafalarias e improvisadas que ella sabía realizar en forma notable. Y me persuadió. La escena arreglada en forma de que la muerte del magnate ocurriera fuera del escenario, resultó mucho más sobria. Mirabelle simplificó la acción en una parte donde jamás me había parecido que pudiera haber algo de más. Había logrado dar mayor animación a todo el acto.

Tenía razón y lo reconocí, pero recordándole que Henry, como autor, tenía derecho a vetar mis modificaciones. Esto no pareció preocuparla.

—Ya sabía yo que usted comprendería —dijo—. Entonces le parece bien, ¿verdad? Puede decirle a ese señor Marker o Kramer, o como se llame, que se vaya al demonio.

Mirabelle asumió por un momento su antiguo y dominante yo; arrojó el manuscrito sobre la mesa, me besó, besó a la señorita Pink, que se retiraba, y corrió hacia el mastín, que seguía pacientemente estirado en su rincón.

Con todo, no había logrado engañarme por completo. El cambio que había sugerido era magnífico, pero me daba cuenta de que ella tenía otro motivo esencial para recomendarlo. Fundamentalmente, no le interesaba mejorar el primer acto. Estaba desesperada, frenéticamente ansiosa de alejar al señor Kramer de la compañía, costara lo que costara.

Las cosas no se tornaban más claras; muy al contrario, cada vez iban embrollándose más y más.

Tan pronto como salió la señorita Pink, Mirabelle abandonó su actitud, más bien artificialmente bulliciosa. Se me aproximó, las manos tendidas, los labios entreabiertos, vacilante.

—Peter, tenemos una obra magnífica; una obra maravillosa; no debemos permitir que nada venga a estropearla.

—¿Cómo puede venir nada a estropearla? —pregunté, pensando para mí que había por lo menos media docena de respuestas para eso.

—Oh, no sé. A veces pienso que todo es demasiado hermoso para ser verdad. Al menos yo tengo un papel que lo es todo para mí. Es el papel con el que siempre soñé… mejor aún que aquellos con los que soñé. Usted sabe que esos malditos médicos me dijeron que era una locura por mi parte dejar el hospital. Declararon que podía perder el juicio si volvía a trabajar en el teatro, pero yo comprendí en seguida que Aguas revueltas era una de esas obras que se presentan una sola vez en la vida y es necesario aprovecharla antes de que… antes de que sea demasiado tarde. Peter, me parece que moriría si algo llegara a impedirme…

Se interrumpió, llevándose súbitamente la mano a la mejilla como para quitarse un bicho invisible que la hubiera picado.

—Peter —prosiguió—, hay algo que quiero que me diga con toda sinceridad, con absoluta sinceridad, Peter. ¿Soy todavía buena actriz? ¿Trabajo aún tan bien como cuando estaba casada con Roland?

—Trabaja mucho mejor —respondí tranquilamente, convencido de ello.

—¿Es verdad? ¡Oh! ¿es esto verdad, Peter? Usted no va a mentirme, ¿no es cierto? Le mataría si me mintiera. Ya ve, no me doy cuenta de nada. —Sus ojos quedaron de pronto al desnudo, mostrando pánico—. ¿Cuánto tiempo viví con Roland? Siete años. Fueron siete años muy malos, Peter. Le odiaba, le tenía miedo. Pero yo trabajaba bien, los dos juntos trabajábamos bien. Pensé en cierto modo que el estar siempre con él, el odiarlo, me ayudaba… me capacitaba para posesionarme verdaderamente de mi papel. Era una especie de evasión, supongo. Ésta es una de las razones por que permanecí tanto tiempo con él.

Se quitó la mano de la mejilla y la miró abstraída.

—Ahora he terminado con todo eso. Soy libre. Roland no existe ya. Es una pesadilla que ha pasado. Pero algo más se ha ido también. Con él, al menos, tenía raíces, aún cuando sólo estuvieran plantadas en el odio. Ahora estoy desprendida de todo, Peter; usted no podrá comprenderlo, pero tengo miedo, un miedo atroz, espantoso.

Mirabelle nunca había hablado en esa forma sobre Gates, nunca y a nadie. Era horrible ver a la indomable Mirabelle, a Mirabelle que era una inconmovible fortaleza, sufrir de tal manera y no poder hacer nada para ayudarla. Entonces comprendí que había algo grave en su vida, algo peor de lo que podría haber supuesto cualquiera de nosotros.

—Mirabelle, querida —dije—, dígame lo que le ocurre; dígame de qué tiene usted miedo. ¿Es a Kramer? Si es a él, le mando al diablo, se lo prometo.

Sus labios temblaban; su mirada parecía perderse, turbia, en algún pensamiento lejano. Luego cayó en mis brazos, hundiendo la cara en mi pecho, estrechándose contra mí, como si fuera un niño.

—No es nada, Peter, nada que esté fuera de mí misma. Es simplemente el temor de que ya no sirva para el teatro. Estoy desanimada. He perdido toda la fe en mis fuerzas.

Cualquier cosa que yo hubiera podido decirle, hubiera sido completamente en vano. Me limité a sostener ese cuerpo delgado y trémulo, pensando en la multitud de insospechadas desgracias que nos acechaban a todos.

Tuve una oscura sensación de voces en el despacho de al lado. Luego, una de ellas se destacó claramente como la recia e imperiosa de la señorita Pink, que decía:

—El señor Duluth está ocupado. No se le puede molestar ahora.

A continuación oí otra voz suave, irreconocible; hubo luego una breve lucha y la puerta se abrió. Oí la voz de la señorita Pink rogando: “¡Por favor!”. Pero la puerta se cerró, haciendo desaparecer a ella y a su voz. El hombre que había entrado se hallaba de pie dándole la espalda, las manos en los bolsillos de su abrigo negro, el sombrero echado sobre los ojos oscuros y burlones. Nos miraba.

—Caramba —dijo—, qué entrada más dramática.

Nunca había estado yo menos preparado para una cosa que en ese momento para la aparición de Roland Gates. Mi brazo oprimió instintivamente la cintura de Mirabelle. Dije con mucha calma:

—Más vale que se vaya, Gates… inmediatamente.

No se movió. Yo no le había visto desde el divorcio y su ignominiosa retirada de Broadway. Parecía no haber cambiado en absoluto; siempre el mismo lagarto hermoso y depravado. Soltó una leve risita.

—Vamos, vamos, Peter, no es posible que no se me permita traer mensajes de buena voluntad a mi ex esposa… aunque se encuentre en los brazos de mi ex empresario.

Mirabelle no le había oído hasta ese momento. Yo estaba seguro de ello. Pero esa risilla debió penetrar en su mente revuelta y atormentada. Sentí de pronto que su cuerpo se ponía tenso sobre mis brazos.

Se encontraba ella en un mal momento para enfrentarse con Gates. Yo hubiera dado cualquier cosa por evitarle esa situación; cualquier cosa, incluso estrangular a alguien, y en modo especial a Gates. Hice un movimiento para ir hacia él, pero los dedos de Mirabelle se aferraron a mi solapa.

—No, Peter —murmuró—, no haga nada.

Comprendí que quería afrontar la situación personalmente. Si tal era su deseo, más valía que terminara con eso en seguida, ya que tarde o temprano había de pasar por ello.

Y lo hizo en forma soberbia. Durante un segundo permaneció inmóvil, de pie frente a mí dándole la espalda a Gates; me miró con una cara crispada, completamente sin control. Después, como si se tratara de un truco cinematográfico, vi que mudaba de expresión, vi el asombroso cambio que de golpe transformó a una criatura quebrantada y sin fuerzas, en la gran Mirabelle Rue.

Cuando se volvió para encararse con Gates, estaba perfectamente tranquila. Sus cejas enarcándose, manifestaron una leve sorpresa.

—Oh, Roland, no me había dado cuenta de que estabas aquí. De modo que, como siempre, ¿sigues metiéndote furtivamente en habitaciones ajenas?

Podría afirmar que Gates quedó un tanto perplejo. Seguramente pensó que la había sorprendido trastornada, y esperaba sacar la mayor satisfacción posible de este hecho. Sus ojos verdes e inexpresivos como los de una iguana estaban clavados en ella.

—Tienes un aspecto deprimido, Mirabelle —dijo.

—¿Te parece? Me siento perfectamente bien —replicó ella, y volviéndose hacia mí, agregó con indiferencia—: ¿No va usted a preguntar a Roland para qué ha venido, Peter? Siempre viene por algo. Ha de ser por dinero.

Sentí un extremado júbilo. Mirabelle había dado un giro espléndido a la situación.

—Bien, Roland —dije—. ¿Quiere que le de un cheque?

—Gracias, Peter, pero no me falta dinero. Me alegro de saber que tampoco le falta a usted. La última vez que lo vi nadaba usted en la abundancia… de alcohol. —Gates fue hasta un sillón, se sentó sobre un brazo y encendió un cigarrillo—. He venido porque me interesa mucho el porvenir de usted y de Mirabelle. Tengo entendido que han ocurrido ciertos trastornos en el Dagonet.

—¿Trastornos? —Mirabelle abrió desmesuradamente los ojos—. No, Roland, no ha habido ningún trastorno.

—Me alegro de estar mal informado. —Gates arrojó el humo por la nariz—. Así y todo estoy un poco preocupado por usted. Me han dicho que Wessler ensaya sin tener sustituto. Corre usted mucho riesgo. ¿Sabe? Es muy poco seguro, y además anda mal con los nazis. Si llegara a pasarle algo… Bien, entonces, puede usted dar por fracasado su retomo a Broadway, ¿no le parece?

Yo sabía adonde iba. Gerald me lo había advertido la noche anterior. Pero la mano de Mirabelle sobre mi brazo no me dejó responderle.

—Continúa, Roland —dijo.

Se me ocurrió que yo soy el hombre que puede ayudarle —prosiguió Gates—; deme una copia del manuscrito, deje que me aprenda el papel de Wessler. Cuando, o más bien debo decir, si el pierde la chaveta, yo le sustituyo. Creo que es un papel que me gustaría; creo también que nos resultará divertido a Mirabelle y a mí volver a trabajar juntos. —Arrojó las cenizas al suelo y agregó—: ¿Qué te parece, Mirabelle?

Ésta le echó una mirada larga y extraña. Luego le dio la espalda, como si lo hubiese desterrado completamente de su mente, y me tendió las manos.

—He prometido a Gerald tomar el combinado con él a las cinco. Tengo que irme volando.

Con suma lentitud y deliberación recogió sus guantes, se puso el extravagante sombrero, mirándose al espejo, se encaminó hacia el olvidado mastín, asió el extremo de la correa y lo invitó a seguirla.

Paso junto a Gates, como si no existiera, vino hacia mí y me besó.

—Eddie me llamará cuando el teatro esté listo para ensayar de nuevo, ¿no es verdad? Oh, y no se olvidará de arreglar ese cambio en el manuscrito de Henry, ¿verdad?

—Sí —dije.

—Y el asunto de Gerald también. No vaya a olvidarse de lo que hemos decidido a su respecto. Estoy segura de que usted podrá conseguirlo todo.

Se dirigió a la puerta que conducía al despacho exterior y la abrió de par en par, de manera que pudimos ver a mi administrador, mi agente de publicidad, la señorita Pink y unos diez o doce visitantes desconocidos.

Iba ya a trasponer el umbral, cuando se volvió de súbito y le ofreció una mano enguantada a Gates. Él la tomó.

—Adiós, Mirabelle.

—Adiós, Roland.

Luego en tanto el público del aposento vecino contemplaba la escena en un silencio expectante, Mirabelle retiró su mano de la de él, se quitó los guantes y los arrojó al cesto de los papeles.

—Oh, Roland; me habías preguntado una cosa. Querías saber si a mi juicio resultaría divertido que trabajáramos juntos en el Dagonet. —Su sonrisa era resplandeciente y aguda como un trozo de hielo—. No creo que resultara muy divertido, Roland. Creo que no resultaría divertido en absoluto. Además están fumigando el teatro: no estarías seguro allí.