11

Yo tenía la mirada clavada en el portero, quien a su vez me devolvía la suya sin interés. Las más alarmantes fantasías cruzaban por mi mente. Aquella mujer desconocida, ciñendo una piel a la garganta, no sólo había sido un apoyo a la teoría de Lenz, sino que era real; se había introducido a hurtadillas la noche anterior en el Dagonet y se había escabullido… Dios sabía cuándo.

Traté de pensar en algo que decir, pero renuncié a ello. Me limité a sonreír de un modo forzado y salí.

A mitad de camino de la escalera que conducía al escenario, me alcanzó Iris. Parecía muy satisfecha de sí misma y de su nuevo corte de melena a lo Garbo, con el pelo cayéndole sobre los hombros. Era ciertamente un peinado muy bonito y se me disipó la depresión de ánimo como por ensalmo.

—¿Así que fue esto lo que estabas haciendo mientras ardía Roma? —le dije—. Arreglándote el pelo.

Iris deslizó su brazo por debajo del mío.

—También anduve haciendo averiguaciones en la municipalidad.

—¡En la municipalidad! ¿Qué es lo que estuviste haciendo en la municipalidad?

Sonrió con aire culpable y se arregló un mechón que se había puesto demasiado a lo Garbo.

—Averigüé algunas cosas sobre licencias matrimoniales —dijo—. Es realmente muy sencillo, Peter. Todo lo que tienes que hacer es…

Esta vez no tuve necesidad de cortarle el chorro de la propaganda; lo cortó ella misma. Me miró con unos ojos que de pronto se colmaron de inquietud.

—¿Qué ha pasado, querido? Te lo veo en la cara. ¿Has descubierto algo más sobre lo ocurrido anoche?

No es posible escapar a la intuición femenina.

—Sí —dije—, he descubierto algo sobre lo que ocurrió anoche. Hay otra mujer en nuestra vida; una mujer con una piel de color…

Me interrumpí al ver que Henry Prince venía corriendo hacia nosotros, muy excitado.

—Señor Duluth —dijo—, mi tío ha de llegar de un momento a otro. Quiere tomar las fotografías esta mañana. ¿Le parece bien?

Respondí que sí, pero sentía lo contrario.

—Henry —agregué con voz melancólica—, ¿describiría usted a su tío como una mujer con una piel de color claro?

Me miró asombrado.

—No —dijo—, de ninguna manera.

—Yo tampoco —observé.

Y nos encaminamos al escenario.

Todos estaban listos para comenzar el ensayo, pero la atmósfera parecía erizada de púas, como un puerco espín. Gerald se consumía solo en un rincón; Wessler se mantenía rígido y apartado, en otro, en tanto que Mirabelle iba de un extremo a otro del escenario, tomando sorbos de brandy y dando puntapiés a los objetos de guardarropía que, al parecer, consideraba mal colocados. Hasta la buena de Theo Ffoulkes estaba avinagrada. La oí enfriando el entusiasmo del pobre Eddie por sus trampas y diciéndole que nunca limpiaría de bichos el Dagonet si no lo hacía fumigar con ácido prúsico.

Puse término a la irritabilidad general dando la orden de comenzar el ensayo. Como Kramer no había llegado aún, di principio por el segundo acto que, en mi opinión encerraba en sí más notable efecto que cualquier otro segundo acto de cuantas obras se habían dado en Broadway. Pero desde el principio todo anduvo muy flojo. De nada sirvieron todos mis esfuerzos para levantar el ánimo de mi conjunto. Me mostré paciente, sarcástico, indignado, enloquecido; todo inútil. Estuve a punto de lanzarme al primer bar que encontrara, emborracharme como una cuba y dejar que toda la reaparición de Peter Duluth se fuera alegremente al infierno.

Y después, para colmo de todo, llegó Kramer, se deslizó modestamente hacia donde estábamos Henry y yo, mostrando en su cara mofletuda una íntima satisfacción, mayor que nunca, y una cámara pequeña metida en un estuche que colgaba del hombro. Me preguntó si yo quería que se pusiera a ensayar en seguida o le permitía sacar antes algunas fotografías.

—Saque las fotos que quiera —respondí—. Y use ametralladora.

El señor Kramer pensó que esto era un chiste y soltó una risita falsa. Al verlo moverse casi furtivamente entre bastidores, me así a los brazos de mi asiento, esperando reacciones violentas contra el “reactivante”.

Ninguno de los actores se había percatado de la presencia de Kramer. Estaban demasiado absorbidos en ejecutar la peor interpretación de su carrera artística. Theo apresuró su mutis y abandonó a escape el escenario, dejando a Mirabelle y a Gerald solos para iniciar uno de sus cuadros más emocionantes. Mientras, Kramer tomaba una posición estratégica y maniobraba con su cámara, Mirabelle le daba la espalda. Pero en el preciso momento en que Kramer iba a mover el obturador, se volvió y le clavó la mirada, con los brazos rígidos a los costados. Debió de permanecer así unos buenos cinco segundos. Luego se lanzó hacia las candilejas.

—Peter —gritó—, ¿qué está haciendo ahí ese hombre? Sáquelo de aquí. ¡Dígale que se vaya!

Debajo del rojo encendido de su cabello, su rostro estaba blanco como un paquete de Chesterfield. Sus ojos llameaban. Gerald corrió hacia ella; muy joven, muy buen mozo, dispuesto a pegarle a cualquiera que se atreviera a molestarla.

—Sáquelo de aquí, Peter —chilló Mirabelle—. No quiero fotografías en los ensayos.

Nunca se había mostrado Mirabelle susceptible con los fotógrafos. Con un vuelco en el corazón, comprobé que el “reactivante” comenzaba a surtir efecto. Subí al escenario. Expliqué apesadumbrado que le había dado permiso a Kramer para sacar fotografías y que asimismo haría una prueba de interpretar el papel de Comstock.

Mientras lo decía, observaba la cara de Mirabelle. Sólo una vez chispearon sus ojos; luego, con mucha calma, dijo:

—Si se toman fotografías durante los ensayos, dejaré la compañía.

—Lo mismo digo yo —terció Gerald, adelantando la mandíbula.

En cuanto a mí, no lo dudaba. Cualesquiera que fuesen los planes de Lenz respecto a Kramer, yo no iba a sacrificar a Mirabelle y a Gerald. Estaba a punto de decirle a Kramer que se fuera al demonio, cuando éste fijó sus ojos brillantes e inmóviles en la cara de Mirabelle y dijo melosamente:

—Seguramente usted no dirá esto en serio, señorita Rue. Las fotografías de los ensayos serán una magnífica propaganda para la obra de mi sobrino. ¿Acaso no le interesa a usted que la obra tenga éxito?

Su tono era, bien a las claras, insolente. Esperé el estallido de Mirabelle, mas, ante mi asombro, no se encolerizó. Se quedó inmóvil sin decir palabra.

Kramer cruzó el escenario, llenó un vaso con brandy de la maldita botella y se lo ofreció a Mirabelle.

—Tome, señorita Rue, aquí tiene. Está usted muy cansada. —Sus gruesos labios se plegaron en una sonrisa—. Estoy seguro de que obtendré buenos resultados. Las fotos que yo le había sacado anteriormente fueron las mejores que tuve oportunidad de obtener en mi práctica de este arte, ¿no se acuerda usted ya?

Mirabelle tomó el vaso de brandy con dedos temblorosos y lo vació de un trago.

—Muy bien, Kramer —dijo—. Tome todas las fotografías que le dé la gana. —Devolvió el vaso a Eddie, dio la espalda al tío George y me dijo—: Vamos, Peter, sigamos. ¡Dios mío, qué ensayo miserable éste!

Kramer quedó dueño, triunfalmente, del campo de acción. Durante los siguientes veinte minutos estuvo agachándose y estirándose entre bastidores, sacando fotos a voluntad.

Al fin, el segundo acto llegó a su desdichado final, y mandé que siguieran con el primero, sin interrupción. Las cosas no mejoraron. Wessler estaba apático, casi pesado. Aun Mirabelle se condujo en forma desagradable, en su primera gran aparición. Yo estaba preparado para una catástrofe de la peor especie, cuando le tocó a Kramer el turno de salir a escena.

Pero, como siempre, ocurrió lo inesperado. Kramer salió en el momento preciso, dijo sus dos frases, murió y se dejó colocar en el ataúd. Allí estuvo pacientemente con los ojos cerrados, durante unos diez minutos, hasta que Wessler y Gerald retiraron el ataúd del escenario. No hubo ningún desorden, y lo que fue más sorprendente aún, Kramer interpretó bien el papel. Habló en tono adecuado y la escena resultó mucho más vigorosa que cuando lo hizo Comstock.

En mi calidad de director yo debía estar encantado, pero no lo estaba. La última excusa que me quedaba para alejar al tío George del Dagonet había desaparecido.

Cuando terminó el acto anuncié un intervalo y envié a mi gente a comer, citándolos nuevamente para las seis.

Retuve a Iris. No tenía aún bastante experiencia en el teatro y un mal ensayo la afectaba en forma mucho mayor que a los demás. En cuanto el escenario estuvo desierto, hice que repitiera una de sus apariciones, que había desempeñado bastante mal en el ensayo.

La obligué a salir y cruzar el escenario diez veces seguidas. Seguía haciéndolo mal. Deshechos como tenía mis nervios, terminó por sacarme de quicio.

—Por centésima vez te digo: encárnate —dije—. Camina como si hubieras estado ordeñando vacas desde las tres de la mañana. ¿Es que no tienes la menor comprensión de este papel? Mírame.

Salté al escenario y ya estaba a punto de dar una impetuosa demostración, cuando la puerta giratoria se abrió bruscamente y entró presuroso Eddie Troth. Su cara, tan alegre por lo común, estaba pálida y expresaba furor. Pareció no haberse dado cuenta de la presencia de Iris; me tomó de un brazo y dijo:

—Quiero mostrarle algo.

Estaba tan excitado que lo seguí. Me condujo por la escalera a través de las dobles puertas, hasta debajo del escenario.

La atmósfera era allí tan pesada como antes. La débil luz que penetraba a través de las rejas iluminaba aún extraños rincones en que se amontonaban restos de elementos del teatro.

—¡Mire! —Eddie fue señalándome las trampas una tras otra—. ¿Se da cuenta a qué me refiero?

Yo empezaba a comprender. Cuando estuve unas horas antes, en cada una de las trampas había una rata. Ahora estaban todas vacías.

—Están vacías —dije.

—Así es. ¡Están todas vacías, todas! —Eddie volvió a señalármelas, una tras otra, gruñendo—: Usted mismo las ha visto. Había docenas atrapadas. Ahora ya no están. ¡Y yo que quería ahorrar los gastos de una fumigación!

—Yo le dije que tal vez escaparían si no las ahogaba —observé.

—¡Escaparse! —Eddie dio un bufido—. No es posible que se hayan escapado de estas trampas. —Volvió a inclinarse sobre una de ellas. Con un dedo tembloroso me indicó un pequeño dispositivo de alambre que se desprendía a fin de poder quitar las ratas. Estaba suelto—. ¿Ve usted esto? Alguien anduvo por aquí, tocando las trampas.

Le miré incrédulo.

—¿Quiere decirme que alguien ha soltado las ratas adrede?

Los ojos de Eddie estaban grises como la pizarra.

—Alguien ha bajado aquí, señor Duluth, y ha dejado en libertad a todas esas malditas ratas. Esto es lo que ha ocurrido.

—¿Pero quién puede tener interés en hacer tal cosa?

—No sé qué interés puede tener. —Eddie se ajustó los pantalones—. Pero creo saber quién fue el que lo ha hecho, y voy a arreglarle las cuentas en seguida. Sea usted testigo; es todo lo que quiero.

Se encaminó fuera del sótano. Como vi que tenía los ojos inyectados de sangre, creí lo más prudente seguirlo. Salí al corredor en el momento preciso para verle desaparecer en el cuarto del portero.

Y al punto oí su voz; estaba ronca de cólera. Acusaba a Mac de haber soltado las ratas para entretenimiento del gato siamés. Le amenazó con estrangular al pobre Lillian si se volvía a repetir el caso.

Yo no veía motivo razonable para culpar al portero. Acudí en su defensa, pero Eddie estaba fuera de sí. No pude hacer nada para calmarlo.

Al fin me puse colérico a mi vez. Lo llevé al corredor y le dije:

—Mire, Eddie, tenemos bastantes preocupaciones, para que usted arme trifulcas encima. No sé quién fue el que abrió sus trampas, ni me importa saberlo, pero quiero que este lugar quede libre de ratas. Si no puede conseguirlo con las trampas, hay que llamar a los fumigadores y limpiarlo todo de una vez.

—Pero… —Eddie hizo un gesto de malhumor.

—Ya sé que quiere ahorrarme ese gasto, pero me importa poco. —No estaba acostumbrado a ver a Eddie dando muestras de obstinación y ello me sacaba de mis casillas—. Llame por teléfono en seguida para que vengan a fumigar el teatro. Que pasen lo más pronto posible y desinfecten todo con ácido prúsico. Avise a los del conjunto que no habrá ensayo hasta que todo esté listo. Al menos podré conseguir que el Dagonet quede libre de bichos.

Por un momento me pareció que Eddie iba a insistir, pero se dio cuenta de que yo estaba muy irritado. Volvió, pues, al cuarto del portero, marcó un número y transmitió concisamente mis órdenes a alguien en el otro extremo del hilo. Luego colgó el receptor con brusquedad.

—Esta tarde vendrá el equipo. Diré a los actores que los ensayos quedan aplazados por tiempo indefinido.

Me echó una mirada salvaje y se fue.

Tan pronto como mi director de escena se hubo marchado, Mac se atrevió a abandonar su refugio de detrás de la mesa, estrechando contra su pecho a Lillian.

—Señor Duluth —me dijo con voz lastimera—, yo no dejé salir ninguna rata de ninguna trampa. Él no tiene ningún derecho a estrangular a mi Lillian.

Aunque Lillian no me inspiraba más que recelo, el afecto del anciano por el gato resultaba bastante conmovedor. Le aseguré que no permitiría a Eddie que estrangulara al animalito y que estaba persuadido de que él no era culpable de haber dejado escapar las ratas.

Con ojos húmedos y labios trémulos, Mac apretó mis dedos en una mano callosa y declaró que nunca olvidaría mi bondad, no señor, jamás la olvidaría.

Luego apareció en sus ojos una mirada rara, astuta.

—Usted me había preguntado si entró alguien anoche al teatro sin permiso —dijo—; como esa mujer con la piel en el brazo.

—Sí —respondí, poniéndome alerta al punto.

—Creo que podría decirle algo que le interesará —prosiguió Mac, ladeando la cabeza hacia un costado, como un buitre siniestro—. Yo dije que no lo contaría; prometí no contarlo, pero usted ha sido bueno conmigo y me gustaría poder serle útil a mi vez.

No dije palabra. Esperaba que continuara.

—Le diré lo que pasó, Duluth. Anoche inmediatamente después que llegó el señor de la barba sentí deseos de tomar un poco de aire. Me puse la chaqueta, tomé en brazos a Lillian y bajé por el pasadizo hasta la verja que da a la calle. Hacía un poco de frío, pero me gusta ver pasar la gente. ¡No se imagina usted el éxito que tuvo Lillian! Casi todos me preguntaron alguna cosa sobre él y varias señoras lo acariciaron. —En el rostro del anciano se pintó un sentimental orgullo—. Lillian es realmente amable; dejó que todas lo acariciaran; sí, señor.

—A los cinco minutos, más o menos, de estar allí, vi un tipo con el cuello levantado y el sombrero echado sobre los ojos, que rondaba la entrada. Por un momento pareció que se acercaba para hablarme, pero el señor Troth salió por la entrada de artistas y pasó a mi lado diciendo: “El ensayo está casi terminado. Dentro de un rato se irán todos”. Cuando ese tipo vio al señor Troth, pareció que iba a largarse, y lo mismo ocurrió algunos minutos después, cuando salieron el señor Gwynne y la señorita Ffoulkes. —Mac adelanto el cuerpo con aire de misterio—. Pero en cuanto ellos se marcharon, ese sujeto apareció otra vez y se acercó a la verja. Metió la mano por entre los hierros en dirección a Lillian y dijo: “Hola”.

Mac hizo una pausa, moviendo la cabeza, y luego prosiguió:

—Lillian había sido muy amable con todos los demás, pero en cuanto vio a ese tipo, echó atrás las orejas como si estuviera asustado y comenzó a luchar, y forcejear hasta que saltó de mis brazos y volvió corriendo al teatro. Corrí tras él, lo seguí hasta mi cuarto donde se metió. Se había escondido allí —señaló con el dedo—, allí debajo de la mesa. Estaba llamándolo, cuando al levantar la cabeza, me di cuenta de que el tipo estaba aquí en el cuarto, tratando de sonreír.

Mac puso en descubierto sus pocos dientes en una tentativa para imitar la sonrisa de su extraño visitante.

“Temo que no le servirá de nada tratar de sacar ese gato, mientras yo ande por aquí —dijo—. Los gatos me odian. A mi mujer le gustaban mucho, pero no le fue posible conservar ninguno en los lugares donde yo estaba”.

—Le pregunté qué era lo que quería, metiéndose en el teatro en esa forma. No dijo nada. Simplemente sacó un billete de cinco dólares y lo agitó diciendo: “Supongo que tendrá usted bastante sed. ¿Qué le parece si se va enfrente, con el gato, a tomar un vaso de leche o de cerveza?”.

La voz de Mac temblaba un poco.

—Bueno, tal vez no debí aceptar, pero cinco dólares son cinco dólares; no soy tan rico como para desperdiciarlos. Traté de averiguar qué era lo que quería, pero él no quiso decírmelo. Así que, tomé los cinco dólares, recogí a Lillian y bajé a tomar una cerveza.

—Exactamente, ¿en qué momento ocurrió esto?

—Inmediatamente después que se fueron el señor Troth, el señor Gwynne y la señorita Ffoulkes. No permanecí en el bar más que unos minutos. Cuando volví, usted había bajado y me esperaba para decirme que pidiera por teléfono una ambulancia para el señor Comstock.

—¿No tiene usted idea de lo que quería ese hombre?

—Yo no sé nada. Cuando fui a tomar la cerveza, él se quedó aquí; cuando volví ya no estaba.

—¿Y qué aspecto tenía? —pregunté.

—Creo que era de estatura mediana, moreno, con unos ojos raros. Ahora que recuerdo, me dio una tarjeta de visita. Ni la miré siquiera, pero la tengo aquí.

Hurgó en el bolsillo, extrajo una tarjeta y me la tendió. Yo debía haber adivinado. Con brillantes letras en relieve, estaba grabado en ella el nombre de Roland Gates.

Primero la mujer misteriosa con la piel de color claro, luego el señor Kramer, el “reactivante”, después el señor Gates. Eso era todo; nada más que eso.

Tragué saliva.

—Comprendo —dije.

Pero no era verdad, no comprendía absolutamente nada.