Tras haberme brindado su asombrosa reconstrucción de los alarmantes sucesos de la noche anterior, pareció que el doctor Lenz daba por cumplidas sus obligaciones con el Dagonet. Sacó su reloj, alegó un compromiso inmediato con uno de los cuatro “Primeras Barbas” de la psiquiatría y me dejó solo en el camarín con varios miles de cuidados y con Eddie Troth.
Pero Eddie era una persona ideal para hacer olvidar cuidados. Empezó a hablarme de sus trampas, como si las ratas fueran la cosa más importante del mundo. Dijo que había adquirido todo un surtido, porque el portero, manifestando de pronto una recia personalidad, amenazó con denunciarle a la Sociedad Protectora de Animales, si empleaba veneno u otros medios que pudieran hacer daño al gato siamés.
—No me gustan mucho las trampas —concluyó Eddie, hablando con la seguridad de un entendido—, pero no quise indisponerme con el portero y he obtenido buenos resultados. Hace un par de horas que las coloqué y ya he cazado una buena cantidad de esos bichos.
Se puso colorado y comenzó a rebullir como un chico nervioso, hasta que al final se armó de coraje y me preguntó si me gustaría ver las ratas que había cazado. Era algo curioso el ver a todo un hombre manifestarse tan excitado por una cacería de ratones. Aunque se aproximaba la hora del ensayo y tenía que celebrar una entrevista muy importante con el portero, me mostré dispuesto a acompañarlo, cediendo a un mero impulso de camaradería.
Bajamos la escalera de piedra, dejando a nuestra izquierda el cuarto de Mac y atravesamos un par de puertas viejísimas que daban acceso al depósito debajo del escenario. Nunca había estado allí. El Dagonet resultaba más desagradable aún bajo el escenario que en ninguna otra parte. Había un olor centenario a cosméticos y suciedad. La única luz, que se filtraba a través de las rejas a nivel de la calle, iluminaba mezquinamente viejos baúles, restos de espectáculos olvidados largo tiempo atrás, decoraciones que se deshacían en polvo y toda clase de residuos. La nueva máquina de ventilación de Eddie, recién armada, se destacaba en un rincón. De tanto en tanto producía una especie de sordo quejido, cual si alguien estuviera muriéndose en atroz agonía.
Con consciente orgullo Eddie me guió a través de aquel antro de espectáculos olvidados, señalándome trampa tras trampa, muchas de las cuales mostraban una rata atrapada. Resultaba en verdad asombroso que hubiera cazado tantas en tan poco tiempo.
Al parecer, después de vivir algunos meses en el Dagonet, hasta los bichos más asquerosos se sentían inclinados al suicidio.
Le pregunté si no iba a retirarlos a toda prisa, pero me respondió que no; que las ratas atrapadas eran como los patos; sirven de señuelo para atraer a las otras.
—Mañana tendrá seis ratas en cada trampa.
—A lo mejor se escapan.
Eddie se quedó pasmado ante tamaña ignorancia. Me dio una extensa disertación técnica sobre la imposibilidad de que las ratas pudieran escaparse de las trampas.
Quedé convencido.
—No hay duda, señor Duluth —concluyó—: voy a ahorrarle los gastos de una fumigación.
Era conmovedor en extremo verlo tan resuelto a economizarle a la empresa de Peter Duluth ese desembolso.
Una vez fuera del sótano, dejé a Eddie y tomé por el pasillo que llevaba al cuarto del portero. Iba llegando la gente para el ensayo. Theo pasó junto a mí en compañía de Wessler. Parecía muy contenta y manifestó algo sobre la codeína de Lenz, que le había aliviado la tos. Luego Mirabelle y Gerald irrumpieron juntos por la entrada de artistas; Mirabelle estaba pálida y sulfurada. No contestó a mi saludo y le oí murmurar a Gerald:
—No puedes hacer esto por mí, y que me lleve el diablo si dejo que lo hagas.
Me pregunté vagamente qué nuevas desgracias se estaban preparando.
Cuando entré en el cuarto del portero, Mac estaba rumiando inclinado sobre su álbum de recortes. El gato siamés me vio primero y volvió hacia mí un par de ojos claramente burlones.
Hice un esfuerzo para no prestar atención a esa mirada felina. Mas, obedeciendo a uno de esos impulsos inesperados de los felinos, saltó a mi hombro, instalándose cómodamente para entregarse a una prolongada sesión de ronroneo.
Esto hizo que Mac se diera cuenta de mi presencia. Levantó la vista mostrando una sonrisa senil en su desdentada boca.
—Es muy bueno —dijo—. El señor Troth quiso poner arsénico allá abajo, pero yo no iba a permitir que lo hiciera, allá donde Lillian pudiera comerlo.
—¿Lillian? —repetí. Se me antojó que era un poco tarde para proteger a la ya largo tiempo difunta Lillian Reed de un envenenamiento con arsénico. Entonces vi que la amorosa mirada del portero estaba fija en mi hombro—. ¡Dios mío! —dije con voz ronca—. ¿Llama usted Lillian al gato?
—¿Y por qué no? —preguntó a su vez Mac, lacónicamente.
Era una pregunta que no tenía respuesta categórica. Me apresuré a cambiar de tema y, siguiendo las instrucciones de Lenz, inquirí del portero sobre si alguna persona extraña podía haber penetrado en el Dagonet la noche anterior.
Mac pestañeó. Luego dijo:
—Bueno, entró ese tipo de Kramer. Me pareció realmente un buen hombre, nada vanidoso. Miró mi álbum de recortes y dijo que era el más hermoso que había visto; buen tipo ése.
Podía haberme figurado que el discernimiento de Mac sobre las personas sería tan mediocre como su gusto respecto a los animales. Repliqué:
—No me refiero a Kramer. ¿Entró alguien más?
—Sí, esa mujer que vino en seguida, después de usted y la señorita Pattison —respondió, sombrío—, esa mujer, que pensé era la señorita Rue. Yo nunca había visto a la señorita Rue personalmente; nunca había trabajado en el Dagonet, y como era la única mujer de la lista del señor Troth que no había llegado, creí que era ella. ¿Se da cuenta usted?
—No —repliqué—. ¿Quiere decir que no era la señorita Rue?
—No, no era la señorita Rue. La señorita Rue vino más tarde. —Sonrió encantado—. No era posible equivocarse cuando llegó la señorita Rue; es hermosa como un sueño.
—Pero es que no hay más mujeres en mi compañía —repuse con un estremecimiento—. ¿No le dio su nombre? ¿No le dijo nada?
—No dijo nada. —Los ojos catarrosos de Mac estaban fijos en mi rostro—. Pasó corriendo delante de mí; ni siquiera me dijo buenas noches; como si tuviera mucha prisa. —Se inclinó hacia adelante y añadió con voz lúgubre—: Casi era como si no hubiera querido que la vieran.
Lillian, encaramado sobre mi hombro, empezó a ronronear más fuerte.
—¿Qué aspecto tenía?
—Ya no tengo la vista tan buena como antes, y ella tenía la cara embozada en el abrigo. Pero pude echarle un vistazo; por eso me di cuenta de que no era la señorita Rue. Esa mujer no era linda como la señorita Rue, tenía las mejillas muy pálidas y chupadas, como si estuviera enferma.
Procuré dar a mi voz un tono de indiferencia.
—¿Cuándo se marchó?
—No la vi marcharse.
Le miré con fijeza.
—¿Quiere usted decir que esa mujer entró al teatro y no volvió a salir?
—Yo no la vi marcharse —repitió Mac, obstinado—. Puede ser, sin embargo, que se fuese sin que yo la viera. Cuando el señor Gwynne me trajo de arriba a Lillian, me dijo que tal vez querría tomar leche; así que fui enfrente a comprar un poco. Puede ser que esa mujer se haya marchado entonces. Supongo que habrá sido así. Supongo que habrá querido marcharse sin que nadie la viera…
Se calló súbitamente y no agregó nada más. Nos contemplábamos mutuamente. Casi deliberadamente guardé para el final la más decisiva de mis preguntas.
Pregunté muy lentamente:
—¿Se fijó usted en la ropa que llevaba esa mujer?
Mac cerró de un golpe su álbum de recortes.
—Yo no me fijo mucho en la ropa que llevan las mujeres. Sin embargo, espere un momento; sí recuerdo algo… algo que llevaba en el brazo.
Yo no tenía necesidad de esperar más; sabía perfectamente lo que iba a decir.
—Sí, me parece recordar lo que llevaba en el brazo —prosiguió el portero, con una voz que parecía lejana e irreal—; me parece que era una piel, una piel de color claro.