Mientras el taxi nos llevaba al Dagonet, el doctor Lenz permaneció bien erguido en su asiento, las grandes manos sobre las rodillas, los ojos grises clavados con aparente interés en el taxímetro. Luego de un intervalo adecuadamente dramático, rompió a hablar otra vez.
—¿Quisiera tener la bondad de volver a recordarme qué es lo que han observado usted y la señorita Pattison, en el sentido de anormalidades palpables, anoche cuando estuvieron registrando los camarines?
Volví a enumerar las anormalidades palpables: el espejo roto y la estatuita deformada que hallamos en el camarín de Wessler, y el vidrio hecho añicos en el pasillo.
El doctor Lenz movió la cabeza, como sintiéndose muy satisfecho.
—Y esta mañana Herr Wessler se quejó de la pérdida de su arcilla para modelar.
Daba la impresión de sentirse más satisfecho aún por la pérdida de la arcilla de modelar. Yo estaba completamente perplejo.
La vista del Dagonet no era particularmente sedativa. A la luz diurna adquiría un aspecto más aciago aún que el que tenía de noche. Algunas palomas corpulentas se habían posado sobre los pechos de las cariátides, sacudían las cabezas y observaban el tránsito de abajo. Me inspiraron profunda repulsión. ¿No serían agoreras de un desastre?
Empujé la aborrecible puerta de hierro para que pasara Lenz y lo precedí por el tenebroso pasaje hacia la entrada de artistas, pasando junto a la habitación del portero, donde Mac estaba encorvado sobre la mesa, con el gato siamés acurrucado a su lado.
Me había olvidado de ese maldito gato con la siniestra tarjeta que había quitado de su cuello y que aún guardaba estrujada en mi bolsillo. Tras de pensar un rato, resolví que el gato era digno de ser considerado como una anormalidad palpable. Hablé de él a Lenz y le mostré la tarjeta.
Esto pareció contrariarlo, como si no encajara dentro de algún plan que estaba formando en su mente. Hizo alto en su majestuoso ascenso por los escalones de piedra y una arruga se formó en su ancha frente.
—Sólo se me ocurre —dijo con mucha gravedad— que ésta fue otra manifestación de la influencia maligna que no puedo menos de suponer que actúa contra su producción.
Lo cual no era una observación para inspirar alegría.
Cuando alcanzamos la altura del escenario eché de ver enseguida que Eddie Troth ya había dado comienzo a las tareas de reparación. Los fragmentos del vidrio roto la noche precedente habían sido cuidadosamente barridos a un rincón y un vidrio nuevo se hallaba apoyado contra la pared, listo para ser colocado en la puerta.
Lenz pareció interesarse en el montón de fragmentos. Se inclinó sobre ellos, examinándolos con atención. Al fin alzó uno con sumo cuidado. Lo estaba estudiando aún cuando mi director de escena vino corriendo hacia nosotros, mostrando los dientes en una de esas sonrisas amplias de la gente de las praderas, que ocupan un largometraje en las películas del salvaje Oeste.
—Estaba debajo del escenario colocando trampas, señor Duluth —manifestó alegremente, luego de saludar a Lenz—. Parece que allí abundan las ratas más que en ninguna otra parte. De cualquier modo limpiaré ese lugar en un par de días y le ahorraré el gasto de hacer fumigar este viejo granero.
No hizo ninguna alusión a los sucesos de la noche anterior, lo cual agradecí mucho íntimamente. Empezó a silbar, mientras manipulaba el nuevo vidrio, como si fuera un director de escena cualquiera, de un teatro cualquiera.
Lenz levantó la vista del trozo de vidrio que tenía en la mano y dijo de pronto:
—Señor Troth, ¿Quiere usted tener la bondad de alcanzarme ese vidrio por unos instantes?
Eddie lo miró sorprendido, pero dijo:
—¡Desde luego! —y se lo tendió.
—Gracias. —Lenz se volvió hacia mí—. Ahora señor Duluth, ¿puede usted conducirme al camarín de Herr Wessler?
Me encaminé por el corredor, seguido de Lenz, con el vidrio nuevo y el fragmento del anterior.
Llegamos al camarín y cerré la puerta detrás de nosotros. Aunque Eddie no llegó a tiempo para impedir que Wessler descubriera el espejo roto, había logrado colocar con milagrosa destreza uno nuevo suspendido sobre la mesa de tocador. En un rincón distante, el amplio ropero mostraba, a su vez, un espejo de cuerpo entero. Había algo siniestro en el aspecto de ese ropero. Era lo bastante viejo y tenebroso como para ser el mismo armario en que Lillian Reed se había quitado la vida allá por el año 1902.
Lenz parecía muy atareado ahora; abría la puerta del ropero, miraba en su interior, cerraba la puerta y volvía al espejo de sobre el tocador. Diríase un prestidigitador a punto de sacar una escudilla o una carpa dorada de detrás de su oreja izquierda.
Finalmente se detuvo frente a mí con el vidrio levantado entre nosotros.
—Señor Duluth —dijo—, quiero hacer un pequeño experimento con su ayuda. Voy a pedirle que salga de este cuarto y vuelva a entrar cuando le llame. Quiero que se imagine que es un actor que regresa a su camarín después del ensayo, un actor que tiene la vista débil y motivos para temer los espejos. —Extrajo de sus bolsillos sus gafas con montura de cuero—. Soy algo hipermétrope, señor Duluth. Si se pone usted mis gafas, le será más fácil experimentar la ilusión.
Cogí las gafas, muy obediente y sumiso.
—Algo más, señor Duluth. —Lenz cruzó el camarín hacia la mesa de tocador, tomó un lápiz de colorete y trazó dos líneas bien marcadas a través del espejo nuevo—. Quiero que usted se imagine que el espejo está roto como lo estaba anoche. Teniendo en cuenta este detalle, deseo que obre exactamente como le parece que obraría ese supuesto actor. —Hizo una pausa y añadió gravemente—: Y haga el favor de no alarmarse por nada de lo que pueda ver.
Luego, con un leve ademán, me envió fuera, al corredor. Cerré la puerta. Eddie Troth andaba todavía vagando de un lado a otro. Sintiéndome perfectamente estúpido, me puse las gafas de Lenz, que al punto entorpecieron mi visión como un fantasmagórico y molesto calidoscopio. Esperé hasta que la voz de Lenz pronunció mi nombre: “Señor Duluth”.
Era la señal de mi entrada a escena. Busqué casi a tientas la puerta y la abrí de un empujón.
Lo primero que noté fue que el doctor Lenz había desaparecido. Aquel cuarto oscuro y triste parecía vacío. Me detuve en el umbral procurando posesionarme del papel que me había pedido que desempeñara. El primer movimiento de un actor que vuelve de un ensayo es dirigirse al tocador. Hacia allí me dirigí. Frente a mí y fuera de foco, se hallaba el espejo nuevo con las marcas de colorete hechas por Lenz, dando la impresión de las rajaduras. Al fijarme en él, me fue devuelta mi propia imagen grotescamente distorsionada, como ocurre con los objetos reflejados en la superficie convexa de una cafetera de plata. Era peor de lo que yo solía ver en los espejos después de una borrachera.
De nuevo me esforcé por simular la reacción de un actor supersticioso. Éste hubiera retrocedido ante el espejo roto y vuelto hacia el otro ropero. Me volví hacia el ropero y miré a través de la gafas de Lenz el espejo de cuerpo entero encuadrado en su puerta.
Esperaba, como es natural, ver mi propia imagen, deformada como antes. Mas en lugar del rostro familiar de Peter Duluth, me encontré con algo distinto que me encaraba: otro rostro que de ninguna manera podía ser el mío, una cara extraña, inhumana, como en un ataque de delirium tremens que me miraba lúgubremente a través de unos ojos grises e inmóviles.
Por un momento me sentí sobrecogido. Tuve la sensación de que todo el mundo se había vuelto loco. En el mejor de los casos, no es nada agradable encontrarse con una cara desprovista de cuerpo, en el lugar donde debía haber un espejo.
Me quité de una manotada las gafas y el hechizo quedó roto.
Eché de ver al punto que la puerta del armario, que encuadraba el espejo, estaba abierta y empujada hacia atrás hasta tocar la pared lateral, y que yo no miraba en un espejo, sino directamente al doctor Lenz que estaba de pie en el interior del ropero con el cristal levantado delante de él. Sus manos, que lo mantenían inmóvil, quedaban ocultas por el marco de la puerta. La ilusión de un espejo era realmente casi perfecta.
Era una artimaña, naturalmente, que sólo podía tener efecto con alguien que tuviera la vista débil o que se hallara en un estado de ánimo de extremo nerviosismo; más en tales circunstancias su éxito sería infernal.
Lenz abandonó su posición en el ropero; salió y apoyo el cristal contra la pared.
—Una treta infantil, Duluth, pero estimo que podría tener un efecto tremendo sobre Herr Wessler, dada su mala vista y su horror a los espejos.
—¡Wessler! —Yo ya había adivinado más o menos que iba a parar a eso—. ¿Cree usted entonces que Theo está en lo cierto al decir que eso estaba preparado para Wessler y que Comstock fue una víctima accidental?
El doctor Lenz asintió.
—Como señaló la señorita Ffoulkes, nadie podía haber previsto que Comstock entraría en este camarín. Es mucho más probable que el efecto estuviera destinado a Herr Wessler —dijo; luego agregó, ceñudo—: Pero mientras la señorita Ffoulkes parece considerarlo como una broma inocente y simple, inventada por la señorita Rue, yo me inclino a pensar que el accidente de anoche fue causado por alguien que tiene un verdadero deseo maligno de desmoralizar a Herr Wessler.
Aquello sonaba a cosa fúnebre. El doctor Lenz continuó:
—Desde luego, mi razonamiento es puramente hipotético, pero concuerda con todos los hechos que poseemos. Me gustaría explicarle lo que en mi opinión sucedió aquí anoche.
No tenía ganas de escuchar. Me vi dominado, como un avestruz, por el impulso de hundir la cabeza en la arena más próxima y pensar que todo marchaba a pedir de boca. Pero no era posible eludirlo entonces.
—Creo, señor Duluth, que anoche, mientras se realizaba el ensayo en el escenario, alguien entró en ese camarín con el cristal que trajo el señor Troth. Esa persona rompió el espejo que estaba sobre el tocador. Podría sugerir una razón para hacerlo. Con romper el espejo, no sólo lograba crear la atmósfera de superstición y miedo que necesitaba, sino que asimismo se aseguraba de que Wessler se volvería hacia el ropero, enfrentándose con el espejo falso y el terrorífico cuadro preparado de antemano, tal como le sucedió a usted. Esa persona, pues, luego de romper el espejo, entró en el ropero y empleó el vidrio en la forma en que yo acabo de hacerlo. Debemos suponer también que había alterado o maquillado su cara de manera que la imagen ficticia pareciera macabra, extraterrena. —Se sonrió burlonamente—. Yo también procuré desfigurar mi cara al crear esa ilusión para usted, señor Duluth.
—Ha gastado usted una broma magnífica —dije sin entusiasmo.
Lenz agradeció mi cumplido con una ligera inclinación.
—Pero anoche fue mucho más fácil producir una ilusión espectral. Me ha dicho usted que el abrigo oscuro de Herr Wessler colgaba en este ropero. Envuelto en él, esa persona podía crear la apariencia de que su cara estaba separada del cuerpo, como si estuviera suspendida, por decirlo así, en el vacío. —Se volvió hacia el tocador y levantó el trozo de vidrio que había recogido del montoncito barrido en el corredor—. Vea usted este fragmento, señor Duluth. ¿Observa algo extraño en él?
Yo miré. En un ángulo del trozo de vidrio aparecía una substancia de color gris que tenía aspecto de arcilla.
—¡La arcilla para modelar de Wessler! —exclamé con un repentino destello de comprensión.
—Exactamente. Muy acertado era emplear esta arcilla para forjar una máscara espantable; también resulta muy natural que una partícula de ella haya quedado adherida al vidrio. —El doctor Lenz se acarició la barba—. Esto es, señor Duluth, lo que me figuro que habrá sucedido en este camarín anoche. Parece muy probable.
Y en efecto, lo parecía.
—Pero hubiera sido correr demasiado riesgo —objeté—. En cuanto Wessler investigara un poco, quedaría descubierto el criminal.
—Es cierto que habría mucho riesgo, señor Duluth, pero este hecho sólo implica que esa persona era bastante perspicaz como para darse cuenta de que una cara en el espejo era un hecho que Wessler no se resolvería nunca a investigar. Una sola mirada hubiera sido suficiente para hacer que saliera corriendo del cuarto aterrorizado, dejando el camino libre para huir.
Hizo una pausa y prosiguió:
Claro está que al caer en la trampa por error el señor Comstock, todo el plan quedó deshecho. Creo que podemos representarnos la serie completa de los sucesos. El señor Comstock, con la mente llena de recuerdos de la joven Lillian Reed, vino a este camarín, llevado seguramente por un impulso de visitar de nuevo la escena del suicidio. El relato de la señorita Ffoulkes sobre lo que había visto en el piso alto le habría causado una profunda impresión. Se hallaba en un estado de anormal excitación. Se dirigió hacia el tocador y se encontró frente al espejo roto. Esto sólo sería bastante para producir un trastorno en cualquier actor supersticioso. Cabe suponer que extendió la mano para apoyarse. —Se interrumpió, añadiendo—: Probablemente Herr Wessler dejó la figurilla de la señorita Rue sobre la mesa de tocador, ¿no le parece a usted?
Yo empezaba a comprender.
—¿Quiere usted decir que Comstock pudo haber agarrado la estatuita por el cuello?
—Esto parece explicar por qué la figurita tenía esa forma cuando ustedes la encontraron —convino plácidamente Lenz—. Imagínese usted al señor Comstock mirando lo que tenía en la mano; la figura de una mujer con la cabeza colgando hacia un lado. Esto habría acrecentado su pavor. Después, lo mismo que acaba de hacer usted, se habrá vuelto hacia el espejo del ropero y vio el cuadro preparado especialmente para Wessler. —Lenz se encogió de hombros—. La cara desfigurada por la arcilla podría haberle parecido la de una persona muerta mucho tiempo atrás. Inmediatamente, como es natural, la habrá relacionado con Lillian Reed.
Si esta hipótesis hubiera sido formulada por alguien que no fuera Lenz, podría parecer fantástica. Pero supo presentarla en forma tan real y segura como si fuera una ecuación algebraica.
—Señor Duluth, volvamos por un momento al individuo que estaba en el ropero. Una persona distinta había caído en su trampa. Se veía en una situación sumamente embarazosa. Habrá hecho un movimiento para salir del ropero, quizá con la intención de descubrirse y explicar que todo eso no era sino una broma inocente.
Lancé un silbido.
—Por eso, Comstock dijo que “venía hacia él desde el espejo”, saliendo del espejo. Pensó que veía el espectro de Lillian Reed yendo a su encuentro, a través del espejo.
—Esto es lo que creo. —Lenz tenía una respuesta para todo—. Dominado por el pánico que estaba precipitando su fatal ataque al corazón, el señor Comstock habrá dejado caer la estatuita al pie del ropero y salió corriendo de la habitación. Es fácil adivinar lo demás. Temiendo que el señor Comstock provocara una investigación inmediata, el individuo que estaba en el ropero debió de abandonar aprisa el camarín e intentar volver a colocar el vidrio en el pasillo, de donde lo tomara, cayéndosele de las manos sin querer y rompiéndose en pedazos. Y como todos nosotros estábamos muy ocupados con el ataque del señor Comstock, no prestamos atención al ruido y no fuimos a averiguar a qué se debía, facilitando así la fuga del individuo.
Ahora Lenz parecía tener positivamente ordenados todos los hechos. De pronto recordé algo.
—Pero, ¿cómo se explica la primera aparición de Lillian Reed? ¿Qué es lo que Theo Ffoulkes vio en el piso de arriba?
Lenz sonrió.
—¿Cree usted que Theo fue a dar en un ensayo?
—Posiblemente, señor Duluth. Es también posible que fuese un prólogo, una representación preliminar, por así decirlo, tendiente a llevar a todos a un estado de ánimo adecuado respecto a la leyenda de Lillian Reed. Estoy convencido de que la persona causante de este desorden conocía bien esta historia y la explotó con toda deliberación. ¿No parece ser ésta la única explicación razonable de lo ocurrido?
Lo era en verdad. Lo reconocí y luego pregunté tristemente:
—Pero, ¿quién puede ser la persona interesada en asustar de esta manera a Wessler? ¿Cree usted que su “reactivante” señor Kramer?
—Puede haber sido el señor Kramer. Puede haber sido cualquier otro de los integrantes de su conjunto que no se encontraba en el escenario en ese momento. De la descripción de la señorita Ffoulkes parece deducirse, al menos, que una mujer ha tenido participación en el hecho. —El doctor Lenz miró con suma concentración la uña de su pulgar—. ¿Algunas de las damas del conjunto llevaba anoche una piel de color claro?
Hice un rápido examen mental: “Theo, tweed, sin pieles; Mirabelle, visón color chocolate; Iris, caracul”.
—Ninguna —respondí.
—En tal caso, debemos admitir la posibilidad de una persona extraña, una mujer que no conocemos y que consiguió introducirse sin ser observada por el portero.
Al terminar la última frase, la puerta del ropero se cerró de un golpe, con un ruido seco. Pareció el único sonido en todo ese lúgubre teatro. Mis nervios, en tensión por algún tiempo, se aflojaron.
—Bien, ¿qué hacemos? —dije desesperanzado—. ¿Pasarlo todo a la policía y suspender los ensayos?
—Vamos, vamos, señor Duluth, no hay necesidad de adoptar una actitud tan extremada. —La voz del doctor Lenz era consoladora, pero de un modo que yo conocía de antiguo; era el tono con que solía decir a los pacientes díscolos de su sanatorio que, teniendo paciencia, todo iba a andar bien—. Finalmente, pese a todas las contrariedades, hemos comprobado que la muerte del señor Comstock fue debida a un accidente, ¿no es así? Ninguna mala acción fue dirigida contra él personalmente. No hay verdadero motivo para dar intervención a la policía… por ahora.
Una vez más el doctor Lenz remataba una de sus sugestiones profesionales para infundir ánimo, con un socorrido “por ahora”.
—Con excepción de la de los artistas, ¿no hay por el momento ninguna otra entrada al teatro?
—Que yo sepa, no; excepto que alguien tuviera llaves.
El doctor Lenz era muy positivo.
—Le aconsejo, en tal caso, que interrogue al portero para averiguar si alguna persona desconocida pudo haberse introducido anoche por la entrada de artistas. Especialmente debe dar importancia a…
—Sí, ya sé —dije sombrío—. Una mujer con una piel de color claro.
Por unos instantes permanecimos allí, en ese camarín mal ventilado, mirándonos el uno al otro, en silencio. Luego se abrió la puerta bruscamente y la figura de Eddie cruzó el umbral.
—¿Han terminado con ese cristal? —preguntó mi director de escena, con tono alegre. Me observó a mí y luego a Lenz—. ¿Qué diablos está pasando aquí?
Miré a Lenz, quien hizo un leve movimiento con la cabeza.
—Oh, nada, Eddie —dije—. El doctor Lenz estaba enseñándome un truco de magia. Produciría notable efecto en una reunión. Todo está hecho a base de espejos.