8

Tuve entonces la certeza de que Henry Price no iba a aprovechar ni un centavo de aquellos quinientos dólares; que era su tío George quien quería ese dinero, habiendo logrado, de alguna manera, forzar al muchacho a que me lo pidiera prestado. Cuanto más veía yo a Kramer, tanto más siniestro se me antojaba y tanto mayor se tornaba mi indignación contra Lenz por haberlo introducido en mi compañía.

Encontré al doctor plácidamente sentado en la sala, invisible detrás del New York Times. Di rienda suelta a mi cólera. Le dije lo que acababa de ocurrir con Henry y el cheque. Le hablé de la manera como reaccionó Mirabelle a la aparición de Kramer la noche anterior. Le indiqué que estaba relacionado con el hombre a quien yo más temía en Broadway, Roland Gates. No hubiera sido posible elegir una persona más inconveniente para formar parte de mi compañía, sobre todo ahora que todos estábamos bastante atribulados ya sin eso.

El doctor Lenz depositó el periódico sobre sus grandes rodillas y me sonrió con benevolencia.

—Estoy de acuerdo con usted en todo lo que dice —observó—. Kramer me ha causado la impresión de ser un tipo extremadamente desagradable. Se me ocurre también que es muy posible que tenga relación con lo que sucedió anoche en el Dagonet.

Le miré estupefacto.

—¿Entonces, por qué demonios…? —dije.

El doctor Lenz no me dejó terminar la frase.

—Usted tiene todo el derecho a saber las razones que tenía para determinarlo a favorecer a Kramer. En medicina, administramos con frecuencia ciertas substancias llamadas reactivantes. Cuando nos parece que un paciente sufre de cierta enfermedad y no nos es posible formular un diagnóstico seguro, le inyectamos cierta substancia que sabemos agravará los síntomas del mal sospechado, si es que en verdad de éste se trata. Aplique usted esto a nuestro problema. Nos parece que hay algo positivamente malo en el Dagonet. Sabemos que algunos miembros de su compañía han reaccionado de un modo anormal a la aparición de Kramer. Poniéndonos en estrecho y continuo contacto con él es posible que logremos desencadenar una crisis, siempre que Kramer tenga alguna relación con esos sucesos. Si su presencia en el Dagonet produce reacciones violentas, tendremos mayor probabilidad de poner el dedo en el foco de la infección. Si, por el contrario, se le recibe sin resistencia, al menos podemos eliminarlo como causa de irritación.

Se quitó las gafas y las apuntó hacia mí.

—Se habrá dado cuenta ya, señor Duluth, a lo que voy. Kramer será nuestro “reactivante”.

Esto, sin duda alguna, era satánicamente ingenioso. Pero yo no estaba satisfecho del todo; implicaba un peligro para la obra.

—Es como administrar estricnina a alguien —objeté— para ver si se muere o no.

En ese momento sonó el teléfono. Atendió Iris, que había estado espiándonos desde la cocina fingiendo no escuchar la conversación de Lenz. Retuvo por unos momentos el receptor junto al oído y luego me lo pasó.

—Es Wessler —dijo—; está furioso.

Era verdad. Mi astro austríaco llamaba desde su apartamento. Estaba muy irritado. Acababa de regresar del Dagonet, adonde había ido a buscar su sombrero y su abrigo que dejara allí la noche anterior. La única cosa que yo esperaba que no sucediera, sucedió. Había vuelto a su camarín antes de que Eddie tuviera tiempo de reparar el daño, y encontró la estatuilla deformada y el espejo roto.

—¿Quiénes son los que se meten en mi habitación, estropean mis estatuillas y rompen el espejo? —preguntó con una indignación que deformaba singularmente su pronunciación inglesa. Me lo imaginé en el otro extremo de la línea, dominando el aparato con su figura de héroe barbirrubio—. Yo elegí especialmente ese camarín porque el espejo estaba bien; ahora está roto.

Procuré calmarlo, pero no pude dejar de pensar sobre todo en el hecho de que Kramer debía estar equivocado en un punto al menos: Wessler no había roto aquel espejo.

—No fue más que un accidente —repliqué sin energía.

—¿Un accidente? —exclamó, devolviéndome la palabra—. Usted no debe decirme que fue un accidente, porque yo sé que lo hicieron ellos. Han aplastado la estatuilla y me quitaron la arcilla. La arcilla con que yo hago las estatuillas la dejé en el camarín; ahora ya no está y he mandado pedirla especialmente a Viena. Hasta eso me han robado también.

Yo sabía muy bien a quién se refería Wessler al decir “ellos”. Era demasiado caballero para acusar abiertamente a Mirabelle y Gerald, pero lo mismo que Theo, pensaba que ellos dos estaban mezclados en el asunto. Me esforcé en hallar algo para apaciguarlo. No tenía la menor idea de quién podía haberle robado su arcilla para modelar. Finalmente, le prometí que encargaría a Eddie que investigara el asunto.

—Gracias —respondió con voz fría, no apaciguada. Luego, de pronto, cambió de tono; perdió toda su agresividad; sonaba como si fuera la voz de un niño asustado—. ¿Qué ocurre entonces mit dem Dagonet Theater los? ¿Por qué tantas cosas con los espejos?

Era ésta una pregunta que me hubiera gustado poder contestar.

Estaba a punto de poner término a la conversación, cuando el doctor Lenz se levantó de su asiento y tomó de mis manos el receptor. Durante los cinco minutos siguientes estuvo vertiendo graves polisílabos germanos en el transmisor. El conocimiento que yo tenía del alemán era por demás escaso. No comprendí nada de lo que le estaba diciendo.

Al fin Lenz dejó el teléfono.

—Señor Duluth —manifestó—, le he prometido a Herr Wessler pasar por su apartamento, antes del ensayo. ¿Quiere usted acompañarme?

Yo tenía que ir a mi despacho para conferenciar con mi agente de publicidad, pero resolví dejar de lado la propaganda; estábamos ante una crisis.

Lenz explicó algo sobre lo que nunca se me hubiera ocurrido preguntarle, y era que el objeto principal de su venida a Nueva York la noche precedente residía en que necesitaba hablar con Wessler acerca de la situación de su hermanastro Wolfgang von Brandt. Aunque yo no sabía nada al respecto, Lenz había obtenido la autorización de Wessler para trasladar a von Brandt, desde el Hospital del Teatro, a su sanatorio privado.

A instancias mías Lenz tomó interés en la suerte de Wolfgang von Brandt y me complacía saber que no lo descuidaba. Los médicos del Hospital del Teatro habían perdido casi por completo la esperanza de que el hermanastro de Wessler recuperara su estado normal, pero yo pensé que si alguien podía curarlo, era Lenz.

La historia de Wessler y von Brandt era una de las más trágicas que registran los anales del teatro. Durante muchos años habían sido las figuras más destacadas de las tablas vienesas. Wessler, sin duda alguna, fue reconocido universalmente como el más celebrado actor de Austria. Von Brandt había sido el administrador general, secretario y sustituto del Gran Wessler; hasta había escrito varias piezas para él. Los dos eran inseparables, algo así como los Cástor y Pólux del siglo veinte.

Algunas personas sostenían que von Brandt siempre había tenido deseos de actuar en las tablas y que poseía un talento igual al de su hermano. Decían que Wessler lo mantenía deliberadamente a la sombra; que lo tenía dominado por la fuerza de su propia personalidad más agresiva. Yo no sabía qué había de cierto en ello, y sí, solamente, lo que era conocido por todo el mundo: que Wessler estaba dispuesto a renunciar a toda su carrera, por consideración a su hermanastro Von Brandt.

En uno de los días más aciagos de la historia contemporánea, aquél en que Hitler decidió obsequiarse con Austria, para su cumpleaños, Wessler estaba actuando con extraordinario éxito en una obra de su hermanastro, en Viena. Esa noche, mientras los nazis furiosos surgían como hongos venenosos y Hitler dudaba si podía arriesgarse a cruzar la frontera, una ola histérica de antisemitismo agitó la sala del teatro y como un reguero de pólvora se difundió la noticia de que el padre de von Brandt era judío.

Quedó arruinado inmediatamente. Fue arrojado del teatro por la misma gente que momentos antes había aplaudido llena de entusiasmo su diálogo. Su hogar fue saqueado; se tornó en uno más de los cien mil refugiados.

Si Wessler hubiese querido, podría haber renegado de su hermanastro, conservando su enorme prestigio. Era probable que recibiera una corona de laurel de manos del propio Hitler, dado que su abolengo era más nórdico que el de los personajes de Die Walküre. Pero Wessler no era hombre de esa clase. Ante el micrófono de una de las últimas radiodifusoras que silenciaban los nazis, declaró terminantemente a millones de oyentes qué era lo que pensaba del rapto de Austria y lo que ello significaba para el teatro, el arte y la cultura en general. Luego, con su hermanastro, cruzó a escondidas la frontera, pasando a Suiza. Ambos se trasladaron después triunfalmente a los Estados Unidos, sólo para ser víctimas del trágico accidente de aviación.

Esto había ocurrido algún tiempo atrás y todos los boletines del Hospital del Teatro daban malas noticias sobre el estado de von Brandt. Fue un golpe tremendo para Wessler, y por tal razón, especialmente, yo ansiaba que Lenz hallara algún medio de salvarlo.

Mientras el taxi nos conducía por las calles congestionadas de vehículos hacia el hotel del austríaco, me arriesgué a preguntar a Lenz si tenía formada ya una opinión sobre la posibilidad de curar a von Brandt.

Mostró su serena y beatífica sonrisa.

—Es prematuro aún, señor Duluth, pero no he perdido la esperanza. Es un caso interesante en extremo, y tengo la impresión de que su trastorno puede ser más psicológico que patológico. Si no me equivoco y si el tratamiento prescrito da buenos resultados, es muy posible que Herr von Brandt recobre enteramente la salud en un futuro muy cercano.

Eran éstas las mejores nuevas que yo oía en mucho tiempo.

—Usted sabrá, sin duda, señor Duluth, que la ilusión principal de von Brandt consiste en el hecho de que ha perdido la noción de su propia identidad, y cree ser su hermano. La intimidad existe entre ellos dos y las circunstancias en que huyeron de Austria, hace perfectamente explicable tal confusión de personalidades. Momentáneamente, alimento su creencia de que es en verdad el Gran Wessler. Incluso está estudiando su papel de Aguas revueltas. El inglés le resulta bastante difícil y es un buen ejercicio mental para él.

Esto no tenía mucho sentido para mí, pero tampoco era necesario que lo tuviera; eran cosas de Lenz.

El taxi se detuvo junto a la acera del anticuado hotel en que se alojaba Wessler y el ascensor nos llevó a su apartamento, donde un criado austríaco nos hizo pasar a una amplia sala, cuyo pesado lujo era una reminiscencia de días lejanos, antes de que el dorado fuera abandonado como decoración de interiores. Wessler, con las gafas puestas, se hallaba sentado ante una mesa, trabajando con nerviosa concentración en una nueva estatuita de arcilla.

Tan pronto como advirtió nuestra presencia, metió las gafas en un bolsillo y se puso en pie para recibirnos, con su barba y sus llamativas greñas rubias centelleando a la luz que penetraba por la ventana.

Estrechó la mano del doctor Lenz. Nunca olvidaré ese momento formidable en que aquellas dos barbas se saludaron. Eran como Júpiter y Wotan reunidos en alguna convención empírea.

Fuera de su breve encuentro en el Dagonet la noche anterior, nunca se habían visto antes. Wessler observaba con atención el rostro de Lenz.

—¡Era cierto! —exclamó—. Anoche tenía la sensación de haberle visto a usted en alguna parte. Ahora recuerdo; en el tren a Salzburg en 1935. Viajábamos en el mismo compartimiento.

Iba a advertir a Lenz sobre la extraordinaria memoria que tenía para las fisonomías, pero no fue necesario, pues la observación del gran actor no le produjo ningún asombro.

—Es verdad, amigo mío —respondió—. Lo recuerdo muy bien. Usted fue muy amable en recomendarme la excelente cocina de Patzenhof. Pero en aquel entonces no me había dado cuenta de que viajaba en compañía del Gran Wessler. Supongo que usaría usted otro nombre.

Wessler pareció un tanto desconcertado de hallarse frente a un hombre cuya memoria desafiaba a la suya. Pero su rostro no tardó en iluminarse.

—¡Ah!, siempre viajaba de incógnito. Cuando uno es muy conocido por la gente, pueden resultar muchas molestias por los autógrafos. Pero hábleme de mi querido Wolfgang; está con usted, ¿no? Usted le devolverá la salud del espíritu, ¿no es verdad? Esos médicos que dicen que nunca se curará son estúpidos. Y yo podré verlo pronto, usted me lo permitirá, ¿no es así?

—No creo que sea prudente por el momento —respondió gravemente Lenz—. Pero más adelante… quizá.

—Cuéntemelo usted todo.

Wessler lo arrastró hacia un canapé Recamier donde se sentaron muy juntos, y mientras movían sus barbas, hablaban en un alemán rápido y exaltado.

Sentado discretamente aparte, recorrí con la vista aquel cuarto largo y repleto. Había estado allí varias veces anteriormente, y de pronto eché de ver que algo estaba cambiado; me pareció que faltaba algo. Tardé en advertir lo que era, hasta que noté que las dos paredes laterales estaban desnudas. En el centro de cada una de ellas había un gran parche rectangular en que el color del empapelado era varios tonos más brillante. Entonces recordé. Cuando estuve la última vez, un par de días antes, había dos espejos de cuerpo entero, que cubrían aquellos parches. Wessler los había hecho retirar. Era plenamente evidente que se había desembarazado de ellos a causa de lo que sucediera en el Dagonet la noche anterior.

Tal vez parezca ridículo que un hombre de la talla de Wessler temiera los espejos, al extremo de no admitir la existencia de ninguno de ellos en su apartamento, pero yo lo comprendía. Durante mucho tiempo después del incendio en que perdió la vida mi mujer, me acontecía lo mismo respecto al fuego. Aún ahora, en ocasiones, el solo pensamiento de la llamas me produce un sudor frío. Sabía lo que significaba tener que luchar contra una fobia ciega, irracional, como aquella.

El asunto del Dagonet volvió a inquietarme de nuevo.

El diálogo en alemán proseguía aún a todo trapo, cuando sonó el timbre y el criado hizo pasar a Gerald Gwynne. Mi galán joven presentaba un aspecto de inexperto y hastiado, al mismo tiempo, con su traje de tweed deliberadamente desaliñado, que algún sastre costoso había modelado en torno a su personalidad y a sus patillas de holandés de Pensilvania. Si hubiera habido allí alguna mujer, habría despertado en ella los peores instintos.

Me hizo una mueca, dirigió a Wessler un irónico saludo nazi y lo presenté a Lenz.

—Una reunión realmente peluda, Peter —murmuró—. Usted también tendrá que dejarse crecer la barba para hacer juego con ellos.

Wessler lo contemplaba con recelo.

—¿Qué es lo que quiere usted? —preguntó.

—Vengo a buscar el brandy de Mirabelle. —Gerald bajó las pestañas con un gesto de timidez levemente burlón—. Fue una imprudencia por parte de ella dejarlo aquí cuando volvió con usted anoche. Sabiendo que usted considera el alcohol como una asechanza del diablo, me envió para que le quite la tentación.

Wessler se mordió los labios, pero no dijo palabra.

—A fin de reparar el daño —continuó Gerald—, por dejarlo expuesto a la tentación. Mirabelle desea que le comunique que ella renuncia a todas sus pretensiones sobre el primer camarín del escenario. De hoy en adelante es oficialmente suyo, y espera que el espejo siga pareciéndole conveniente.

Bajo el delgado velo de su locuacidad festiva, la actitud de Gerald resultaba innecesariamente ofensiva y el tono con que se refirió al espejo tenía una vaguedad muy poco feliz. Esperé inquieto que saltaran chispas.

Y saltaron.

Wessler se irguió en toda su interminable estatura.

—¿Así que la señorita Rue espera que el espejo me parezca conveniente, no? ¿Después de lo que ha hecho, me envía a su… a su… a usted para insultarme con sus impertinencias?

—Para insultarlo con impertinencias, no; tan sólo para buscar su brandy.

—¡Brandy! —Los ojos de Wessler adquirieron un peligroso color gris claro—. Quizá le pueda decir esto a la señorita Rue y su brandy. Ella es una actriz, sí; una buena actriz. Si no fuera así, yo nunca le hubiera permitido trabajar en el mismo teatro que yo. En Austria hay un nombre que la gente decente tiene para la mujer que, como ésa, siempre bebe licores, se hace acompañar por muchachos bastante jóvenes para ser sus…

—Le aconsejaría terminar la frase en el punto en que está —dijo Gerald con la cara encendida.

Por un momento pensé que sencillamente alguien tenía que darle una paliza a alguien… yo la esperaba.

Luego Gerald dijo secamente:

—Si me dice dónde puedo encontrar el brandy de Mirabelle, dejaré de molestarle con mi presencia.

Wessler estaba inmóvil como una estatua.

—No he visto ninguna botella de brandy por aquí.

—Mirabelle la dejó en el vestíbulo anoche.

—No he visto ningún brandy.

—Pero sabrá dónde está el vestíbulo.

Wessler señaló con la cabeza la puerta. Gerald desapareció. A los pocos minutos estuvo de vuelta llevando en la mano una botella.

—Como usted ve —dijo sonriendo—, el brandy estaba aquí. Gracias. Y haré lo posible por transmitir su mensaje a Mirabelle. Creo que se divertirá.

Cuando se dirigió hacia la puerta, noté una cosa rara: la botella que tenía en la mano estaba llena hasta más de la mitad. La noche anterior, cuando murió Comstock y le pedí a Mirabelle un poco de brandy, me había respondido que la botella estaba vacía.

—Dígame, Gerald, ¿es ésta la misma botella que Mirabelle tenía ayer en el Dagonet? —inquirí.

—Sí. —Los ojos velados del joven se pusieron súbitamente en guardia—. ¿Por qué?

—¡Oh, nada! —respondí.

Gerald se quedó mirándome otro momento; luego, con una vaga sonrisa al doctor Lenz, se fue.

No sabía por qué razón, pero ese asunto del brandy comenzaba a preocuparme. Me causaba inquietud esa propiedad de la botella, de vaciarse y llenarse automáticamente. Me inquietaba asimismo el hecho de que se enviara a Gerald de un extremo al otro de la ciudad para buscarla… Pero especialmente me inquietaba todo ese trastorno. El triple conflicto de Mirabelle-Wessler-Gerald parecía ir pasando de la raya. Anteriormente, había conocido conflictos en el teatro y sabía bien cuánto perjuicio podían ocasionar a un espectáculo.

Me pareció que en cuanto a trastornos, ya tenía de sobra.

Wessler y Lenz conversaron un rato más, pero era evidente que los pensamientos de Wessler se extraviaban. Estaba malhumorado y exhausto, como si su altercado con Gerald hubiera agotado sus energías. Aún continuaba ceñudo cuando lo dejamos.

Así que nos vimos en la calle pregunté ansioso:

—Bien, ¿qué piensa hacer con Wessler? Quiero decir: ¿qué piensa usted sobre su estado?

Lenz sonrió en forma breve y confortante.

—Yo diría que está tan sano física y mentalmente como cualquiera de nosotros —respondió—. Si fuese su médico, sólo una cosa me inspiraría inquietud.

—¿Se refiere usted a su fobia a los espejos?

—No sé si usted sabe, señor Duluth, que siento una profunda aversión por las palabras muy populares de la psiquiatría. Creo que todas las llamadas fobias tienen una explicación patológica, especialmente cuando se trata de un hombre tan sensato como Wessler.

Procuré adoptar un aire inteligente.

—Habrá observado usted, sin duda, la forma en que él examina cada cara; cómo está ansioso de reconocer a una persona que podía haber visto antes.

Hice un movimiento afirmativo con la cabeza.

—Habrá observado usted también sus gafas y la presteza con que se las quitó cuando entramos. Esto, unido a su horror a los espejos…

—¿Prueba que está perdiendo el juicio, como su hermanastro? —concluí nervioso.

—Nada de eso —replicó el doctor Lenz con severidad—. Sólo prueba una cosa: que el señor Wessler es mucho más corto de vista de lo que quisiera hacemos creer. Esto le preocupa. Por eso está tan ansioso de asegurarse, y de paso asegurar a, los demás, de que su vista es tan buena como su memoria. Y por eso podría ser trastornado fácilmente viendo que alguna cosa, en un espejo, por ejemplo, aparece distinta de como él esperaba verla.

Mientras hablaba, el doctor Lenz agitó un par de guantes de lana para llamar a un taxi.

—¿Adónde vamos ahora? —pregunté.

—Si no hay inconveniente, me gustaría visitar el Dagonet antes del ensayo.

Lenz se calzó los guantes. Había un brillo extraño en sus ojos.

—A la luz de lo que hemos sabido esta mañana —prosiguió—, me parece claro, ahora, lo que debió ocurrir ayer en aquel camarín para causar la muerte del señor Comstock.

Y mientras yo permanecía contemplándolo con ojos muy abiertos, abrió la portezuela del taxi y se inclinó:

—Usted primero, señor Duluth.