7

Valiéndose de algún abominable recurso, Iris sobornó a Louise, mi criada, para que le franqueara la entrada de mi apartamento a la mañana siguiente. Apareció a la hora del desayuno trayendo sobre una bandeja unos huevos revueltos, y se sentó a la mesa con toda familiaridad, muy elegante con su chaqueta y falda de tweed. Era una desvergonzada propaganda para su recién iniciada campaña matrimonial y estaba seguro de que el doctor Lenz manifestaría su desaprobación. Pero no lo hizo. Felicitó a Iris por los huevos revueltos y —contrariamente a mis suposiciones de que observaba un régimen estricto de maná— los apreció en forma amplia y halagadora. Lo cierto es que ya se estaba sirviendo la tercera porción, cuando Henry Prince llamó por teléfono.

Henry dijo que se hallaba abajo con su tío George. Yo recordaría seguramente a su tío George, la persona que había ido al ensayo la noche precedente.

Respondí, más bien de mala gana, que recordaba a su tío George, y les pedí que subieran. En cuanto entraron, Henry pidió mil disculpas por molestarnos a la hora del desayuno, pero el tío George Kramer se mostró campechano y muy contento de sí mismo. Aún llevaba el sombrero hongo y traía la enorme carpeta bajo el brazo. Cuando los presenté a Lenz, el señor Kramer se mostró muy sociable y pronunció en lo que parecía sonar como alemán, extremadamente expresivo:

Sehr geehrt, Herr Doktor!

Me gustó aún menos que la noche anterior.

Ni Henry ni su tío mencionaron a Comstock y era muy probable que no supieran nada de lo que había ocurrido. No encontré motivo para comunicárselo y amargarme el día desde temprano hablando de eso. Hubo una pausa un tanto molesta, que el doctor Lenz rompió embarcándose en una larga y encomiástica disertación dirigida a Henry, respecto a su obra. Éste se ruborizó, procurando ocultar su turbación. Yo sabía cuánto le molestaba ser blanco de la atención, así que cambié de tema preguntando si nos habían hecho esa visita por algún motivo particular.

Kramer lanzó una significativa mirada a Henry y dijo:

—Hemos venido por un pequeño asunto, señor Duluth. Creo que mi sobrino preferirá explicarle la situación.

A todas luces, Henry prefería no hacer nada, pero en un discurso atropellado, que hacía pensar en un ensayo explicó que su tío poseía un estudio fotográfico en Nueva York y estaba reuniendo material para uno de los grandes semanarios ilustrados. Kramer, al parecer, deseaba contribuir al triunfo de la obra de su sobrino, tomando anticipadamente varias fotografías de la representación durante los ensayos, para publicarlas en ese semanario que tenía una enorme circulación. ¿Tenía yo algún inconveniente?

El señor Kramer abrió su carpeta para enseñarme algunas muestras de su arte. Eran notablemente buenas. A pesar de la desconfianza que él me inspiraba como persona, no veía motivo para oponerme a algo que, sin duda alguna, nos procuraría una publicidad muy útil. Dije que por mi parte no habría inconveniente. El señor Kramer no ocultó su satisfacción.

—Esto es muy amable de su parte, señor Duluth —dijo—. Me crea usted o no, el caso es que yo no tenía la más remota idea de que mi sobrino estuviera en Nueva York hasta que me lo encontré por casualidad ayer. Pensé que se sentiría muy orgulloso y elevado, para prestar atención a su tío. —Rió cordialmente y continuó—: Leí la pieza en la cama, anoche, y me asombra que Henry haya resultado tan buen escritor. Me di cuenta también de que Hay en ella grandes posibilidades fotográficas. Ante todo me gustaría obtener esa escena del primer acto, en la que colocan en el ataúd al viejo Comstock.

Esto parecía llevamos por fuerza al desagradable tema. Miré a Iris; miré a Lenz; finalmente miré a Henry y dije:

—¿Entonces ustedes no han sabido nada de lo que ocurrió a Comstock? Murió anoche… de un ataque al corazón.

Henry se quedó con la boca abierta; levantó agitado el mechón de pelo negro que se le había caído sobre la frente.

—¡Un ataque al corazón, señor Duluth! —exclamó. Guardó silencio un momento e inquirió—: ¿Cómo es esto… quiero decir que después de lo ocurrido anoche, lo que nos dijo la señorita Ffoulkes… no habrá nada detrás de esto, algo que lo habrá asustado?

Su nueva vida en el teatro conturbaba bastante al pobre Henry, sin que tuviera que saber, por añadidura, de influencias malignas que parecían querer hacer fracasar la obra. Consideré más conveniente calmarlo con alguna vaguedad inofensiva.

—Comstock se había metido en un camarín, donde encontró un espejo roto —dije—. Era supersticioso y esto lo trastornó. Tenía el corazón muy débil; eso es todo.

No era una explicación muy convincente, pero pareció satisfacer a Henry. El joven dramaturgo dio un suspiro de alivio y se enjugó el sudor de la frente con un pañuelo.

El tío George, por el contrario, se mostró curioso por demás.

—¿Quién rompió el espejo? —indagó.

Hice una vaga observación sobre algo incierto. Entonces, para mi completo asombro, Kramer declaró:

—Si rompieron un espejo anoche en el teatro, yo podría darle una buena sugestión respecto a la persona que pudo haberlo hecho. ¿No te parece, Henry? —añadió volviéndose hacia su sobrino.

Yo no esperaba que el tío George hiciera deducciones, y al parecer Henry tampoco.

—No entiendo —dijo—. ¿A quién se refiere usted?

—A Wessler, claro está. —George Kramer clavó en mí sus ojos saltones—. ¿No conocía usted la costumbre que tiene Wessler de romper espejos?

Dije que no la conocía, pero el tío de Henry había logrado despertar mi interés.

—Yo lo supe por conducto de un amigo mío, un enfermero que había cuidado a Wessler en el Hospital del Teatro, cuando él y su hermanastro estaban restableciéndose del accidente de aviación. —El tío George hizo con la mano un gesto pomposo de eximio narrador—. Claro está que lo mantenía en secreto, pero yo tengo mucha confianza con los de allí. Había hecho algunos trabajos de fotografía para los laboratorios. Una vez, conseguí allí un empleo para mi sobrino. —Soltó una risa—. Es así como llegué a conocer el hecho.

Henry hizo un movimiento de impaciencia, como si temiera que su tío nos aburriera. Pero Lenz mostró una repentina curiosidad. Se inclinó sobre los restos de los huevos revueltos y dijo:

—Si usted quiere tener la bondad de decimos lo que sabe, señor Kramer, se lo agradeceremos.

—Claro que sí. —Kramer cruzó las manos regordetas sobre el vientre cubierto con un elegante chaleco—. Ustedes sabrán que el accidente de aviación había dejado hecho una ruina al hermanastro de Wessler. Sufrió un golpe en la cabeza y quedó algo loco en forma casi permanente, según me dijeron. Pues bien, parece que el mismo accidente le estropeó la vista a Wessler. Cuando lo trajeron al hospital sé creyó al principio que quedaría completamente ciego, pues no veía nada. Pero antes de lo que los médicos esperaban, recobró la vista, un día que estaba solo en su habitación particular. Ese amigo mío me dijo que Wessler siempre había cuidado mucho de su aspecto físico; se le llamaba el hombre más hermoso de Austria. Y bien, cuando se dio cuenta de que veía otra vez, lo primero que pensó fue en su cara. Tenía un miedo espantoso de encontrarse desfigurado, y no se le había advertido de cuán grande era el daño que había sufrido.

Kramer se había percatado evidentemente de que había logrado despertar nuestro interés. Era evidente, también, que gozaba sobremanera con ser el centro de la atención general.

—Así pues —prosiguió—, Wessler se levantó de la cama, se quitó las vendas y fue hasta el espejo. Esto ocurrió, claro está, antes de que le hicieran la operación de cirugía estética. Pueden ustedes imaginarse lo que sintió al verse en el espejo; todo quemado y lacerado. Cuando aún no veía, me llamaron una vez para sacar algunas fotografías de las heridas a petición de los cirujanos que iban a realizar la operación y sé muy bien el terrible aspecto que presentaba. No es de extrañar que le acometiera un ataque de locura. Ese amigo mío que estaba cuidándolo penetró en la habitación y lo encontró golpeando el espejo con los puños desnudos. Lo hizo pedazos, al igual que todos los demás espejos que cayeron bajo sus manos mientras permaneció en el hospital.

Kramer sonrió con aire de entendido.

—Después de eso, fue muy difícil tenerlo tranquilo. Descubrió que yo había sacado fotografías y me obligó a destruir todas las copias, incluso los negativos. Durante días después, permaneció acostado en su habitación con las persianas cerradas, a oscuras. Ni siquiera podía soportar la idea de que alguien viera su cara. Ni aún permitió que mi amigo continuara atendiéndolo, a pesar de que era la única persona en el hospital que sabía hablar alemán. Entonces a éste lo encargaron del cuidado de von Brandt; no volvió a ver a Wessler después. Por eso les decía yo que no era difícil adivinar quién habrá roto el espejo en el Dagonet.

No obstante el desagradable estilo gozoso con que Kramer relató la historia, había en ella algo trágico. Nunca pensé que Wessler hubiera sido víctima de tan cruel conmoción. Esto explicaba muchas cosas. Explicaba por qué se negó a ocupar el segundo camarín principal del Dagonet, debido a que le disgustaba el espejo. Explicaba también las breves frases impresionantes que había pronunciado acerca de los espejos en el escenario la noche precedente.

Y se derivaba de ello una consecuencia mucho más alarmante aún: resultaba palmario cuán totalmente indefenso se vería mi gran actor austríaco, si a alguien se le metiera la idea de asustarlo por medio de espejos.

George Kramer continuaba aún en el uso de la palabra.

—Mi sobrino me ha dicho que anoche ocurrieron cosas raras en el Dagonet —decía—. Es claro que no es de mi incumbencia, pero si yo fuera Duluth, tendría mucho cuidado con Wessler.

—¿Quiere usted decir —inquirió Lenz, curioso— que el señor Wessler es capaz de cometer alguna acción… anormal?

—Yo no quiero decir nada. —Kramer alzó sus manos regordetas en un ademán que resultaba una caricatura vulgar de uno de los modales favoritos de Lenz—. Es cierto que he hecho mucha fotografía escénica; hasta he interpretado algunos papeles, en un tiempo, pero no soy director empresario como el señor Duluth. Con todo, les diría una cosa: si yo dirigiera una obra, no admitiría en ella a Wessler. Es posible que sea un gran actor, pero se halla expuesto a perder el juicio en cualquier momento como le ocurrió a su hermanastro; créame usted. —Volvió hacia mí sus ojos saltones—. ¿Prepara usted un sustituto para ese papel, señor Duluth?

Comenzaba a detestar a Kramer.

—No —repliqué brevemente—. Wessler no quiere tener ningún sustituto, que no sea von Brandt, su hermanastro, y éste no está en condiciones de prepararse. Dependo totalmente de Wessler.

—¿Cree usted que es prudente dejarlo así? —La faz rubicunda de Kramer asomaba por encima del colador de café—. Sé, desde luego, que no suelen ser bien recibidas las sugerencias de un extraño, pero yo soy tío de Henry y me gustaría que obtuviera un buen éxito con su primera obra. ¿Por qué no prepara usted a alguien más para ese papel, en caso de que fuera necesario? Supongo que será demasiado tarde para hacer un cambio radical, pero puedo recomendarle a uno que interpretaría muy bien ese papel. Está sin ocupación por el momento y me consta que aceptará gustoso el empleo, como una especie de sustituto no oficial.

—¿Quién es? —pregunté.

George Kramer golpeó el extremo de un cigarrillo sobre su grueso pulgar.

—Roland Gates —respondió.

Hasta ese instante no había llegado aún a pensar que el tío Kramer fuese un personaje siniestro. Se me había antojado simplemente un entrometido obeso e impertinente. Pero ahora, aquella cara redonda con su pequeño bigote, me pareció súbitamente cargada de malignidad. Acaso fuera la sorpresa de descubrir que era un asociado de Roland Gates, el ex marido de Mirabelle; acaso fuese un vago recuerdo de la manera en que Mirabelle y Wessler se habían quedado mirándolo la noche anterior en el escenario, cual si estuviesen sobresaltados; el caso fue que, por algún motivo, tuve la extravagante idea de que ese hombre sabía mucho más de lo que tenía derecho a saber y de que estaba formulando una oscura amenaza.

Era preciso que yo dijera algo.

—Estoy completamente satisfecho de Wessler. Y es de todo punto insensato pensar en Gates.

—¿Lo dice usted porque se acaba de divorciar de la señorita Rue? —Kramer movió la cabeza con aire sabio—. Oh, no creo que la señorita Rue se oponga. Cuando ella y el señor Gates actuaban juntos, yo hice muchos trabajos para ellos, y puedo jactarme de conocer muy bien a la señorita Rue. Es una artista, una artista hasta la médula. Si logramos hacerle ver que Gates estaría muy bien en ese papel, ella no pondría ninguna objeción personal contra este arreglo.

Mi único deseo en ese momento fue el de echar a Kramer del apartamento a patadas. Pareció caer en la cuenta de que no iba muy bien encaminado con lo que decía, porque bruscamente cambió de tema. Luego de echar una extraña y rápida mirada a Henry, prosiguió:

—Ya que hablamos de cambios en su reparto, señor Duluth, supongo que usted estará buscando a otro actor para reemplazar a Comstock. No quisiera recomendarme yo solo, pero según dije, he tomado parte en algunas representaciones teatrales en otro tiempo. Me sentiría muy honrado si me diera usted la oportunidad de volver a eso, justamente para desempeñar un papel en la obra de Henry.

Se apoderó de mí una excitación como nunca me pareció haber sentido. Pero una vez más se me impidió decir lo que pensaba. En tanto que Henry y yo contemplábamos a Kramer con una especie de horror, el doctor Lenz se hizo dueño de la situación. Con gran firmeza, con un tono de voz que yo había aprendido a respetar, dijo:

—Estoy seguro de que el señor Duluth se sentirá muy contento de probarle en ese papel, señor Kramer. Justamente me estaba diciendo un momento antes de que usted llegara, que le hubiera gustado hallar a una persona de su tipo para reemplazar a Comstock.

Esto, naturalmente, era una redomada mentira y si la hubiera dicho cualquier habitante de cualquier punto de Manhattan, que no fuera el doctor Lenz, yo le habría saltado encima como una fiera. Pero conocía a Lenz; sabía que tenía buenas razones para hacer todo lo que hacía; sospeché también que su proceder en ese momento estaba relacionado con el triste asunto del Dagonet. Por ello, a pesar de que las palabras me quemaban la lengua, declaré que me gustaría mucho que Kramer se encargara del papel de Comstock. En consecuencia, le invité a que fuera al teatro a las once y media, para ensayar aquella misma mañana. Sin embargo, agregué:

—Supongo que usted sabe que tendrá que pasar algunos minutos encerrado en el ataúd.

George Kramer mostró una satisfacción tan grande, como si viera cumplirse el más hermoso de sus sueños.

—Esto no me aflige, señor Duluth. Tarde o temprano, todos tendremos que pasar un largo rato en un ataúd. Más vale que me vaya acostumbrando desde ahora.

Eso era un chiste. Ninguno de nosotros fue bastante cortés como para sonreír, ni siquiera Henry, quien daba la impresión de estar tan atontado como yo por el giro inesperado de los sucesos.

Para mi gran alivio, al fin se levantaron para marcharse. Les acompañé hasta la puerta. Mientras Kramer se acomodaba el sombrero hongo en el occipucio y se encaminaba ufano hacia el ascensor, Henry se rezagó detrás. Estaba retorciendo con dedos nerviosos un gran mechón de su pelo lacio.

—Me disgusta en extremo tener que hablarle de esto, señor Duluth —balbuceó—, pero la vida en Nueva York resultó ser para mí mucho más costosa de lo que esperaba. Ya he gastado el adelanto de quinientos dólares que usted me hizo. Quería preguntarle si puede facilitarme otros quinientos dólares a cuenta de los derechos de autor.

—Cómo no —respondí. Me sorprendió algo que el parsimonioso Henry hubiera gastado quinientos dólares en menos de dos meses, pero estaba acostumbrado a tratar con autores que nunca tenían un centavo. Llené aprisa un cheque en el salón contiguo y se lo entregué. A fin de cuentas, no hacía sino anticipar sobre un éxito de taquilla sin precedentes. Un adelanto de quinientos dólares a Henry semejaba a una apuesta segura.

Éste tomó el cheque con una súbita sonrisa, bastante simpática.

—Muchas gracias, señor Duluth. Usted… no se imagina lo que esto significa para mí.

Mientras hablaba, miré por casualidad a Kramer. Había vuelto sobre sus pasos y se hallaba muy cerca de nosotros, silbando quedo entre dientes. En sus labios erraba una extraña sonrisa y miraba fijamente en dirección a nosotros.

De pronto me di cuenta, enfurecido, de que no me miraba a mí, ni tampoco a Henry. Sus pequeños ojos de cerdo estaban clavados con avidez en el cheque que su sobrino tenía en la mano.