Fui a abrir la puerta. Ante mí, como la voz de la conciencia, se hallaba el doctor Lenz. Me arreglé la corbata, confié en que no tenía rouge en la cara y me esforcé por no aparecer tan culpable como me sentía.
Lenz se encaminó al vestíbulo, magnífica procesión barbada de un solo hombre. Sin decir palabra, se quitó el sombrero y el abrigo, dobló éste, colocó ambos sobre una silla y luego depositó encima un soberbio maletín de cuero fino. Cruzó los brazos a la espalda, se inclinó ante Iris y tomó asiento en una silla de acero que para él resultaba a la vez demasiado pequeña y demasiado frívola.
Fue una entrada desanimadora. Rompí el silencio:
—¿Trae alguna novedad del hospital?
Hizo una señal afirmativa con la cabeza.
—Hemos examinado al señor Comstock. Según todas las apariencias, es cierto que ha fallecido a causa de un síncope. Afortunadamente pudimos ponernos en comunicación con el médico que lo atendía, quien conocía el hecho de que el muerto sufría de una insuficiencia valvular, y estima que cualquier emoción o trabajo excesivo pudo haber producido un ataque. Yo sugerí que tal vez el esfuerzo de la interpretación había sido la causa determinante de su muerte.
Se detuvo, añadiendo con una solemnidad que daba a cada palabra un acento tan impresionante, como si formara parte de una profecía délfica.
—Los otros médicos estuvieron de acuerdo.
Sentí un notable alivio. Desde que había ocurrido aquel hecho increíble en el Dagonet, había estado esperando con lúgubre pesimismo que alguien hiciera alusión a la policía.
—Entonces, ¿no habrá ninguna investigación? —pregunté lleno de esperanza—. ¿No tendremos hordas de detectives estropeándonos el espectáculo?
—¿Una investigación? —La perilla de Lenz hizo un movimiento ascendente denotando una leve sorpresa—. Mi querido señor Duluth, ¿por qué ha de haber una investigación? Un actor de edad madura muere de un síncope debido a una miocarditis en presencia de un médico conocido. ¿Por qué ha de requerir tal hecho una investigación policial?
Me volví para mirar a Iris. Continuaba aún retorciendo la punta del almohadón, con los ojos brillantes.
—Usted no conoce la mitad de lo que ha ocurrido —dije a Lenz.
Y a renglón seguido le referí toda la historia. Lenz no sólo apoyaba a la empresa; apoyaba también mi vuelta a la vida. Referirle a él todo lo sucedido era la cosa más confortante que me acontecía aquella noche odiosa.
—Ahora que ya conoce los antecedentes, ¿no le parece que la muerte de Comstock es un asunto para la policía? —concluí, esperanzado, el diablo sabe sobre qué base, de que él diría no. Porque me constaba que si la policía llegaba a entremeterse en el espectáculo, estábamos arruinados.
En los plácidos ojos grises de Lenz apareció un leve fulgor.
—Lo que usted me ha contado, por muy extraño que sea, sólo torna más explicable la situación. El señor Comstock era un actor, una persona impresionable, probablemente supersticiosa. Llegó al Dagonet en un estado de gran excitación, con la mente llena de recuerdos de esa muchacha que se llamaba Lillian Reed. La memoria y la conciencia pueden realizar cosas extrañas. Después del ensayo fue al camarín del señor Wessler, movido tal vez por un impulso de volver a visitar el lugar de la tragedia. Halló el espejo roto. Esto, por sí solo, habrá excitado su ánimo supersticioso. Miró el espejo; acaso vio su propio rostro deformado en el cristal deshecho. Nada tiene de extraño que se trasladara al espejo la imagen que tenía en la mente; ni que se figurara ver la cara de la muchacha muerta.
Lenz sacó un par de gafas enormes, con armazón de cuero, que usaba siempre para subrayar los puntos de mucha importancia, y prosiguió:
—Todo esto, o cualquiera de estas cosas, señor Duluth, habría sido más que suficiente para precipitar el fatal desenlace.
Las gafas volvieron al bolsillo. Al parecer, el doctor Lenz estimaba que la situación había sido perfectamente explicada.
—¿Y todo lo demás? —dije—. ¿El espejo roto, la hoja de vidrio hecha pedazos, la estatuilla deformada y…?
—¿Y lo que Theo había visto arriba? —terció súbitamente Iris—. Ella también vio una cara de mujer reflejada en el espejo. Ella la vio, aún antes de que Comstock…
El doctor Lenz levantó una imponente mano pidiendo silencio. Lo obtuvo de inmediato.
—Señor Duluth, señorita Pattison —dijo contemplándonos a los dos con paternal indulgencia—. Es fácil creer misterios allí donde no los hay, sobre todo cuando uno goza de perfecta salud. Yo estoy sumamente interesado en el éxito de su empresa. Usted también. Le aconsejo, pues, seriamente, que no arriesgue su triunfo inquietándose… hasta tanto no haya un verdadero motivo para inquietarse.
No nos gustó ese hasta tanto. Revelaba todo el disimulo de Lenz. Ponía de manifiesto lo que yo había sospechado, y era que Lenz nos trataba como si fuéramos un par de chiflados de su sanatorio. Él sabía que las cosas andaban endiabladamente mal en el Dagonet, pero no iba a reconocerlo delante de nosotros, porque aún no tenía confianza en nuestros nervios.
—Pero… —comencé.
Era inútil ponerle peros al doctor Lenz. Los pacientes no le pagaban honorarios fantásticos para que les asegurara que todo acabaría bien… sin fundamento.
Sentí unas ganas locas de tomar un trago. Lo deseaba terriblemente, cuando volvió a sonar el timbre. Salí al vestíbulo y abrí la puerta a Theo Ffoulkes.
La actriz inglesa parecía cansada, pero traía un aire muy resuelto.
—Es tremendamente tarde, Peter —dijo—; pero tenía que venir.
Pasó muy presurosa a la sala, sopló sobre sus manos sin guantes y dijo:
—Iris, sé un ángel y hazme una taza de té. Estoy helada.
Luego se encaró con Lenz.
—¿Qué razón hay para que esos dos no se casen? Ahorrarían bastante alquiler. Usted está financiando la obra, ¿no es así? Lo vi en el ensayo esta noche. Hombre feliz, va a ganar usted un montón de dinero.
—Deje las palabras inútiles, Theo —dije, sombrío—. Si tiene algo que decimos, desembúchelo. Y no se preocupe por él —agregué, señalando a Lenz.
Theo se sentó sobre un brazo del canapé y se quitó de un tifón su sombrero de fieltro, descubriendo una cabellera grisada y abundante.
—Volví al teatro para buscar los guantes. El portero me contó lo que le había pasado a Lionel. ¿De qué ha muerto?
Iris se marchó a la cocina y empezó a hacer ruido con las cacerolas.
—Un ataque al corazón —dije.
—Eso es lo que yo me temía. —Theo encendió un cigarrillo, tosiendo y haciendo una mueca—. Es culpa mía, ¿no es verdad, Peter? Lo asusté terriblemente al entrar corriendo al escenario y obrar como una imbécil. En cierto modo soy responsable de su muerte.
Daba la impresión de estar afligida de veras.
—No diga tonterías —repliqué—. Lo que le asustó ocurrió mucho más tarde.
—Pero yo he visto esa cara en el espejo. —Los labios de Theo estropearon el cigarrillo—. Eso es lo que vengo a decirles. Yo no me hice la loca, ni les conté un cuento de niños.
Lancé una tímida mirada a Lenz.
—El doctor Lenz dice que no debemos hablar de estas cosas —dije—. No está bien.
Lenz siguió imperturbable. Inclinado hacia delante en su silla de acero, observaba con atención a Theo.
—Perdóneme la pregunta, señorita Ffoulkes, ¿no le recuerda nada el nombre de Lillian Reed?
No comprendí a lo que iba. Intentaba probar que Thoe había conocido de antes la leyenda del Dagonet y fue subconscientemente influida por ella.
—Lillian Reed —repitió Theo—. ¡Lillian! ¿Usted se refiere a la mujer de que habló Comstock? ¿Han sabido ustedes quién es?
—Sí —dije yo—. Lo hemos sabido. Es una persona muy simpática. Es fantasma.
Le conté la historia de Lillian. Por ser una de mis amigas del teatro más viejas y sensatas, y como era además una de las personas que se habían encontrado con la imagen de Lillian en el Dagonet, supuse que le convenía más saber la verdad que andar haciendo conjeturas.
Theo me escuchaba pálida y demudada.
—¡Peter, qué horroroso! Eso es justamente lo que vi —exclamó cuando yo terminé; luego agregó con prisa—; ¿Estaba Wessler en el escenario cuando ocurrió esto? ¿Lo presenció todo? ¿Está asustado? ¿Se encuentra bien?
Dije que sí, que se encontraba bien.
Lenz observaba aún a la inglesa.
—¿Está usted segura, señorita Ffoulkes, de que era una cara de mujer lo que usted vio en el espejo?
—Sí, creo estar segura. Ahora, que la cara estaba deformada, ¿sabe?, algo así como retorciéndose de dolor, y no pude ver el pelo, porque la cabeza estaba echada hacia atrás. Pero estoy segura de que era una mujer por la manera en que estaba vestida. Tenía una piel de color tostado claro.
Theo se puso de pie y comenzó a andar de un extremo a otro de la habitación.
—Quiero tener aclarado esto antes de volver a casa, Peter —prosiguió—. No creo en imágenes de fantasmas y demás tonterías. Pero estaba pensando en lo siguiente: justo frente al espejo está ese ropero con la cortina; si alguien estaba oculto allí dentro y la cortina no se hallaba bien corrida, su cara podría aparecer en el espejo, aunque el resto del cuerpo quedara invisible. Estoy segura de que es esto lo que ocurrió.
Aquello era algo sumamente sensato. Si alguien se había ocultado allí, podía haberse escurrido fácilmente afuera antes de que llegáramos Gerald y yo. Esto explicaría también cómo fueron apagadas las luces después que Theo las había dejado encendidas.
Theo prosiguió:
—Pero suponiendo que fue realmente esto lo que ocurrió, ¿qué motivo tendrá nadie para querer asustarme?
—Es que a ti te habrán dado un susto suplementario, querida —dijo Iris entrando de la cocina con el té en una bandeja—. Si el doctor Lenz está equivocado y si realmente había alguien allí que hacía el fantasma, es evidentemente a Comstock a quien se proponía asustar. Como le dije a Peter, estoy convencida de que ese portero impresionante es el culpable de todo, por querer vengar a su esposa o lo que fuera. ¿Cuántos terrones?
—Tres —respondió Theo. Levantó la taza, se bebió el té de un trago y colocó el platillo sobre la mesa con un golpe sonoro—. Yo también pensé que esa mujer tenía el propósito de asustar a Comstock. Pero no veo cómo podría hacerlo. Todo eso ocurrió en el camarín de Wessler, ¿no es así? Si el portero o cualquier otra persona había preparado un cuadro de horror para Comstock, ¿cómo podía saber que él entraría precipitadamente en ese camarín? Se me ocurre —agregó, y las mejillas se le tiñeron de un inusitado rubor— que hay una sola persona a quien estaba destinado aquello, y esa persona era Wessler.
Yo empezaba a lamentar no haber seguido el consejo de Lenz, abandonando las deducciones brillantes. La idea de un plan diabólico para sabotear a Wessler, el sostén principal de la obra, era demasiado tenebrosa para ser admitida por un instante siquiera.
—Sea razonable —le dije—. ¿Quién puede tener interés en molestar a Wessler?
—Yo podría nombrar a alguien. —Theo se detuvo frente a mí, con las manos metidas en los bolsillos de su chaqueta de tweed; semejante a una elegante guardiana de Reformatorio para muchacha delincuentes—. Mirabelle. Le ha mostrado inquina a Wessler desde que entró en la compañía. Le importa un comino que él haya sufrido ese terrible accidente y que merezca mucha consideración. Estaba furiosa cuando él ocupó el primer camarín del escenario. Aseguraría que ella le jugó una mala pasada truculenta con la esperanza de espantarlo y hacer que se fuera, y que Comstock quedó mezclado en el asunto por error.
Yo estaba pasmado por la reprimida maldad que había en su voz. Theo era la mujer más cordial del mundo: jamás hubiera pensado que ella abrigaba tales sentimientos hacia Mirabelle.
—Theo, querida —le dije con tranquilidad—, no diga tonterías. Mirabelle no estaba en el teatro cuando le dieron el susto a usted. Y cuando asustaron a Comstock, ella se encontraba en el escenario con nosotros. ¿Cómo es posible, pues, que le jugara malas pasadas a nadie, haciendo visajes desde un ropero?
—Yo no sé. Yo no sé nada. Ésta es la sensación que tengo, y si hay alguien que verdaderamente trata de espantar a Wessler, ya procuraré que no siga adelante. —El arrebol que teñía las mejillas de Theo se extendió súbitamente por toda su cara. Recogió su bolso y añadió con aspereza—: Bien, después de haberme portado como una tonta, creo que puedo marcharme.
Y con una sonrisa algo embarazosa a Lenz y una inclinación de cabeza a Iris, se encaminó hacia la salida. Antes de llegar a ella, le acometió un repentino acceso de tos. Se quedó inmóvil, con la mano sobre la garganta.
—¡Maldito sea! —dijo—. ¿No podría sugerirme algo para esta tos, doctor Lenz? ¿O no es usted médico de esta clase?
Durante ese inesperado estallido contra Mirabelle, el doctor Lenz había estado mirando al techo cortésmente abstraído de lo que estaba ocurriendo. Ahora volvía a hacer presente su personalidad, tomándose una fuerza dominante. Extrajo una pluma estilográfica y un formulario, y escribió una receta que tendió a Theo.
—Siempre recomiendo la codeína como paliativo para la tos, señorita Ffoulkes. Sólo se consigue con receta médica. —Movió la perilla con aire impertinente—. Tenga cuidado de no tomar dosis mayores que la indicada, porque es una droga peligrosa.
—Veneno, ¿eh? —Theo metió la receta en su cartera—. Muchas gracias. La próxima vez que me sienta impulsada a envenenar a alguien, le daré codeína. Buenas noches, chicos. Que durmáis bien.
La acompañé al vestíbulo y le abrí la puerta.
—No se inquiete demasiado por este asunto —le dije—. Creo que mañana vamos a poner las cosas en claro.
Theo no dijo nada. Sus dedos largos y hermosos jugaban con el picaporte. Luego levantó la vista y me miró directamente a la cara con sus ojos claros y resueltos.
—Lo siento —dijo—. Fue una descortesía por mi parte desatarme en esta forma contra Mirabelle.
—No piense más en eso.
Sonrió de una manera extraña e irónica.
—Dios mío, qué estúpida soy, Peter, ¿no es verdad? Y eso que juré no volver a hacerlo nunca.
No me di cuenta de lo que quería decir, y no respondí nada.
—No es que yo le tenga verdaderamente odio a Mirabelle, Peter. Creo que es una actriz maravillosa; una gran persona, y tiene más temperamento en su dedo meñique que yo en todo el cuerpo. Pero cada vez que la veo junto a él me vienen ganas de matarla. Sé que él no está enamorado de ella; probablemente la detesta, pero está fascinado. Ella le obliga a tenerla siempre presente. —Theo alzó los hombros—. Él ni siquiera se da cuenta de si yo estoy allí o no.
Entonces comprendí. Gerald tenía razón. La pobre Theo, con su predisposición a enamorarse de la persona que menos debía, se quedó prendada de Wessler.
—Yo no tomaría esto muy a pecho —le dije—. Nunca se puede saber.
—¿No se puede saber? Sé que nada en el mundo es capaz de hacer que Wessler se de cuenta de mi existencia. A veces deseo que le suceda algo, que algún accidente le impida seguir siendo el Gran Wessler. Entonces, quizá, si ninguna otra le quisiera… —Extendió una mano, con ademán de burla de sí misma. Sus labios sonreían, pero dos gruesas lágrimas corrían lentamente por sus mejillas. Eran redondas y brillantes, como de glicerina. Yo no había visto nunca lágrimas como éstas, salvo en el teatro—. Es usted muy amable en escucharme, Peter; es usted realmente una persona encantadora.
—Soy ex bebedor —repliqué—. Y sentimental.
—No seré molesta, querido Peter, le juro que no crearé con esto obstáculos para la obra. —Theo me estrechó la mano, y en un arranque, me besó—. Estoy acostumbrada a pasiones frustradas, Peter. Soy una de esas mujeres que los hombres olvidan tanto en el teatro como fuera de él.
Se fue corriendo al ascensor. Yo cerré la puerta.
Cuando volví a la sala, Iris y Lenz conversaban amablemente de cosas triviales.
—Es curiosa la forma en que Theo se enfureció contra Mirabelle —dijo Iris—. Y después se fue, dejando las cosas en el aire.
Lenz levantó la cabeza con gravedad.
—El aire, señorita Pattison, es el lugar más adecuado para dejar las cosas esta noche. —Sacó un reloj de oro de gran tamaño al extremo de una larga cadena de oro y lo miró significativamente—. Las dos. Opino que es hora de que nos vayamos todos a dormir un poco.
Cuando Lenz opinaba algo, ni Iris ni yo soñábamos en contradecirlo. Iris se levantó y me dio un beso casto, en tanto que Lenz permanecía de pie observándonos como un guardián olímpico. Luego la acompañé hasta la puerta. En el vestíbulo me dio otro beso, un poco menos casto.
—Querido —me dijo—, prométeme que no vas a inquietarte.
Le respondí que así lo haría. Me miró a los ojos y preguntó:
—¿Por qué te quedaste aquí tanto tiempo con Theo? ¿Estaba haciéndote el amor?
—Sí —respondí—. Todas las mujeres me hacen el amor, apasionadamente.
Me observó pensativa durante un momento, luego agregó:
—No creo que te lo haga, Peter; no me parece que en general seas un tipo atrayente para una mujer normal. Tienes las orejas demasiado grandes.
Me besó otra vez, me repitió que no me inquietara y se marchó.
Volví a la sala trayendo conmigo el magnífico maletín del doctor Lenz, que contenía, estaba seguro de ello, documentos de la más extraordinaria importancia universal para la psiquiatría. El doctor Lenz se había acercado a la ventana y contemplaba el East River con la autosatisfacción de una deidad vigilando una de sus más brillantes empresas.
—¿La señorita Pattison se ha marchado? —preguntó con un tono levemente suspicaz, cual si pensara que yo podría dar una palmada y hacerla surgir de uno de los bolsillos del chaleco.
Respondí que sí. Sus dedos índice y pulgar aprisionaron el extremo de su perilla. Tenía los ojos solemnemente clavados en mi cara.
—Señor Duluth —dijo—, espero que no se dejará dominar por la inquietud a causa de los sucesos de esta noche.
Al parecer, todos nos estábamos diciendo, unos a otros, que no había que inquietarse. Eran unas recomendaciones harto inútiles.
—Usted iba a decir algo más antes de venir Theo, ¿no es verdad? —dije yo—. ¿Cree usted que hay algo misterioso en la muerte de Comstock? —Y añadí, ansioso—: ¿Le parece que podemos tener otros disgustos?
El doctor Lenz observaba la uña de su pulgar.
—No quisiera alarmarlo, señor Duluth; mas, aun a riesgo de resultar vulgar, debo admitir que esta noche han ocurrido algunas cosas que no parecen tener una explicación inmediata. No lo atribuyo a nada sobrenatural. Siento, sin embargo, que alguna fuerza maligna ha sido dirigida contra algún miembro de su compañía. No me es posible decirle ahora si ese miembro era Comstock, o algún otro, pero considero que sería poco prudente por nuestra parte no estar… preparados.
Esto sonaba a algo aciago, pero el doctor Lenz me produjo algún alivio al agregar:
—En los próximos días estaré un poco más libre de mis ocupaciones en el sanatorio y le ofrezco gustoso mi cooperación para investigar más detenidamente el asunto. Usted convendrá conmigo, desde luego, que sería desastroso hacer intervenir a la policía ahora. Desastroso para usted, porque su porvenir se halla estrechamente ligado a la obra; desastroso para mí —y en sus ojos hubo un leve chispazo— porque he puesto en ella no sólo una considerable suma de dinero, sino también la salud de mis dos pacientes más interesantes.
Declaré fervorosamente que estaba de acuerdo con él respecto a la intervención policial, y a despecho de lo que implicaban sus manifestaciones, me sentí un poco más feliz. El doctor Lenz había afrontado otros misterios, con anterioridad, y se me antojaba que no existía problema en la tierra que pudiera resistir a la barbuda concentración de su vigoroso espíritu.
—Entretanto —añadió con gravedad—, debo insistir en que usted…
—No me inquiete demasiado —terminé—. Sí, ya sé.
El doctor Lenz volvió a consultar su reloj.
—Escuche —le dije—. Ya que se ha hecho tan tarde, ¿por qué no se queda a dormir aquí? Hay habitaciones de sobra.
El doctor Lenz inclinó su perilla.
—Es usted muy amable, señor Duluth. La verdad es que, cuando dejé el sanatorio esta noche, había pensado en ello.
Con sus largos dedos abrió el cierre del maletín. Luego extrajo una prenda cuidadosamente doblada y la desdobló de un tirón en toda su magnífica longitud. Era un camisón de franela gris.
Tales eran los documentos de extraordinaria importancia universal para la psiquiatría.