5

IIris y yo contemplábamos atónitos al portero. Luego ella pronunció con voz extraña, como un silbido:

—Vamos, Peter. Vámonos.

Esto me pareció muy buena idea. Con una sonrisa forzada a Mac y al gato siamés, conduje a Iris hacia la fría noche de noviembre que reinaba afuera.

Conocíamos ahora toda la tremenda verdad respecto a Lillian. Había sido la mujer del portero: Lionel Comstock había sido anteriormente Humphrey Fremont, el que causara el daño a Lillian y la llevó a suicidarse en el Dagonet treinta años atrás.

Mas, ¿qué nos dejaba en limpio todo esto? Explicaba la razón por la cual Comstock se mostró disgustado de tener que trabajar en el Dagonet; explicaba el motivo de su violenta reacción al referir Theo lo que había visto en el piso de arriba. Pero fuera de esto, seguíamos tan a oscuras como antes, si no más. Pues, ¿qué fue lo que vino sobre Comstock desde el espejo?, ¿qué fue lo que vio Theo Ffoulkes en el piso de arriba?, ¿cómo fue desfigurada en forma tan extravagante la estatuita de Wessler que representaba a Mirabelle, y cómo fue destrozado el cristal del pasillo, no habiendo en el teatro a esa hora nadie para destrozarlo?

Mi mente era una ensalada mixta de suposiciones al abrir la carcelaria reja de hierro que nos separaba de la calle y cerrarla tras de nosotros.

Estábamos esperando que pasara un taxi, cuando una figura zanquilarga evitó por un pelo a un automóvil que pasó disparado y saltó a la acera, frente a nosotros. Con el sombrero ladeado en el occipucio de su cabeza rizada y una mano sobre la cadera, como para cubrir un cuarenta y cuatro oculto, Eddie Troth se parecía más que nunca a Gary Cooper, haciendo el papel de cowboy para Goldwyn. Tenía él también un aire preocupado.

—¿Han visto a Gerald? —preguntó.

Iris y yo dijimos que no le habíamos visto.

Mi director de escena comenzó a contarme cómo Gerald estaba con él tomando un bocadillo en un bar cercano y de repente pegó un salto y se lanzó a la calle.

—Fue como si hubiera visto un fantasma —dijo, pensativo—. Me pregunto… —Se interrumpió, pasando la mirada de mi cara a la de Iris—. Hablando de ver fantasmas, ¿qué diablos les ha pasado a ustedes dos? Tienen unas caras que dan miedo.

Eddie había sido mi director de escena desde el día en que dejó su carrera de masajista en el Hospital del Teatro. Me era tan adicto como mi mano derecha. Le referí todo lo que nos había ocurrido. Hice también que me confirmara el hecho de que, tanto el espejo del camarín de Wessler, como el vidrio en el pasillo estaban intactos cuando él salió del teatro. Me miró pasmado un instante y luego lanzó un breve silbido.

—¡Qué broma! —dijo.

—No es ninguna broma —repliqué amargamente—, es muy serio.

En ese momento pasó un taxi. Lo detuve, metí a Iris dentro y dejé a Eddie con la boca abierta en la acera.

En el coche, Iris me dijo:

—Peter, estaba pensando en una cosa. Si Lillian Reed fue la esposa del portero y Comstock había sido culpable de su muerte, es posible que el portero…

—Escucha —repliqué—, ¿quieres hacerme un pequeño favor?

—Sí —dijo ella.

—Deja a Lillian en su tumba por un rato. No hagas esta noche más horrible de lo que ya es.

Me incliné hacia ella y la besé, dejando que mi boca permaneciera junto al calor de la suya.

—Te amo —le dije—, ¿Pero no te parece horroroso todo esto?

Creo que tomaba el caso más trágicamente de lo que merecía. A esa altura de la historia no había ningún motivo serio para prever el fracaso de toda mi obra. Pero yo era aún un bebedor convaleciente. Y no hay nadie en el mundo más expuesto a ataques de melancolía suicida que un bebedor convaleciente.

Por espacio de dos años enteros, después de la noche espantosa en que mi mujer fue atrapada y muerta por un incendio de los camarines en el teatro Ashbrook, yo pasaba las veinticuatro horas del día escabechado en alcohol. Cuando finalmente fui a parar al sanatorio del doctor Lenz, me hallaba tocando el límite entre lo curable y lo incurable. El doctor Lenz realizó un milagro menor haciéndome recobrar la apariencia de un ser humano. Pero el milagro mayor lo había realizado Iris, a quien la providencia singularmente benigna había enviado también al mismo sanatorio.

Cuando Lenz nos dejó sueltos otra vez en el mundo, yo estaba curado de mi alcoholismo y gravemente afectado de dos nuevas pasiones: una, la de casarme con Iris, y otra, la de convertirla en una actriz.

La estaba convirtiendo en actriz. Aquello iba bien. Pero Lenz había puesto un veto profesional a la idea del matrimonio. Me dijo que yo no estaba aún lo bastante enmendado como para ser un marido razonable para nadie. Había que pasar por una prueba de seis meses de buena conducta, antes de que él estuviera dispuesto a otorgar su barbada bendición a los novios.

Era bastante incómodo dejar que mi psiquiatra decidiera sobre la fecha de mi casamiento. Pero yo recordaba muy bien la situación en que me encontraba antes de que Lenz me hubiera devuelto a la vida. Estaba pronto a acatar con humildad todo lo que él estimara conveniente ordenarme.

Y no es que no resultara duro a veces. En ese momento, mientras observaba las ligeras sombras bajo los ojos de Iris y la excitadora curva de su boca, estaba pasando por una de esas veces. Pero había aprendido a dominarme.

—¿En qué estás pensando? —preguntó ella.

—En nada particular —respondí.

El taxi nos dejó frente al alto edificio de renta donde ambos vivíamos, en compañía de otros quinientos ochenta y seis inquilinos que ocupaban la casa. Iris tenía una habitación en el quinto piso. Yo, como empresario que venía preparando un gran espectáculo, alquilé un apartamento completo, de sencilla esplendidez, diez pisos más arriba.

Allí nos dirigimos en el ascensor. Sentía un deseo torturante de beber un trago, pero no iba a confesárselo a Iris. Ella arrojó su sombrero y su abrigo sobre un canapé y se acercó a la ventana, contemplando la noche de un azul grisáceo sobre el East River.

—Querido —dijo pensativa—. Desde aquí la vista es mucho más hermosa que desde mi habitación. —Luego se volvió, y encarándose conmigo agregó—: Peter, ¿por qué no mandamos al diablo al doctor Lenz y nos casamos en seguida… sin esperar más?

La miré extrañado. Iris nunca había mostrado signos de insubordinación anteriormente. Nunca, tampoco, había tenido un aspecto tan encantador con su cabello negro azulado, destacándose contra el cortinaje color crema, y su piel tan suave y atrayente.

—Nosotros sabemos cómo nos sentimos, Peter. Sabemos mejor que Lenz lo que nos conviene. Esta noche tuvimos el asunto de Comstock. Si algo más ocurre con la obra… Peter, me volveré loca, sí, me volveré loca si algo ocurre antes que tú hayas sido mío.

Comprendí entonces cuál era su pensamiento. No pensaba en sí misma, pensaba en mí. Se había dado cuenta de que yo volvía a estar inquieto; se dio cuenta de que yo corría el peligro de cometer locuras si surgían otros trastornos en el Dagonet. La tomé del brazo y la conduje al canapé. Ella se dejó caer en él, levantando en alto las piernas como una niña. Tomé asiento a su lado, poniendo mis manos sobre sus rodillas.

—Escúchame, querida —le dije—. Eres un encanto, pero no podemos hacerlo aún. Lenz dijo que nada de diversiones hasta que los dos seamos ciudadanos normales otra vez.

—Pero el matrimonio no es ninguna diversión y yo me siento una ciudadana perfectamente normal.

—Pero yo no. Me siento muy licencioso y desaforado.

La besé dos veces. Esto me hizo bien; me sentí mejor. Ella frunció la nariz.

—Querido, yo puedo hacer las cosas más extraordinarias con huevos revueltos y más de una vez fui admirada en ropa de casa por mis encantos de tiempos pasados. Yo…

—No —dije.

—Pero yo no puedo esperar otros tres meses malditos. No puedo, Peter. —Vi que sus labios temblaban. Bajó la mirada hacia un almohadón y comenzó a retorcerle la punta, como si lo odiara—. Y no soy precisamente una doncella impaciente que se agarra al primer monigote que se declara. Tengo otros pretendientes, ¿sabes? Y muy atrayentes.

La miré. No sabía de qué hablaba, ni tampoco tuve oportunidad de preguntárselo, porque el teléfono colocado junto al canapé comenzó a llamar. Me incliné sobre ella y levanté el receptor.

—¡Hola!

—¿Dónde está Mirabelle? —Era la voz de Gerald Gwynne, tensa, más afligida que nunca—. No me dejaron entrar al teatro. Me dijeron que se había retirado. No está en su apartamento. ¿Donde está?

—Se fue a casa con Wessler —le dije.

—¿Con Wessler? ¿Ha permitido usted que se fuera a casa con ese maldito pastor alemán? —La voz de mi joven actor sonaba furiosa ahora. Odiaba a Wessler por la simple razón de que le resultaba antipático a Mirabelle—. ¿Por qué no la dejó que me esperara? Podría suponer que yo iba a volver.

Le expliqué lo que había ocurrido. No veía razón para no hacerlo. Pues aunque Gerald tenía el aspecto de un hermano menor de Robert Taylor, poseía el temperamento de un boxeador de peso pesado. Nada podría asustarlo.

No dijo nada mientras yo hablé. Tampoco parecía importarle mucho lo que le había ocurrido al viejo Comstock. Sólo mostró gran angustia por Mirabelle.

—¿Estaba ella en el escenario cuando eso ocurrió? —preguntó con voz desmayada.

—Sí.

—¡Dios mío, y lo vio, y oyó lo que se dijo sobre el espejo! ¿Se encuentra… bien?

—Parecía encontrarse perfectamente bien cuando Wessler la condujo a su casa.

—¿Se llevó el brandy con ella?

—No. Es decir, sí, pero la botella estaba vacía.

Gerald guardó silencio por un momento. Luego dijo:

—Peter, esto es serio. Tenemos que hacer algo.

—¿Mandarle una botella de brandy?

—No haga chistes. Escuche: no iba a contárselo a nadie, tenía miedo de que lo llegara a saber Mirabelle. Pero más vale que usted lo sepa. Y es preciso que haga algo. Yo estaba comiendo un bocadillo con Eddie en el Sardot esta noche y lo vi. Ha vuelto a la ciudad. El simpático ex… de Mirabelle; ese asqueroso de Roland Gates.

Esto era un golpe inesperado.

—Pero no es posible que sea él —repliqué—. Después de lo que salió a la luz durante el divorcio, no tiene nada que hacer en Broadway. Ningún empresario le dará trabajo. No puede…

—Sí puede —interrumpió Gerald, furioso—. Gates es tan engreído que nunca se dio cuenta de que estaba acabado. Ni siquiera se habrá dado cuenta de que Mirabelle acabó definitivamente con él. Esto es lo que temo. Ella lo aguantó todos esos años, y él creerá todavía que sólo necesita darle un silbido para que vuelva. Por eso habrá venido acá. Va a tratar de conseguir que Mirabelle vuelva otra vez con él.

En cualquier otro hombre esto sería increíble, pero en Gates no. Yo le conocía.

—Lo vi cuando salía del Sardot —prosiguió Gerald—. Dejé a Eddie y corrí tras él. Cruzó la calle y estuvo rondando la entrada de artistas del Dagonet, con ese maldito sombrero negro echado sobre los ojos. Esperaba a Mirabelle. Me acerqué a él y le dije que se fuera al demonio.

Pude imaginarme claramente la escena. Gerald, el obstinado y joven protector de Mirabelle, que la guardaba como un bulldog y que tenía un odio a muerte a Gates, encarándose con él.

—¿Qué ocurrió? —pregunté.

—Tuvo la desfachatez de decirme: “He oído que Peter tiene una buena obra, dijo, y que le dio un papel magnífico a Mirabelle”. Yo le contesté: “¿Y qué?”. Entonces él me dijo: “He oído también que hay en la obra un papel muy importante para un primer actor, apropiado para mí. Peter está loco al confiar en Wessler; es un tipo acabado desde el accidente. Voy a ofrecer mis servicios como actor sustituto”. Eso dijo, Peter; no bromeaba, lo decía en serio.

—Está chiflado —repliqué.

—Ya lo sé, pero es peligroso. Tenemos que impedir que lo vea Mirabelle. Gracias a Dios conseguí espantarlo por esta noche.

—¿Cómo lo conseguiste? —pregunté.

Gerald se echó a reír; no era la risa franca y sonora del joven galán más delicado de Broadway.

—Le manifesté que si no se iba al demonio y se mantenía a buena distancia de Mirabelle… lo mataría.

Hubo una larga pausa. Luego Gerald agregó:

—Creo que eso es todo.

Era bastante. Ya iba a colgar el receptor, cuando volvió a hablar con una voz extraña y tímida.

—A propósito —dijo—, ¿cómo está Iris? ¿Se encuentra bien?

—Está bien —respondí—. Buenas noches.

Iris continuaba sentada en el canapé, retorciendo el almohadón.

—¿Qué ha dicho? —inquirió.

—Quería saber si te encontrabas bien.

—¿Qué más?

Le conté lo de Gates; luego refunfuñé descorazonado:

—¡Todas estas cosas tenían que venir a juntarse esta noche! Pero creo que nada me hará perder la cabeza mientras te tenga a ti.

No debí haberla animado con esas palabras. La estaba invitando. Se deslizó otra vez junto a mí y me besó.

—Me tendrías siempre contigo —susurró a mi oído—, si te casaras conmigo.

Casi se sale con la suya esta vez. Pero fui salvado por una intervención providencial. Un sonido agudo, familiar, me detuvo.

Iris separó sus labios de los míos.

—¡Maldita sea! —dijo—. Viene alguien.