El doctor Lenz se encontraba en el escenario, inclinado sobre el viejo Lionel, los dedos expertos sobre su pulso. Me uní a él, sintiéndome tan impotente como debía revelarlo mi aspecto. Los labios de Comstock tenían un color gris azulado; una pierna se hallaba recogida debajo de su cuerpo; su cara, con los ojos ciegos y abiertos, expresaba el terror mortal. Producía una horrible impresión su brazo tendido sobre el ataúd. Había algo fantásticamente horrible en toda la escena.
—¡Pronto, Mirabelle! —grité—. ¡Su brandy!
Mirabelle sólo a medias parecía estar presente allí.
Atravesó con paso incierto el escenario hacia la mesa donde estaba la botella. Luego volvió.
—No queda nada, Peter. La botella está vacía.
—Es demasiado tarde para darle brandy. —El doctor Lenz levantó la cabeza con grave expresión en el rostro—. La señorita Rue tenía razón. Este hombre está muerto.
—¡Muerto! —Los anchos hombros de Conrad Wessler se hallaban caídos como por resignación ante lo inevitable—. Venía hacia mí… desde el espejo —Repitió las asombrosas palabras de Comstock en un confuso murmullo—. Otra vez el espejo.
—Sí. —Mirabelle se llevó rápidamente la mano a la mejilla—. ¿Qué quiso decir él con eso del espejo, Peter? ¿Qué es lo que vio?
Era un alivio que Mirabelle, al menos, no hubiera oído nada sobre la absurda visión de Theo en el camarín del piso alto. Miré a Iris. Ni ella ni yo dijimos nada. Por un rato permanecimos todos alrededor de Comstock, sin movernos. Luego Lenz dijo:
—Lo mejor es que pida por teléfono una ambulancia, señor Duluth.
Contento de que se me presentara una oportunidad para marcharme, corrí escaleras abajo hacia el cuarto del portero.
—¡Mac! —llamé.
Metí la cabeza a través de la puerta. No había nadie dentro. En el momento de precipitarme hacia el teléfono, Mac apareció arrastrándose, del lado donde estaba la entrada de los artistas, llevando el gato siamés y enjugándose furtivamente los labios.
—Salí hace un momento para tomar un vaso de cerveza… —comenzó.
—¡Al diablo con la cerveza! —grité—. Pídame en seguida una ambulancia. El señor Comstock ha sufrido un ataque al corazón.
—¿Comstock?
El viejo se quedó mirándome con la boca abierta.
—Sí. Y por amor de Dios, consígame en seguida esa ambulancia.
Y eché de nuevo escaleras arriba, volviéndome para preguntar:
—¿Se han ido todos los que estaban en el teatro?
—Muchos acaban de irse.
—Entonces no deje que vuelva a entrar ninguno. Dígales que el ensayo ha terminado, dígales cualquier cosa, pero no los deje entrar.
Mientras regresaba corriendo al escenario, yo seguía aún completamente perplejo. Todo lo que se me ocurría pensar era que algo inconcebible estaba pasando en el Dagonet, algo que ponía en peligro la existencia misma de mi obra. Tenía que sacar del teatro a Mirabelle y a Wessler lo más pronto posible. Los dos tenían los nervios como cuerdas a punto de romperse. Si alguno de ellos se me iba, el espectáculo no valdría dos pesetas.
Los encontré en pie, el uno al lado del otro, junto al cadáver encogido, con las manos enlazadas, en la misma postura que habían adoptado para el final del último acto. Ante la emoción de la muerte, parecían haber olvidado su recíproco antagonismo.
—Wessler —le dije—, más vale que acompañe a su casa a Mirabelle. No tienen nada que hacer aquí.
El actor austríaco fijó en mí unos ojos sin expresión, cual si el inglés fuera un idioma que no tenía significación alguna para él. Luego hizo algo con sus pies que dio la impresión de un golpe al juntar los talones.
—So gut, Herr Duluth.
—Muy bien, Peter —balbució a su vez Mirabelle. Cruzó el escenario, recogió su botella de brandy, la deslizó bajo el brazo y volvió junto a Wessler.
Me pregunté vagamente qué necesidad tenía de llevarse la botella de brandy vacía. Pero no me detuve a pensar en eso. Estaba contento de verlos marcharse.
El doctor Lenz, Iris y yo quedamos solos en el escenario. Lenz, alto e imponente, continuaba de pie con los brazos cruzados.
—Comstock tenía un corazón débil —apunté sin convicción—. Había tenido un ataque antes. Habrá sido el esfuerzo de interpretación…
Lenz movió la cabeza como en señal de afirmación, pero no dijo nada. En realidad no abrió la boca hasta que vino la ambulancia y se llevaron a Comstock en una camilla. Entonces dijo tranquilamente:
—Iré al hospital con ellos, señor Duluth, pero vendré a verle a su apartamento. —Hizo una pausa y agregó—: Entre tanto procure no inquietarse demasiado.
Yo procuré no inquietarme demasiado, pero no conseguí gran cosa con ello. El Dagonet ya había dado una buena sacudida a mis nervios; el último y más deplorable episodio me dejó aplastado. Miré a Iris, que se esforzaba por encender un cigarrillo, como si todo estuviera en orden. El solo verla produjo un cambio en mi ánimo.
—Querida —le dije—, antes de comunicarme lo que te propones, déjame que te diga una cosa: eres muy bonita y te quiero mucho.
—Son dos cosas —respondió con una sonrisa fugaz. Luego se puso seria e imperiosa—. Peter, tenemos que hacer algo.
—¿Respecto a Comstock?
Ella asintió con la cabeza.
—Pobre viejo —comencé—, tenía un corazón flojo, el esfuerzo…
—No hables como un niño. Tú sabes que hay algo más que eso. —Se calló observándome con curiosidad, y luego agregó—: ¿No habéis encontrado nada en ese camarín, tú y Gerald?
—Sí —repliqué—, encontramos un gato siamés, con una cinta color de rosa atada al cuello.
—No me refiero al gato. No fue el gato lo que asustó a Theo. Tú lo sabes tan bien como yo. Tampoco fue el gato quien asustó a Comstock. Los dos vieron algo en un espejo, algo bastante horrible como para matar de espanto a Comstock. Has visto la cara que tenía cuando salió corriendo al escenario, Peter. Es insensato creer que ha muerto de un ataque al corazón. Ha recibido un susto tremendo, que lo ha matado. Y esperaba encontrar algo temible aun antes de entrar en el teatro.
Yo había estado pensando lo mismo, desde luego. No tenía objeto afirmar que yo no había pensado en eso.
—¿Entonces qué? —pregunté fríamente—. ¿Hemos de creer que hay una imagen sin cuerpo que anda suelta en el Dagonet?
—No sé qué debemos creer, Peter. Pero a Comstock le ha asustado alguien o algo que se llama Lillian. Y sólo nos queda una cosa sensata que hacer: buscar a Lillian.
Me tomó el brazo con decisión y nos encaminamos hacia la puerta de vaivén. No tenía más remedio que dejarme conducir por ella, aunque parecía bastante descabellado eso de registrar un teatro en busca de un espejo que daba representaciones y de un fantasma llamado Lillian.
Nos internamos en el corredor: si antes resultaba impresionante, lo era aún más ahora. La escasa luz de la lámpara del techo llegaba pálida a través de una gruesa capa de polvo; el silencio era sofocante. Ya que Iris se mostraba dueña de la situación, procuré armarme de valor apretando los puños, pero estaba muy intranquilo.
Frente a nosotros se hallaba la puerta cerrada del camarín más cercano al escenario, destinado a la primera estrella, y que había constituido el casus belli en la más reciente pelea entre Mirabelle y Wessler. Nos detuvimos delante de él. Iris deslizó su mano en la mía. Yo giré el picaporte, abrí la puerta y encendí la luz.
No había visto antes ese camarín. Era aproximadamente igual al del piso superior que yo había visitado con Gerald, sólo que más amplio, y ostentaba un alto ropero con un espejo grande en la puerta, en lugar del armario cerrado con cortinas. Los dedos de Iris apretaron con más fuerza los míos cuando miramos la mesa tocador.
El espejo que colgaba encima de ella estaba rajado, hecho añicos de arriba abajo.
No sé por qué me produjo tan honda impresión. Después de todo lo ocurrido podría no darle mayor importancia a un espejo roto. Pero hay algo en la gente de teatro, independiente de la razón, que le hace reaccionar con violencia a este mal presagio, el más antiguo del teatro.
Iris lo tomó con más calma. Se acercó al destrozado cristal.
—Éste debe ser el cuarto donde se ha asustado Comstock. —Se volvió hacia mí con las pupilas dilatadas—. Dijo que algo vino hacia él desde el espejo. Con el espejo roto y todo, es como si realmente algo hubiese salido de él, pasando a través, desde el otro lado, Peter ¡qué horror!
Por primera vez, Iris pareció perder la serenidad. En forma insospechada, esto me infundió firmeza.
—Tonterías —dije, sin convicción—. Wessler mismo habrá roto el cristal antes del ensayo.
Iris soltó mi mano y se dirigió hacia el ropero. Abrió la puerta, poniendo al descubierto el sombrero negro de Wessler y su grueso abrigo. Presentaban un aspecto algo espectral colgados allí, donde él probablemente los había dejado olvidados en su salida presurosa con Mirabelle. Yo iba a decir una valentonada, cuando Iris profirió un pequeño grito:
—¡Mira!
Se había inclinado y alzaba algo que estaba en el suelo, justo al pie del ropero. Volvió hacia mí llevándolo en la mano.
—Mira, Peter.
Yo miré. En cierto modo aquél era el más descorazonador de nuestros descubrimientos. Iris tenía en la mano la estatuita de arcilla de Wessler; la pequeña figura de Mirabelle Rue. Aquella noche, antes de comenzar el ensayo, se hallaba perfectamente terminada, hasta en sus menores detalles. Ahora, aunque el cuerpo estaba intacto, el cuello había sido deformado brutalmente, como por la presión de unos dedos rudos. La cabecita pendía floja, dando a la figurilla una horrible semejanza con una mujer cuyo cuello hubiese sido quebrado por estrangulación… o por la horca.
—¿Recuerdas lo que dijo Theo? —Iris arrojó la estatuita sobre el tocador con dedos temblorosos—. Dijo que la cara que vio en el espejo era blanca, contorsionada, como la de una mujer que estuvieran ahorcando. ¡Ahorcando! Vámonos de aquí, Peter. He… he tenido bastante.
También yo tenía bastante. Demasiado. Aquella desgraciada experiencia de Theo estaba adquiriendo proporciones enormes; iba convirtiéndose en algo monstruoso que ya había ocasionado la muerte de Comstock e iba sembrando el terror por todo el teatro.
Volvimos apresuradamente al pasillo. Ya íbamos a tomar la escalera que conducía al nivel de la calle, cuando mi pie chocó contra algo que produjo un sonido. Miré hacia abajo. En el piso, brillando a la amarillenta luz, había un fragmento de vidrio. Miré en derredor y descubrí otro, y luego otro y otro. Me incliné y levanté un trozo. Era un fragmento de vidrio común.
—¿Qué es? —preguntó Iris, nerviosa.
Entonces recordé.
—Debe ser el cristal que Eddie trajo para la puerta de vaivén. —Miré a Iris bruscamente—. Iris, en el momento en que Comstock apareció de repente en el escenario, ¿no oíste un ruido, como de un cristal al romperse?
Iris asintió con un movimiento de cabeza. También ella había percibido aquel curioso sonido musical que había repercutido en el silencio reinante detrás del escenario.
—Entonces debieron romperlo después que Comstock salió al escenario —dijo ella—. No pudo haberlo hecho él mismo.
—Ni tampoco puede haberse resbalado y caído solo. Si así fuera, estaría partido en dos, o en tres, pero nunca hecho añicos como está. Alguien debió golpearlo después de haber dado el susto a Comstock.
Iris me miró con ojos incrédulos.
—Pero no había nadie en el teatro fuera de los que estábamos en el escenario —exclamó—. Los otros se habían ido, todos… es decir, menos el portero.
—El portero tampoco estaba. Había ido a tomar una cerveza.
Cuando echamos escaleras abajo hacia la puerta de salida, yo estaba aún demasiado perplejo para pensar en nada. Había una sola cosa que quería hacer, y era salir del Dagonet lo más pronto posible.
Apreté el paso al pasar por delante del cuarto del portero. Mac era la última persona con quien sentía deseos de hablar, y hubiéramos pasado presurosamente de largo si él no me hubiera llamado por mi nombre:
—Señor Duluth.
Se hallaba de pie a la puerta de su habitación, apretando en una de sus callosas manos su álbum de recortes. El gato siamés, cariñoso y relamido, estaba encaramado sobre sus viejos hombros, rozando con el gran lazo de la cinta color de rosa una de sus orejas.
—Señor Duluth, lamento haber salido a tomar una cerveza; no creí que me iba a necesitar. —El portero se inclinó hacia mí y susurró—: Vi cómo lo retiraban en una camilla, exactamente igual como la sacaron a ella. ¿Está muerto?
—Sí —respondí brevemente—. El señor Comstock ha muerto.
Me miró por encima de sus gafas con un brillo singular en los ojos.
—Cosas raras ocurren en el teatro, señor Duluth. Sí, señor, cosas raras. Es casi como si fuera un castigo.
En tanto procuraba yo comprender esta ociosa observación, él abrió su álbum y mostró la guarda en la que estaba escrito:
Mackintyre Reed — Colección de Notas sobre el Teatro Dagonet — 1900 — 19.
—Tengo aquí todo lo que publicaron los diarios —murmuró—. Todo lo guardé aquí. Todo.
Revolvió las hojas hasta dar con una que buscaba. Me tendió el libro, señalando un amarillento recorte de diario. El gato siamés, posado en su hombro, pestañeó y emitió un miau bajo, innecesario.
—Lea esto, señor Duluth —dijo Mac, moviendo la cabeza con aire sombrío—. Puede ser que lo encuentre interesante.
Me fijé en el recorte. Iris se apretó contra mi codo, leyendo también.
Era un extracto de algún diario de Nueva York, con fecha de noviembre de 1902. Decía así:
HA SIDO HALLADA MUERTA
UNA MUCHACHA EN EL CAMARÍN DE
HUMPHREY FREMONT
“La policía está investigando la muerte misteriosa y trágica de una joven de diecinueve años, acaecida la noche última en el teatro Dagonet, durante la primera representación de la obra Sin honor. El cuerpo fue descubierto en circunstancias dramáticas por el señor Humphrey Fremont, el conocido actor joven, quien tuvo a su cargo uno de los papeles principales de la obra. Tras haber recibido al final del último acto los aplausos con que le premió el público asistente al estreno, el señor Fremont regresó a su camarín. Encendió la luz y se dirigió al espejo, con objeto de quitarse el maquillaje. Ante sus ojos espantados surgió una visión espectral: reflejado en el espejo vio el rostro blanco y desfigurado de una muchacha. El señor Fremont se volvió y encontró a la joven colgando muerta en su guardarropa”.
“Humphrey Fremont confesó más tarde a la policía que había mantenido relaciones íntimas con la muchacha, pero que últimamente había dejado de verla. Se cree que ella se suicidó”.
“La joven fue identificada como señora Lillian Reed por su esposo, Mackintyre Reed, un empleado del teatro”.
Cerré el libro con mucha lentitud, tratando de conservar la calma. No me atreví a mirar a Iris. Luego oí su voz. Susurró de un modo casi imperceptible:
—¡Lillian!
Me dirigí al portero:
—¿Era su mujer?
—Sí, señor. Era mi mujer. —El viejo recogió el libro y lo deslizó bajo el brazo. No había ninguna emoción, apenas si algún interés en el sonido de su voz—. Detuvieron por algún tiempo a Humphrey Fremont. Supongo que pensarían que él la había matado. Pero eso terminó en la nada; lo dejaron en libertad.
Levantó los ojos, oscurecida la vieja faz por algún recuerdo insondable. Tuve la vaga sensación de lo que iba a decir en seguida; pero todo era tan fantástico, que no estaba dispuesto a creerlo.
—Tal vez se estará preguntando usted qué fue de Humphrey Fremont. Yo también me estuve preguntando… durante mucho tiempo. Se había ido a Inglaterra debido al escándalo, y yo lo perdí de vista. Es decir, hasta esta noche.
Mac sacó un pañuelo inmundo y comenzó a limpiarse las gafas. Parecía haberse olvidado de nuestra presencia.
—Humphrey Fremont pudo haber cambiado de nombre, pero no pudo cambiar de cara. No, señor. Lo reconocí en seguida esta noche, a pesar de que pasaron muchos años desde que le vi por última vez.
La mano de Iris me apretó el brazo.
—Sí —prosiguió el portero—, podría haberse llamado Lionel Comstock. Pero para mí siguió siendo Humphrey Fremont…