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Después de la bienvenida tan poco afable que nos diera el teatro, me había resignado a tener un ensayo bien flojo. Estaba equivocado. Las numerosas y diversas perturbaciones de la primera media hora parecían haber infundido brío a toda mi compañía. La representación dio comienzo en gran estilo.

Desde las primeras frases, Wessler se había posesionado de su papel con gran seguridad. Tenía un modo brutal y agresivo de interpretar, completamente original, como yo nunca había visto en los Estados Unidos. Se adaptaba maravillosamente al papel que desempeñaba en Aguas revueltas, de un labrador holandés de Pensilvania que gobernaba a su familia con puño de hierro. A despecho de la enorme reputación de que gozaba en Europa, ciertos vaticinadores sabihondos habían predicho que el accidente de aviación dejaría cicatrices en su talento, lo mismo que en su rostro. Eran miopes. Conrad Wessler iba a tomar Nueva York por asalto, y yo me sentía muy feliz de haberlo contratado para su debut en Norteamérica.

Fue una suerte increíble también que Aguas revueltas hubiera venido a caer en mis manos, justo cuando yo había rechazado más de un centenar de manuscritos. Había llegado a la conclusión de que mi antiguo entusiasmo por las tablas, el más grande de mi vida, había sido ahogado en la bebida y que nunca más volvería a inflamarse. Y luego, cinco minutos después de haber dado vuelta a la última página de la primera obra del joven Henry Prince, la sangre comenzó a hervir en mis venas como el champaña y ardía en deseos de lanzarme de cabeza a la actividad teatral.

No es que Aguas revueltas fuese una obra de sublime genialidad. Nada de eso. Al igual que Lluvia y que la Dama del mar, arrojaba a una muchacha elegante, hastiada del mundo, en medio de un grupo de caracteres rudos. En Aguas revueltas, Cleonie, la heroína, era una especie de alborotadora de un cabaret de preguerra. La acción se desarrollaba en la alquería de los Kirchner, una típica familia holandesa de Pensilvania. El azar había llevado a ese lugar a la heroína en una inundación. Se trata del socorrido recurso de dos mundos diferentes que chocan y entrechocan furiosamente. Aguas revueltas no era original por su tema, pero sí era una gran pieza teatral con vigorosa acción dramática.

Tenía asimismo una docena de puntos peligrosos. Cualquier énfasis en esos puntos podía reducir el asunto a una parodia. No obstante, con una buena dirección y un buen reparto, había muchas probabilidades de obtener un éxito de los grandes. Y aquella noche en el Dagonet, al desarrollarse ante mí el primer acto, me di cuenta con profunda satisfacción de que el reparto era inmejorable. Wessler era Hans Kirchner, el joven patriarca, hasta el último pelo de su barba y la más leve expresión de su acento. Incluso Iris, que nunca había trabajado en el teatro, hasta que por un caprichoso empujón que le dimos el doctor Lenz y yo vino a tomar parte en esta obra, se iba desenvolviendo a maravilla en su complejo papel de muchacha de campo de vida frustrada. Era una delicia ver a Theo Ffoulkes volcar su recia personalidad inglesa y poner toda su impecable técnica en la figura exhausta y amargada de la mujer de Wessler.

Gerald Gwynne también estaba magnífico. No había hecho más que una aparición previa en Broadway, y de no haber sido por la insistencia de Mirabelle, no me hubiera atrevido a confiarle el papel de joven hermano del patriarca. Pero como ocurría en todas las cuestiones relacionadas con el teatro, Mirabelle había tenido razón. Su joven protegido estaba probando que el ruidoso éxito de su debut poseía un fundamento real.

Durante los primeros quince minutos de aquel ensayo, yo no tenía en verdad nada que hacer en mi calidad de director. Me arrellané en mi empolvado asiento, asiendo los brazos de la butaca. Me importaba un bledo el Dagonet y la cara ante el espejo. Ya podían venir todos los fantasmas de la cristiandad y echar sus maldiciones, que no les sería posible impedirnos permanecer en Broadway, por los menos durante las dos temporadas próximas.

Fue en esta alegre disposición de ánimo como me volví a Henry Prince, que estaba sentado en el asiento inmediato al mío, mirando con seriedad a través de sus gafas. Me parecía increíble que la buena suerte me hubiera venido de una persona tan modesta. A pesar de que esa obra suya, la primera que había escrito, evidenciaba toda la garra y seguridad de un dramaturgo nato, Henry se me antojaba, aún después de los tres meses que lo conocía, un muchacho provinciano que no inspiraba ningún interés, aturdido ante la perspectiva del éxito. Desde la tarde de la primera lectura, no se había atrevido a asistir a los ensayos, de puro tímido que era, y me llevó unos buenos veinte minutos el persuadirlo a que viniera al Dagonet aquella noche. Los actores le atemorizaban, dijo. Temía resultarles molesto.

Yo lo trataba de forma paternal.

—Esto va bien, ¿no le parece? —dije.

—Oh, sí —susurró Henry—. Me parece magnífico.

Yo le trataba de forma paternal.

La única manifestación de terquedad que había hecho Henry fue su repugnancia a que se confiara a Wessler el papel de protagonista. Wessler era austríaco y Henry quería a un auténtico holandés de Pensilvania para esa interpretación. Jamás tuve la remota intención de admitir esta idea suya, pero hacía como que lo escuchaba con interés.

Ahora sonrió pensativamente y murmuro:

—Creo que está muy bien. Me gustaría que mi padre pudiera verlo.

Ésa era la forma más alta de encomio en Henry; decir que las cosas merecían la aprobación de su padre.

Mirabelle no había abierto la boca por espacio de veinte minutos. Todo ese tiempo había estado sentada a mi lado, con las manos cruzadas en el regazo, mirando con atención lo que ocurría en el escenario. Luego, pocos segundos antes de que el transpunte le diera la señal para salir a escena, se deslizó entre bastidores, se tomó otro vaso de brandy, dio unas palmadas en el hombro de Eddie Troth, y esperó, diríase pequeña, insignificante casi, nada semejante a una gran actriz.

Luego le tocó el turno de salir. Tan pronto como apareció en el escenario, medio tambaleándose, medio sostenida por Gerald, se pudo sentir toda la frialdad e ilimitada extensión de las aguas que cubrían las tierras inundadas en torno de la alquería; se podía percibir el agotamiento, el temor, la instintiva desconfianza de la porfiada muchacha de cabaret, que había sido salvada del río embravecido tan sólo para venir a parar en un medio humano totalmente extraño para ella. En dos segundos, Mirabelle había llenado de vida ese teatro frío y lúgubre. Era la Bankhead con amargura, la Cornell con rudeza.

Y para mí aquello era un milagro. Pocos meses antes, Mirabelle era un manojo de nervios deshechos, convaleciendo en el Hospital del Teatro. Nadie mejor que yo conocía su situación, porque habíamos sido muy amigos desde los días en que ambos éramos desconocidos y golpeábamos juntos en las puertas de Broadway. Ella y su marido, el actor Roland Gates, habían hecho juntos una carrera teatral magnífica, alcanzando el éxito de taquilla más grande que le fue dado conseguir a un matrimonio de actores. Y habían adquirido la fama, entre un millón de aficionados, de ser la pareja de enamorados más dichosa entre la gente de teatro. Nadie había sospechado la clase de hombre que era Roland, ni siquiera yo, que lo conocía mejor que ninguno. Mirabelle jamás había dejado escapar una palabra sobre la increíble tortura física y moral a que había estado sometida durante aquellos años en que fue considerada como la esposa más feliz de las tablas.

Y después, cuando terminó su última representación de una temporada ruinosa, Mirabelle estalló. Una noche nos contó la verdad a mí y a Gerald. Nos contó las cosas increíbles que hacía Roland en los insospechados momentos en que ese ídolo de los salones se complacía en martirizarla. Mirabelle había sufrido en silencio todos esos años, en parte porque no quería que el mundo supiera la verdad, y en parte porque temía que si se separaba de su compañero deshaciendo la pareja, tendría que abandonar Broadway.

Gerald y yo la obligamos casi a que pidiera el divorcio. Gates se opuso, y los pormenores divulgados en el juicio sirvieron de alimento durante una semana a la Prensa sensacionalista. No nos fue posible poner coto a la publicidad. Roland se vio obligado a abandonar la ciudad, y por un tiempo Mirabelle dejó de existir para el teatro. En el hospital me dijeron que había faltado poco para que perdiera la razón.

Pero no conocían a Mirabelle. La noche en que le leí el manuscrito de Aguas revueltas abandonó el hospital, sin más ni más. Y no hubiera habido fuerza capaz de retenerla. Admitió que era una locura, pero afirmó que prefería morir antes que dejar escapar la oportunidad de interpretar el papel de Cleonie.

Ésta era la razón por que nunca le hice reproches por tomar brandy durante los ensayos; ésta era la razón por que le dejaba hacer su gusto, incluso en su más bien indigno empeño de mortificar a Wessler. Nunca olvidaré lo que Mirabelle estaba haciendo.

En realidad, su actitud hacia Wessler se adaptaba bien a los papeles que interpretaban, porque durante toda la pieza aparecían en una violenta y continua oposición. Esa noche, cuando se encontraron frente a frente en su primera escena grandiosa, el escenario estaba electrizado por su contenido antagonismo.

Yo les estaba observando encantado, cuando de pronto Mirabelle se interrumpió en mitad de una frase y se volvió bruscamente hacia la puerta de entrada al escenario desde fuera de los camarines. Yo miré a mi vez en esa dirección y vi a un hombre que se introducía por esa puerta; un desconocido con chaqueta de pelo de camello y sombrero hongo. Llevaba debajo del brazo una voluminosa carpeta.

Le había dicho claramente al portero que, fuera del doctor Lenz que financiaba la empresa, no permitiera entrar a nadie durante los ensayos. Estaba a punto de ponerme violento, cuando algo que le pasaba a Mirabelle me detuvo. Sabía que ella también detestaba las interrupciones; sin embargo, no expresaba en ese momento una irritación común. Había una expresión distinta en su cara; una expresión de sorpresa y algo más, que era casi temor.

El desconocido se encaminó hacia donde ella estaba. Creí que iba a hablar, pero en el instante crítico Mirabelle le dio la espalda y dijo con voz trémula:

—Lamento haberme interrumpido, Wessler ¿Quiere repetirme la última frase, por favor?

Pero Wessler no le apuntó la última frase. Tenía los ojos clavados en el hombre del sombrero hongo. Wessler tenía una memoria asombrosa para recordar fisonomías y un hábito singular para escrutar los rostros de los extraños, cual si tratara de identificarlos dentro de un vasto archivo que había en su mente. Tuve la rara impresión de que se esforzaba en reconocer a ese hombre en tanto que Mirabelle hacía lo posible por aparentar que no lo conocía.

El ensayo se había interrumpido por completo. El hombre desconocido parecía haberse convertido de súbito, y sin el menor esfuerzo de su parte, en el punto focal de todo ese cavernoso teatro. Durante un segundo procuré imaginarme qué significaba todo eso, luego mi irritación ahogó otro sentimiento más oscuro y grité:

—¿Quién le ha dejado entrar?

El hombre del sombrero hongo pasó junto a Wessler y Mirabelle rumbo a la sala donde yo estaba. Un breve bigote se estiraba en una sonrisa de disculpa. Era de unos cuarenta años de edad, rechoncho y carirrojo. Me disgustó desde el primer momento.

—Sólo quería ver si el autor… —Se inclinó por sobre mí tranquilamente y miró a Henry, cuya boca dejó escapar un asombrado “oh”.

—¿Así que eres tú, Henry? Apenas si te reconozco.

Sin parar mientes en que había interrumpido el ensayo, avanzó su pesado cuerpo y oprimiéndome las rodillas, se sentó al lado de Henry y comenzó a hablarle en un murmullo confidencial. Henry parecía tener conciencia clara de la situación, pues le oí pronunciar entre dientes:

—Les está molestando, tío. No podemos hablar aquí.

Y se levantó de prisa, arrastrando casi al hombre del sombrero hongo otra vez contra mis rodillas hacia el corredor. Su rostro solemne se puso intensamente encarnado cuando se dirigió a mí, diciendo:

—Señor Duluth, éste es mi tío, George Kramer. No se dio cuenta de que estaba molestando. Lo lamento.

Y mientras seguía excusándose, el señor Kramer miró al escenario fijando sus ojos saltones e impertinentes en Mirabelle.

—Tiene usted realmente suerte de tener a la señorita Rue en el reparto, señor Duluth —dijo de repente—. Es una artista, una gran artista.

No dijo nada más. Ni siquiera me miró. Acompañado por el agitado Henry, atravesó de nuevo el escenario dirigiéndose hacia la puerta del vidrio roto. Lo observé en el momento en que pasaba junto a Mirabelle. Ella pareció no prestarle la menor atención, pera era evidente que tenía conciencia de cada uno de sus movimientos.

Luego, en el instante en que la pareja de tío y sobrino llegaba a la puerta de vaivén, Wessler gritó:

—Un momento, hágame el favor.

Ambos se detuvieron. Wessler dio un paso hacia ellos y dijo excitado:

—En Viena, sí, en 1936, usted estaba allí en la recepción de la embajada norteamericana.

Esta extraña observación no resultaba extraña para mí ni para ninguno de los que conocían a Wessler. Su asombrosa memoria estaba unida a un apasionado deseo de localizar a las gentes cuya cara se le antojaba conocida. Ya había localizado a Iris en el Boeuf de París, a Theo, en el Nancy Cunard de Londres, y a mí en uno de los mil bares que recorrí. Lo único sorprendente en este caso particular era la circunstancia de que Wessler se hubiese encontrado con Kramer antes.

Fijaba la vista en los dos hombres esperando una respuesta. Kramer se volvió para mirarlo a su vez con su carilleno semblante completamente impasible. Tras de un instante, un rato demasiado largo, se volvió hacia su sobrino y dijo:

—Henry, el señor Wessler te habla.

Henry se estremeció y dijo:

—No, no, Herr Wessler, yo no estuve nunca en Viena.

Tuve la impresión de que Kramer había pasado deliberadamente la pelota a Henry. Pero tío y sobrino desaparecieron de inmediato y yo dejé de pensar en Kramer y en el incidente, al menos hasta más tarde, cuando llegué a recordar este hecho con más desagradable nitidez que ningún otro detalle de nuestro primer ensayo en el Dagonet.

Pese a la interrupción causada por el tío de Henry y a la dramática aparición de una rata en el escenario, el primer acto prosiguió con intensa acción hasta la entrada de Lionel Comstock. Hacía el papel de un magnate del comercio que había llevado a Cleonie a un dudoso paseo de fin de semana y fue sorprendido junto con ella por la inundación. Salvado algún tiempo después de ella poco le quedaba por hacer más que morir y dejarse colocar en un ataúd que aquel holandés de preguerra, con una suerte de pesimista previsión, conservaba detrás de la cocina para un caso de emergencia. Más como esa noche no había llegado aún el ataúd, Comstock no tenía casi nada que hacer salvo pronunciar una par de frases. Con todo eso, tartamudeaba de una manera insoportable.

No le hice ninguna observación. Aunque lo había negado, yo sabía que había algo relacionado con el Dagonet que lo espantaba. También sabía que estaba enfermo. Además, no quise correr el riesgo de provocar otra escena histérica que hubiera desquiciado de nuevo a la compañía, como ocurriera antes de empezar el ensayo.

Una vez felizmente muerto Lionel Comstock el ensayo prosiguió por un rato sin interrupción. Luego, en el momento preciso en que dio comienzo el segundo acto, sentí a mis espaldas un rítmico avance de pasos pesados en la sala oscura. Me volví en mi asiento y vi dos figuras que atravesaban lentamente el corredor en dirección hacia donde yo estaba. Eran dos negros corpulentos, con sendos abrigos. Entre ambos traían un ataúd negro.

Esta procesión de manicomio pasó cerca de mí y subió al escenario, desorganizando completamente el ensayo. Con gran reverencia, los negros colocaron el féretro en el piso y miraron a Eddie. Éste dijo: “Muy bien” y ellos desaparecieron.

Mientras me estaba recobrando de la sorpresa, mi director de escena se acercó al ataúd y lo examinó con satisfacción. Explicó que, considerando que se necesitaba el ataúd para los últimos ensayos, adquirió uno genuinamente holandés en Pensilvania por conducto de un compañero suyo de Lancaster. Mostró al viejo Comstock, que estaba trémulo, los diversos toques de luz en el ataúd, su grueso tapizado a la antigua, los sólidos accesorios de bronce y el respetable aspecto general. Le aseguró también que se habían abierto numerosos agujeros para la entrada suficiente de aire, considerando el tiempo que él tendría que permanecer en su interior con la tapa cerrada.

Eddie quería que volviera a ensayarse la escena del ataúd, pero yo me opuse. Comstock ya había sufrido bastantes tormentos esa noche. Ordené que se dejara el ataúd donde estaba y se prosiguiera el ensayo. Y así, delante del féretro, que se destacaba sombrío en el centro del escenario, terminó el segundo acto y comenzó el tercero.

Fue un poco más tarde cuando eché de ver que había llegado el doctor Lenz. Surgió como por arte de magia y marchaba gravemente por entre los asientos en dirección a mí. No obstante haber ofrecido de un modo súbito y generoso el dinero para financiar la obra, Lenz no había venido aún a los ensayos. Uno de los renombrados psiquiatras norteamericanos, su sanatorio propio y sus múltiples visitas profesionales a gente muy distinguida, absorbieron todo su tiempo.

Se dejó caer en un asiento, y, al volverme hacia él, levantó su larga manó para indicar que no quería que su inesperada llegada interrumpiese el ensayo. Luego, reclinándose contra el raído tapizado, observó el escenario con mirada atenta y crítica.

Yo estaba ansioso por saber si le parecía bien la forma en que presentaba la pieza que él había leído con gran entusiasmo. El doctor Lenz era uno de los pocos hombres en el mundo que yo veneraba en un grado rayano con la idolatría. Con su breve perilla, su perfil bondadoso y su frente imponente, me daba siempre la sensación de que acababa de descender de una nube después de haber despedido un séquito de profetas menores. Si Aguas revueltas en su forma actual merecía su aprobación, sería sin duda alguna un espectáculo extraordinario.

Durante los pocos minutos siguientes, mi atención se hallaba fija más tiempo en su rostro que en el escenario. Lo observaba con una mezcla de orgullo e inquietud. Luego toda mi inquietud se desvaneció. Una leve sonrisa se había dibujado en su boca; en los bordes de sus ojos se formaron pequeñas arrugas. No cabía duda de que la representación le agradaba.

En mi consiguiente regocijo, no eché de ver inmediatamente que Eddie Troth había dejado su silla entre bastidores. Mi director de escena habría estimado que no era ya necesaria la presencia del apuntador y se había escurrido fuera para tomar un trago.

El último acto tocaba a su fin. Theo hizo su mutis final y luego Gerald.

—Bien —les grité—, pueden marcharse, a no ser que prefieran quedarse aquí. Hasta mañana están libres. A las once y media.

Gerald pasó un peine por su lustroso pelo negro y se dirigió a la puerta de vaivén. Theo ahogó una tos, se abrochó la chaqueta de paño y siguió a Gerald. Desaparecieron juntos.

—Si no me necesita, me iré yo también. —La voz del viejo Comstock sonaba en forma vaga en mi oído—. Me gustaría echar un vistazo a los camarines. Ha pasado mucho tiempo; muchísimo tiempo ha pasado.

Veía oscurecerse su descamado rostro vuelto hacia mí y mirándome con gravedad.

—Vaya, pues, Lionel —mascullé; y se fue arrastrando los pies, dejándonos a Lenz y a mí solos en la sala.

En el escenario Wessler y Mirabelle estaban ensayando su escena final, mientras Iris vagaba entre bastidores.

Las múltiples emociones de Aguas revueltas se habían sucedido dejando tras sí huellas de lucha y de derrota. Las dos mujeres Kirchner, Theo e Iris, han insistido en que Cleonie sea alejada de la casa sin esperar a que las aguas se retiren. En forma sorprendente, Kirchner ha tomado la defensa de la mujer a la que debería odiar por constituir una amenaza a la paz de su hogar. Debe elegir entre lo desconocido y lo conocido. Dejado a solas con la muchacha le dice cómo confiaba salvar su alma inmortal, cómo estaba dispuesto a sacrificar incluso su felicidad hogareña por su salvación. En un magnífico final, Cleonie abre los ojos al hecho de que es su cuerpo y no su alma lo que él desea. Y ella lo ama, pese a la triste estrechez de sus miras. Son hombre y mujer. ¿Tendrá el coraje para arrostrar la inundación junto con ella? Al caer el telón, marchan ambos en dirección a la puerta, al encuentro de las aguas infranqueables y de su incierto porvenir.

Siempre me había infundido cierto recelo ese final. A mis ojos, la fácil disposición de Kirchner a sucumbir a la añagaza del sexo parecía presentar el peligro de que la psicología honesta fuera desvirtuada por un cinismo vulgar. Nadie que no fuese Wessler y Mirabelle podría evitarlo. Y lo habían logrado aquella noche, por la mera virtud de su interpretación.

Lenz y yo contemplábamos en silencio a los dos, el hombre heroico de larga barba y la mujer delgada y pelirroja, mientras se alejaban asidos de la mano, desde las candilejas hacia una puerta imaginaria. No obstante el escenario desnudo, con sus escasos muebles y el oscuro féretro de Eddie, se lograba una ilusión de intensa realidad. Uno podía sentir con exactitud lo que sentían los personajes de la obra: la triunfante exaltación de Cleonie por el éxito de su más dura conquista, el pavor de Kirchner de abandonar lo conocido y su ofuscado deseo de lanzarse a lo ignoto. Wessler daba un remate soberbio a su interpretación. Extendió hacia adelante su ancha mano, asió el picaporte de una puerta inexistente y la abrió.

Casi le hacía sentir a uno la ráfaga fría del viento que irrumpía en la casa de campo; casi hacía ver la vasta extensión de agua cubriendo la tierra que era su pasado y que formaba aún la barrera casi insalvable entre él y su porvenir.

Los dos permanecieron un instante de espaldas a la sala manteniendo la tensión. Todo el teatro vacío se hallaba en suspenso.

Entonces sucedió aquello.

Súbitamente, en la forma más inesperada, se abrió la puerta de vaivén y un hombre apareció tambaleante sobre el escenario. A duras penas reconocí a Lionel Comstock. Su cara estaba desencajada de terror. Con una de sus manos se cubría a medias los ojos como para ahuyentar el recuerdo de alguna cosa invisible y horrenda.

—¡El espejo! —tartamudeó—. ¡La he visto, venía hacia mí… desde el espejo! ¡Lillian!… ¡Lillian! …

Al extinguirse el eco de sus palabras, se oyó un vago sonido fuera del escenario, un sonido vibrante, musical, como el tintineo de un vidrio que caía.

Comstock emitió un gemido. Por una fracción de segundo permaneció erguido, en actitud teatral, dentro del ancho cono luminoso del proyector. Luego sus hombros se encogieron; vaciló, alargó una mano impotente y se desplomó en el escenario, con un brazo grotescamente tendido sobre el ataúd.

Todo eso había ocurrido demasiado pronto para mí. Percibí vagamente a Iris precipitándose desde atrás de los bastidores y cayendo de rodillas al lado del Comstock. Me di cuenta de que el doctor Lenz se había levantado de su asiento y se dirigía con paso firme hacia el escenario.

Pero por algún motivo, fue Mirabelle quien atrajo más que ninguno mi atención. Estaba quieta en el mismo sitio de antes, su mano aún en la de Wessler, su cara gris como las capas de polvo de la sala.

—Está muerto —dijo con voz ahogada, extraña—. Yo lo sé. Está muerto.