2

Fue aquella una espléndida manera de comenzar los ensayos. En los primeros instantes no pude pensar mucho en otra cosa que no fuera en la persona de Comstock. Se hallaba encogido en los brazos de Gerald Gwynne como un flojo saco negro, respirando de un modo ronco y agitado, con un ruido como si alguien estuviera aserrando madera. Con ayuda de Gerald y Henry Prince logré sentar al pobre viejo en una silla y envié a Eddie Troth por un vaso de agua.

Debíamos formar un cuadro bastante extraño, agrupados en círculo sobre el sucio escenario, a la espera de que Eddie trajera agua. Theo Ffoulkes tenía la cabeza en alto y sus labios formaban una rígida línea pálida, desafiándonos a no dar crédito a la cosa increíble que nos había contado. Wessler, con los enormes puños colgando flojamente a sus costados, la contemplaba con una suerte de azorada fascinación. Era casi como si él también, lo mismo que Comstock, hubiera tenido algún presentimiento de lo que Theo había de ver en el camarín de arriba. Los demás, Iris, yo, Gerald y Henry Prince, estábamos reunidos en torno, como una turba de extras mal ensayados.

Al fin llegó Eddie con un vaso de papel lleno de agua. Comstock se lo llevó a los labios lentamente y bebió, recobrando la respiración normal. Gruesas y lucientes gotas de sudor cubrían su frente.

Theo Ffoulkes fue la primera en romper el incómodo silencio.

—Esto le servirá de buen calmante, Lionel —dijo con sencillez—. Tiene que explicarnos lo que ha querido decimos. Usted ha descrito esa cara que yo vi arriba, y sin embargo, no ha abandonado el escenario por un instante desde que llegó aquí. ¿Cómo sabe usted eso? ¿Y quién es Lillian?

El viejo actor dejó caer de sus manos el vaso de papel y se esforzó por dibujar una débil sonrisa.

—Debo pedirles que me perdonen —dijo—. Esto que usted nos ha contado… me recordó algo que ocurrió hace muchos años… Me… me… he dejado dominar por mis sentimientos. No deben ustedes hacer caso de lo que dije.

Yo estaba pensando, desde luego, en su extraña conducta a la entrada del teatro. Era de todo punto evidente que sabía mucho más de lo que deseaba contamos.

—Si usted sabe algo que pueda ayudarnos a comprender lo que cree haber visto Theo —le dije con ansiedad—, más vale que nos lo cuente, Lionel.

—Pero es que no sé nada. Palabra que no sé. —La voz del viejo actor tenía un timbre de angustia, cual si le importara menos convencerme a mí que convencerse a sí mismo—. Estoy… estoy tan asombrado como ustedes. Si la señorita Ffoulkes ha visto realmente una cara en el espejo del camarín de arriba, debió ser el reflejo de la suya propia o algún efecto de luz.

Ésta era la única explicación razonable. Mas, a pesar de lo razonable, yo sentía aún una molesta opresión en la boca del estómago. Estaba seguro de que Theo no se había espantado por ningún efecto de luz. No era precisamente persona que sufriera tales espantos.

Fue Iris quien intervino bruscamente con la perturbadora observación siguiente. Miraba a Wessler de un modo curioso.

—Usted se quejó del espejo que está en su camarín, Herr Wessler, ¿Ha visto usted también algo… extraño en él?

Conrad Wessler se pasó lentamente la mano por su barba rubia, y sus claros ojos azules, vueltos hacia Iris, daban la impresión de mirar fijamente, a través de ella, hacia algo distante.

—Nunca está bien mirar mucho tiempo en los espejos —respondió con voz insegura—. He visto en espejos cosas mucho más terribles que la que nos ha contado, señorita Ffoulkes, porque las cosas que he visto eran reales y yo sabía que no era posible hacerlas desaparecer con apartarse del cristal… o tratando de olvidarlas.

Adiviné lo que había detrás de esas raras palabras. Podría asegurar que el austríaco estaba pensando en los días horribles en que quedó desfigurado, después del accidente de aviación. Conrad Wessler debía haber tenido sobrados motivos para evitar los espejos.

Pero Theo no parecía haberse hecho cargo de la alusión, pues replicó con energía:

—Si Herr Wessler quiere dar a entender que yo tuve una alucinación o algo semejante, está equivocado. —Sus ojos, ansiosos pero obstinados, se encontraron con los míos—. A usted le consta, Peter, que yo no soy una de esas mujeres que ven visiones. Y puedo asegurarle que no estoy borracha. Pero la verdad es que vi algo endemoniadamente extraño en ese camarín, y no me sentiré a gusto en este Dagonet antes de haber averiguado qué era.

—Esto no ha de ser muy difícil. —Gerald Gwynne, de aspecto muy joven, muy hermoso y muy vigoroso, con su jersey de cuello alto, nos contemplaba con una sonrisa burlona—. Ya que parece habernos caído un fantasma entre manos —agregó lentamente—, lo que hay que hacer es apaciguarlo. Voy arriba a hacerle frente a Lillian.

Éstas eran las primeras palabras sensatas que se habían pronunciado. Yo me ofrecí a acompañarlo. Pero dijo rápidamente:

—No se moleste. Podré chillar reclamando auxilio si siento los dedos del espectro alrededor de mi garganta.

Tuve la impresión de que no quería que fuera con él. Pero insistí. Al fin y al cabo yo era el patrón; era el culpable de haber alquilado el Dagonet con sus malditos espejos.

Pregunté a Theo cuál era su camarín.

—El primero que va a encontrar al subir la escalera —dijo la actriz inglesa, y agregó con un gesto irónico—: No puede equivocarse; estaba tan aturdida que dejé encendida la luz.

Gerald y yo nos dirigimos hacia la puerta. Los demás echaron a andar detrás de nosotros, agrupándose alrededor de la entrada al escenario, mientras nos contemplaban con pálida ansiedad, cual si estuvieran diciéndonos adiós al pie del cadalso. Nos internamos en el helado corredor, hacia la escalera, más helada aún, que conducía a los camarines en el piso alto.

Confieso que sentí un poco de miedo. Mi joven actor, en cambio, daba la impresión de tomar toda esa absurda situación con mucha calma. La verdad era que nada lograba conmover nunca a Gerald, como no se tratara de algo que pudiera afectar a Mirabelle Rue, para quien él era una especie de apasionado guardia de corps. Cada vez que Mirabelle se encontraba en un apuro, cosa que sucedía con harta frecuencia, Gerald se despojaba de su delgada capa de barniz de Broadway, que no tenía más de seis meses, y volvía a ser el recio hombrecito cabal del Oeste, que en verdad era. Pero ahora no se trataba más que de una cara espectral en un espejo. Tales cosas no conmovían a Gerald.

El característico olor a humedad y a recinto deshabitado del Dagonet nos dio en las narices mientras subíamos los desnudos escalones de piedra. La luz del corredor, en el descanso de arriba, iluminaba débilmente la escalera y gran abundancia de telarañas.

—El primer cuarto —dijo Gerald.

Lo descubrimos al instante, justo delante de nosotros, al subir el último escalón. La puerta se hallaba entornada, pero la habitación estaba a oscuras.

—Theo dijo que dejó encendida la luz —observé.

—Bien, pues ahora está apagada —replicó lacónicamente Gerald, y se dirigió hacia la puerta.

Dentro reinaba una oscuridad densa y lúgubre. No sé qué es lo que yo esperaba encontrar en ese camarín. Busqué, con cierta vacilación, la llave de la luz y la apreté. Al punto las pequeñas lámparas en torno al espejo se encendieron. Algunas siguieron apagadas, dejando huecos sombríos en la fulgurante serie y dando al espejo la apariencia de una boca abierta con varios dientes perdidos. El cristal mismo estaba brillantemente iluminado. Nada de particular se reflejaba en él, desde luego.

Tampoco había nadie en el cuarto.

Gerald encontró otra llave de luz con la que encendió las lámparas del techo, iluminando el común moblaje del camarín: una mesa delante del espejo de la pared, algunas sillas de madera, un ropero que cerraba largas cortinas. Gerald fue hasta el ropero, metió la cabeza por entre las cortinas de un color verde apagado, y la volvió a sacar, sacudiéndose impasible el polvo de los hombros.

—No hay ninguna Lillian —dijo.

Gerald miró al espejo. Era de todo punto evidente que Theo no podía haber visto la reflexión de su propia cara desde la puerta.

—Tal vez una rata; o el deseo de hacerse interesante a los ojos de Wessler. Me barrunto que está dirigiendo sobre él una de sus desdichadas pasiones. —Gerald pareció súbitamente fastidiado por todo ese trajín—. Sin embargo, ya que estamos aquí, podemos hacer una investigación completa. Yo voy a registrar este piso. Usted puede subir por esa escalera al piso de arriba, para ver si hay algo allí.

Antes de que yo tuviese tiempo de echar otra mirada en derredor, me empujó hacia el pasadizo donde se hallaba la escalera que conducía al tercer piso y a la última serie de camarines.

Me resultó extraño que Gerald asumiera de repente una actitud tan autoritaria. Me inquietaba también el hecho de que la luz estuviera apagada cuando Theo había asegurado que la dejó encendida.

Pero no me detuve a pensar mucho sobre ninguno de estos pormenores en aquel momento. Había otras cosas que requerían mi atención cuando comencé a subir solo la lóbrega escalera, hacia la tercera fila de camarines. La luz del corredor frente a mí no estaba encendida. En cuanto me interné en la cueva que formaba la escalera de piedra, dejé de ver a la distancia de un pie. Era como si fuera subiendo hacia la nada.

Cuando más alto ascendía uno en el Dagonet, tanto más desagradable lo encontraba.

Levanté una pierna y la bajé resueltamente sobre un escalón que no existía. Me tambaleé, extendiendo una mano hacia la fría pared en busca de apoyo. Al parecer, había llegado al rellano.

Permanecí un momento inmóvil, procurando conservar la presencia de ánimo y adivinar dónde debería estar la llave de la luz.

Fue en aquel instante particularmente incómodo cuando percibí el ruido de unas pisadas blandas y rítmicas que se me acercaban desde el pozo de oscuridad que tenía enfrente.

Si me hubiera hallado en cualquier otro lugar del mundo que no fuera el teatro Dagonet, probablemente aquel ruido furtivo no hubiera hecho más que despertar mi curiosidad. Pero allí, en lo alto del lugar que había espantado a Theo, era más bien algo infernal. No tenía relación con nada imaginable. No era sino un ruido y una presencia en la oscuridad; un ruido que se aproximaba, una presencia que diríase se había percatado misteriosamente de que yo estaba allí. No me gustaba nada.

Alargué una mano, más o menos al azar, en busca de la pared invisible que debía estar cerca y de alguna llave de luz. Mis dedos se encontraron con algo pequeño y vivo que se escurrió; probablemente una cucaracha. Retiré la mano con rapidez. Luego, al intentar una vez más dar con el conmutador, aquello que producía el ruido me alcanzó. Sentí el cuerpo de algo indefinible, blando y flexible, que se apretaba contra una de mis piernas.

Sacudí la pierna con violencia, tratando de desprenderme de esa presión cálida y casi acariciante. Se fue. Pero al instante volvió otra vez, pegajosa, porfiada.

En ese momento encontré la llave de la luz. Cuando el estrecho corredor se iluminó, miré a lo que tenía junto a mis pies. Me contempló a su vez una mirada aburrida, aristocrática. Me sentí perfectamente estúpido. La siniestra presencia sobrenatural en la oscuridad era simplemente un gato.

Pero no era un gato común. Su piel color café, estaba salpicada de manchas de chocolate en las orejas y zarpas. Sus ojos eran de un azul sereno y lánguido. Llevaba al cuello una cinta rosada.

Un gato siamés de raza inconfundible, con un lazo de color de rosa en torno del cuello, era lo que menos podía uno imaginarse encontrar en las lóbregas alturas de un teatro largo tiempo inhabitado.

Lo había levantado y estaba frotándose el mentón con sus soberbios bigotes, cuando advertí que se trataba de un gato bastante raro. Colgando de la cinta rosa que rodeaba su garganta, había un rótulo que tenía dibujadas en los bordes unas trompetitas de plata; una especie de tarjeta de Navidad. En esa tarjeta, escrita con letra grande y redonda, aparecía la poco tranquilizadora leyenda siguiente:

Aquí tiene usted una mascota.

Ojalá le traiga mala suerte.

En el primer momento, pensé que alguien que conocía que íbamos a actuar en el Dagonet se habría propuesto gastamos una broma estúpida. Luego, al reparar de nuevo en la desconocida letra del rótulo, me sentí menos seguro de que fuera así. Entre la gente de teatro, la buena o mala suerte es cosa seria. Si aquel gato, con ese rótulo al cuello, hubiera salido al escenario durante un ensayo, podría haber producido algún pánico. Yo lo sabía, al igual que cualquier otro que conociera lo que es el teatro.

Comprendí entonces que tendría que luchar contra una malignidad real. Acaso lo que había visto Theo fuera parte de la misma intriga.

Estaba quieto allí, con el gato entre los brazos, invadido por la inquietud. Luego recordé que Gerald me esperaba en el piso de abajo. Arranqué de un tirón el rótulo de la cinta, lo metí en un bolsillo y volví a bajar por la escalera de piedra.

Mi joven actor estaba esperándome en el rellano inferior.

—Todo tranquilo por aquí —dijo. Luego echó de ver el gato—. ¡Mi Dios! ¿De dónde ha sacado usted eso?

—Tuvimos un encuentro allá arriba —respondí, y agregué, aunque sin creerlo—: Seguramente es del portero.

—De quienquiera que sea, aclara el asunto del fantasma. —El asombro de Gerald cedió el puesto a un casi exagerado alivio—. Este gato es Lillian, no cabe duda.

Estaba seguro de que había sido el gato lo que Theo vio reflejado en el espejo… Yo no lo estaba tanto.

Llevamos el animal con nosotros al escenario, donde los otros estaban agrupados, en un silencio deprimente. Una vez más Gerald asumió toda la autoridad. Explicó enfáticamente cómo el gato debió haber estado en algún rincón del camarín y cómo Theo debió haber sorprendido su imagen en el espejo. Para mi gran sorpresa, todos se tragaron el cuento. De inmediato se aflojó la tensión general, y algunos hasta comenzaron a gastar bromas al respecto.

Yo no cabía en mí de gozo. Mi compañía había vuelto a su estado normal. Pero aun cuando yo no hubiese sabido nada sobre la extravagante tarjeta, no me habría conformado con la explicación de que Theo Ffoulkes, la estrella más equilibrada que se había importado de Inglaterra en los últimos años, se hubiese asustado de un gato.

Mientras Gerald se llevaba el gato para entregárselo al portero, Theo se acercó al lugar donde yo estaba, algo apartado de los demás, y me dijo:

—Usted sabe perfectamente, Peter, que no era ningún gato siamés lo que yo he visto en el espejo, ¿no es así?

Yo, sombrío, asentí con la cabeza.

—No quiero insistir, Peter, porque no tiene objeto inquietar a los demás. Lo que yo vi en el espejo era la cara de una mujer, que no había visto nunca antes. Es increíble, pero eso es lo que vi.

—¿Está segura de haber dejado las luces encendidas en ese camarín? —le pregunté.

—Segurísima —respondió, y agregó curiosa—: ¿Por qué?

—Porque estaban apagadas cuando subimos nosotros.

En seguida me di cuenta de lo que esto significaba; Theo también.

—Pero por lo que más quiera, no hable de eso a nadie.

—Claro que no. —Cuando Theo prometía algo lo cumplía. Me miró con una sonrisa de pesar—. Un comienza nada halagüeño, ¿no es verdad, Peter? Pero no se aflija; tenemos una obra espléndida y un espléndido empresario. —Un ligero rubor cubrió sus mejillas—. Y Wessler, sin duda alguna, es una maravilla. Estamos haciendo todo lo posible para que sea un éxito, y lo conseguiremos, haya o no haya fantasmas.

Era muy amable de su parte decirme eso justamente entonces, cuando más lo necesitaba.

Gerald volvió con la nueva de que el gato no pertenecía al portero. No obstante eso, el desdentado Mac se había entusiasmado con él y quería conservarlo como mascota del teatro. No tenía visos de ser una mascota, pero di mi asentimiento. Al fin y al cabo, alguien debía tomar a su cuidado ese gato, y me sentí aliviado porque a nadie se le hubiera ocurrido preguntar cómo demonios había venido a parar al teatro.

Ya estaba resuelto a comenzar el ensayo sin Mirabelle Rue, cuando se abrió la puerta y oí su conocida voz gutural detrás de mí, gorjeando:

—Queridos… queridos… Vengo con un retraso terrible… Peter, ángel mío, qué teatro divino éste. Siempre le tuve odio al Dagonet. Dios mío, ¿no sienten frío ustedes?

Mirabelle había llegado, y de pronto ninguna otra cosa parecía tener mayor importancia. Atravesó el escenario, deslumbradora y electrizante, como un fenómeno atmosférico de influencia perturbadora. Corrió de uno a otro miembro de mi compañía, lanzando besos y preguntas al azar mientras pasaba.

—Eddie querido, una copa, por favor… Oh, ante todo, a ver si me encuentra el brandy… Debo tener una botellita chica… ah, aquí está, muy bien… Iris, encanto, ¿cómo puedes estar tan tremendamente bonita? Dios, ha de ser maravilloso ser joven… Gerald querido, ¿verdad que es magnífico ser joven? ¿O es tremendamente triste? Yo lo he olvidado. Hace tanto tiempo… Y ¿quién es este simpático joven? Oh, es el autor, ¿verdad?… Una obra maravillosa, señor Prince, maravillosa… ¡Theo, pobrecita mía, tu nariz! Está positivamente roja… Mírela, Peter, ¿no es verdad que la tiene roja?… ¿Tos? Ay, querida, qué horrible es esto.

Mirabelle nos había visto a todos, pocas horas antes, en Vandolan, pero siempre saludaba a toda la compañía con un intenso fervor, como si le hubiésemos sido devueltos milagrosamente de alguna terrible catástrofe.

A toda la compañía, excepto a Conrad Wessler. Nunca pude comprender por qué Mirabelle concibió una aversión tan repentina y fanática por el gran actor austríaco que la acompañaba en el primer plano. Mas tal era el caso. Y lo mismo le ocurría con todos los otros sentimientos hacia el prójimo. Mirabelle lo llevaba a extremos dramáticos de todo punto irrazonables.

Una vez que hubo saludado a todo el mundo, Mirabelle se dirigió lentamente hacía Wessler, que estaba de pie cerca del proscenio sin ninguna expresión en su rostro barbudo y con la mirada fija en la pequeña estatuita de mujer que tenía en las manos.

Mirabelle se detuvo en seco delante de él, echada un tanto hacia atrás la cabeza con su cabellera de un rojo fantástico, y le tendió ambas manos.

—Buenas noches, Herr Wessler. Oh, no se moleste en darme las manos. Veo que las tiene ocupadas. ¿Qué es, otra muñequita? Me encanta verlo con sus muñequitas, tan natural y sencillo. —Observó la figurilla que él tenía en la mano, con burlona atención—. Cielos, es bastante delgada para variar; no tiene mucha cadera. ¿A quién representa?

Wessler había levantado los ojos. Contemplaba a Mirabelle con extraña fijeza.

—Esta estatuita, señorita Rue, representa a usted.

—¡A mí! —Mirabelle lanzó una risilla aguda y nos hizo un signo con la mano, por encima del hombro—. ¿Han oído ustedes, queridos? Se ha inspirado en mi figura para hacer una graciosa estatuita. ¿Qué creen ustedes que hará con ella; la usará como alfiletero? —Ningún cambio se percibía en el tono peligrosamente amable de su voz—. Y a propósito, señor Wessler, ya que hablamos de estas cosas bonitas; acabo de echar una ojeada a mi camarín y he visto que el tocador está cubierto de extraños terrones de arcilla. ¿Los ha dejado usted allí? Por equivocación, seguramente. No me agrada mucho tener terrones de arcilla en mi camarín. Hágame el favor de llevárselos.

Gerald se hallaba ahora a mi lado, ofreciéndole con ademán respetuoso un vaso de brandy puro. Hasta su reciente y horripilante divorcio de su ex jefe, Roland Gates, Mirabelle jamás había tocado el alcohol. Ahora no le era posible trabajar sin tener siempre a mano un vaso de brandy. Este constituía el único signo visible de la terrible prueba por la que habían pasado sus nervios. Primero me había inquietado su manera de beber, pero ya no me inquietaba más. Mirabelle trabajaba como un ángel. Sabía cuidarse sola.

Al volverse Mirabelle para dejar al austríaco, éste dijo con gran firmeza:

—Lo siento, señorita Rue. El primer camarín desde el escenario debe ser para mí. No me gusta el otro. Ese espejo no me conviene a mí.

Mirabelle dio un paso atrás, mirándolo con fijeza. Yo podría asegurar que se disponía a luchar como una fiera por este inesperado desconocimiento de su tradicional privilegio. Más, para mi asombro, no insistió. Sólo colocó el vaso de brandy delante de Wessler, haciendo caso omiso de su gesto de desaprobación. Wessler era un furioso abstemio y yo sabía que Mirabelle experimentaba un impío placer hiriéndolo.

—¡Por usted, Herr Wessler! —exclamó ella—. Por la obra y por el Dagonet. —Se bebió el brandy de un trago y arrojó la copa vacía a Gerald—. Y esperamos que el espejo de mi camarín sí lo encuentre a su gusto.

Incluso entonces, cuando lo dijo, la observación sonaba a mal agüero. Pero no fue sino mucho más tarde cuando comencé a comprender el significado irónico que encerraban estas palabras.

Mirabelle y Wessler se estaban contemplando aún uno a otro como dos gallos de pelea, buscando una posición ventajosa. Yo no quise permitir más tonterías aquella noche. Llamé enérgicamente al orden a la pareja y mandé comenzar el ensayo.

Mirabelle se transformó al instante en otra persona. Olvidó a Wessler, se quitó el sombrero, bajó a la sala, ocupó un asiento en la primera fila, pasó las manos por su magnífico cabello y cayó en un súbito y total silencio. Siempre se comportaba así durante los pocos minutos previos a su salida a escena. Era como si interrumpiese con un grifo el flujo inextinguible de su vitalidad, dejándola encerrada dentro de ella.

Eddie iluminó una parte del escenario. Luego nos dio a Henry Prince y a mí nuestras copias de la obra y ocupó su lugar entre bastidores para apuntar. Wessler fue a guardar su estatuita en el disputado camarín y volvió.

—Muy bien —dije—. Señor Wessler, Iris, hagan el favor de prepararse para el primer acto.

Theo, Gerald y el viejo Comstock se retiraron al fondo del escenario, a la espera de su turno. Henry y yo nos fuimos a sentar junto a Mirabelle en la sala oscurecida.

Nuestro primer ensayo en el Dagonet estaba en marcha.