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Íbamos al teatro Dagonet, en Broadway, dirigiéndonos hacia el oeste por la calle Cuarenta y Cuatro, donde asomaba, fantástico, con sus ojos saltones, por encima del Casino Internacional, el pez dorado de Wrigley. Me sentía peligrosamente satisfecho de mí mismo. Estaba así desde hacía exactamente tres meses y dos días, a partir de la mañana en que la obra Aguas revueltas, de Henry Prince, cayó en mi oficina, momento en que me di cuenta de que había dado con el manuscrito de éxito potencial más rotundo que se le ofrecía al teatro desde la presentación de Lluvia.

Dejamos atrás el Schubert, el Broadhurst y el Saint James; todos ostentaban una magnífica profusión de luces. Hubo una época en que la vista de un teatro iluminado me sumía en un estado de abatimiento y envidia. Ahora, aquello había pasado. Poco me importaba que todas las salas de espectáculos de Manhattan ostentaran carteles con la inscripción: “Sólo quedan localidades sin asiento”. La empresa Peter Duluth estaba en actividad otra vez, con una obra magnífica y un elenco formidable. Me encaminaba hacia un gran retomo al mundo de las tablas, donde yo era conocido como el ex empresario más joven que registraba la crónica teatral. Marchaba al encuentro de la fortuna.

Estaba seguro de ello. Ni siquiera ponía los dedos en cruz.

La enguantada mano de Iris se apoyaba en mi brazo. Estaba provocativamente hermosa con sus pieles asiáticas y el hábil corte de su elegante melena. Como de costumbre, los transeúntes la contemplaban con una especie de inquisitivo respeto, tratando de averiguar si era o no una celebridad de las que firman autógrafos.

Iris preguntó, por decimotercera vez:

—Peter, ¿debo realmente hacer mi sensacional debut en el peor teatro de Manhattan?

Yo le respondí por la decimocuarta vez:

—Es una suerte para ti que puedas hacer tu presunto sensacional debut en un teatro cualquiera. Ningún otro empresario del mundo hubiera confiado un papel tan importante…

—… a una ex principiante sin disciplina ni experiencia, y sin más méritos que alguna gracia de mediocre calidad —completó Iris, serenamente, la frase—. Ya me lo has dicho, querido. No me parece nada bonito que digas esto a la muchacha a quien esperas convertir algún día en tu legítima esposa.

Se detuvo para observar un cuadro doméstico frente al Saint James y luego echó a andar de nuevo.

—No soy yo sola, querido. Dice Gerald Gwynne que le han echado mal de ojo al teatro Dagonet. A Mirabelle tampoco le gusta; cuando supo que teníamos que dejar el Vandolan, dio un salto hasta el techo.

—¿Y qué dijo? —pregunté, inquieto. No dejaba de ser importante, en verdad, lo que decía Mirabelle Rue.

Iris miraba hacia la lejanía con ojos soñadores.

—Dijo: “¡Demonios!”.

—Eso es muy propio de ella.

—Y Theo Ffoulkes, opina lo mismo.

—¿También ella dijo “¡Demonios!”?

—Dijo: “Es digno de ese infame sindicato eso de mudamos en el último momento a un mausoleo roñoso como el Dagonet”.

—¡Qué damas delicadas parece que tengo en mi compañía! —repliqué.

Haciendo caso omiso de mi observación, Iris emprendió un lento paseo por la Octava Avenida. La tranquilizadora atmósfera de la calle Schubert no llegaba hasta allí. Atravesábamos una zona de oscuras casas de comercio y restaurantes mezquinamente iluminados, donde el arte dramático no llegaba, en verdad, a sentar sus reales.

Aunque no se lo hubiera confesado a Iris, una ligera aprensión se agitaba en mi mente. Maldito lo que me importaban todas las historias de viejas sobre el mal de ojo del Dagonet. Maldito lo que me importaba que tuviese una mala situación y una reputación peor aún. Mas era el caso que todo mi porvenir dependía del éxito de Aguas revueltas. Si triunfábamos con esta obra, yo me ponía a flote, recobraba mi perdido decoro, volvería a ser un hombre de bien y podría lograr una posición bastante respetable como para ser un digno marido de Iris. Pero si algo, cualquier cosa insignificante, llegaba a estropearme el espectáculo, era probable que retomara a mi reciente y apenas curado hábito de tragarme dos litros de alcohol por día; que me encontraran de nuevo en el sendero directo y muy angosto que lleva barranca abajo. Y me quedaría sin Iris. Le había hecho jurar que me abandonaría si alguna vez yo comenzaba de nuevo a beber

Pues bien, mientras marchábamos mezclados con los demás peatones en dirección al Dagonet, estos caminos que me ofrecía el porvenir se presentaron ante mi espíritu con aterradora claridad.

Iris conservaba aún una mirada semejante a la de Casandra a punto de profetizar la destrucción de Troya.

—Querido —dijo—, no quiero ser molesta, pero ¿no sería posible hacer algo respecto al asunto ése del Dagonet?

—No, nada —respondí con calma—. El sindicato tiene derecho a trasladarme a cualquiera de sus salas. Está en el contrato. De manera que te ruego, por lo que más quieras, que dejes de lamentarte. Además, —añadí, en una tentativa para mostrarme alegre—, el Dagonet no es tan malo. Es amplio y tiene una noble genealogía: Sara Bernhardt trabajó en él a veces.

—Probablemente fue allí donde perdió la pierna —replicó Iris.

Y mientras decía eso, el Dagonet se alzó frente a nosotros, adelantando sobre la acera un pórtico ornamentado. Gruesas cariátides sostenían fuertes pilares de piedra. Rotos carteles anunciaban en la cartelera alguna bazofia olvidada hacía mucho tiempo. Los vestigios del letrero luminoso, desprovisto de lámparas, miraban desde un centenar de órbitas vacías.

No era precisamente un cuadro alentador para la aventura más trascendental y azarosa de mi vida.

Miré a través de la verja de hierro hacia el triste pasaje que conducía a la entrada de artistas y me sentí invadido por una extraña nerviosidad, reprochándome por no haber bregado más tenazmente para no dejar el aerodinámico Vandolan, donde habíamos estado ensayando durante tres semanas.

Estábamos a punto de introducirnos en ese pasaje, cuando oí detrás de mí una voz ansiosa que me llamaba: “Señor Duluth”.

Me volví y reconocí a Lionel Comstock, un viejo actor venido a menos, al que yo había contratado para el único papel sin importancia de la obra. Permanecía en suspenso del lado exterior de la verja, y en la oscuridad de noviembre su cara de cómico aparecía blanca y desasosegada bajo un sombrero hongo.

Titubeando, me preguntó:

—¿Realmente vamos a ensayar esta noche aquí, en el Dagonet?

Yo miré a Iris. Iris me miró a mí.

—Sí —respondí.

Comstock atisbaba aún a través de la verja, como sin ganas de entrar.

—Lo siento, señor Duluth —dijo—. Cuando fui contratado entendí que íbamos a estrenar en el Vandolan. Me parece que no podré trabajar aquí… aquí, en el Dagonet.

—¿Qué tiene contra este teatro? —intervino Iris—. ¿Es por el mal de ojo?

—No, no es por el mal de ojo. —El viejo actor se humedeció los descoloridos labios con una lengua más descolorida aún—. Es que yo trabajé una vez aquí, hace muchos años. Ocurrió algo. Y entonces juré que no volvería a poner los pies en este teatro. No… me gustaría volver a hacerlo.

Esta enigmática declaración me sacó de mis casillas. Comstock no significaba nada para el espectáculo y podría reemplazársele fácilmente. Estuve a punto de decirle que se fuera al demonio y se llevara con él sus espantajos. Pero recordé que había estado enfermo y sin blanca cuando lo tomé, y no quise que se quedara nuevamente en la calle.

—Déjese de historias, Lionel —le dije—, y venga a ensayar como un hombre sensato. Y si sabe algo sucio relacionado con el Dagonet, por amor de Dios, guárdeselo para usted. No quiero que me alarme a toda la compañía.

No parecía prestarme atención. Seguía parado, mientras sus ojos reflejaban un recuerdo de algo maligno. Luego, bruscamente, se encogió de hombros, ladeó el mentón con un gesto a lo Irving y masculló:

—Tal vez sea mejor así, después de todo. Tal vez si vuelvo al Dagonet y venzo el temor, pueda apaciguar su espectro.

No nos lo dijo a nosotros. Hablaba con algo que había dentro de él. Echando a andar detrás de mí, atravesó el corto pasadizo y se metió por la entrada de artistas.

Iris hizo una mueca y me apretó el brazo.

—Parece que vamos a pasar una tarde agradable —dijo.

Ninguno de nosotros agregó nada más. No había nada que decir.

La mayor parte de los teatros, cuando han estado cerrados por algún tiempo, producen una sensación deprimente. Pero el Dagonet se hallaba en un estado más deplorable aún de lo que me había informado Eddie Troth, mi optimista director de escena. Tan pronto como atravesamos la entrada de artistas, nos dio en la cara el olor a polvo y cosméticos del año anterior. Algunos carteles amarillentos colgaban abandonados en el tablero de anuncios; una áspera capa de herrumbre cubría el pasamanos de hierro que llegaba a la altura del escenario; hasta el portero, de pie en el umbral de su cuartucho, era de una delgadez cadavérica, cual si contra su voluntad lo hubieran traído del cementerio más próximo. Apretaba un viejo álbum de recortes contra su vieja chaqueta, y clavaba unos ojos curiosos hacia lo alto de la escalera, en la que iba desapareciendo la figura de Lionel Comstock.

Parpadeó al vemos y nos tendió una mano espectral.

—Mi nombre es Mac —dijo—. Hace cuarenta años que estoy en el Dagonet viendo venir y marcharse a la gente. —Acarició el voluminoso álbum de recortes y mostró uno o dos dientes en un gesto que probablemente estaba destinado a ser una sonrisa—. Tengo las crónicas de todas las obras que se dieron aquí desde el 99.

Me lo imaginé deleitándose durante años y años, cada vez que alguna nueva bazofia enriquecía con un montón de recortes su espantoso tesoro. Parecía muy adecuado para el Dagonet.

Una vez que me hube asegurado de que Eddie Troth lo había puesto al tanto de los nombres de los actores y de todos los pormenores relacionados con los ensayos, me lancé detrás de Iris por los escalones de piedra hasta el escenario, donde topamos con mi director de escena apoyando un cristal contra la pared del camarín del primer actor y silbando alegremente entre dientes, Home on the Range.

Eddie Troth, en un tiempo cowboy del Oeste, había venido al Este para ser masajista. Su primer empleo lo llevó al Hospital del Teatro, institución creada especialmente para atender a los actores, y después de pasar varios meses friccionando músculos de gente dedicada al arte dramático, le acometió el prurito de Broadway. Ahora, en vez de manipular ligamentos, manejaba producciones escénicas. Y lo cierto es que lo hacía muy bien.

Aquella noche daba la impresión de ser la única persona capaz de afrontar al Dagonet con ánimo sereno. Abrió su amplia boca exhibiendo una sonrisa de Montana, y declaró que la instalación no era tan mal como parecía. Había una multitud de ratas por todas partes y el vidrio de la puerta de vaivén que daba acceso al escenario estaba roto. Pero no llevaría mucho tiempo arreglarlo. A Eddie le gustaba arreglar.

—¿Qué dice la compañía? —pregunté con recelo.

Se rascó la descamada mandíbula.

—Bueno, tal vez tenga usted algunas noticias al principio. Ya sabe lo raros que son los actores. Pero todos ellos han salido en giras antes. Habrán visto cosas peores que el Dagonet en esos viajes. —Y agregó con una mueca—: Que no se preocupen por nada, señor Duluth.

Lo cual, evidentemente, tenía por objeto tranquilizarme. Pero no lo consiguió. Yo experimentaba una convicción cada vez más fuerte, alimentada por la misteriosa conducta de Comstock, de que no resultaría fácil hacer que mi compañía no se preocupara por nada.

Dominado por una sensación de desaliento, incliné el sombrero en una forma arrogante, como cuadraba a un joven empresario de éxito, y me dirigí, precediendo a Iris, por la puerta de vaivén con el vidrio roto, al escenario.

Excepto mis dos figuras principales Mirabelle Rue y Conrad Wessler, toda la compañía estaba esperándome. El viejo Comstock estaba en pie solo, mirando con aire afligido hacia el fondo de la sala. Theodora Ffoulkes, Gerald Gwynne, mi galán joven, y Henry Prince, el autor de Aguas revueltas, formaban un grupo frío y silencioso bajo el arco proscenio. El escenario se hallaba iluminado por una sola lámpara, cuyos rayos vacilaban sobre las desgastadas maderas del tablado y la abigarrada colección de mesas y sillas dispuestas para el ensayo. Detrás de las apagadas candilejas, el vasto cuerpo de la sala se extendía en filas sucesivas de butacas, cubiertas de polvo, hasta la densa y melancólica oscuridad del fondo.

Todo estaba muy lúgubre.

Me dirigí hacia los presentes y les dije en tono agresivo:

—Buenas noches a todos. Sé que éste es un teatro roñoso, pero no puedo hacer nada por remediarlo. Así que, por amor de Dios que nadie se lamente.

Teodora Ffoulkes, elegante como un lebrel inglés, con lustroso tweed, volvió hacia mí un par de vivos ojos castaños.

—No nos lamentamos, Peter. Estamos animados y contentos. Yo casi me sentía alegre, si no fuera por esta maldita corriente de aire. —La actriz inglesa miró el vidrio roto en la puerta y se estremeció—. Si no tiene usted nada grave que objetar, me voy adentro a buscar algún camarín donde acurrucarme hasta que todo esté listo para empezar. Estoy pescando un tremendo catarro y no quiero morir antes de la noche del estreno.

—Muy bien —repuse—. Diré a Eddie que la llame cuando estén aquí Mirabelle y Wessler.

Mientras Theo se eclipsaba aprisa por la puerta de vaivén. Gerald Gwynne dijo:

—Wessler ya está aquí. Sólo Mirabelle no ha aparecido aún. Wessler anda rondando por los camarines.

No terminó de decirlo, cuando se abrió de nuevo la puerta y surgió en el umbral mi primer actor austriaco, inclinando un poco sus anchos hombros, para no golpearse la cabeza contra el dintel. Una de sus grandes manos se cerraba sobre una pequeña figura de arcilla que representaba a una mujer, sosteniéndola tiernamente como si estuviera viva.

Conrad Wessler se había dedicado al modelado de arcilla en una época en que estaba restableciéndose de un accidente de avión, cuando parecía que sus heridas no le permitirían nunca más volver a escena. Supongo que debió haber sido para él una especie de calmante mental, para ayudarle a olvidar la desfiguración de su rostro y el hecho de que un hermanastro suyo, Wolfgang von Brandt, a quien quería mucho, había perdido la razón como consecuencia del mismo accidente. Ambos habían llevado a cabo una fuga espectacular huyendo de la tragedia que se desarrollaba en Viena en poder de los nazis, sólo para correr esta nueva tragedia personal a su llegada a los Estados Unidos. Ahora Wessler estaba bastante bien, y las cicatrices de su rostro habían sido ocultadas con ayuda de la cirugía plástica y de una barba netamente aria. Pero seguía modelando, y raras veces se le podía encontrar sin una de sus figurillas.

No sé por qué, pero esto le daba un aspecto más imponente aún. Con su enorme estatura, su barba, sus mechones de pelo rubio y la estatuita entre los dedos, semejaba un dios pagano en trance de dar vida a una Eva protoplasmática.

Cruzó las desnudas tablas del escenario en dirección a mí.

—Señor Duluth —dijo en un inglés lento e inseguro—, ¿es verdad que nosotros vamos a estar todo el tiempo en el Dagonet?

Esta pregunta ya comenzaba a cansarme.

Wessler fijó la mirada en la estatuilla que, intencionalmente o no, tenía un curioso parecido con Mirabelle Rue.

—El señor Troth me dice que el segundo camarín desde el escenario es para mí.

—Es una vieja costumbre en los teatros americanos —le expliqué—. La primera actriz ocupa el primer camarín principal. Le corresponde a Mirabelle.

—Ah, ¿sí? —Los labios de Wessler denotaban una extraña obstinación—. Entonces tendré yo que ir contra la costumbre. Si vamos a trabajar en este teatro, yo tomaré el camarín de la señorita Rue, me hace el favor. —Se calló por un instante; luego agregó mientras sus ojos azules resplandecían—: Yo no puedo estar en el segundo camarín del escenario.

Desde que comenzamos los ensayos había surgido un antagonismo creciente e insustancial entre Wessler y Mirabelle Rue. Creí que esto no era otra cosa que una nueva manifestación de aquella rivalidad. Luego, se me ocurrió de pronto que Wessler no estaba precisamente enfadado. Podría decirlo al mirar sus ojos. Tuve la extraña sensación de que estaba asustado; asustado de algo que había visto en el segundo camarín.

—¿Qué inconveniente tiene ese camarín? —pregunté inquieto.

—¿Inconveniente? Ninguno; es bastante cómodo. La señorita Rue se sentirá a gusto allí. Pero yo… yo no puedo entrar otra vez en esa habitación.

Y agregó en voz baja, con un tono extraño:

—Es por el espejo.

—¡El espejo! —exclamó alguien vivamente.

Me volví y vi que era el viejo Comstock el que había hablado. Con la boca semiabierta, miraba fijamente a Wessler. En ese momento la puerta se volvió a abrir y entró Theo Ffoulkes, que regresaba de su visita a los camarines.

No sé por qué motivo todos nos volvimos para mirarla. No había nada extraordinario en su entrada. A primera vista era la Theo Ffoulkes de siempre. Y sin embargo, algo ocurría, algo indefinido, fuera de lo común, que todos percibimos y que a todos nos impresionó.

Permanecimos inmóviles, en un silencio embarazoso, mientras ella avanzaba hacia nosotros por el camino de luz que proyectaba la lámpara de trabajo. Extendió la mano hacia mí, pidiéndome un cigarrillo. Cuando se lo di, noté que sus delgados y endurecidos dedos temblaban.

—Chicos —dijo muy tranquila—, haced caso a mamá. Nunca subáis de noche al piso alto del teatro Dagonet.

Y prorrumpió en una risa absurda y desafinada. Salvo su manía de tomar té a horas inusitadas y su inveterado hábito de enamorarse de las personas que no debía, Theo era la mujer más cuerda de la compañía. Nunca la había visto yo en tal estado.

—Peter —dijo ella con el mismo tono destemplado que infundía miedo—, ¿no sabe usted si por casualidad suele haber fantasmas en el Dagonet?

Cambié una mirada con Iris.

—En el contrato de alquiler no figura ningún fantasma —respondí.

Durante un momento Theo permaneció en silencio, haciendo girar el cigarrillo entre sus dedos. Luego sacudió la ceniza sobre el piso y la removió con la punta del pie.

—Escuchen algo interesante —dijo—. He subido al piso alto para echar un vistazo a los camarines. He entrado en el primero que está frente al rellano. La puerta estaba abierta, pero dentro no había luz. Me he acercado a la puerta y he encontrado la llave.

Clavó en mí la mirada, hablando con extremada lentitud.

—He dado vuelta a la llave de la luz, Peter. Era la del espejo; sólo se han encendido las lamparitas que están alrededor del espejo del camarín. El resto de la habitación seguía en la oscuridad. Desde donde yo estaba de pie, junto a la puerta, podría asegurar que no había nadie allí dentro. Y sin embargo, reflejada en el espejo —Theo hizo una pausa—, vi claramente una cara.

Al agregar esto a lo que había apuntado Wessler respecto al espejo de su camarín, el asunto tomó un cariz sobre manera desagradable. Aquello empezaba a molestarme.

—Pero, Theo, querida… —comenzó Iris.

—Sé lo que van ustedes a decirme, y no es verdad. —Los labios de la actriz inglesa se contrajeron en una torcida sonrisa—. No era mi propia cara. El espejo está colgado sobre una pared lateral. Yo estaba de pie en la puerta. No es posible que fuese mi imagen. Era la cara de otra persona que me miraba desde el espejo. Y no había nadie en la habitación.

Wessler dio un rápido paso hacia adelante. Yo pronuncié débilmente:

—Pero, Theo, usted debe estar loca. ¿Qué clase de cara era ésa?

—No era nada bonita. —Theo me miraba aún directamente a los ojos—. Parecía la cara de una mujer. Y dio la impresión de que llevaba una piel de color tostado claro alrededor del cuello. Sus mejillas eran blancas, como las de un cadáver, su boca…

—¡Señorita Ffoulkes! —Lionel Comstock se adelantó bruscamente siguiendo a Wessler. Su respiración era rápida y entrecortada, su piel de una especie de color gris amoratado. Había tenido una vez ese aspecto durante un ensayo, cuando le sobrevino algo parecido a un síncope cardíaco—. Señorita Ffoulkes, ¿usted ha visto reflejada en el espejo una cara de mujer?

El viejo actor repitió las palabras de Theo con vacilación, como un niño que aprende sus versos.

—Exactamente. —El cigarrillo de Theo quedó suspendido en el aire—. ¿Usted sabe algo al respecto?

—¡Una cara de mujer! —Las venas de las sienes de Comstock se habían hinchado y la sangre latía con fuerza en ellas—. Una cara de muchacha, blanca, con los ojos muy abiertos, los labios contraídos en un supremo esfuerzo por respirar. Una muchacha con una cuerda atada al cuello… ahorcada.

El cigarrillo cayó de entre los dedos de Theo.

—Dios mío, parecía efectivamente como si la estuvieran ahorcando. Pero, ¿cómo lo sabe usted? Usted no estaba allí. ¿La ha… visto usted también?

Lionel Comstock emitió un sonido ahogado. Extendió vanamente una de sus manos buscando apoyo. En el instante en que sus rodillas se doblaban, Gerald Gwynne y Henry Prince se precipitaron hacia él, asiéndolo de los brazos para sostenerlo.

—La conocía. —La voz del viejo actor se había reducido a un susurro apenas perceptible—. No se ha ido entonces. Todavía está aquí. Lillian todavía está aquí, en el Dagonet.