9

—¿Lo ves? —Amanda le dio a Sloan un rápido beso en la mejilla—. No ha sido tan malo.

Pero él no parecía muy satisfecho.

—Estuvo nada menos que cinco horas aquí. No sé por qué Coco tuvo que invitarlo a comer.

—Porque es un hombre encantador, y además soltero —bromeó, echándole los brazos al cuello—. Acuérdate de lo de los posos de té…

Se hallaban en la galería alta de la casa, frente al mar.

—¿Qué posos de té? —le mordisqueó suavemente el lóbulo de la oreja.

—Mmm… aquellos en los que la tía Coco leyó que vendría un hombre que sería muy importante para todas nosotras.

—Vaya. Yo creía que ese era yo.

—Quizá —dio un respingo cuando Sloan la mordió—. Salvaje.

—A veces se despierta el indio cherokee que hay en mí.

Amanda se apartó un poco para contemplar su rostro. A la mortecina luz del crepúsculo, su tez era casi cobriza, y el verde de sus ojos prácticamente negros. Sí, en aquel momento podía ver las dos ramas de su ascendencia, la céltica y la cherokee.

—¿Sabes? La verdad es que no sé gran cosa sobre ti. Solo que eres un arquitecto de Oklahoma que se graduó en Harvard.

—Sabes también que me gusta la cerveza y las mujeres de piernas largas.

—Sí, eso también.

Como sabía que aquello era importante para ella, Sloan se apoyó en el muro, de espaldas al mar.

—De acuerdo, Calhoun, ¿qué quieres saber?

—No quiero someterte a un interrogatorio —explicó. Sin poder evitarlo, volvía a sentirse inquieta—. Lo que pasa es que tú lo sabes todo sobre mí. Conoces mi familia, el ambiente en el que me muevo, mis sueños.

Sloan sacó un cigarro, lo encendió y empezó a contar:

—Mi tatarabuelo dejó Irlanda para venir al Nuevo Mundo, y emigró al oeste para dedicarse a la caza de castores. Un auténtico hombre de las montañas. Se casó con una mujer cherokee, con la que tuvo tres hijos. Un día salió de cacería y no volvió nunca más. Los hijos montaron un establecimiento comercial, y les fue bien. Uno de ellos encargó una esposa por correo, una bonita chica irlandesa. Tuvieron un montón de hijos, incluido mi abuelo. Él era, y es, un viejo y astuto diablo que compró unas tierras aprovechándose de los precios baratos, y las vendió después sacando un jugoso beneficio. Para seguir la tradición familiar se casó con una irlandesa, una explosiva pelirroja que supuestamente lo volvió loco. Debió de quererla mucho, porque le puso su nombre a su primer pozo de petróleo.

—¿A un pozo de petróleo?

—Lo llamó Maggie —pronunció Sloan con una sonrisa mientras soltaba una bocanada de humo—. A ella debió de gustarle. Y siguió bautizando también los otros pozos.

—Los otros pozos…

—Mi padre se hizo con el control de la compañía en los años sesenta, pero el viejo todavía sigue metiendo baza en los asuntos de la empresa. Le molestó que yo no me metiera en ella, pero yo quería ser arquitecto, y supongo que Industrias Sun tampoco me necesitaba.

—¿Industrias Sun? —repitió, asombrada. Era una de las mayores corporaciones del país—. Tú… ignoraba que tuvieras tanto dinero.

—Bueno, mi familia lo tiene. ¿Algún problema?

—No. Solo que no me gustaría que pensaras que yo… —se interrumpió, sin saber cómo decirlo.

—¿Que tú andas tras el dinero de mi familia? —se echó a reír—. Cariño, sé perfectamente que andas detrás de mi cuerpo, y no de otra cosa.

Amanda pensó que tenía la desconcertante habilidad de hacerla maldecir y reír al mismo tiempo.

—Verdaderamente eres un canalla engreído.

—Pero me amas —tiró el cigarro antes de atraerla hacia sí.

—Quizá… —con fingida reluctancia, deslizó los brazos en torno a su cintura, un poco riendo, lo besó en los labios.

Sloan empezó a tentarla, a seducirla. Sus manos se mostraban tan pronto tiernas como insistentes, hasta que finalmente Amanda se olvidó de todo en aquel beso.

—¿Cómo puedes hacerme eso? —murmuró, aturdida.

—¿Hacerte qué?

—Hacerme desearte hasta el dolor.

—Vamos dentro —la besó en el cuello—. Así podrás enseñarme mi habitación.

—¿Qué habitación?

—La habitación en la que simularemos dormir cuando me quede a dormir contigo.

—¿De qué estás hablando?

—Estoy hablando de que hagamos el amor hasta que nos falte el aire. Y del hecho de que me quedaré aquí hasta que el sistema de alarma de la casa sea operativo.

—Pero no necesitas…

—Oh, lo necesito —y la besó nuevamente para demostrarle cuánto lo necesitaba.

Mientras lo esperaba, Amanda se recriminaba por su nerviosismo: casi parecía una novia en su noche de bodas. Se había puesto un ligero vestido azul, transparente, un capricho que se había permitido unos meses atrás. Guardaba varias velas en la mesilla para una emergencia, y cuando las encendió el ambiente adquirió un tinte íntimo, romántico. Suzanna había decorado la habitación con flores, como tenía por costumbre. En esa ocasión eran unas delicadas lilas, que despedían un fragante aroma. Y había abierto las puertas de la terraza, de forma que pudiera oírse el rumor del mar contra las rocas.

Finalmente llegó Sloan. Ella lo esperaba de pie en el umbral, con la negra noche a su espalda.

Al verla, se olvidó de todo. Solo podía mirarla fijamente, con el corazón en la garganta. Tenerla allí, esperándolo, tan deseable a la luz de las velas, ver aquella sonrisa de bienvenida… eso era todo lo que podía desear en el mundo.

Quería mostrarse tierno con ella, tanto como lo había sido la noche anterior. Pero cuando se le acercó, el lento fuego que lo abrasaba por dentro terminó por consumirlo.

—Creía ya que no vendrías nunca —le dijo Amanda antes de besarlo en los labios.

Sloan se preguntó cómo podría sobrevivir la ternura ante semejante ardor. O la paciencia ante tanta urgencia. Sentía ya su cuerpo vibrando de deseo bajo sus dedos, amoldándose a la perfección al suyo. La finísima tela de su vestido parecía tentar su pecho desnudo, provocándolo a que lo rasgara e hiciera a un lado. Su delicioso aroma había impregnado su cerebro, embriagándolo con oscuros secretos, seduciéndolo con febriles promesas…

En aquel preciso instante se sintió tan lleno de ella, que no pudo encontrarse a sí mismo. Sin aliento, desorientado, alzó la cabeza. Sabía que su deseo era enorme, y que podía hacerle daño si no conservaba el control.

—Espera —necesitaba recuperar el resuello y la cordura, pero vio que ella negaba con la cabeza.

—No —enterrando los dedos en su pelo, lo atrajo hacia sí.

Amanda no supo cuándo aquella terrible necesidad se apoderó de ella; solo que lo arrastró a la cama y, agresiva y desperada, comenzó a acariciarlo. Esa vez no hubo debilidad alguna por su parte. Ni sumisión. Quería poder, el poder de saber que podía hacerle perder todo control, y convertirlo en un ser tan vulnerable como él la convertía a ella.

Eran una maraña de brazos y piernas rodando sobre la cama. Cada vez que Sloan intentaba refrenarla, ella se le adelantaba, ansiosa, con una carcajada de júbilo resonando en sus venas. Le desabrochó a toda prisa los vaqueros, deslizándoselos por los muslos. Los músculos de su estómago se tensaron bajo el contacto de aquellos dedos. Sloan maldijo entre dientes, sujetándola de las muñecas antes de que fuera demasiado tarde.

Respirando aceleradamente, la miró, sin soltarle las manos. Sus ojos tenían el color del cobalto, brillantes en medio de la penumbra. Podía escuchar, por encima del rumor de sus respectivos jadeos, el tictac del reloj de la mesilla.

Entonces sonrió. Fue una lenta sonrisa, que indicaba que lo había comprendido. Ardiendo de deseo, la besó en los labios. Y ella respondió, demanda por demanda, placer por placer. El control estalló en mil pedazos. Sloan casi pudo oír el chasquido de una cadena rota mientras se saciaba con ella. Desesperado por sentirla, le rasgó la camiseta. Su gemido de sorpresa no sirvió más que para excitarlo aún más.

Atrapada en aquel remolino de sensaciones, Amanda se dejó llevar, se rindió a la furia. Nada de pensamientos. Ni de preguntas. Con los ojos clavados en los suyos, Sloan se hundía una y otra vez en ella, dejando que el estupor del placer los anegara a ambos.

—Sí, señor Stenerson —murmuró Amanda mientras soportaba el interminable sermón de su jefe. Paciencia. Solo faltaban diez minutos para que su jornada laboral tocara a su fin. Ni siquiera la inminente sesión de espiritismo podía opacar aquel placer.

Muy pronto se reuniría con Sloan. Quizá tuvieran tiempo para dar un paseo antes de cenar.

—No parece tener la mente puesta en su trabajo, señorita Calhoun.

Aquel comentario la hizo sentir una punzada de culpa.

—Me preocupa mucho que uno de nuestros camareros dejara caer una bandeja entera de copas sobre el regazo de la señora Wicken.

—Sí, lo entiendo, señor. Pero ya nos ocupamos de llevarle la ropa a la tintorería, y de obsequiarles con una cena gratis a ella y a su marido durante el resto de su estancia en el hotel. Y, al final, los dos se quedaron satisfechos.

—¿Y despidió usted al camarero?

—No, señor.

—¿Puedo preguntar por qué… —arqueó las cejas—, …cuando le ordené específicamente que lo hiciera?

—Porque Tim lleva nada menos que tres años con nosotros, y difícilmente se le podía echar la culpa de lo sucedido cuando fue el hijo del matrimonio Wicken el culpable de su caída, por haberle puesto una zancadilla. Otros camareros y varios clientes vieron lo que pasó.

—Tal vez, pero yo le di una orden muy concreta.

—Sí, señor. Pero después de conocer las circunstancias del caso, decidí actuar de manera distinta.

—¿Necesito recordarle quién está al mando de este hotel, señorita Calhoun?

—No, señor, pero pensaba que después de todos los años que llevo trabajando en el BayWatch, confiaría usted en mi buen juicio —aspiró profundamente, y decidió asumir un gran riesgo—. Pero si no es así, será mejor que le presente mi renuncia.

El señor Stenerson parpadeó varias veces.

—¿No le parece que esa reacción es un tanto… drástica? —le preguntó, después de aclararse la garganta.

—No, señor. Si no me siento con competencia suficiente para tomar ciertas decisiones, no me será posible seguir aquí.

—No se trata de un asunto de competencia, sino de falta de experiencia. Sin embargo… —añadió, alzando una mano— …estoy seguro de que, en este caso concreto, hizo lo que juzgó era lo mejor.

—Sí, señor Stenerson.

Para cuando abandonó su despacho, le dolía la mandíbula de tanto apretarla. Se obligó a relajarse cuando William la abordó en el vestíbulo.

—Solo quería darte nuevamente las gracias por lo mucho que disfruté visitando tu casa, y también por la maravillosa cena.

—Fue un placer.

—¿Sabes? Tengo la sensación de que si te pidiera que volviéramos a cenar juntos, te negarías por una razón distinta a la que me diste acerca de las normas del hotel.

—William, yo…

—No, no —le dio una cariñosa palmadita en una mano—. Lo comprendo. Estoy desolado, pero lo comprendo. Supongo que el señor O’Riley participará en la sesión de espiritismo de esta noche, ¿verdad?

Amanda se echó a reír.

—Desde luego. Tanto si le gusta como si no.

—Lamento sinceramente no poder participar. Será a las ocho, ¿no?

—No, a las nueve. Para esa hora tía Coco nos habrá reunido en torno a la mesa del comedor, para que nos demos las manos y emitamos ondas alfa, o lo que sea…

—Confío en que me lo harás saber si recibes algún mensaje de… del otro lado.

—Te lo prometo. Buenas noches.

—Buenas noches —mientras ella se marchaba, William miró su reloj. Disponía de tiempo más que de sobra para prepararse.

—Sabía que te encontraría aquí —Amanda entró en la gran sala circular que la familia denominaba «la torre de Bianca». Lilah estaba sentada en el alféizar de la ventana, abrazándose las rodillas, con la mirada fija en los acantilados.

—Sí, a mí y al fiero Fred —saliendo de sus ensoñaciones, acarició al cachorro—. Nos estamos poniendo a tono para la sesión de espiritismo —cuando su hermana se sentó a su lado y pudo mirarla de cerca, le comentó—: Veo que se te ha borrado de la cara esa satisfecha sonrisa que tenías esta mañana en la cara… ¿Has discutido con Sloan?

—No.

—Ah, entonces ha debido de ser ese Stenerson. ¿Por qué lo soportas, Mandy? Ese tipo no es un hombre, es una rata.

—Porque trabajo para él.

—Pues despídete.

—Para ti es muy fácil —lanzó a Lilah una impaciente mirada—. No todas podemos pasarnos los días enteros vagando por ahí como duendecillos del bosque… —de pronto se interrumpió, suspirando—. Perdona.

Lilah se encogió de hombros.

—Me da la impresión de que no es solamente Stenerson lo que te molesta.

—Fue él quien empezó a amargarme el día. Me dijo que no tenía la mente puesta en mi trabajo, y tenía razón.

—Así que te distraes en tu trabajo.

—Me gusta mi trabajo, y se me da bien. Pero no me he estado concentrando, ni en eso ni en el collar, ni en nada desde que…

—Desde que apareció ese vaquero de Oklahoma.

—No tiene gracia.

—Claro que la tiene —Lilah se abrazó las rodillas—. Así que pierdes un poco la concentración o te olvidas de alguna cita que otra. ¿Y qué?

—Mira, Sloan me está haciendo cambiar, y yo no sé qué hacer. Yo tengo responsabilidades, obligaciones. Maldita sea, tengo objetivos en la vida. Tengo que pensar en el mañana —el problema era que, cuando lo hacía, siempre pensaba en Sloan—. ¿Y si no se trata más que de una aventura? ¿Una maravillosa y excitante aventura que acaba trastocando todos mis planes? Imagínate que dentro de unas semanas termina su trabajo aquí y se vuelve a Oklahoma. Y mi vida hecha un desastre…

—¿Y si te pide que lo acompañes?

—Eso sería peor —ruborizada, Amanda se levantó y empezó a caminar, nerviosa—. ¿Qué se supone que tengo que hacer? ¿Renunciar a todo aquello por lo que he estado trabajando, a todo lo que he esperado desde hace años?

—¿Lo harías?

—Me temo que sí —cerró con fuerza los ojos.

—¿Entonces por qué no hablas con él?

—No puedo —se sentó de nuevo—. Nunca hemos hablado del futuro. Supongo que ninguno de los dos quiere pensar en ello. Lo que pasa es que hoy yo sí que he empezado a pensar… y me he dado cuenta de que, apenas un mes atrás, ni siquiera lo conocía. Es una locura empezar a planificar mi vida en torno a alguien a quien conozco desde hace tan poco tiempo.

—Pero tú siempre has sido la más razonable de la familia —apuntó Lilah.

—Bueno, sí.

—Entonces relájate —le dio unas palmadas en el hombro, cariñosa—. Cuando llegue el momento, tomarás la decisión más sensata.

—Espero que tengas razón —murmuró Amanda, y se obligó a asentir con decisión. No tenía más remedio—. Claro que la tienes. Bueno, me voy a trabajar al almacén.

—Bien. Ya veo que vuelves a ser la misma de siempre… —se echó a reír Lilah cuando su hermana abandonaba la habitación. Luego, cuando ya no podía oírla, añadió—: Venga, Fred. Vamos a ver si podemos desbaratar un poco sus planes…

Sloan entró en el almacén, provisto de una botella de champán, una cesta de mimbre y un sabio consejo de Lilah: «Trastórnala. No le permitas que sea lógica y razonable contigo».

Allí estaba Amanda, inclinada sobre su escritorio, con las gafas de leer, en la punta de la nariz y la melena recogida. A su lado tenía unos archivadores nuevos cuidadosamente etiquetados, y docenas de cajas polvorientas y gruesos fajos de documentos frente a ella.

—Hey, Calhoun, ¿te apetece descansar un poco?

—¿Qué? —alzó bruscamente la cabeza, y tardó un momento en enfocarlo con la mirada—. Oh, hola. No te había oído entrar.

—¿Dónde estabas?

—En 1929 —le mostró un libro de contabilidad—. Parece ser que mi ilustre bisabuelo hizo una fortuna con el contrabando de alcohol desde Canadá durante la Ley Seca.

—El bueno de Fergus…

—El mezquino de Fergus —lo corrigió—. Pero también un meticuloso hombre de negocios. Si guardó todos estos libros que recogían con todo detalle esas actividades ilegales, seguro que habría guardado también la factura de una hipotética venta de las esmeraldas.

—Yo creía que Bianca las había escondido.

—Eso es lo que dice la leyenda —se recostó en su asiento, frotándose los ojos doloridos de tanto forzar la vista—. Pero yo preferiría atenerme a los hechos. Llegué a pensar que quizá las guardó en algún escondite del que no le habló a nadie. Pero tampoco he podido encontrar ningún dato sobre eso.

—Quizá estés mirando en un lugar equivocado —dejó la botella y la cesta a un lado y se colocó a su espalda. Suavemente empezó a darle un masaje en los músculos del cuello—. Quizá deberías concentrarte en Bianca. Después de todo, se trataba de su collar.

—Tampoco tenemos mucha información sobre Bianca. Mi bisabuelo destruyó todos sus dibujos, sus cartas, todo lo concerniente a ella.

—Debió de haberse vuelto rematadamente loco.

—Sí. Y de dolor, me temo.

—No —Sloan se inclinó para besarle la cabeza—. Si hubiera sufrido realmente por ella, lo habría recordado todo.

—Quizá le dolía recordarla.

—Si la hubiera amado de verdad, habría querido recordarla. Habría sentido esa necesidad. Cuando amas a alguien, todo lo relativo al ser amado se convierte en algo precioso —sintió que se tensaba bajo sus dedos—. ¿Qué te pasa, Amanda? Estás muy tensa.

—Llevo demasiado tiempo sentada, eso es todo.

—Entonces esta es la ocasión perfecta —se apartó para recoger el champán.

—¿Para qué?

Después de descorchar la botella, volvió a besarla.

—No sé tú, pero yo he trabajado lo mío hoy. Pensé que podríamos tomarnos un merecido descanso.

Amanda se dijo que no necesitaba el champán para que se le nublara el cerebro. Para conseguir ese efecto ya se bastaba y sobraba Sloan. Pero era eso precisamente, se recordó mientras se levantaba, lo que se había propuesto evitar.

—Te lo agradezco, pero tengo que ayudar a la tía Coco con la cena.

—Ya la está ayudando Lilah.

—¿Lilah? —arqueó las cejas—. Tienes que estar de broma.

—No —abrió la cesta de mimbre y sacó dos copas de tallo largo—. Suzanna está ayudando a los niños a hacer los deberes, y tú y yo vamos a cenar solos.

—Sloan, no estoy vestida para salir…

—Me gusta tal como estás —sirvió las copas—. Y no vamos a ir a ninguna parte.

—Pero acabas de decir…

—Acabo de decir que vamos a cenar solos. Aquí mismo.

—¿Aquí? ¿En el almacén?

—Sí. He traído un poco de paté de tu tía, algo de pollo frío y espárragos, y fresas frescas de postre —chocó su copa contra la de ella—. Llevo todo el día pensando en ti.

Amanda pensó que, cuando le decía aquellas cosas tan dulces, se derretía por dentro. De puro amor.

—Sloan, tenemos que hablar.

—Claro —pero se inclinó para rozarle los labios con lo suyos—. ¿Por qué antes no nos ponemos cómodos?

—¿Qué? —aturdida, vio con asombro que extendía una manta en el suelo.

—Vamos.

—Realmente creo que sería mejor que… —pero Sloan ya la estaba atrayendo hacia sí.

Le quitó la copa de la mano y la dejó en el suelo antes de besarla en los labios.

—Así está mejor —murmuró—. Mucho mejor.

—Los niños están en casa —protestó mientras él le deslizaba las manos bajo la camisa—. Si alguien entrara…

—He cerrado la puerta con llave —con exquisita delicadeza, comenzó a acariciarle los pezones con los pulgares—. Presta atención, Calhoun, porque voy a enseñarte a relajarte.

Estaba tan relajada, que ni siquiera podía pensar en moverse. Sentía pesados los párpados mientras Sloan le ponía en la punta de la lengua una pizca de paté.

—Está muy rico —le dijo, y a continuación le untó otro poquito en la espalda, para lamérselo—. Así —la atrajo hacia sí, estrechándola contra su pecho antes de entregarle su copa de champán—. Se suponía que primero debíamos bebernos esto, pero me he distraído.

Sabía deliciosamente bien. Amanda tomó otro sorbo, y abrió obediente la boca cuando él le ofreció más paté, esa vez untado en una galleta salada.

—¿Más?

Asintió, suspirando. Y se dieron de comer mutuamente entre beso y beso.

—Vamos a llegar tarde a la sesión de espiritismo.

—No —hizo que apoyara cómodamente la cabeza sobre su pecho—. Coco decidió a última hora que las vibraciones no eran las adecuadas. Parece que ha percibido la intromisión de una presencia oscura.

—Eso es muy propio de mi tía.

—Ahora quiere esperar a la última noche de la luna nueva —le acarició el cuello—. Así que podemos quedarnos aquí toda la noche.

Amanda estaba empezando a creer que, con él, todo era posible.

—Vaya. Nunca antes había disfrutado de un picnic nocturno, y este será el primero.

—Después de que nos casemos, lo convertiremos en una costumbre.

Al oírlo, le tembló la mano y le derramó un poco de champán en una pierna.

—Hey, ten cuidado, Calhoun. No lo desperdicies.

—¿Qué has querido decir con eso? —se volvió para mirarlo.

—Ya sabes. Casarnos, marido y mujer, ese tipo de cosas…

Con exquisito cuidado, Amanda bajó su copa. «Sí», pensó, tan furiosa como aterrada. Se había estado esperando eso.

—¿De dónde te has sacado la idea de que nos vamos a casar?

A Sloan no le gustó nada la manera que tenía de fruncir el ceño.

—Yo te amo, tú me amas a mí. Tú eres la más lógica de los dos, Amanda. Desde mi punto de vista, el siguiente paso es el matrimonio.

—Puede que desde tu punto de vista sea un simple paso, pero desde el mío es un gran salto. No puedes dar por sentado que vaya a asumirlo así, de pronto.

—¿Por qué no?

—Porque no puedes. En primer lugar, no pienso casarme hasta dentro de unos años. Tengo que pensar en mi carrera.

—¿Qué tiene que ver una cosa con otra?

—Todo. Ya me has desconcentrado bastante, y has trastornado mis prioridades —de pronto se interrumpió, pasándose una mano por el pelo—. Mírame —le pidió—. Simplemente mírame. Estoy aquí en el suelo del almacén, desnuda, y discutiendo de matrimonio con un hombre al que solo hace un par de semanas que conozco. Esta no soy yo.

Perezosamente, Sloan se apartó levemente para mirarla de arriba a abajo.

—¿Entonces quién diablos es?

—No lo sé —nerviosa, se levantó y empezó a vestirse—. Ya no sé quién soy, y eso es algo que te lo debo a ti. Desde que irrumpiste en mi vida, ya nada parece tener sentido.

—Fuiste tú quien irrumpió en la mía.

—Sueño despierta cuando se suponía que debería estar trabajando. Hago el amor contigo cuando debería estar manteniendo entrevistas, y me dedico a disfrutar de un picnic, para colmo desnuda, cuando debería estar ordenando papeles. Esto tiene que terminar.

—¿Por qué no te sientas y resolvemos esto tranquilamente?

—No, no me sentaré. Me seducirás otra vez, y ya no seré capaz de pensar. No vas a hacer ningún plan para el resto de mi vida sin consultarme, o sin siquiera tener la cortesía de preguntármelo. Voy a recuperar de nuevo el control de mi propia vida.

Sloan también se levantó, desnudo y furioso.

—Estás enfadada porque deseo casarme contigo.

—Y tú eres un estúpido —siseó, con los dientes apretados. Se dirigió hacia la puerta y luchó con la cerradura hasta que logró abrirla—. Vete al diablo, y llévate contigo tu… increíblemente romántica proposición de matrimonio.

La calurosa y bochornosa tarde era perfecta para el placer. Christian me sorprendió con una pequeña cesta de vino y carnes frías. Juntos nos sentamos en la hierba, detrás de las rocas, y contemplábamos los barcos surcar el mar debajo. Siempre es así cuando estoy con él. En esta maravillosa fantasía de atardeceres, no hay nada más que luz clara de sol y aire limpio, fragante.

Hablamos de todo y de nada mientras me dibujaba. Desde que comenzó el verano, ya me ha hecho dos retratos. Sin riesgo de pecar de inmodesta, puedo afirmar que me ha convertido en una mujer bella. ¿Qué mujer no lo sería estando enamorada? Y han sido sus sentimientos los que han guiado su pincel. Si no hubiera sabido antes lo profundo y verdadero de su amor por mí, lo habría descubierto en esos retratos.

¿Le comprará alguien mi retrato? Me entristece pensarlo. Y a la vez me enorgullece. Esa sería, tal vez, la única manera de poder proclamar mis sentimientos. Colgado en la pared de alguna casa, el retrato de una mujer cuya mirada estaba llena de amor por el hombre que la pintó.

He dicho que hablamos de todo y de nada. Pero no mencionamos la rapidez con que los días se convierten en semanas. Quedan tan pocas semanas para que tenga que dejar la isla, y a Christian. Creo que, cuando llegue ese momento, algo morirá en mí.

Fergus y yo dimos un baile esta noche. Fue todo muy alegre, aunque se habló demasiado de la guerra. Fergus llegó a comentar que los hombres inteligentes saben que siempre habrá guerra, y que las guerras producen dinero. Me quedé sorprendida al oírlo hablar así, pero él no le dio ninguna importancia.

—Tú piensa en cómo gastar el dinero, que ya pensaré yo en conseguirlo —fue lo que me dijo.

Y eso me disgusta porque no fue por dinero por lo que me casé con él, ni por lo que sigo a su lado, sino por sentido del deber. Por eso he vivido bajo su tejado, comido su comida, aceptado sus regalos sin detenerme a pensar en nada más.

Me remuerde la conciencia pensar que aprecié muchísimo más el sencillo picnic que Christian me obsequió, que todas las suntuosas cenas pagadas con el dinero de Fergus. Como eso siempre le agrada, en el baile de esta noche llevé las esmeraldas, y aún no me las he quitado. Las esmeraldas que me evocan tanto dolor como alegría.

Si no fuera por los niños… pero no he de pensar en ello. Por muchos pecados que cometa, jamás abandonaré a mis hijos. Ellos tienen unas necesidades que ni Christian ni yo tenemos derecho a ignorar. Sé que, en la inmensa soledad que me espera, serán mi consuelo y mi solaz. Siendo como son un bendito regalo del cielo, no tengo derecho a lamentarme por el niño que Christian y yo nunca podremos, ni debemos, concebir.

Pero, aun así, me duele.

Esta noche, cuando apague la lámpara, intentaré dormirme rápidamente. Porque pronto llegará la mañana, y con la mañana la tarde dorada, cuando pueda volver a ver a Christian.