Y Sloan se prometió a sí mismo que no la molestaría más. Aquella mujer ya había trastornado bastante su cerebro. Demasiado.
Salió a la terraza de su habitación para disfrutar de aquella cálida tarde primaveral. Había abandonado Las Torres lo antes posible. Por supuesto, había cumplido escrupulosamente con sus obligaciones. Amanda no era la única persona capaz de hacer siempre lo que se esperaba de ella. Con la ayuda de Suzanna y de los niños, había decorado el coche de los recién casados. Forzando una sonrisa, les había lanzado arroz junto con todos los demás. Incluso le había ofrecido a Coco su pañuelo para que se enjugara las lágrimas de felicidad que corrían por su rostro. Y, en compañía de una preocupada Lilah, había esperado a que Fred se despertara y soltara su primer ladrido.
Y luego se había largado a toda prisa de allí.
Amanda no lo necesitaba. El hecho de que hasta entonces no se hubiera dado cuenta de lo mucho que necesitaba que ella lo necesitara le servía de bien poco. Y allí estaba él, esperando ayudarla y protegerla, mientras ella salía corriendo tras algún ladrón o se citaba con un tipo llamado William. Pues bien, ya estaba harto de hacer el ridículo.
Tenía un trabajo que hacer, y lo haría. Amanda tenía una vida que vivir, y él también. Ya era hora de que contemplara su situación con un poco de perspectiva. Un hombre tenía que estar loco para enredarse con una mujer así. Así que se sacaría a Amanda Calhoun de la cabeza y…
—Sloan.
Con una mano todavía apoyada en la barandilla, se volvió. Amanda estaba en el umbral. Se había cambiado el vestido de seda por una blusa y unos pantalones de algodón.
—He llamado —empezó a decir, entrando en la terraza—. Pero temía que no quisieras abrirme, así que utilicé mi llave maestra.
—¿No va eso contra las reglas?
—Sí. Lo siento, pero en casa me fue imposible hablar contigo. Después de que se marchó la policía, seguía inquieta —suspiró. Se dijo que, evidentemente, él no iba a facilitarle las cosas. Seguía allí, todavía con los pantalones del frac y la camisa blanca desabrochada, descalzo, mirándola con expresión pensativa—. Supongo que no me sentía cómoda… con este asunto, el nuestro, sin terminar.
—De acuerdo —después de encender un cigarro, se apoyó en la barandilla.
—No es tan sencillo. Antes estaba enfadada y furiosa porque… porque alguien se había metido en la casa. En mi casa. Sé que estabas preocupado por mí, y que fui muy brusca contigo. Y, solo después de que me tranquilizara un poco, me di cuenta de que te sentías dolido porque no se me había ocurrido pedirte ayuda.
—Descuida —soltó una bocanada de humo—. Lo superaré.
—No es solo eso… —se interrumpió y comenzó a caminar de un lado a otro de la estrecha terraza. No, no le iba a poner las cosas nada fáciles—. Estoy acostumbrada a enfrentarme sola a las cosas. Siempre he sido la única capaz de encontrar una solución lógica para todo, o el camino más corto para solucionar un problema. Forma parte de mi carácter. Cuando hay que hacer algo, lo hago. Supongo que no tengo más remedio. No es que no quiera pedir ayuda. Es más bien… que estoy acostumbrada a que me la pidan a mí, más que pedirla yo misma.
—Una de las cosas que admiro de ti, Amanda, es tu eficacia, la manera que tienes de hacer las cosas. ¿Por qué no me dices lo que vas a hacer conmigo?
—Porque no lo sé —se esforzó por mantener la calma y siguió caminando por la terraza—. Y eso no me gusta. Siempre sé lo que tengo que hacer. Pero, por mucho que me devano los sesos, no puedo encontrar una respuesta.
—Quizá sea porque dos y dos no siempre hacen cuatro.
—Pero deberían hacer cuatro —insistió—. Al menos para mí. Lo único que sé es que tú me haces sentir… diferente de como me sentía antes. Y eso me asusta —cuando se volvió hacia él, tenía la mirada oscurecida por la furia—. Ya sé que para ti es fácil, pero para mí no.
—¿Que para mí es fácil? —repitió Sloan—. ¿Crees que es fácil para mí? —en un impulso, tiró el cigarro al suelo y lo aplastó con el pie—. He estado quemándome a fuego lento desde la primera vez que te vi. Eso, para un hombre, no es nada fácil, Amanda. Créeme.
Como le resultaba difícil incluso respirar, le salió la voz en un murmullo:
—Nadie me había deseado tanto como tú. Eso me asusta —apretó los labios—. Y nunca he deseado a nadie como te deseo a ti. Y eso me aterra.
Sloan extendió una mano y la sujetó de una muñeca.
—No esperes decirme una cosa así, o mirarme como me estás mirando ahora mismo, y luego pedirme que te deje en paz.
Presa de una mezcla de pánico y excitación, Amanda negó con la cabeza.
—No es eso lo que te estoy pidiendo.
—Entonces suéltalo.
—Maldita sea, Sloan. No quiero que seas razonable. No quiero pensar. Quiero que dejes de hacerme pensar, ahora mismo —con un gemido le echó los brazos al cuello y lo besó en los labios.
Tenía miedo. Temía estar dando un gigantesco paso en el borde de un profundo acantilado. Y sentía júbilo, también. Porque estaba dando aquel paso con los ojos bien abiertos. Y él estaba con ella en aquella caída. Su cuerpo caía con el suyo.
—Sloan…
—No digas nada —la abrazó con fuerza mientras deslizaba los labios por su cuello. Su pulso acelerado latía al mismo ritmo que su corazón. Se dio cuenta de que jamás antes había experimentado aquella sensación de unidad, de fusión, con ninguna otra mujer—. Ni una sola palabra.
La hizo entrar en la habitación, dejando abierta la puerta de la terraza para que entrara la brisa del mar, perfumada por el aroma de las flores. Le acarició primeramente el cabello, deleitándose con su textura. Luego, muy suavemente, como si fuera la caricia de una pluma, le rozó los labios con los suyos. No, no quería escuchar ninguna palabra suya, porque no estaba seguro de poder encontrar, a su vez, las palabras necesarias para decirle que la tenía dentro del corazón. Pero se lo iba a demostrar.
Vacilante, Amanda se abrazó a su pecho. No quería mostrarse débil en aquel momento, sino fuerte. Pero aun así, al sentir sus labios en su rostro, tembló.
Con exquisita lentitud, tocándola apenas, Sloan le desabrochó la blusa y se la deslizó por los hombros. Llevaba debajo una camiseta blanca de algodón. Sin dejar de mirarla a los ojos le soltó los pantalones, que cayeron al suelo. Luego, cuando ella se disponía a acariciarlo, le tomó las manos.
—No, déjame tocarte.
Indefensa, cerró los ojos mientras Sloan delineaba con las yemas de los dedos la curva de sus senos. Acariciándola como si estuviera hecha del cristal más fino y delicado del mundo. Elegantemente erótica, aquella levísima caricia le inflamó la sangre hasta que, por un instante, creyó morirse de puro placer.
Echó la cabeza hacia atrás, y un gemido escapó de su garganta mientras Sloan proseguía su lánguida exploración con paciente ternura. Podía ver el oscuro brillo que relumbraba en sus ojos, sentir el temblor que recorría su cuerpo. Cada vez más excitado, comenzó a acariciar con los pulgares los pezones que se tensaban contra la tela. Luego su lengua sustituyó a sus manos, y Amanda se aferró frenéticamente a sus hombros para sostenerse.
—Por favor… no puedo…
En aquel instante se sentía ya cayendo rápidamente al vacío, pero él estaba allí para recogerla. Cuando sintió que se le doblaban las rodillas, Sloan la levantó en brazos y la tumbó sobre la cama.
—Nadie… —murmuró ella contra sus labios— …nadie me había hecho nunca el amor así.
—Pues apenas he empezado.
Y se lo demostró. Con exquisita paciencia fue acariciando y excitando sensibles zonas de su cuerpo que ella ni siquiera sabía que existían. Con cada caricia era como si descubriera puertas hasta ese momento firmemente cerradas, abriéndolas de par en par para que entrara la luz, el aire.
No se detenía nunca. Cuando sentía la tentación de apresurarse, de proceder a su propio desahogo, se descubría a sí mismo ansioso de explorar, de saborear más. Deslizó las manos por sus costados subiéndole la camiseta, hasta sacársela por la cabeza. Y al fin pudo paladear la finísima piel de sus senos. Amanda enterró los dedos en su pelo, estrechándolo contra su pecho con verdadera desesperación. «Quemarse a fuego lento»; ¿no era eso lo que le había dicho antes?, se preguntó frenéticamente mientras los labios de Sloan descendían poco a poco por su cuerpo. Ahora podía entenderlo, cuando el cuerpo le ardía por dentro cada vez más, grado a grado.
Para entonces Sloan ya estaba apartando la última barrera de ropa, y ella no podía hacer otra cosa que retorcerse bajo sus dedos, jadeante.
Cuando comenzó a acariciarla con la lengua, se arqueó contra él, aferrando con fuerza las sábanas. Inefables sensaciones asaltaban su cerebro, demasiado rápidas, demasiado agudas. Y por mucho que se esforzara por separarlas, por discernirlas, parecían anudarse en una confusa maraña sin principio ni final.
¿Era consciente de que estaba gritando su nombre una y otra vez?, se preguntó. ¿Sabía que su cuerpo se movía con voluntad propia, con un ritmo lento y sinuoso, como si ya hubiera entrado en ella? Sloan continuaba excitándola incansable, gradualmente, saboreando cada instante, cada necesidad, cada anhelo.
Amanda abrió los ojos, aturdida. Solo podía ver su rostro, tan cerca del suyo, con aquella mirada tan intensa. Alzó las manos para abrirle la camisa y acariciarlo tan lenta y meticulosamente como él la había acariciado a ella. Luego se incorporó para besarle el pecho y deslizar los labios lentamente hasta su garganta.
Atardecía, y la luz se volvía por momentos más débil, hasta convertirse en penumbra. Ágilmente procedió Amanda a desvestirlo, y le fue sembrando el cuerpo de besos, sintiéndolo temblar bajo sus labios.
Poco después, con un suspiro, Sloan se deslizaba en su interior. Amanda contuvo el aliento, y se fue relajando poco a poco. Comenzaron a moverse juntos, a un ritmo deliberadamente lento, deliciosamente suave. Era una sensación tan dulce que se le llenaron los ojos de lágrimas, que él enjugó beso a beso.
Pero gradualmente la dulzura se fue transformando en ardor, y el ardor en un verdadero incendio. Nublada la mirada de pasión, sintió que Sloan le tomaba las manos entrelazando los dedos con los suyos y apretándoselos conforme la arrastraba a la cumbre del placer. Y su nombre estalló en sus labios en el instante en que se reunió en aquella misma cumbre con ella.
Sloan yacía en la cama con los labios todavía en contacto con la piel de su cuello, deleitado con su sabor. La respiración de Amanda era firme, regular. Preguntándose si estaría dormida, empezó a apartarse. Pero ella alzó los brazos y lo atrajo hacia sí.
—No —su voz era un ronco murmullo que le aceleró nuevamente el pulso—. No quiero que esto termine.
Sloan cambió de postura, colocándola encima suyo.
—¿Te ha gustado?
—Claro que sí. Ha sido precioso. Precioso de verdad. ¿Sabes? Creo que nunca en toda mi vida me había sentido tan relajada.
—Bien —le apartó el pelo de los ojos para contemplar su rostro—. Se está haciendo demasiado oscuro para ver algo —extendió un brazo y encendió la luz.
—¿Por qué has hecho eso? —le preguntó Amanda, protegiéndose los ojos.
—Porque quiero verte cuando volvamos a hacer el amor otra vez.
—¿Otra vez? —riendo, dejó caer la cabeza contra su hombro—. Tienes que estar de broma.
—Para nada. Creo que podría seguir hasta el amanecer.
Saboreando aquella deliciosa languidez, se acurrucó contra él.
—No puedo quedarme toda la noche.
—¿Quieres apostar?
—No, de verdad —se arqueó como un gato cuando Sloan le acarició la espalda—. Ojalá pudiera, pero tengo muchísimas cosas que hacer por la mañana. Oh… —se estremeció bajo su contacto—. ¿Sabes? Tienes unas manos maravillosas… —murmuró mientras se perdía en un largo, soñador beso.
—Quédate.
—Bueno, quizá un poquito más…
Poco a poco se fue despertando, y abrió los ojos, reacia. La luz del sol entraba en la habitación. Estaba sola en la cama. Apartándose el cabello de los ojos, se levantó.
«Se salió con la suya», pensó, esbozando una sonrisa. Se había quedado a pasar la noche con Sloan, y no se había saciado de ella, ni ella de él, hasta el amanecer. Había sido la noche más maravillosa de toda su vida.
¿Pero dónde diablos estaba Sloan?
Como si hubiera podido escuchar sus pensamientos, entró de pronto en el dormitorio, empujando un carrito con una bandeja.
—Buenos días.
—Buenos días —sonrió, aunque se sentía un tanto incómoda con él vestido y ella todavía desnuda, en la cama.
—He pedido que nos trajeran el desayuno —percibiendo su dilema, le entregó su bata y le dio un beso—. Oye, ¿por qué no desayunamos en la terraza?
—Estaría bien. Dame un minuto.
Cuando volvió a reunirse con él en la terraza, la mesa ya estaba puesta, incluso decorada con una solitaria rosa roja en una copa. Y se sintió conmovida al ver que se estaba mostrando tan tierno por el día como durante la noche anterior.
—Estás en todo.
—Todo es poco tratándose de ti —sonrió, sentándose frente a ella—. Podemos considerar esto como nuestra primera cita, ya que nunca pude convencerte de que comiéramos juntos.
—Es verdad —sirvió las dos tazas de café—. Eso no llegaste a conseguirlo.
Empezó a comer. Pensó, admirada, que estaba desayunando tranquilamente después de una larga noche de placer. Y, sin embargo, se conocían tan poco… No pudo evitar sentirse un tanto asustada.
—Sloan, ya sé que es un poco estúpido a estas alturas, pero… yo no tengo por costumbre pasar la noche con un hombre en una habitación de hotel. No suelo intimar tanto con alguien a quien conozco de tan poco tiempo.
—No tienes necesidad de decírmelo —repuso Sloan, cerrando una mano sobre la suya—. Esto ha sido demasiado rápido para ambos. Quizá sea porque lo que sucedió entre nosotros es especial. Estoy enamorado de ti, Amanda. No, no te retraigas —le apretó la mano—. Habitualmente soy un hombre paciente, pero contigo tengo que contenerme mucho. Esta vez haré todo lo posible por darte tiempo.
—Si te dijera que estoy enamorada de ti… ¿qué pasaría a continuación?
Vio en sus ojos una extraña expresión, que le aceleró el pulso.
—Algunas veces hay que vivir sin saber de antemano las respuestas. Tienes que tener ganas de jugar, de arriesgarte.
—A mí nunca me ha gustado el riesgo —se mordió el labio, decidida a sobreponerse a su miedo—. No habría venido aquí anoche si no hubiera estado enamorada de ti.
Sloan alzó su mano para llevársela a los labios, y sonrió.
—Lo sé.
Amanda soltó una carcajada que era tanto de alivio como de diversión.
—Lo sabías, pero tenías que oírmelo decir…
—Exacto —de repente se puso serio—. Tenía que oírlo de tus labios.
—Te amo, pero aún estoy algo asustada. Me gustaría que fuéramos lentamente, paso a paso.
—Me parece justo. Así que sigamos disfrutando de nuestra primera cita antes de que se nos enfríe el desayuno.
Más relajada, se untó una tostada con mantequilla.
—¿Sabes? Desde que empecé a trabajar aquí, ni una sola vez me he sentado en una de estas terrazas a contemplar la bahía.
—¿Nunca te metiste en una habitación y jugaste a hacer de cliente? —rio Sloan—. No, claro. No se te habría ocurrido. Bueno, ¿y qué se siente al estar al otro lado?
—Bueno, la cama es cómoda, y la vista maravillosa —respondió con tono alegre—. Sin embargo, en El Refugio de Las Torres, ofreceremos mucho más que eso. Gimnasios privados, románticas chimeneas, una botella del mejor champán con cada reserva, exquisitas comidas Cordón Bleu preparadas por Coco… y todo ello en un ambiente de principios de siglo, adornado con fantasmas y la leyenda de un tesoro oculto —apoyó la barbilla en una mano—. A no ser que encontremos las esmeraldas antes de abrir el hotel.
—¿De verdad crees que ese collar existe todavía?
—Sí, pero no por una cuestión de misticismo, como Coco y Lilah. Por simple lógica. El collar existió. Si alguien de la familia lo hubiera vendido, se habría sabido. Así que sigue existiendo. Un cuarto de millón en joyas no puede desaparecer así como así.
—¿Tan valioso es? —inquirió Sloan, asombrado.
—Oh, probablemente más… y eso sin contar con su valor estético.
Sloan pensó que aquel dato cambiaba completamente su visión de los hechos.
—Así que tenemos a cinco mujeres y dos niños viviendo solos en una casa llena de antigüedades, más una fortuna en joyas. Y sin sistema alguno de alarma.
—No está precisamente llena de antigüedades… —repuso Amanda, frunciendo levemente el ceño—, dado que, con los años, hemos tenido que vender muchas. Y eso nunca ha sido un problema. No estamos indefensas.
—Ya lo sé. Las mujeres de la familia Calhoun siempre se las han arreglado solas. Estoy empezando a pensar que, además de duras, son tontas.
—Hey, espera un momento…
—No, espera tú —para subrayar lo que iba a decir, la acusó con su tenedor—. Lo primero que vamos a hacer esta mañana es buscar un buen sistema de alarma.
Amanda ya había tomado esa misma decisión después del incidente del día anterior. Pero eso no significaba que él tuviera que decirle lo que debía o no hacer.
—Oye, no vas a empezar ahora a tomar las riendas de mi vida…
—Entonces sigue siendo igual de testaruda, ignora lo obvio y arriésgate a que alguien vuelva a entrar en la casa y haga daño a los niños.
—Soy consciente de todo eso. Para tu información, llevo dos semanas mirando sistemas de alarma.
—¿Y por qué no me lo has dicho?
—Porque estabas demasiado ocupado dándome órdenes —podía haber seguido haciéndole recriminaciones, pero la distrajo el sonido de la sirena de uno de los barcos de turistas—. ¿Qué hora es?
—La una.
—¿La una? —abrió mucho los ojos—. ¿La una de la tarde? No es posible, si acabamos de levantarnos.
—Es muy posible cuando nos hemos pasado toda la mañana durmiendo.
—Tengo un millón de cosas que hacer —se levantó de la mesa—. Tengo que arreglar y ordenar la casa después del lío de la boda. El padre de Trent iba a comer con nosotras hace una hora, y William se pasará a las tres…
—Espera un poco —Sloan también se levantó—. ¿Vas a seguir viéndolo?
—¿Al señor St. James? Supongo que a estas horas ya se habrá marchado. ¿Cómo he podido ser tan…?
—A William —la interrumpió—. Al hombre inteligente y atractivo con quien cenaste la otra noche.
—¿William? Bueno, claro que voy a verlo.
—No. No irás.
—Ya te he dicho que no vas a tomar las riendas de mi vida.
—No me importa lo que me hayas dicho. No voy a consentir que saltes de mi cama para ir a ver a otro hombre.
—Puedo hacer lo que quiera; entérate. Y además, no se trata de una cita. William Livingston es tratante de antigüedades, y le prometí que le mostraría algunas piezas de Las Torres. Ya está bien. Me voy —salió de la terraza y se dirigió al cuarto de baño. Sin dejar de murmurar entre dientes, se quitó la bata. Acababa de ajustar la temperatura del agua, entrar en la ducha y cerrar la cortina, cuando él la abrió de un tirón—. ¡Maldita sea, Sloan!
—¿Es tratante de antigüedades?
—Eso es lo que me dijo.
—¿Y quiere ver el mobiliario?
—Exactamente.
—Te acompaño —pronunció, enganchando los pulgares en las trabillas de sus vaqueros.
—Estupendo —encogiéndose de hombros, se echó un poco de jabón en la mano y empezó a frotarse los hombros—. Ahora ponte a representar el papel de marido posesivo.
—De acuerdo.
Amanda intentó decirse que no le encontraba la gracia a aquella situación. De pronto vio que se quitaba la camisa.
—¿Qué estás haciendo?
—Adivínalo —sonrió—. Una dama tan inteligente como tú debería adivinarlo a la primera.
Procuró contener una carcajada mientras veía cómo se desabrochaba los vaqueros.
—De acuerdo —no pudo resistirse más y lo salpicó, riendo—. Pero antes enjabóname la espalda.
Antes de salir del coche, Livingston revisó la micrograbadora y la diminuta cámara fotográfica que llevaba en el bolsillo. Era un apasionado de las nuevas tecnologías y pensaba que aquel sofisticado equipo añadía cierta prestancia a su trabajo. Desde el momento en que leyó la primera noticia sobre las esmeraldas de las Calhoun, se había obsesionado con ellas quizá más que con cualquier otra joya que hubiera robado en su carrera. Estaba considerado por la Interpol como uno de los ladrones más inteligentes y escurridizos de los dos continentes.
Aquellas esmeraldas constituían un desafío al que no podía resistirse. No estaban expuestas en un museo, ni en el cuello de alguna dama millonaria. Estaban escondidas en algún rincón de aquella extraña casa, esperando a que alguien las encontrara. Y él pretendía ser ese alguien.
Aunque no se oponía a emplear la violencia como método, rara vez la utilizaba. Lamentaba haber tenido que usarla con Amanda el día anterior, pero más lamentaba que ella hubiera interrumpido sus investigaciones.
Era culpa suya, pensó mientras se dirigía a la puerta principal de Las Torres. Con lo impaciente que estaba, había pensado que la boda sería la distracción ideal que le permitiría investigar en el interior de la casa. Ese día, sin embargo, iba a entrar en el edificio en calidad de invitado.
Llamó y esperó. El ladrido del perro fue la primera contestación que obtuvo, y entrecerró los ojos, contrariado. Detestaba a los perros, y aquella pequeña criatura había estado a punto de delatarlo antes de que consiguiera suministrarle una dosis de somnífero.
Cuando Coco abrió la puerta, William ya tenía preparada su encantadora sonrisa.
—Señor Livingston, es un placer verlo otra vez —Coco se dispuso a tenderle la mano, pero juzgó más prudente sujetar del collar a Fred antes de que se lanzara a morderle una pierna—. Fred, quieto. Esos modales… —sonrió débilmente—. Es un animalito muy bueno. Generalmente no se porta así, pero ayer sufrió un accidente y es como si ya no fuera él mismo —después de tomar al cachorro en brazos, llamó a Lilah—. Pasemos al salón, por favor.
—Espero no haber trastocado sus planes para la tarde del domingo, señora McPike. No pude resistirme a pedirle a Amanda que me mostrara su fascinante casa.
—Estamos encantadas de enseñársela —repuso Coco, cada vez más desconcertada por la agresiva reacción de Fred, que seguía gruñendo y ladrando—. Amanda todavía no ha venido, y no sé por qué ha podido retrasarse tanto. Siempre es tan puntual…
Bajando las escaleras, Lilah soltó una carcajada.
—Yo ya me estoy imaginando lo que ha podido retenerla —sin embargo, no había humor alguno en sus ojos cuando miró al visitante—. Hola, señor Livingston.
—Señorita Calhoun.
—Me temo que hoy Fred está un poquito nervioso —volvió a disculparse Coco, entregándole el cachorro a Lilah—. ¿Por qué no te lo llevas a la cocina? Tal vez le vendría bien una infusión de hierbas.
—Yo me encargo —cuando se dirigía por el pasillo con el perrillo en brazos, murmuró en voz baja—. A mí tampoco me gusta, Fred. ¿Por qué será?
—Bueno —aliviada, Coco sonrió—. ¿Le apetece una copita de jerez? Voy a enseñarle primero un precioso armario lacado. Me parece que es de estilo Carlos II.
—Me encantará —también se sintió encantado al descubrir que lucía un valioso collar de perlas, con unos pendientes a juego.
Cuando veinte minutos después llegó Amanda, acompañada de Sloan, encontró a su tía relatándole a Livingston la historia de la familia mientras admiraban un bargueño del siglo XVIII.
—William, lamento llegar tan tarde.
—Oh, no te preocupes —con una sola mirada que Livingston le lanzó a Sloan, desechó de inmediato la posibilidad de utilizar a Amanda para sus propósitos—. Tu tía es la anfitriona más sabia y encantadora que he conocido nunca.
—Tía Coco sabe más de esos muebles que cualquiera de nosotras. Te presento a Sloan O’Riley. Es el arquitecto que está diseñando las obras de restauración.
—Señor O’Riley. Esas obras deben de representar todo un desafío.
El apretón de manos fue muy breve. Sloan sintió una inmediata aversión por aquel estirado tratante de antigüedades.
—Oh, me las voy arreglando.
—Le estaba contando a William lo muy tedioso que resulta rebuscar entre todos esos viejos papeles de la familia. No es ni mucho menos tan excitante como creen los periodistas —comentó Coco—. Pero he decidido organizar otra sesión de espiritismo. Mañana por la noche, la primera de luna llena del mes.
—Tía Coco… —protestó Amanda—, …estoy segura de que William no está interesado en esas cosas.
—Al contrario —concentró todo su encanto en Coco mientras un plan cobraba forma en su mente—. Me apasionaría participar en esa sesión, si no estuviera tan ocupado con mi trabajo…
—En otra ocasión, entonces. Quizá quieras subir arriba y…
Pero antes de que pudiera terminar la frase, Alex entró corriendo procedente de la terraza, seguido de Jenny y de Suzanna, que no dejaban de reír. Los tres llevaban las manos y los vaqueros llenos de polvo. Entrecerrando los ojos con aire desconfiado, Alex se detuvo delante de Livingston.
—¿Quién es?
—Alex, no seas maleducado —le recriminó Suzanna—. Lo siento. Estábamos en el jardín… y cometí el error de sugerirles que tomáramos un helado.
—No se disculpe —Livingston forzó una sonrisa. Si había algo que lo disgustara todavía más que los perros, eran los niños—. Son… encantadores.
—No, no lo son —bromeó Suzanna—, pero hay que aguantarlos. Bueno, nos vamos.
Mientras los llevaba a la cocina, Alex se volvió para mirar por última vez al visitante.
—Tiene ojos de malo —le dijo a su madre.
—No seas tonto —lo despeinó cariñosamente—. Ha debido de enfadarse un poco porque estuviste a punto de arrollarlo.
Pero Alex se volvió muy serio hacia Jenny, que asintió a su vez.
—Sí, tiene ojos como de serpiente…