—Hola.
Sloan alzó la mirada de las notas que estaba tomando en el salón de billar y vio a una esbelta gitana, vestida con una bata estampada de flores. Sus ojos de mirada soñadora lo escrutaron mientras entraba en la habitación, con la actitud de alguien que tuviera todo el tiempo del mundo y estuviera dispuesto a derrocharlo generosamente.
—Hola —Sloan percibió su perfume sutil, como a flores secas, antes de que le tendiera la mano.
—Yo soy Lilah. Durante los dos últimos días no hemos podido coincidir.
—Y yo lo lamento terriblemente.
Se echó a reír. Las primeras impresiones contaban mucho para Lilah, y a esas alturas ya había decidido que Sloan le gustaba.
—Yo también. ¿Qué has estado haciendo?
—Familiarizándome con este lugar, y con la gente que lo habita. ¿Y tú?
—He estado ocupada intentando descubrir si estaba enamorada o no.
—¿Y?
—No —respondió, pero a Sloan no le pasó desapercibida la mirada nostálgica que asomó a sus ojos antes de volverse para caminar por el salón—. Y bien, ¿en qué piensas convertir esta habitación?
—En un elegante comedor de estilo principios de siglo. Derribaremos parte de esa pared de allí, abriremos una puerta que comunique con el estudio contiguo, instalaremos un par de puertas con vidrieras y ya tendremos el comedor.
—¿Así, sin más?
—Así sin más… después de haber solucionado los problemas que pueda tener la estructura. Dentro de un par de días ya tendré preparados unos cuantos bocetos preliminares para enseñárselos a Trent y a tu familia.
—Me resulta extraño… —murmuró Lilah, deslizando un dedo por el respaldo de una antigua y polvorienta silla— …imaginarme este lugar nuevo y reformado, con gente viviendo en él, como antes —sin embargo, si cerraba los ojos, podía verlo perfectamente—. Aquí solían darse grandes fiestas, muy elegantes. Me imagino a mi bisabuelo saboreando un escocés al lado de la mesa de billar… —se volvió hacia Sloan—. ¿Piensas en esas cosas cuando haces tus bocetos y calculas las medidas de todo?
—Sí. Mira, aquí, en el suelo, hay una huella de quemadura —señaló el lugar con su bolígrafo—. Me imagino a un tipo grueso, vestido de frac, que dejó caer por descuido la ceniza de su puro mientras discutía sobre la guerra en Europa. Otros dos estarían al lado de esa ventana, bebiendo brandy y enfrascados en una conversación sobre el mercado de acciones.
Riendo, Lilah se le acercó.
—Y las señoras estarían abajo, en el salón.
—Escuchando música de piano y hablando de las últimas novedades de la moda de París.
—O discutiendo sobre la posibilidad de alcanzar el derecho al voto.
—Eso es.
—¿Sabes? Creo que tú eres justo lo que Las Torres necesitan. ¿Puedo echar un vistazo a tus dibujos, o te da vergüenza enseñarlos?
—Tengo por costumbre no contrariar jamás a una mujer hermosa.
—Astuto e inteligente —se inclinó sobre su hombro y se puso a ojear sus papeles—. Vaya, pero si es la Sala del Emperador.
—¿El qué?
—La Sala del Emperador: así es como llamamos a la mejor habitación de invitados. La que tiene ese fresco con angelitos en el techo —recogiéndose la melena de un hombro, examinó el dibujo más de cerca—. Es estupendo —advirtió que el vestidor había sido convertido en un pequeño y acogedor salón. El cuarto de baño apenas había sufrido cambios, con un moderno jacuzzi instalado en lo que había sido un viejo trastero contiguo—. Todo en el estilo de principios de siglo. Apenas has cambiado la decoración original.
—Trent me dijo que quería conseguir lujo y funcionalidad sin alterar la atmósfera, el ambiente originario. Conservaremos la mayor parte de los materiales y reproduciremos los que sean irrecuperables.
—Lo conseguirás —de repente, un brillo de emoción asomó a los ojos de Lilah mientras apoyaba una mano en su hombro—. Mi padre quería hacerlo. Mi madre y él estaban hablando todo el tiempo de eso. Ojalá pudieran verlo.
Conmovido, Sloan puso una mano sobre la de ella. Y en esa postura seguían cuando Amanda entró en la habitación. Su primera reacción fue de asombro al ver a su hermana con la mejilla casi pegada a la de Sloan. Luego sobrevino la punzada de celos. Era indudable que había interrumpido un momento privado, íntimo.
De todas formas, ¿de qué se asombraba? ¿Acaso no lo había definido como un impenitente mujeriego?
—Perdón —pronunció con voz helada, entrando en la sala—. Te estaba buscando, Lilah.
—Pues me has encontrado —repuso, todavía con los ojos brillantes de emoción. No se molestó en apartarse de él—. Pensé que ya era hora de que conociera a Sloan.
—Veo que ya lo has hecho —decidida a aparentar un tono de naturalidad, Amanda hundió las manos en los bolsillos de los pantalones—. Hoy te toca a ti revisar los papeles de la familia en el almacén.
—Vaya, para esto sirven los días libres —Lilah arrugó la nariz, y le lanzó a Sloan una sonrisa cómplice—. Las Calhoun se han convertido en detectives, a la caza y captura de pistas sobre el escondrijo de las esmeraldas.
—Eso he oído.
—Quizá las encuentres tú un día por accidente, detrás de un falso tabique —con un suspiro, se dispuso a retirarse—. Bueno, el deber me reclama. Mandy, deberías echar un vistazo a los bocetos de Sloan. Son estupendos.
—No lo dudo.
Su tono irónico no reflejaba ninguna duda sobre su actitud. Consciente de ello, Lilah no dejó pasar aquella oportunidad de hacer rabiar a su hermana. Fue por eso por lo que, antes de marcharse, se inclinó para besar a Sloan en las mejillas.
—Bienvenido a Las Torres.
Su intención resultaba evidente. Sloan se dijo que podía tener unos ojos de mirada soñadora, pero el brillo que en aquel instante brillaba en ellos era de pura malicia.
—Gracias. Cada día que pasa, me siento más y más cómodo. Como si estuviera en mi propio hogar.
—Te veré en el almacén dentro de quince minutos —le dijo a Amanda, sonriéndose, y abandonó la sala.
—¿Es ese tu nuevo uniforme? —le preguntó Sloan a Amanda viéndola de pie en medio de la habitación, con las manos todavía en los bolsillos de sus holgados pantalones grises.
—Hoy no entro a trabajar hasta las dos.
—Estupendo. ¿Sabes? Me gusta tu hermana.
—Eso me parecía.
—¿A qué se dedica?
—Trabaja de naturalista en el Parque Nacional de Acadia.
—Le sienta bien ese oficio.
Como si su tono de admiración no la hubiera molestado en absoluto, se encogió de hombros y se acercó a las puertas que comunicaban con la terraza.
—Creí que estarías tomando medidas, o algo así… —por encima del hombro, le lanzó una mirada sesgada—. De las habitaciones, claro está.
Sloan se echó a reír.
—Te pones muy bonita cuando estás celosa, Calhoun.
Amanda se volvió rápidamente.
—No sé de qué estás hablando.
—Claro que lo sabes, pero puedes quedarte tranquila. Es en ti en quien me he fijado.
¿Acaso esperaba que se sintiera halagada?, se preguntó.
—¿Te parezco un objetivo?
—Más bien me pareces el gran premio —alzó una mano con gesto conciliador—. Mira, antes de que explotes, ¿por qué no nos ocupamos de nuestro negocio?
—Tú y yo no tenemos ningún negocio en común.
—Trent me dijo que, hasta que volviera, tú eras la única con quien debía tratar de todo lo relacionado con las reformas. Al parecer eres la persona más capacitada para ello de la familia, y además conoces bien el negocio hotelero.
—¿Qué es lo que quieres saber?
—Pensé que te gustaría echar un vistazo a lo que llevo trabajado.
Aunque se moría de ganas, procuró disimularlo.
—De acuerdo, pero solo dispongo de unos minutos.
—Tendré que conformarme —esperó mientras ella atravesaba la sala—. He esbozado los planos de dos suites —le informó, revolviendo unos papeles—. Además de la torre y de la mayor parte del comedor que ocupará esta habitación.
Amanda se acercó. Y, como Lilah, se quedó impresionada con sus bocetos.
—Trabajas rápido —comentó, sorprendida.
—Para eso me pagan —disfrutó observando la forma en que alzaba una mano para apartarse el pelo de los ojos. Olía maravillosamente bien.
—¿Qué es esto?
—¿El qué? —estaba demasiado ocupado admirando el reflejo del sol en su pelo para prestar atención a cualquier otra cosa.
—Esto —señaló un punto del dibujo.
—Mmm. Es una antigua escalera para uso de la servidumbre. Derribándola podremos hacer una suite de dos niveles: en un piso el salón y el cuarto de baño, y en otros dos dormitorios y un baño más grande. Dado que las escaleras están abiertas, eso nos permite una separación de funciones sin por ello reducir el espacio.
—Queda bien. Supongo que ahora tendrás que conseguir los presupuestos.
—Ya he hecho algunas llamadas.
Amanda era consciente de que se debilitaba por momentos. Estaba demasiado cerca de él.
—Bueno, obviamente… —volvió la cabeza para mirarlo. La miraba con expresión tranquila. Peligrosamente tranquila—… sabes lo que estás haciendo.
—Sí.
«Claro que lo sabía», pensó en el instante en que se vio irremediablemente atraída hacia él… por una especie de fuerza interior, por una cálida necesidad que la recorría por dentro. Solo tenía que ceder, inclinarse un poco más… Sí, podría besar esos labios, y volver a sentir, como el día anterior, aquel inefable placer y aquella arrebatadora excitación. La estaba esperando, observándola con aquellos ojos verdes oscurecidos de deseo, anhelante de que hiciera aquel leve pero significativo movimiento. Y conforme seguía deslizándose a su encuentro, se oyó a sí misma suspirar.
Pero entonces recordó.
Lo había sorprendido en una postura muy semejante con Lilah hacía tan solo unos minutos. Solo una estúpida se dejaría manipular por un hombre que se tomaba tan a la ligera los sentimientos de las mujeres.
Y Amanda Calhoun no era ninguna estúpida. Rápidamente se apartó.
—¿Me he perdido algo? —le preguntó él.
—No sé lo que quieres decir.
—Por supuesto que lo sabes. Has estado a un paso de besarme, Mandy. Se podía ver en tus ojos. Pero ahora tu mirada ha vuelto a helarse.
A Amanda le habría encantado poder hacer lo mismo con su sangre.
—Creo que te traiciona tu propio ego. Supongo que es algo típico en los hombres como tú. Si quieres pasar un rato divertido con alguna mujer, vuelve a intentarlo con Lilah.
Sloan estaba acostumbrado a dominar su impaciencia. Pero en aquel momento, con Amanda, no le resultaba nada fácil.
—¿Me estás diciendo que Lilah está disponible para cualquier hombre que la pretenda?
—Tú no sabes nada de mi hermana, O’Riley —estalló, roja de furia—. Vigila lo que dices o yo…
—Solo te preguntaba por lo que tú misma habías dicho —le recordó.
—Yo puedo decir lo que quiera, tú no. Lilah tiene un gran corazón, generoso a más no poder. Si le haces daño…
—Espera, espera —riendo, alzó las manos en un gesto de rendición—. Mira, si tienen que juzgarme, prefiero que lo hagan por algo que he hecho… o al menos por lo que pretendo hacer. En primer lugar, no soy el peligroso depredador que pareces pensar que soy. Y, en segundo lugar, no estoy interesado en… flirtear con Lilah.
—¿Seguro? —inquirió Amanda, alzando la barbilla.
—Seguro. Dime, ¿es que has heredado la demencia de tu bisabuela o simplemente eres así de obstinada?
Había llegado a un punto en que se sentía tan avergonzada como furiosa, y se acercó a la ventana. Si Sloan era un depredador, eso no era problema suyo. Su problema era que había reaccionado de manera exagerada al verlo con Lilah. Se estaba complicando la vida por nada. Si seguía enfrentándose con él cada vez que pasaban cinco minutos juntos, su relación profesional acabaría resintiéndose. Y, después de todo, el trabajo era lo principal.
—Bien. Creo que deberíamos limitar nuestra relación a un nivel profesional. Y dejarla ahí.
—Lo haces muy bien —observó Sloan.
—¿El qué?
—Engañarte a ti misma. No tiene que ser nada fácil si sientes por dentro al menos la mitad de lo que siento yo —sonrió—. Adelante, ponte tu máscara de profesional. Es algo que admiro muchísimo en ti.
Amanda no sabía si ponerse a gritar, o llorar, o simplemente reconocer su derrota. Finalmente sacudió la cabeza y lo intentó de nuevo.
—Me gusta tu trabajo.
—Gracias.
—Trent y yo ya estuvimos hablando del presupuesto del proyecto. Puede que C. C. y él sigan de luna de miel para cuando empecemos a recibir las primeras ofertas. Si ese es el caso, tú y yo tendremos que tomar decisiones. Por lo que se refiere a la parte de la casa habilitada como hotel, tienes las manos libres para hacer lo que quieras. Sin límite. En cuanto a la otra parte de la casa, la familiar, solo nos interesan las reparaciones más esenciales.
—¿Por qué? —inquirió Sloan—. Todo el edificio se merece una remodelación completa.
—Porque el hotel es un negocio, y las Calhoun y los St. James serán los socios. Nosotros tenemos la propiedad, él tiene el capital. Todas convinimos en que no nos aprovecharíamos de su generosidad, ni del hecho de que quisiera casarse con C. C.
—Me parece que Trent tiene otros planes —reflexionó por un momento—. Y sé que jamás permitiría que alguien se aprovechase de su generosidad.
—Lo sé —sonrió Amanda—, y nosotras, todas nosotras, le estamos muy agradecidas por su deseo de ayudarnos, pero nuestra decisión es firme. Las Torres, o al menos la parte de Las Torres que nos pertenece, es un asunto de las Calhoun. Aceptaremos las reparaciones que tengan que hacerse en la instalación eléctrica, la del agua y las que sean necesarias, pero después le devolveremos la parte proporcional de los gastos. Si el negocio marcha bien, podremos ser autosuficientes durante los próximos años.
Sloan advirtió que había mucho orgullo en aquella actitud. Y mucha integridad.
—Bueno, ya hablarás de todo eso con Trent. Mientras tanto, nos concentraremos en el ala oeste.
—Bien. Si al final dispones de tiempo, también podrás echar un vistazo al resto. Sería estupendo que nos dieras una idea del presupuesto de las obras en la parte familiar de la casa.
—Claro. Os haré una estimación.
—Gracias. Cuando la tengas hecha, preferiría que me la entregaras a mí.
—Tú eres la jefa.
Amanda arqueó una ceja. Era extraño, pero hasta ese momento no había tomado conciencia de aquel hecho. Sonrió.
—Veo que empezamos a entendernos. Una cosa más.
—Tantas como quieras —respondió, con las manos entrelazadas detrás de la cabeza.
—Solo una. Cuando estuve revisando los planes de boda, me di cuenta de que tú figurabas como padrino. Tu lista la tiene tía Coco.
—¿Mi lista?
—Sí. Con los horarios, las tareas y deberes que se te han adjudicado, todo eso. También hay una copia con toda la información necesaria: el nombre y el número de teléfono del fotógrafo, el contacto de los músicos, los camareros que hemos contratado… oh, y los nombres de las tres tiendas donde puedes alquilar un frac.
—Eres tremendamente eficaz, Calhoun —sacudió la cabeza, maravillado.
—Sí que lo soy. Bueno, te dejo trabajar. Hasta la una estaré en el almacén del tercer piso, en la otra ala. Después, si tienes alguna otra pregunta que hacerme, estaré en el BayWatch.
—Oh, ya sé dónde hallarte, Calhoun. Buena suerte, y a ver si encontráis alguna pista del collar.
La observó marcharse, y se la imaginó sentada en la habitación que hacía las veces de almacén, rodeada de cajas polvorientas y montañas de amarillentos papeles. Probablemente ya habría encontrado algún método para ordenarlo todo, pensó con una sonrisa. Se preguntó si sería consciente del maravilloso contraste que ofrecía su tarea: buscar, catalogar y ordenar todo de la manera más práctica posible… mientras reconstruía las piezas gastadas de un antiguo sueño.
Aquella mañana, sin embargo, poco pudo reconstruir Amanda de aquel sueño. Para cuando llegó al BayWatch, se dio cuenta de que había estado casi cinco horas trabajando en el almacén. Cuando semanas atrás empezó la búsqueda del collar, se había prometido a sí misma que no se desanimaría, por muy poco que encontrara.
Hasta ese momento solo habían encontrado el recibo original de las esmeraldas, y una agenda donde Bianca las había mencionado. Suficiente para demostrar que el collar había existido, y para mantener viva la esperanza de recuperarlo. A menudo Amanda se había puesto a reflexionar sobre el significado que habría tenido aquel collar para su bisabuela, y en los motivos que habría tenido para esconderlo. Si acaso lo había escondido realmente, porque otro antiguo rumor decía que Fergus lo había arrojado al mar. Después de todas las anécdotas que había oído acerca de la avaricia de Fergus Calhoun, le resultaba difícil creer que pudiera haber renunciado tan gratuitamente a un cuarto de millón en joyas.
Además, no quería creer en ese rumor, admitió Amanda mientras se ponía la placa con su nombre en la solapa de la chaqueta. En el fondo de su carácter tenía una fuerte vena romántica, y era ese aspecto de su personalidad el que se aferraba a la suposición de que Bianca había escondido las esmeraldas, a la espera de que pudiera necesitarlas otra vez.
Dada su mentalidad práctica, le avergonzaba un tanto concebir aquella esperanza. La propia Bianca le resultaba tan misteriosa e inaccesible como el collar de esmeraldas. Su inveterado pragmatismo la imposibilitaba comprender a una mujer que lo había arriesgado todo, y finalmente se había matado, por amor. Un sentimiento tan intenso y desesperado le resultaba inverosímil, a no ser que lo viera reflejado en las páginas de una novela.
—¿Amanda?
Como estaba ocupada con las reservas realizadas en agosto, alzó una mano murmurando:
—Un momento —y terminó de hacer los cálculos—. ¿Qué pasa, Karen? ¡Oh, vaya! —se quitó las gafas de lectura y observó admirada el enorme ramo de rosas que cargaba en los brazos—. ¿Es que has ganado un concurso de belleza?
—No son mías —Karen aspiró su fragancia, deleitada—. Ojalá lo fueran. Las han traído para ti.
—¿Para mí?
—Sí, si es que aún te sigues llamando Amanda Calhoun —Karen le entregó la tarjeta de la floristería—. Son tres docenas de rosas.
—¿Tres docenas?
—Las he contado —sonriendo, las dejó sobre el mostrador—. Bueno, tres docenas y una suelta añadió, señalando la rosa solitaria que las acompañaba.
«Sloan», pensó de inmediato Amanda, sintiendo que el corazón le daba un vuelco de ternura. ¿Cómo habría podido adivinar su secreta debilidad por las rosas rojas?
—¿No vas a leer la tarjeta? —le preguntó Karen.
—Ya sé quién me las manda… —empezó a decir, inconsciente del brillo de emoción que había asomado a sus ojos—. Ha sido tan amable al… —pero se interrumpió de pronto al leer el nombre que figuraba en la tarjeta—, …¡oh!
No era Sloan, se dijo con una punzada de decepción que no pudo menos que sorprenderla.
—¿Y bien? ¿Es que quieres que me ponga de rodillas?
Todavía desconcertada, Amanda le entregó la tarjeta.
—«En agradecimiento. William Livingston» —leyó Karen—. Oye, ¿qué has hecho para merecer semejante gratitud?
—Conseguirle una máquina de fax.
—Le conseguiste una máquina de fax —repitió Karen, devolviéndole la tarjeta—. El domingo pasado preparé un pollo fantástico, con todo tipo de guarnición, y lo único que conseguí fue una botella de vino barato.
—Supongo que tendré que darle las gracias —pronunció, frunciendo el ceño.
—Sí, es lo propio —Karen tomó una de las rosas y se la acercó a la nariz—. A no ser que quieras delegar esa tarea…
—Gracias, me las arreglaré yo sola —sonrió. Segundos después levantaba el auricular y marcaba la extensión de la suite Island.
—Livingston.
—Señor Livingston, soy Amanda Calhoun.
—Ah, la eficiente señorita Calhoun. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Quería darle las gracias por las flores. Son preciosas. Ha sido un detalle muy bonito.
—Oh, solo ha sido una modesta manera de demostrarle mi agradecimiento por la ayuda que me ha prestado. Y por la rapidez de su trabajo.
—Mi trabajo consiste precisamente en eso. Por favor, avíseme si puedo volver a serle útil durante su estancia aquí.
—De hecho, hay algo en lo que bien podría usted ayudarme.
—Por supuesto —Amanda tomó papel y bolígrafo y se dispuso a tomar nota.
—Me gustaría que cenara conmigo.
—¿Perdón?
—Me gustaría invitarla a cenar. Comer solo es bastante aburrido.
—Lo siento, señor Livingston, pero va en contra de las normas del hotel relacionarse con los clientes. No obstante, ha sido usted muy amable al proponérmelo.
—La amabilidad no tiene nada que ver en esto. ¿Puedo preguntarle si se podrían… flexibilizar un tanto las normas del hotel?
Eso no podía ser, pensó Amanda. No con un jefe tan rígido como Stenerson.
—Me encantaría complacerlo —repuso con mucho tacto—. Desafortunadamente, al ser usted cliente del BayWatch…
—Sí, sí. Por favor, discúlpeme. Ahora mismo estoy con usted.
Amanda parpadeó asombrada y colgó el auricular. Diez minutos después, Stenerson entraba en su despacho.
—Señorita Calhoun, al señor Livingston le gustaría cenar con usted —pronunció con su habitual tono relamido—. Es usted libre de aceptar. Naturalmente, espero que se conduzca de una manera apropiada que no deje en desdoro la reputación de este hotel.
—Pero…
—De todas formas, no se acostumbre demasiado.
—Yo…
Pero Stenerson ya se había retirado. Amanda seguía sin salir de su asombro cuando volvió a sonar el teléfono.
—Amanda Calhoun.
—¿A las ocho le parece bien?
Suspirando profundamente, se recostó en su asiento. Estaba a punto de negarse cuando se sorprendió acariciando el capullo de rosa que le había regalado Sloan. Rápidamente retiró la mano.
—Lo lamento, pero hoy trabajo hasta las diez.
—Mañana entonces. ¿Dónde podré recogerla?
—Mañana estará bien —aceptó Amanda en un impulso—. Le daré mi dirección.