3

Amanda se sumergió de golpe en el agua fría de la piscina. Y empezó a nadar sus habituales cincuenta largos. No había nada que le gustara más que empezar el día con un vigoroso ejercicio físico. Un ejercicio que la descargara de la tensión acumulada y la pusiera a punto para afrontar una nueva jornada de trabajo.

No le disgustaba trabajar de ayudante ejecutiva en el hotel BayWatch. Sobre todo desde que gozaba del privilegio de utilizar la piscina del hotel antes de que se llenara de clientes. Mayo tocaba a su fin y cada vez hacía más calor. Por supuesto, aquello no era nada comparado con las temperaturas de mediados del verano, pero la mayor parte de las habitaciones estaban ya ocupadas, lo que significaba que a Amanda no le faltaba trabajo.

Mientras nadaba, pensó que al cabo de un año sería ya directora de El Refugio de Las Torres. Un hotel de la cadena de St. James. El objetivo que se había marcado desde que aceptó su primer trabajo a tiempo parcial como recepcionista de hotel, con solo dieciséis años, estaba ya al alcance de su mano.

No podía negar que, de vez en cuando, le molestaba pensar que ese trabajo solamente sería suyo porque Trent iba a casarse con su hermana. Pero ese pensamiento siempre acababa por fortalecer su voluntad de demostrar a todo el mundo que se lo merecía. Que era la persona más capacitada para ese puesto. Al cabo de un año llegaría a dirigir un hotel de élite, perteneciente a una de las cadenas más importantes del país. Y no simplemente un hotel, se recordó, sino Las Torres. Parte de su propia herencia, de su propia historia, de su propia familia.

Las diez lujosas suites que Trent pretendía crear en el ala oeste estarían bajo su directa responsabilidad. Y si sus previsiones eran ciertas, el aura legendaria que rodeaba Las Torres mantendría esas suites llenas durante todo el año. Haría un trabajo estupendo, excepcional; estaba segura de ello. Cada cliente de las Torres volvería a su casa con el recuerdo de un excelente e impecable servicio. No tendría ya que depender de un exigente y quisquilloso superior, ni frustrarse al ver que ella hacía el trabajo y otros se llevaban los beneficios, o el mérito. Al final, el éxito o el fracaso serían solamente suyos. Solo era cuestión de esperar a que se reformara el edificio.

Y el curso de esos pensamientos la llevaba inevitablemente a Sloan O’Riley. Ciertamente esperaba que Trent supiera lo que estaba haciendo al haberlo contratado. Lo que más la desconcertaba era cómo un hombre tan refinado y sofisticado como Trenton St. James III había podido hacer amistad con un tipo como O’Riley.

Amanda continuó nadando con energía. No se arrepentía ni por un momento de la grosería con la que lo había tratado. Aquel tipo se había comportado con tanta arrogancia e insolencia desde el momento en que lo conoció… Y, además, se había atrevido a besarla. Ella no lo había animado en absoluto a hacerlo. Pero él había esbozado una estúpida sonrisa y la había besado.

No había disfrutado de ese beso, por supuesto. Si C. C. no hubiera entrado en aquel preciso instante, le habría dado su merecido a O’Riley. El problema era que no había podido hacerlo. No era posible que se sintiera atraída por un tipo duro, habituado al parecer a la vida al aire libre, de grandes manos callosas y viejas botas llenas de polvo. No era tan estúpida como para dejarse atraer por un par de ojos verdes como los suyos, siempre con aquel brillo de diversión. Su imagen de hombre ideal incluía un cierto refinamiento, finos modales, cultura y una cierta aura de éxito. Cuando estuviera interesada en entablar una relación, esos serían sus requisitos. Abstenerse vaqueros arrogantes.

Quizá había creído vislumbrar algo tierno en aquel tipo cuando les habló a los niños, pero eso no bastaba para compensar sus otros defectos. Recordaba muy bien sus flirteos con Coco durante la cena. Había logrado divertir a C. C. con anécdotas de sus tiempos de estudiante con Trent en la universidad, y había respondido de buen humor a las preguntas que los críos le habían hecho sobre indios, vaqueros y caballos.

Pero había mirado a Suzanna con demasiado detenimiento para el gusto de Amanda, aunque también con una cierta sospecha. Sí, debía de ser un impenitente mujeriego. Si Lilah hubiera estado presente, probablemente habría flirteado asimismo con ella. Pero Lilah, por lo que se refería a los hombres, sabía muy bien cómo defenderse.

Suzanna era diferente. Era hermosa, sensible y vulnerable. Su ex marido le había hecho sufrir mucho, y nadie, ni siquiera el arrogante Sloan O’Riley tendría la menor oportunidad de infligirle más daño. La propia Amanda se aseguraría de ello.

Esa vez, cuando por enésima vez llegó al extremo de la piscina, creyó ver a alguien en el borde.

—Buenos días —le sonrió Sloan. El sol arrancaba reflejos cobrizos a su cabello despeinado—. Veo que gozas de una buena forma física.

—¿Qué diablos estás haciendo aquí?

—¿Aquí? —señaló con el pulgar el edificio del hotel, a su espalda—. Bueno, como dicen los vaqueros, he colgado mi sombrero en este sitio. Habitación 320.

—¿Estás alojado en el BayWatch? —Amanda apoyó los brazos en el borde de la piscina—. Me lo figuraba.

Sin dejar de sonreír, Sloan se puso en cuclillas. Y contempló admirado la blancura de su piel, que parecía una característica de las Calhoun.

—Una buena manera de comenzar el día.

—Lo era —frunció el ceño.

—Puestos a preguntar… ¿qué estás haciendo tú aquí?

—Yo trabajo aquí.

—¿Ah, sí? —pensó que las cosas se estaban poniendo cada vez más interesantes.

—Soy ayudante ejecutiva.

—Vaya —señaló el agua—. ¿Y estás comprobando la temperatura del agua de la piscina para los clientes? Eso sí que es dedicación.

—La piscina no se abre hasta las diez.

—No te preocupes —enganchó los pulgares en las trabillas de sus vaqueros—. Todavía no estaba pensando en darme un chapuzón —lo que sí había pensado hacer era dar un paseo, largo y solitario. Pero eso había sido antes de verla nadar—. Supongo que, entonces, si tengo alguna pregunta sobre el hotel, podría hacértela a ti.

—Así es —Amanda se acercó a la escalerilla para salir de la piscina. Su traje de baño color azul zafiro, de una sola pieza, se ceñía a su cuerpo como una segunda piel—. ¿Te resulta satisfactoria tu habitación?

—¿Mmm? —pensó que aquellas piernas parecían haber sido diseñadas para hacer sudar a un hombre. Tan largas y bien torneadas…

—Tu habitación —repitió mientras recogía su toalla—. ¿Te satisface?

—Me satisface mucho —fue subiendo la mirada desde sus finos tobillos hasta sus muslos y caderas—. Creo que, por ese precio, la vista merece mucho la pena.

Amanda se puso la toalla al cuello.

—La vista de la bahía es gratis… así como el desayuno europeo que ahora mismo están sirviendo en el restaurante. Supongo que querrás aprovecharlo.

—He descubierto ya que un par de cruasanes y una taza de café nunca logran saciar del todo mi apetito —como no quería que se marchara todavía, le agarró la toalla de los dos extremos—. ¿Por qué no te sientas a disfrutar conmigo de un desayuno de verdad?

—Lo siento —el corazón se le estaba acelerando de una manera preocupante—. A los empleados no se nos permite relacionarnos con los clientes.

—Supongo que podríamos hacer una excepción en este caso, dado que somos… viejos amigos.

—Ni siquiera somos nuevos amigos.

«Otra vez esa sonrisa», pensó Amanda. Lenta, insistente, demasiado conocedora.

—Eso es algo que podríamos arreglar delante de un buen desayuno.

—Lo siento. No estoy interesada —empezó a volverse, pero Sloan se lo impidió al no soltar la toalla.

—En el lugar del que procedo la gente es un poquito más amable.

Dado que no le dejaba más remedio, Amanda se quedó donde estaba.

—Y en el lugar del que procedo yo, la gente es muchísimo más amable. Si tienes algún problema con el servicio durante tu estancia en BayWatch, estaré encantada de atenderte. Si tienes alguna pregunta más sobre Las Torres, te la responderé con mucho gusto. Pero, aparte de eso, no tenemos nada que hablar.

La observó pacientemente, admirando su capacidad de adoptar un frío tono de voz que desmentía el brillo de sus ojos. Aquella era una mujer dotada de un gran control de sí misma. Y con muchas agallas.

—¿A qué hora comienza tu jornada aquí?

—A las nueve. Y ahora, si me disculpas, me gustaría vestirme.

Sloan alzó la mirada para comprobar la situación del sol.

—Me parece que todavía dispones de una hora antes de que tengas que entrar. Y por tu manera de moverte, no tardarás ni media en prepararte.

Amanda cerró los ojos por un instante, a punto de estallar.

—Sloan, ¿es que estás intentando irritarme?

—No tengo ninguna necesidad. Ya te irritas tú sola —con aparente naturalidad tiró de los dos extremos de la toalla, acercándola hacia sí. Sonrió al ver que levantaba rápidamente la cabeza—. ¿Lo ves?

Amanda estaba disgustada consigo misma por la forma en que se le había acelerado el corazón, y por el nudo de tensión que sentía en el estómago.

—¿Qué te pasa, O’Riley? —preguntó—. Ya te he dejado meridianamente claro que no estoy interesada.

—¿Seguro? —la acercó aún más. El humor que hasta ese momento había brillado en sus ojos se había transformado al instante en algo completamente distinto. Algo tan oscuro y peligroso como excitante—. Eres como un manantial de agua fresca. Cada vez que estoy cerca de ti, me entra una sed terrible —con un último tirón, le hizo perder el equilibrio y cayó directamente sobre él. Las manos se le quedaron aprisionadas contra su poderoso cuerpo—. Y ese pequeño sorbo que tomé ayer no fue ni mucho menos suficiente —inclinando la cabeza, le mordisqueó el labio inferior.

Sloan pudo percibir su temblor, pero mientras la miraba a los ojos, no vio en ellos miedo. Una punzada de pánico quizá, pero no miedo. Aun así, esperó a que se resistiera, a que pronunciara una negativa. Eso era algo que tendría que respetar, por muy intensa que fuera su necesidad de saborearla.

Pero Amanda no dijo nada, sino que simplemente se lo quedó mirando con aquellos enormes ojos llenos de sospecha. Suavemente Sloan le acarició los labios con los suyos.

—Quiero más —murmuró. E insistió.

Amanda había cerrado los puños, pero no podía usarlos para empujarlo. El combate se estaba librando en su interior, una salvaje y cruel batalla que estaba trastornando completamente su sistema nervioso incluso mientras él bombardeaba de aquella forma sus sentidos. Atrapada entre dos fuegos, dejó de pensar.

La boca de Sloan no se movía ya con languidez, ni sus manos con lentitud. Sus labios arrasaban los suyos mientras con una mano le presionaba la espalda desnuda y húmeda. Poco a poco Amanda fue abriendo los dedos y, tras ascender por sus hombros, por su cuello, terminó enterrándolos en su pelo. Aquella desesperación que estaba sintiendo era algo nuevo, aterrador, maravilloso. Algo que la impulsaba a apretarse contra su pecho con la misma urgencia con la que él la estaba abrazando.

Aquel repentino cambio lo desconcertó. Estaba acostumbrado a que se le nublaran los sentidos con una mujer, a aquel acelerado latido y ardor de la sangre. Pero aquello era distinto. En el preciso instante en que Amanda pasó de una aturdida rendición a aquella febril urgencia, descubrió en sí mismo una necesidad tan intensa y aguzada que parecía perforarle el alma. A partir de entonces, solo la sintió a ella. La húmeda y sedosa textura de su piel. El dulce calor de sus labios.

Amanda temía ya que el corazón fuera a salírsele del pecho. Era como si el calor de su cuerpo hubiera convertido el agua de su piel en vapor, y aquellos vapores se le hubieran subido al cerebro.

—Amanda —pronunció Sloan, aspirando profundamente. Abrió los ojos y, al mirarla, volvió a sufrir aquella pavorosa punzada de deseo—. Sube a mi habitación.

—¿A tu habitación? —se llevó una mano temblorosa a los labios, y luego a una sien—. ¿Tu habitación?

Aquella voz ronca y aquella mirada aturdida estaban a punto de enloquecerlo, de hacerlo caer de hinojos ante ella. Todavía no le había suplicado nunca a ninguna mujer, pero con Amanda sospechaba que eso era algo inevitable.

—Ven conmigo —con gesto posesivo, deslizó las manos por sus hombros. En algún momento la toalla había resbalado al suelo—. Necesitamos terminar esto en privado.

—¿Terminar esto?

Con un gruñido, volvió a besarla. Fue un último, largo, hambriento beso.

—Creo que vas a llegar tarde a trabajar.

Antes de que pudiera recuperarse, Amanda se dio cuenta de que la estaba empujando suavemente hacia la puerta. «¿Su habitación?», se preguntó, mareada. Oh, Dios, ¿qué había hecho? ¿Qué era lo que estaba a punto de hacer? «No», pensó, decidida.

—No voy a ir a ninguna parte —exclamó, apartándose bruscamente de él.

—Es un poco tarde para andar jugando —extendió una mano, tomándola de la nuca—. Te deseo. Y no puedes disimular que tú también me deseas a mí. No después de lo que acaba de ocurrir.

—Yo no estoy jugando —replicó con tono firme, preguntándose si podría escuchar el tumultuoso latido de su corazón—. Y no pienso empezar a hacerlo ahora —se recordó que era una mujer razonable. No de las que corrían a una habitación de hotel a hacer el amor con un hombre al que apenas conocían—. Quiero que me dejes en paz.

—Ni hablar. Yo siempre termino lo que empiezo.

—Pues considera esto como terminado. No tenía ningún sentido empezarlo.

—¿Por qué?

Amanda se volvió para ponerse el albornoz.

—Conozco a los de tu tipo, O’Riley.

—¿Ah, sí?

—Vas viajando de ciudad en ciudad y dedicas tu tiempo libre a darte un revolcón con la primera mujer dispuesta a ello con la que te encuentras —se ató con fuerza el cinturón—. Pues bien, yo no estoy dispuesta.

—Te crees que ya me has etiquetado, ¿eh? —no la tocó, pero su expresión bastó para intimidarla. No se molestó en explicarle que con ella era diferente. Eso era algo que ni siquiera se había explicado a sí mismo—. Puedes tomarte esto como una advertencia, Calhoun. No hemos terminado. Al final te tendré.

—¿Que me tendrás? —en un acceso de orgullo y furia, dio un paso hacia él—. Maldito arrogante…

—Resérvate esos halagos para más adelante —la interrumpió—. Porque habrá un después, Amanda, solo para nosotros solos. Y te prometo que no será algo rápido —sonrió—. Cuando te haga el amor, me tomaré mi tiempo —deslizó un dedo por el cuello de su albornoz—. Y te volveré loca.

Ella le retiró bruscamente la mano.

—Eso ya lo has conseguido.

—Gracias. Bueno, ahora me voy a desayunar. Que tengas un buen día.

«Lo tendré», pensó Amanda mientras Sloan se alejaba tranquilamente, silbando. Lo tendría siempre y cuando no volviera a verlo.

Ya era bastante malo que hubiera tenido que quedarse a trabajar hasta tarde, pero tener que aguantar uno de los habituales sermones del señor Stenerson sobre la eficiencia era ya demasiado. Como director del hotel BayWatch, Stenerson era tan exigente como maniático y cargante con sus empleados. Su método preferido de supervisión era delegar. De esa manera siempre podía echar la culpa a alguien cuando las cosas salían mal, y llevarse el mérito cuando resultaban bien.

En su despacho decorado en tonos pastel, Amanda escuchaba pacientemente la lista de quejas de aquella semana.

—El servicio de limpieza se ha retrasado veinte minutos. Desde mi puesto de vigilancia en el tercer piso, descubrí este envoltorio de celofán bajo la cama de la 302 —levantó la mano y agitó el plástico como si fuera una bandera—. Espero que lleve más cuidado, señorita Calhoun.

—Sí, señor. Hablaré personalmente con el servicio de limpieza.

—Será mejor que lo haga —tomó su cuaderno, del que nunca se separaba—. La velocidad del servicio de habitaciones ha bajado en un ocho por ciento. A este ritmo, cuando lleguemos al pico de temporada habrá descendido en un veinte.

Al contrario que Stenerson, Amanda había trabajado tiempo extra en la cocina durante las horas del desayuno y la comida.

—Quizá si contratáramos a un camarero o dos más… —empezó a decir.

—La solución no estriba en ampliar la plantilla, sino en mejorar la eficiencia de la que tenemos —tamborileó con los dedos en su cuaderno—. Espero que para la semana que viene el servicio de habitaciones rinda al máximo de su capacidad.

—Sí, señor.

—Espero también que esté dispuesta a arremangarse la camisa y trabajar en lo que sea y cuando sea necesario, señorita Calhoun —entrelazó sus blancas y finas manos y se inclinó hacia delante. Antes de que volviera a abrir la boca, Amanda ya sabía lo que iba a seguir—: Hace veinte años yo trabajaba de camarero en este hotel, y solo a fuerza de pura determinación fue como alcancé la posición que ostento hoy. Si usted espera tener el mismo éxito, quizá incluso ocupar mi puesto cuando me jubile, deberá vivir por y para BayWatch. Recuerde que la eficiencia de la plantilla es siempre un reflejo de la de cada empleado, señorita Calhoun.

—Sí, señor —ansiaba decirle que al cabo de un año ella tendría su propia plantilla y su propio despacho, y que con mucho gusto mandaría aquel empleo al diablo. Pero no se lo dijo. Hasta que llegara su momento, necesitaba el puesto y la paga semanal—. Ahora mismo tengo una reunión con los trabajadores de la cocina.

—Bien, bien. Bueno, esta tarde la dejo a usted a cargo de todo. No quiero que se me moleste. Oh, y en cuanto a las reservas de agosto, quiero un informe. Ah, y hable con el chico de la piscina acerca de esas toallas desaparecidas. Este mes hemos perdido cinco.

—Sí, señor, ¿algo más? —«¿quiere que le abrillante los zapatos, que le lave el coche?», se burló para sus adentros.

—No. Eso es todo.

Amanda abrió la puerta y se esforzó por ponerse su habitual máscara de fría e imperturbable profesionalidad. En aquel instante tenía unas inmensas ganas de tirar cosas al suelo y darse de cabezazos contra la pared. Pero antes de que tuviera oportunidad de retirarse a un lugar discreto y privado para hacerlo, la llamaron a recepción.

Sloan se sentó en el vestíbulo con la única intención de observarla. Se sorprendió al ver que todavía seguía trabajando. Había pasado el día entero en Las Torres, y el maletín que tenía al lado estaba lleno de notas, medidas y bocetos. A esas horas, lo único que quería era tomarse una buena cerveza y comerse un sabroso filete.

Pero allí estaba Amanda, informando a los clientes, impartiendo órdenes a sus subalternos, firmando papeles. Y, a pesar de ello, tan fresca y tan bella como aquella mañana. En cierto momento vio cómo se quitaba un pendiente mientras atendía una llamada de teléfono.

Era un verdadero placer contemplarla. Desbordaba una incansable actividad, sin esfuerzo aparente. Pero no. Porque, cuando se fijaba mejor, veía que tenía el ceño levemente fruncido. Tal vez de frustración, o de disgusto. O de simple testarudez.

Sintió el poderoso impulso de levantarse e ir hacia ella para borrar aquel sombrío ceño. Pero, en lugar de eso, llamó a un botones.

—¿Señor?

—¿Hay alguna floristería por aquí cerca?

—Sí, señor. Aquí al lado, bajando la calle.

Todavía observando a Amanda, Sloan sacó su cartera y le entregó al chico un billete de veinte dólares.

—¿Querrías acercarte y comprarme una rosa roja? Un capullo de tallo largo, que todavía esté cerrado. Y quédate con el cambio.

—Sí, señor. Muchas gracias.

Mientras esperaba, Sloan pidió una cerveza y encendió un cigarro. Luego, con las piernas estiradas, se preparó para disfrutar de lo que seguiría a continuación.

Agarrando con fuerza el pendiente, Amanda se llevó una mano al estómago. Al menos cuando bajaba a la cocina a hablar con los trabajadores podía picar algo. Una mirada al reloj le confirmó que ese día no le quedaría tiempo para revisar los papeles de su familia, como solía hacer a diario, a la busca de alguna pista del collar de esmeraldas. Lo único bueno de aquella situación era que, cuando volviera a Las Torres, no tendría que aguantar la molesta presencia de Sloan.

—Disculpe.

Amanda alzó la mirada y vio a un hombre elegante y atractivo, vestido con un traje de color hueso. Llevaba el pelo oscuro peinado hacia atrás, y tenía unos ojos azules de mirada cálida, sonriente. Su leve acento inglés añadía todavía un mayor encanto a su voz.

—Dígame, señor, ¿en qué puedo ayudarlo?

—Me gustaría hablar con el director.

—Lo siento, pero el señor Stenerson no está disponible en este momento. Si tiene algún problema, me encantaría poder ayudarlo.

—Oh, no es ningún problema, señorita… —bajó la mirada al nombre que aparecía en su placa—… Calhoun. Voy a alojarme aquí durante unas semanas. Tengo reservada la suite Island.

—Ah, por supuesto, señor Livingston. Lo estábamos esperando —rápida y diligentemente, comprobó los datos en el ordenador—. ¿Ya se había alojado antes en el hotel?

—No —sonrió—. Lamentablemente.

—Espero que la suite sea de su gusto —mientras hablaba, le entregó un impreso de registro—. Si hay algo que podamos hacer para hacerle más agradable su estancia aquí, no dude en pedírnoslo.

—Estoy seguro de que mi estancia va a ser muy placentera —le lanzó una detenida mirada al tiempo que rellenaba el documento—. Pero, por desgracia, ha de ser también productiva. ¿Querría informarme acerca de la posibilidad de alquilar una máquina de fax durante mi estancia?

—En el hotel tenemos un servicio de fax a disposición de los clientes.

—Me temo que tengo trabajo pendiente, y voy a necesitar un aparato propio. No me resultaría práctico tener que bajar aquí cada vez que necesitara enviar o recibir algún documento. Naturalmente, estoy dispuesto a pagar lo que sea. Si no puedo alquilar uno, quizá pueda comprármelo.

—Veré lo que puedo hacer.

—Le estaría muy agradecido —le tendió su tarjeta de crédito—. Ah, usaré el salón de la suite como oficina. Preferiría que el servicio de limpieza no tocara mis papeles.

—Por supuesto.

—¿Pecaría de indiscreto si le preguntara si conoce bien la isla?

—He nacido en ella —sonriendo, Amanda le devolvió la tarjeta y le entregó las llaves.

—Maravilloso. Entonces recurriré a usted si tengo alguna pregunta. Muchísimas gracias por todo, señorita Calhoun —mientras le estrechaba la mano, volvió a mirar su nombre en la placa—. Amanda.

—De nada —algo nerviosa, llamó a un botones—. Que disfrute de su estancia aquí, señor Livingston.

—Ya lo estoy haciendo.

Una vez que se hubo retirado, Karen, la joven compañera de Amanda en el mostrador de recepción, soltó un profundo suspiro.

—¿Quién era ese?

—William Livingston.

—Un tipo magnífico. Si me hubiera mirado como te ha mirado a ti, me habría derretido por dentro.

«William Livingston», se repitió Amanda, con la mirada fija en el impreso de registro. De Nueva York. Si podía permitirse pasar un par de semanas en la suite Island, eso quería decir que tenía tanto dinero como encanto, elegancia y buen gusto con la ropa. Si hubiera estado buscando un hombre, aquel caballero habría satisfecho todos sus requisitos. Abrió el listín telefónico y se puso a buscar un servicio de alquiler de máquinas de fax.

—Hola, Calhoun.

Con un dedo en una página de la agenda, alzó la mirada. Era Sloan, con su camisa de franela enrollada hasta los codos, levemente despeinado, apoyado indolentemente sobre el mostrador.

—Estoy ocupada —pronunció, despreciativa.

—¿Trabajando hasta tarde?

—Qué sagaz.

—Estás preciosa con ese traje —deslizó un dedo por la solapa de su chaqueta roja—. En plan modosita y recatada, claro.

Lejos del pequeño sobresalto que sufrió su pulso cuando William Livingston le estrechó la mano, el contacto de Sloan le aceleró violentamente el corazón.

—¿Tienes algún problema con tu habitación? —inquirió disgustada.

—No. Es muy bonita.

—¿Con el servicio?

—No podría quejarme de nada.

—Entonces, si me disculpas, tengo trabajo que hacer.

—Oh, ya lo suponía. No he dejado de observarte durante la última media hora.

—¿Me has estado observando? —exclamó, frunciendo el ceño.

Sloan mantuvo fija la mirada en sus labios, evocando su sabor.

—Sí. Mientras me tomaba una cerveza.

—Debe de ser muy agradable tener tanto tiempo libre. Y ahora…

—Lo importante no es la cantidad, sino el saber aprovecharlo. Y dado que te resultó… imposible desayunar conmigo, ¿por qué no cenamos juntos?

Consciente de que sus compañeras mantenían los oídos bien abiertos, Amanda bajó la voz.

—¿Aún no se te ha metido en la cabeza que no estoy interesada?

—No —sonrió, y le hizo un guiño a Karen, que se había acercado discretamente—. Dijiste que no te gustaba malgastar el tiempo. Así que pensé que podríamos cenar un poco y retomar aquello que habíamos dejado empezado esta mañana.

Amanda recordó aquellos segundos en que se había sentido perdida en sus brazos. Con la mente nublada y el pulso latiéndole a toda velocidad. Se había quedado contemplando fijamente sus labios cuando una irónica sonrisa la devolvió de pronto a la realidad.

—Estoy ocupada, y no tengo ningún deseo…

—Tienes mucho deseo, Amanda.

—No quiero cenar contigo, ¿está claro?

—Como el cristal. Estaré arriba si se te abre el apetito —de repente sacó la rosa que había mantenido oculta detrás de la espalda y se la puso en la mano—. No trabajes demasiado.

—Qué suerte. Dos pretendientes en una sola tarde —murmuró segundos después Karen, viendo alejarse a Sloan—. Dios mío, qué manera de llevar unos vaqueros.

Para sus adentros, Amanda no pudo más que darle la razón, y se maldijo a sí misma.

—Es un hombre grosero, irritante e insoportable —pero se acarició una mejilla con el capullo de rosa.

—De acuerdo, entonces yo me quedaré con el segundo candidato. Así podrás dedicarte tú al de Nueva York.

—A lo que me voy a dedicar es a trabajar. Y tú también. Stenerson está al caer, y lo último que necesito es que un maldito vaquero altere mi rutina de trabajo.

—Ojalá se ofreciera ese tipo a alterar la mía —musitó Karen antes de continuar con sus tareas.

Amanda se prometió que no volvería a pensar en él. Dejó la rosa a un lado, pero al rato volvió a tomarla. Después de todo, la culpa no era de la flor, que se merecía que la pusieran en agua y la admiraran por su belleza. Un tanto ablandada, aspiró su aroma y sonrió. Sloan había tenido un gesto muy dulce al regalársela. Por muy irritante que se hubiera mostrado con ella, habría debido darle las gracias.

De repente sonó el teléfono. Con gesto ausente, descolgó el auricular.

—Recepción, Amanda Calhoun al habla. ¿En qué puedo ayudarlo?

—Solo quería oírte decir eso —rio Sloan—. Buenas noches, Calhoun.

Mascullando una maldición, Amanda volvió a colgar.

No obstante, sin saber por qué, se echó a reír cuando se llevó la rosa a su despacho para buscar un vaso donde ponerla.

Corrí hacia él. Era como si otra mujer estuviera corriendo por el césped, ladera abajo, por las rocas. En aquel momento no existía lo justo o lo injusto. No existía ningún deber excepto el que me exigía mi propio corazón. Porque indudablemente era mi corazón el que guiaba mis pasos, mis ojos, mi voz.

Se había vuelto de espaldas al mar. La primera vez que lo vi se encontraba de frente al mar, librando su batalla personal con las pinturas y el lienzo. Pero en aquel instante solo estaba contemplando el agua. Cuando lo llamé, se giró en redondo. En su rostro pude ver el reflejo de mi propio gozo. Su risa era la mía mientras corría a mi encuentro. Me abrazó con tanta fuerza… Ocurrió lo que tanto había soñado. Su boca se adaptaba a la perfección a la mía, tan tierna y a la vez tan impaciente…

El tiempo no se detiene. Mientras estoy aquí sentada escribiendo esto, ahora lo sé. Pero entonces… oh, entonces sí que se detuvo. Solamente existía el viento y el rumor del mar y la simple maravilla de estar en sus brazos. Como si durante toda mi vida hubiera estado esperando a que sucediera aquel mágico instante.

De pronto se apartó, deslizó las manos por mis brazos hasta entrelazarlas con las mías, y se las llevó luego a los labios. Sus ojos se habían oscurecido, se habían vuelto del color del humo.

—Había hecho las maletas —dijo—. Lo había preparado todo para volver a Inglaterra. Quedarme aquí sin ti ha sido un infierno. Me volvía loco solo de pensar que quizá nunca más volvería a verte, a tocarte… Cada día, cada noche, Bianca, he suspirado por ti.

Yo le acariciaba el rostro, delineando sus rasgos como tantas veces había soñado hacerlo.

—Yo también temía no volver a verte. Intenté rezar para que no fuera así —me aparté de él, repentinamente avergonzada—. Oh, ¿qué pensarás de mí? Soy la esposa de otro hombre, la madre de sus hijos…

—Aquí no —su voz era dura, aunque sus manos eran tiernas—. Aquí me perteneces. Aquí, donde te vi por vez primera hace ahora un año. No pienses en él.

Me besó otra vez, y ya no pude pensar. Ya no me importó nada.

—Te he esperado, Bianca, en el frío del invierno, en el calor de la primavera. Cuando intentaba pintar, era tu imagen la que asaltaba mi mente. Podía verte aquí, donde estás, con el viento haciendo ondear tu pelo, con la luz del sol tornándolo rojizo, y dorado. Intenté olvidarte —con sus manos en mis hombros, me miraba como si quisiera devorar mi rostro—. Intenté decirme que esto era un error, que por tu bien, cuando no por el mío, debía marcharme de aquí. Te imaginaba con él, asistiendo a un baile, al teatro, acostándote en su cama —sus dedos se tensaron sobre mis hombros—. «Ella es su esposa», me decía a mí mismo. «No tienes derecho a desearla, a esperar que venga a ti. Que te pertenezca».

Le acaricié los labios con la punta de mis dedos. Su dolor era el mío.

—He venido a ti. Te pertenezco.

Me dio la espalda. La sensatez y el amor luchaban en su interior.

—No tengo nada que ofrecerte.

—Tu amor sí. No deseo otra cosa —le respondí.

—Ya soy tuyo. He sido tuyo desde el primer momento en que te vi —se volvió otra vez hacia mí y me acarició una mejilla. Yo podía ver el arrepentimiento, y también el anhelo, en aquellos preciosos ojos—. Bianca, no hay futuro para nosotros. Ni puedo pedirte, y no te pediré, que renuncies a lo que tienes.

—Christian…

—No. No lo haré. Sé que me darías lo que te pidiera, lo que no tengo ningún derecho a pedirte, y que después me odiarías por ello.

—No —en aquel momento recuerdo que afloraron a mis ojos las lágrimas—. Yo nunca podría odiarte.

—Entonces me odiaría yo. Pero sí te pediré unas pocas horas de tu compañía en este verano, cuando puedas venir aquí… y podamos fingir los dos que el invierno nunca vendrá sonriendo —me besó con ternura—. Ven aquí y reúnete conmigo, Bianca, bajo la luz del sol. Déjame pintarte. Con eso me contentaré.

Y así cada mañana, cada día durante este dulce e interminable verano, me reuniré con él. En los acantilados, frente al mar, seremos todo lo felices que puedan serlo dos enamorados.