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—Qué grosería por nuestra parte, Sloan —exclamó Coco—. Tenerte aquí esperando, en la puerta… Pasa, por favor, y siéntate. ¿Qué te apetece tomar? ¿Té, café?

—Una cerveza en una botella de cuello largo —musitó Amanda, irónica.

Sloan se volvió hacia ella, sonriente.

—Eso mismo. Has acertado.

—¿Cerveza? —Coco lo hizo pasar al salón—. En la cocina tengo una cerveza muy buena que uso para algunos platos de marisco. Amanda, ¿querrás por favor entretener a Sloan mientras se la traigo?

—Claro. ¿Por qué no? —de mala gana, Amanda le indicó una silla, tomando asiento frente a la chimenea—. Supongo que debería disculparme.

Sloan se agachó para acariciar a Fred, que los había seguido.

—¿Por qué?

—No habría sido tan brusca de haber sabido a lo que habías venido.

—Ah, ¿tú crees? —mientras el cachorrillo se instalaba en la alfombra entre ellos, Sloan se recostó en su silla y observó tranquilamente a su poco hospitalaria anfitriona.

Después de unos diez segundos de tenso silencio, Amanda procuró dominar su impaciencia.

—Fue un equívoco bastante natural.

—Si tú lo dices. Me acusaste de venir a desenterrar unas esmeraldas. ¿A qué te referías?

—A las esmeraldas de las Calhoun —al ver que se limitaba a arquear una ceja, sacudió la cabeza—. El collar de esmeraldas de mi bisabuela. Ha salido en todos los periódicos.

—No he tenido oportunidad de leer la prensa durante algún tiempo. Estaba en Budapest —se llevó una mano al bolsillo y sacó un largo y fino cigarro—. ¿Te importa que fume?

—Adelante —se levantó para conseguirle un cenicero—. Me sorprende que Trent no te lo dijera.

Sloan encendió un fósforo y se tomó su tiempo en prender el cigarro. Luego dio una profunda y placentera calada y soltó lentamente una bocanada de humo.

—Trent me envió un mensaje hablándome de la casa y de los planes de reforma, y pidiéndome que me encargara de ellos.

—¿Aceptaste un trabajo como este sin siquiera ver primero la propiedad?

—Sí, me pareció lo más adecuado —pensó que tenía unos ojos preciosos. Cargados de sospecha, pero preciosos—. Además, Trent no me lo habría pedido si no hubiera estado seguro de que el proyecto iba a gustarme.

—Parece que conoces bien a Trent.

—Estudiamos juntos en Harvard.

—¿Harvard? —inquirió sorprendida—. ¿Estuviste en Harvard?

Cualquier otro hombre se habría sentido insultado. Sloan, en cambio, se mostró divertido.

—Para tu asombro… sí —murmuró, viendo cómo se ruborizaba.

—Lo siento, no quería… lo que pasa es que no me parecías…

—¿El tipo clásico de universidad de élite? —le sugirió antes de dar otra calada a su cigarro—. A veces las apariencias engañan. Esta casa, por ejemplo.

—¿La casa?

—Viéndola por fuera resulta difícil saber si es una fortaleza, un castillo o el delirio de un arquitecto. Pero cuando se la contempla detenidamente, resulta que es todo eso a la vez. Una obra intemporal, sobria y poderosa, y al mismo tiempo llena de encanto y fantasía —le sonrió—. Hay gente que piensa que una casa refleja la personalidad de la gente que vive dentro.

Se levantó cuando Coco volvió empujando un carrito con una bandeja.

—Oh, siéntate, por favor. Es un placer tener un hombre en la casa, ¿verdad, Mandy?

—Por supuesto. Tengo el corazón que se me sale del pecho.

—Espero que te guste la cerveza.

—Seguro que sí.

—Prueba estos canapés. Mandy, he traído vino para nosotras —deleitada con aquella oportunidad para socializar, sonrió a Sloan por encima del borde de su copa—. ¿Te ha hablado ya Amanda de la casa?

—Estábamos empezando a abordar el tema —Sloan bebió un largo trago de cerveza—. En el mensaje que me envió, Trent me decía que había pertenecido a su familia desde principios de siglo.

—Oh, sí. Con los hijos de Suzanna, mi sobrina mayor, ya somos cinco las generaciones que han vivido en Las Torres. Fergus —señaló el retrato del hombre de gesto adusto que estaba colgado arriba de la chimenea—, mi abuelo, edificó Las Torres en 1904, como una residencia de verano. Su esposa Bianca y él tuvieron tres hijos antes de que ella se suicidara arrojándose desde la ventana de la torre —como siempre, la idea de la muerte por amor le arrancaba un nostálgico suspiro—. No creo que el abuelo se quedara muy contento después de aquello. Hacia el final de su vida enloqueció, y lo ingresamos en un psiquiátrico muy bueno.

—Tía Coco, estoy segura de que Sloan no está interesado en la historia de la familia.

—Oh, interesado no —exclamó, acercando su cigarro al cenicero—. Fascinado más bien, señora McPike.

—Por favor, llámame Coco. Todo el mundo lo hace —se atusó el pelo—. La casa pasó a manos de mi padre, Ethan. Era su segundo vástago, pero el primer varón. El abuelo estaba obsesionado con perpetuar la estirpe de los Calhoun. La hermana mayor de Ethan, Colleen, se enfadó mucho. Hasta la fecha rara vez nos ha vuelto a dirigir la palabra.

—Algo por lo cual le estaremos eternamente agradecidos —señaló Amanda.

—Bueno, sí. Es un poquito… avasalladora. Luego está el tío Sean, hermano menor de mi padre. Tuvo un montón de problemas con una mujer, se metió a marinero y emigró a las Indias Occidentales antes de que yo naciera. Después de su matrimonio, mi hermano y su esposa decidieron vivir cerca de un año aquí. Adoraban esta casa. Judson concibió unos planes maravillosos para arreglarla, pero trágicamente Deliah y él murieron antes de que pudieran empezarlos. Luego yo me vine aquí para cuidar de Amanda y de sus tres hermanas. Toma otro canapé, por favor.

—Gracias. ¿Puedo preguntar por qué decidieron convertir parte de la casa en un hotel?

—Fue idea de Trent. Le estamos tan agradecidos, ¿verdad, Amanda?

—Sí, tía.

—Pero, para ser del todo sinceras —tomó delicadamente un sorbo de vino—, estamos pasando ciertos apuros económicos. ¿Crees en el destino, Sloan?

—Soy de origen irlandés y cherokee. No tengo más remedio.

—Bueno, entonces lo comprenderás perfectamente. Estaba escrito que el padre de Trent descubriera Las Torres cuando estaba navegando en su yate por la Bahía del Francés, y que de inmediato se enamorara de la mansión. Cuando la cadena St. James se ofreció a comprar la casa y a convertirla en un hotel de temporada, no supimos qué hacer. Después de todo era nuestro hogar, el único que habían conocido mis niñas, pero su mantenimiento era muy caro.

—Entiendo.

—En cualquier caso, no hay mal que por bien no venga. Todo fue tan romántico y excitante… Estábamos a punto de vender, cuando Trent se enamoró de C. C. Por supuesto, él sabía lo mucho que esta casa significaba para ella, y concibió el fantástico plan de convertir solamente el ala oeste en una serie de suites de hotel. De esa manera podremos mantener la casa y superar las dificultades financieras para mantenerla.

—Y, finalmente, todos contentos —asintió Sloan.

—Exactamente —Coco se inclinó hacia él, con un gesto de complicidad—. Imagino que, dados tus antecedentes, también creerás en los espíritus.

—Tía Coco…

—Mandy, por favor. Tú siempre tan escéptica. Es increíble —le dijo a Sloan—. Toda esa sangre celta que corre por sus venas y no tiene ni un gramo de espiritualismo en el cuerpo.

Amanda la señaló con su copa.

—Eso te lo dejo a ti y a Lilah.

—Lilah es mi otra sobrina —le informó Coco a Sloan—. Es muy fantasiosa. Pero ahora estamos hablando de lo sobrenatural. ¿Tienes alguna opinión formada al respecto?

Sloan dejó su vaso a un lado.

—No creo que se pueda tener una casa como esta sin convivir con un par de fantasmas.

—Ajá —Coco juntó las manos, entusiasmada—. Tan pronto como te vi supe que seríamos almas gemelas. Bianca todavía sigue aquí. En nuestra última sesión de espiritismo la sentí con tanta intensidad… —ignoró el gruñido de disgusto de Amanda—. C. C. también participó, y eso que es tan escéptica como Amanda. Bianca quiere que encontremos el collar.

—¿Las esmeraldas de los Calhoun? —inquirió Sloan.

—Sí. Hemos estado buscando alguna pista, pero es difícil, después de ochenta años. Y la publicidad ha sido una molestia.

—Por utilizar un eufemismo —apuntó Amanda, frunciendo el ceño.

—Tal vez aparezca durante las obras de reforma —sugirió Sloan.

—Ojalá —Coco se llevó un dedo a los labios, pensativa—. Creo que se impone organizar otra sesión de espiritismo. Estoy seguro de que tienes una sensibilidad especial.

Amanda se atragantó con el vino.

—Tía Coco, Sloan ha venido aquí a trabajar, no a jugar con fantasmas.

—Oh, siempre me ha gustado mezclar los negocios con el placer —levantó su vaso hacia Amanda, a modo de brindis—. De hecho, es una costumbre que tengo.

Un nuevo pensamiento asaltó la mente de Coco.

—Tú no eres de la isla, Sloan.

—No. Soy de Oklahoma.

—¿De verdad? Eso está muy lejos de aquí —miró a su sobrina, satisfecha—. Como arquitecto encargado de realizar las reformas, vas a ser muy importante para todas nosotras…

—Me gustaría pensar eso —repuso, desconcertado por la manera en que estaba mirando a su sobrina.

—Los posos del té —musitó entre dientes Coco, y se levantó—. Bueno, tengo que seguir preparando la cena. Espero que nos harás los honores de acompañarnos.

Sloan había planeado echar un rápido vistazo a la casa y después volver al hotel para dormir diez horas seguidas. Pero la expresión de disgusto que vio en los ojos de Amanda le hizo cambiar de idea. Una tarde con ella podría ser la mejor manera de reponerse del cansancio del viaje.

—Sería un placer.

—Maravilloso. Mandy, ¿por qué no le enseñas a Sloan el ala oeste mientras yo termino de preparar la cena?

—¿Posos del té? —le preguntó Sloan a Amanda una vez que Coco abandonó el salón.

—Será mejor que no te lo diga —resignada, se levantó—. Bueno, ¿empezamos con el recorrido?

—Sería una buena idea —la siguió al vestíbulo, y subieron luego por la escalera de caracol—. ¿Cómo te gusta que te llame? ¿Amanda o Mandy?

—Responderé a cualquiera de los dos nombres —se encogió de hombros.

—Bueno, yo creo que son bastante distintos, evocan diferentes imágenes. Amanda evoca una imagen de frialdad y formalidad. Mandy… es más suave, más tierno —pensó que olía maravillosamente bien. Como a brisa fresca en un día de calor sofocante.

Ya en lo alto de las escaleras, se volvió para mirarlo.

—¿Qué tipo de imagen evoca Sloan?

Se quedó un escalón por debajo de ella, para que sus ojos quedaran a la misma altura.

—Dímelo tú.

Amanda se dijo que aquel tipo tenía la sonrisa más engreída que había visto en toda su vida. Siempre que la usaba con ella, experimentaba un temblor que no podía ser más que de disgusto.

—¿Dodge City? —inquirió con tono suave—. En la costa este no vemos muchos vaqueros —se volvió, y ya había dado un par de pasos por el pasillo cuando él la sujetó de un brazo.

—¿Siempre tienes tanta prisa?

—No me gusta perder el tiempo.

No la soltó mientras continuaron caminando.

—Lo tendré en cuenta.

«Dios mío, este lugar es fabuloso», pensó Sloan al contemplar los artesonados de los techos, los dinteles esculpidos, las paredes forradas de madera de caoba. Se detuvo ante una vidriera en forma de arco, para acariciar el cristal esmerilado, policromo. Tenía que ser original, al igual que el suelo de madera de castaño y el estucado de las paredes. Ciertamente había grietas en los muros, algunas de ellas muy grandes. Aquí y allá el techo presentaba agujeros, y faltaban algunos pedazos de moldura. Constituiría todo un desafío devolverle a aquella casa su antigua gloria. Un desafío y un verdadero placer.

—Hace años que nadie usa esta parte de la casa —Amanda abrió una puerta de madera de roble, labrada, y apartó una telaraña—. Por eso no la hemos calentado durante el invierno.

Sloan entró. El suelo crujió lúgubremente bajo sus botas. Faltaban dos de los pequeños cristales de las puertas de la terraza, que habían sido reemplazados con contrachapado. Los ratones se habían dado un festín con el rodapié. En el techo se podía ver un deteriorado fresco que representaba ángeles y amorcillos.

—Esta era la habitación de los invitados —le explicó Amanda—. Fergus la reservaba para la gente a la que quería impresionar. Supuestamente aquí estuvieron varios miembros de la familia Rockefeller. Tiene su propio baño y su vestidor —empujó una puerta rota.

Ignorándola, Sloan se acercó a la chimenea de mármol negro. La pared, empapelada con seda, estaba oscurecida por el humo. La esquina astillada de la repisa le partió el corazón.

—¿Cómo habéis podido…?

—¿Perdón?

—¿Cómo habéis podido dejar que se deteriorara tanto un lugar como este? —la mirada que en esa ocasión le lanzó no fue ni seductora ni divertida. Fue de auténtica ira—. Una chimenea como esta es única en el mundo.

Ruborizada, contempló culpable la repisa de mármol.

—Bueno, yo no la rompí…

—Y mira estas paredes. El trabajo del estucado es una joya, un arte tan puro como una obra de Rembrandt. Un Rembrandt sí que lo cuidarías, ¿verdad?

—Por supuesto, pero…

—Al menos tuviste el buen sentido de no pintar la moldura —pasó de largo ante ella y entró en el cuarto de baño adjunto. Y se puso a maldecir—. Y estos baldosines, por el amor de Dios. Mira estas grietas.

—No entiendo lo que…

—Claro que no lo entiendes —se volvió hacia ella—. No tienes ni la más remota idea de lo que hay aquí. Esta casa es un monumento al arte de principios del siglo XX, y habéis dejado que se venga poco a poco abajo. ¿Ves esto? Son auténticas lámparas de gas.

—Sé perfectamente lo que son —le espetó Amanda—. Puede que esta casa sea un monumento para ti, pero para mí es mi hogar. Hemos hecho todo lo posible para conservar los tejados. Si el estucado está roto es porque hemos tenido que concentrarnos en mantener en funcionamiento las calderas. Y si no nos hemos preocupado de reparar los baldosines de una habitación que no usa nadie, es porque tuvimos que arreglar la fontanería de otra. Se te ha contratado para reformar, no para filosofar.

—Pierde cuidado, que haré las dos cosas por el mismo precio —extendió una mano hacia Amanda. Asustada, retrocedió un paso.

—¿Qué estás haciendo?

—Tranquila, cariño. Tienes un hilo de telaraña en el cabello.

—Puedo quitármelo yo —dijo, tensándose cuando sintió sus dedos en el pelo—. Y no me llames «cariño».

—Vaya mal genio. ¿Por qué no continúas enseñándome el resto de la casa?

—No sé para qué. No estás anotando nada de lo que ves.

Sloan bajó la mirada hasta sus labios, la detuvo allí por un instante y volvió luego a mirarla a los ojos.

—Me gusta echar un primer vistazo antes de empezar a preocuparme… por los detalles. Bueno —la tomó del brazo—. Sigamos con el recorrido.

Amanda continuó enseñándole el ala oeste, haciendo todo lo posible por guardar las distancias. Pero Sloan tenía tendencia a acercarse demasiado, interponiéndose siempre cuando iba a salir de una habitación, acorralándola contra una esquina, volviéndose de pronto hacia ella.

Estaban en la torre del oeste cuando, por tercera vez, Amanda tropezó con él.

—Me gustaría que dejaras de hacer eso.

—¿Hacer qué?

—Estar siempre en medio. En mi camino.

—Eres tú la que siempre tiene demasiada prisa. Parece que, en vez de valorar el lugar donde estás, siempre quieras ir a alguna otra parte.

—Más filosofía barata —rezongó Amanda, acercándose a la ventana en forma de arco que daba a los jardines.

Se veía obligada a admitir que aquel hombre la molestaba, la afectaba a un nivel básico, profundo. Quizá fuera su envergadura: aquellas enormes espaldas y aquellas manos anchas, gigantescas. O aquella desproporcionada estatura. Estaba acostumbrada a relacionarse de igual a igual con los hombres.

O tal vez fuera su voz ronca, lenta, perezosa, tan engreída y pagada de sí misma como su sonrisa. O la manera que tenía de mirarla, detenida, insistente, con un cierto brillo de diversión. Fuera lo que fuera, tendría que aprender a soportarlo y superarlo.

—Esta es la última parada —le dijo—. La idea de Trent es convertir esta torre en un comedor, de ambiente más íntimo que el del piso bajo. Aquí deberían caber holgadamente cinco mesas para dos personas, con vistas a los jardines y a la bahía.

Se volvió mientras hablaba, y un rayo del sol del atardecer entró por la ventana creando un maravilloso halo en torno a su cabello. La luz parecía filtrarse por aquellos mechones de color castaño claro, salpicándolos de oro. Admirado por aquel efecto, con la mente en blanco, Sloan se la quedó mirando de hito en hito.

—¿Pasa algo?

—No —se acercó a ella.

Ya no había diversión alguna en sus ojos, sino algo mucho más peligroso. Retrocedió un paso. Y otro más.

—Si no tienes ninguna pregunta más que hacerme sobre la torre, o sobre el resto del ala, creo que podríamos… —se interrumpió, sin aliento, cuando de repente Sloan le rodeó la cintura con un brazo, atrayéndola hacia sí—. ¿Qué diablos crees que estás haciendo?

—Evitar que repitas el mismo salto que hizo tu bisabuela —señaló la ventana que tenía a su espalda—. Si hubieras seguido retrocediendo, podrías haber atravesado ese cristal. Esas vidrieras no parecen muy resistentes.

—Vamos —pronunció, con el corazón acelerado.

Pero él no la soltó, sino que incluso acercó el rostro a su cabello, aspirando su perfume.

—Deberías habérmelo agradecido, Amanda. Probablemente te haya salvado la vida.

Amanda se dijo que su pulso podía estar dando alocados saltos, pero por nada del mundo se dejaría intimidar por aquel vaquero.

—Si no me sueltas ahora mismo, me temo que alguien tendrá que salvarte la tuya.

Sloan se echó a reír, encantado con su salida, y tentado de levantarla en brazos. Pero al momento siguiente, casi sin darse cuenta, se vio impulsado hacia atrás y aterrizó con el trasero en el suelo. Con una sonrisa de inmensa satisfacción, Amanda inclinó la cabeza.

—Con esto concluye nuestro recorrido de esta tarde. Y ahora, si me disculpas… —dio media vuelta y se dispuso a salir.

Pero Sloan, desde donde estaba, la agarró de un tobillo. Amanda apenas tuvo tiempo de soltar un grito antes de aterrizar también en el suelo, a su lado.

—¡Oh…! ¡Bruto! —le espetó, enfadada, y se apartó el cabello de los ojos.

—Lo que es bueno para el ganso es bueno para la gansa —le alzó la barbilla con un dedo—. Más filosofía barata. Te mueves muy rápido, Amanda, pero tienes que recordar no perder nunca de vista tu objetivo.

—Si fuera un hombre…

—Entonces no sería ni mucho menos tan divertido —riendo, le dio un rápido beso, y se dedicó a disfrutar de su azorada reacción—. Vaya. Creo que se impone repetir esto…

Amanda habría terminado por empujarlo. Estaba absolutamente segura de ello. A pesar del ardor que le recorría la espalda. A pesar de la melaza derretida, en vez de sangre, que parecía correr por sus venas. Lo habría empujado, e incluso había levantado una mano con esa intención… cuando unos pasos resonaron en los escalones de hierro que llevaban a la torre.

Sloan alzó la mirada para ver a una mujer alta, de generosas curvas, en el umbral. Llevaba unos vaqueros con un roto en una rodilla, y una camiseta blanca anudada a la cintura. Tenía el pelo corto y liso, con un gracioso flequillo. Sus ojos expresaron primeramente sorpresa, y luego una genuina diversión.

—Hola —miró a Amanda, sonriendo al reparar en el rostro ruborizado y en el cabello despeinado de su hermana. El único lugar en el que no esperaba ver a su fría y siempre formal Amanda Calhoun era el suelo, y además con un desconocido. Un desconocido muy atractivo—. ¿Qué pasa aquí?

—Oh, solo estábamos comprobando el estado del suelo —mintió Sloan. Se levantó y ayudó a levantarse a Amanda, que se apartó rápidamente para concentrarse en sacudirse el polvo de los pantalones.

—Esta es mi hermana, C. C.

—Y tú debes de ser Sloan —entró en la habitación, tendiéndole la mano—. Trent me ha hablado de ti —con un brillo en sus ojos verdes, miró rápidamente a su hermana—. Vaya. Supongo que no exageró nada.

Sloan se dijo que C. C. no encajaba en absoluto con el tipo de mujer con la que había esperado que se relacionara su viejo amigo. Y, como Trent era un gran amigo suyo, no podía alegrarse más.

—Ahora entiendo por qué Trent se encuentra tan atrapado.

—Como puedes ver, Sloan tiene un sentido del humor muy particular —señaló Amanda, irónica.

Soltando una carcajada, C. C. le pasó un brazo por los hombros a su hermana.

—Ya me lo figuraba. Me alegro de conocerte, Sloan. De verdad que sí. Cuando fui a Boston con Trent hace un par de semanas, toda la gente que me encontré era tan…

—¿Estirada? —sugirió él, sonriendo.

—Eso me temo —afirmó, algo azorada—. Supongo que a algunos les resultará difícil aceptar que Trent se vaya a casar con una mecánica poco aficionada a la ópera.

—A mí me parece que Trent va a salir ganando. Muchísimo.

—Ya lo veremos. Tía Coco me dijo que te ibas a quedar a cenar. Esperaba que, durante tu estancia, te instalarías en una de las habitaciones para invitados de la casa.

Sloan no podía verlo, pero habría apostado cualquier cosa a que Amanda se estaba mordiendo la lengua. La idea de alterarla hasta ese punto lo incitaba a cambiar de planes.

—Gracias, pero ya estoy alojado en un hotel.

—Bueno, como quieras. Pero que sepas que puedes trasladarte a Las Torres cuando quieras.

—Voy a bajar para ver si tía Coco necesita alguna ayuda —Amanda se despidió de Sloan con una fría inclinación de cabeza—. Te dejo en manos de C. C.

Sloan le guiñó un ojo.

—Gracias por el recorrido, cariño.

Casi pudo oír su rechinar de dientes mientas se retiraba.

—Vaya mal genio que tiene tu hermana.

—Sí —convino C. C. con una sonrisa, y añadió a modo de advertencia—: Trent me dijo que eras un gran mujeriego.

—Aún sigue enfadado porque le quité una mujer de debajo de las narices cuando todavía éramos unos jóvenes alocados —la tomó de la mano mientas salían de la habitación—. ¿De verdad que estás enamorada de él?

C. C. no pudo menos que echarse a reír.

—Ahora entiendo por qué me advirtió de que encerrara a mis hermanas bajo llave.

—Si se parecen a ti, espero que sepan cuidar de sí mismas.

—Oh, sí que saben. Las mujeres Calhoun siempre han sido de una madera especial —se detuvo en lo alto de la escalera de caracol—. Será mejor que te avise. La tía Coco mantiene que te vio en los posos del té esta mañana.

—En los… Ah.

—Sí —se encogió de hombros—. Es un hobby que tiene. El caso es que puede empezar a manipularte en cualquier momento, sobre todo si se le mete en la cabeza que el destino te ha ligado con una de mis hermanas. Tiene buenas intenciones, pero…

—Bueno, los hombres O’Riley también saben cuidar de sí mismos.

—Muy bien —le dio unas palmaditas en el hombro—. Allá tú.

—Dime una cosa, C. C. ¿Voy a tener que ahuyentar a algún hombre… con el que Amanda esté relacionada?

C. C. se detuvo, mirándolo fijamente.

—No —respondió al cabo de un momento—. Ella sola se encarga de ahuyentarlos.

—Qué bien —se sonrió mientras seguía bajando las escaleras. Cuando llegaron al segundo piso, oyó un eco de griterío infantil mezclado con los ladridos de Fred.

—Son los hijos de mi hermana Suzanne —explicó C. C. antes de que él pudiera preguntarle—. Alex y Jenny son los típicos niños tranquilos y nada escandalosos —añadió, irónica.

—Ya lo oigo.

Una especie de misil de pelo rubio subía a toda velocidad por las escaleras. Sloan tuvo el reflejo de interceptarlo y se encontró mirando un curioso y simpático rostro, de enormes ojos azules.

—¡Qué alto eres! —exclamó Jenny.

—Qué va. Eres tú la que eres baja.

—¿Quieres subirme a caballito?

—Monta.

Sloan se la cargó a la espalda y siguió bajando. Al pie de las escaleras, Amanda tenía agarrada de una oreja a la otra criatura, un niño pequeño y moreno.

—¿Dónde está Suzanna? —le preguntó C. C. a su hermana.

—En la cocina. Me ha dejado encargada de vigilar a esos dos —miró a Jenny—. Y esa pequeñaja se me acaba de escapar.

—¿Quién es ese? —quiso saber Alex.

—Sloan O’Riley —Sloan le tendió la mano. El niño vaciló por un instante antes de estrechársela.

—Hablas muy gracioso. ¿Eres de Texas?

—Oklahoma.

—Hey, eso es casi igual de estupendo. ¿Alguna vez has matado a alguien de un disparo?

—Últimamente no.

—Ya es suficiente, ¡qué niño más morboso! —exclamó C. C.—. Vamos, a lavarse para cenar —y bajó a Jenny de la espalda de Sloan.

—Parecen buenos chicos —comentó Sloan cuando ya C. C. se los llevaba escaleras abajo.

—Lo son —Amanda le lanzó una genuina sonrisa. El hecho de haberlo visto llevando a Jenny a caballito parecía haberla enternecido—. Se pasan la mayor parte del día en el colegio, así que no creo que te molesten mucho en tu trabajo.

—Oh, seguro que no me molestarán. Me gustan los niños. En casa tengo un sobrino que es un verdadero diablillo.

—Me temo que estos todavía pueden ser peores. ¿Sabes? —sonrió de nuevo—. Es bueno que vean de vez en cuando a un hombre en casa.

—¿Y el marido de tu hermana?

Amanda dejó de sonreír.

—Están divorciados. Se llama Baxter Dumont.

—He oído hablar de él —respondió, adoptando de pronto un tono frío, distante.

—Bueno, pero eso ya es historia. La cena está casi a punto. ¿Quieres que te enseñe el cuarto de baño para que te refresques un poco?

—Gracias —distraído, Sloan la siguió. Estaba pensando que había algunos episodios de la historia que tenían la mala costumbre de coincidir en el tiempo. Y de solaparse unos con otros.