El sol se había puesto en Xan Cugat. Pujol dejó de escribir aquella noche al acabar el relato de la Guerra Civil. Decidió descansar y esperar al día siguiente. Aunque conservaba nítido el recuerdo de su llegada a Madrid en 1939, se esforzó en recordar algún detalle inadvertido de entonces, alguna pincelada de color de aquel Madrid gris de la posguerra que inconscientemente hubiera conservado. Casi al instante su mente alumbró la visión de los cafés de la capital. Conoció y fue asiduo a muchos de ellos. En la penumbra sin lujo de aquellos locales se movía una ciudad paralela, un grupo dispar de estraperlistas, conspiradores, intelectuales y aventureros que en la miseria de aquel Madrid, derrotado y fantasmal, reclamaban su lugar en el nuevo régimen o buscaban sobrevivir, a pesar de él.
Pujol frecuentó habitualmente dos: el café de Lyon y el café Correos, ambos muy próximos, en el inicio de la calle Alcalá frente al Palacio de Comunicaciones y la fuente de la diosa Cibeles. Hoy no existe ninguno de ellos. Uno es una taberna irlandesa y el otro un restaurante de cocina internacional, pero en 1984 Pujol aún tuvo oportunidad de visitarlos. En uno de los reportajes de Interviú, posó sentado en la terraza del Lyon, la misma en la que inició sus contactos como espía. El sótano de este establecimiento fue un centro habitual de reuniones de falangistas y agentes alemanes. Rivalizaba en germanofilia con otro establecimiento asociado a los contertulios de la derecha más próxima al nazismo: la cervecería El Águila, en la calle Antonio Maura. La tranquilidad y el aplomo que sus ojos traslucían en 1984 distaban mucho, pensó, de la incertidumbre y el temor con que concluían aquellas primeras conversaciones confusas y tentadoras, en las que cada gesto estaba estudiado y cada palabra medida.
Su licencia militar, que le acreditaba como oficial del ejército franquista, le habría abierto bastantes puertas, al igual que le habría favorecido un compromiso más activo con el franquismo y los círculos de poder afines. Sin embargo, descartó cuantas sugerencias le hicieron para afiliarse a la Falange. Rechazaba el fascismo como ideología con la misma determinación con la que antes se había opuesto al comunismo. En cuanto al régimen de Franco, sin ser un abierto opositor, pronto comprendió que sus convicciones liberales no encajaban en el corsé tenso y excluyente del nacional-sindicalismo. Tuvo la certeza de que la intolerancia y el extremismo que él había criticado en los elementos más radicales de la República, se imponían ahora del otro lado con la eficacia represora de quien ha sido y se siente vencedor. Como sentenció Tomás Harris en su informe, para Pujol «España bajo el fascismo era tan intolerable como lo había sido bajo el comunismo»[1]. Sus referencias políticas válidas las situaba fuera de España, en los modelos de democracia occidental que representaban Francia y el Reino Unido, y especialmente esta última. Sus cábalas políticas, sin embargo, le preocupaban menos que su propia necesidad de ganarse la vida.
A finales de julio de 1939, y a través de un anuncio en el diario ABC, llegó a un acuerdo con la propietaria del hotel Majestic, Teresa Melero, y comenzó a trabajar como gerente del establecimiento, situado en la calle Ayala número 42. Poco quedaba en él de majestuoso excepto el nombre y el recuerdo de glorias pasadas en días de mayor fortuna. Sus treinta habitaciones habían gozado de cierto esplendor durante los años veinte y treinta, en coherencia con una categoría real más acorde con su nombre, pero durante la guerra el hotel fue incautado y usado como alojamiento de las Brigadas Internacionales. El descuido y el expolio acabaron con cualquier distinción de lujo o comodidad. El hotel se había convertido en un edificio sucio, ruinoso y mal acondicionado. Sus esperanzas de reflotar las estrellas caídas del Majestic chocaron una y otra vez con la miserable realidad de la escasez y el racionamiento de la posguerra. Esta visión desoladora empezó a hacer mella en su espíritu, ya quebrantado por sus experiencias anteriores. Poco a poco sintió agrandarse el vacío de decepción con el que miraba a su alrededor y, desde esta impresión oscura y depresiva, comenzó a cobrar fuerza la idea de abandonar España. Sabía que era tan sólo una posibilidad remota, casi irrealizable, pero de la que nunca desistió y hacia la que encaminó sus siguientes pasos.
Entretanto, la inminencia de una guerra en Europa llenaba también sus preocupaciones. La información que le llegaba desde la prensa oficial se mostraba sin tapujos abiertamente partidista, dominada por los elementos más pro-alemanes del régimen y dócilmente sometida a la influencia y el soborno del agregado de prensa de la Embajada alemana, Hans Lazar, un alemán de origen turco y ascendencia judía, famoso y temido tanto por su influencia como por lo siniestro e imprevisible de su carácter. Sobre él circuló el rumor de que su dormitorio estaba decorado como una capilla religiosa, con varias figuras de santos y un altar bajo el cual dormía.
Pujol prefería recurrir a un viejo receptor de radio, en el que oía las emisiones en castellano de la BBC. A través de él conoció la otra versión de un conflicto que estalló a las 4:45 de la madrugada del 1 de septiembre de 1939. El ejército alemán cruzó la frontera polaca por tres puntos distintos en una maniobra rápida y sorpresiva para invadir a su vecino del este. Francia y el Reino Unido, que habían garantizado la independencia de Polonia, enviaron un ultimátum a Berlín para que retirara las tropas. Hitler hizo caso omiso. El 3 de septiembre Gran Bretaña y Francia declararon la guerra a Alemania, iniciando formalmente la Segunda Guerra Mundial. El 17 de septiembre la URSS invadió Polonia por el este, tal y como había acordado con Alemania en el pacto de no agresión nazi-soviético. Ambas potencias acabaron con los restos de un país que, derrotado y traicionado, se rindió sin condiciones el día 28 de ese mismo mes.
Pujol acogió el estallido del conflicto con temor, con una preocupación que procuraba disimular ante las continuas demostraciones oficiales de adhesión y simpatía hacia Alemania. Con esa misma discreción, selló íntimamente un compromiso personal con Francia y el Reino Unido. Su lealtad no fue, por el momento, más allá de su propio convencimiento. No tomó ninguna otra decisión ni pensó que debía hacerlo. Sólo se decidió a dar ese paso cuando la derrota de Francia, Bélgica y Holanda en mayo de 1940 había aislado al Reino Unido de cualquier apoyo continental y le había enfrentado en solitario al riesgo de una invasión alemana. Este y otros hechos alentaron los planes de salida del país de Pujol y su mujer, Araceli, con quien había contraído matrimonio en abril de 1940. Abandonar España suponía sortear un filtro administrativo en el que el primer y más importante problema lo representaba la obtención de un pasaporte, un trámite casi inaccesible si no se tenían buenas relaciones o motivos de peso suficientemente convincentes a los ojos de la burocracia franquista. Aun teniendo el pasaporte, era necesario el visado, que autorizaba la visita a otro país.
Casualmente, Pujol encontró la oportunidad que buscaba dentro de su mismo hotel. En él se alojaba un huésped de nombre Enrique, que decía ser y se hacía llamar duque de la Torre de Santo Domingo, amigo de dos aristócratas conocidas en Madrid por cultivar con el mismo esmero su gusto por el lujo y las influencias entre la élite del poder franquista. Ambas señoras acudieron a Enrique para que les consiguiera whisky en el mercado negro, y éste, a su vez, recurrió a Pujol. La petición le hizo maquinar una estratagema para conseguir salir del país. Advirtió a su huésped sobre lo caro y escaso que era el licor que se podía encontrar en Madrid, en contraste con la facilidad y el buen precio al que podía comprarse en Portugal. Él mismo se ofreció a llevarles, a condición de que le consiguieran un pasaporte y el permiso necesario para cruzar la frontera. Nada tenía que perder. Sabía que su propuesta era bastante absurda: un viaje largo, incluso arriesgado, que estaba convencido de que no querrían sufrir sólo para complacer un capricho. Para su sorpresa, aquellas mujeres aceptaron su plan, en el que vieron casi un reto, una aventura que su descabellada imaginación intuía alocada y divertida. Unos días después Pujol tenía un pasaporte oficial y un visado para ir a Portugal. El viaje se hizo sin contratiempos. Compraron la bebida en Évora (Portugal) y regresaron a Madrid recorriendo el paisaje desolado de la España hambrienta de la posguerra con media docena de botellas de whisky de malta escocés en el maletero. En la frontera la Guardia Civil ni siquiera les registró, atendiendo a la distinguida identidad de las personas que integraban la comitiva. De nuevo en Madrid, Pujol volvió a su labor habitual como gerente del hotel, pero con la satisfacción de haber obtenido un valioso pasaporte, que le sería imprescindible en los meses siguientes. De este modo tan simple, inauguró la secuencia de anécdotas más o menos ingeniosas que en menos de un año le llevarían a Lisboa y desde allí al corazón del servicio de inteligencia británico en Londres.
Al tiempo que Pujol obtenía su primer pasaporte, el curso de la guerra afianzaba las expectativas pro-nazis de muchos sectores del franquismo, posicionado en la ambigüedad de la no beligerancia; un ardid diplomático por el que España iba más allá de la mera neutralidad, dadas sus evidentes simpatías por el Eje, pero no tan lejos como para involucrar al país en el conflicto armado. En abril de 1940 Hitler invadió Dinamarca y Noruega, y el 10 de mayo inició su gran ofensiva en el frente occidental, derrotando en cuatro semanas a Holanda, Bélgica y Francia. El 27 de mayo Pujol escuchó en la radio el estremecedor relato del reembarque de los 250000 soldados del cuerpo expedicionario británico en Dunquerque. El 10 de junio Italia entró en guerra, y el día 17 el mariscal Petain firmó el armisticio francés y la creación de un estado títere con sede en Vichy. Antes de acabar el mes, las tropas alemanas alcanzaron la frontera española. En este escenario de derrotas consecutivas, Pujol comenzó a pensar en cómo podría ayudar al Reino Unido sin variar su determinación de abandonar España. Llegó a la conclusión de que ambos proyectos podrían ser las dos caras de la misma iniciativa. En un principio esta idea surgió de forma instintiva, casi espontánea, como una reacción voluntarista nacida de la irritación, pero sin cristalizar en una acción concreta. Así transcurrieron los primeros meses de la guerra para Pujol, entre la voluntad de querer ayudar y la duda de no saber cómo hacerlo. Esa sensación de impotencia fue descrita años después del siguiente modo:
Y fue entonces cuando en mis horas de soledad me atormentaban ideas y más ideas que se fundían en mi imaginación. Eran confusas y rudimentarias nociones de lo que expresaban mis sentimientos y deseos… pero de todo aquel barullo de conceptos, sensaciones y fantasías fui fraguando un plan que día a día vislumbré en mi conjetura de que algo debería hacer que fuera factible y real para poner mi granito de arena en bien de una causa humana.
Pujol hizo rodar ese granito de arena entre las grietas del servicio secreto alemán en Madrid hasta convertirlo en una losa bajo la que sucumbiera su supuesta eficacia. Aparentemente, la relación de fuerzas de las potencias beligerantes en España hacía indicar todo lo contrario. La legación diplomática del Reino Unido en Madrid partía en clara desventaja política, y en una aplastante inferioridad de medios, en su intento por ganarse los favores del nuevo régimen. Lo excepcional de las circunstancias aconsejó a Gran Bretaña dirigir todos sus esfuerzos diplomáticos en España a prolongar su neutralidad oficial. La primera medida en este sentido fue el nombramiento, el 1 de junio de 1940, de sir Samuel Hoare como nuevo embajador británico. Era éste un político veterano de amplia experiencia diplomática, vinculado al anterior premier Chamberlain, y de quien Churchill desconfiaba por considerarle partidario de una paz negociada con Alemania. Hoare, vizconde de Templewood, relató su experiencia en Madrid en términos dramáticos frente a la hostilidad oficial y la abierta enemistad de muchos jerarcas militares y políticos. Su percepción más indeleble de aquellos primeros días fue el miedo real a sufrir algún atentado. Llevaba escolta a todos sus actos y él mismo iba armado con una pistola. Un temor que aumentó cuando descubrió que su residencia personal, en la calle Hermanos Bécquer, lindaba pared con pared con el domicilio del embajador alemán. Sir Samuel Hoare afrontó con resolución el objetivo primordial de evitar que España entrara en guerra a favor del Eje. Había dos cuestiones cuya pérdida preocupaba sobremanera a las autoridades británicas en ese supuesto: el aprovisionamiento de materias primas y la neutralidad de los estratégicos puertos españoles, con la amenaza implícita de un ataque sobre Gibraltar.
A consecuencia de la guerra, la península Ibérica era más importante para nosotros que nunca. […] La otra conversación que recuerdo especialmente fue la que mantuve con el almirante Tom Philips, diputado jefe del Estado Mayor Naval. […] Y le hice la misma pregunta que a Chamberlain: «¿Debo ir a España?». Su respuesta fue la confidente declaración de un oficial naval: «Debe ir inmediatamente. Es esencial que los puertos del Atlántico de la península Ibérica no caigan en manos enemigas. Con la pérdida de Francia y de su flota estamos dilatando al máximo nuestra batalla con los submarinos germanos. Si los puertos atlánticos de la península Ibérica y la costa noroeste de África pasan al enemigo, no sé cómo vamos a continuar. Es imprescindible también que la base naval de Gibraltar continúe accesible para nuestras comunicaciones mediterráneas y orientales. Si logra defender estas necesidades fundamentales, su misión tendrá una elevada importancia estratégica». Sin la facilidad del paso de los barcos británicos a través del Mediterráneo, realmente hubiera sido imposible el mantenimiento del Imperio Británico. […] En España, por otra parte, había, además, materias primas que necesitábamos urgentemente para compensar nuestro propio esfuerzo bélico; por ejemplo, mineral de hierro, piritas, potasio, mercurio, cueros, lanas y corcho[2].
España poseía también importantes yacimientos de otro mineral no citado por el embajador, cuya adquisición era básica para reforzar el blindaje de los tanques y obuses: el wolframio, un producto extraído fundamentalmente de las minas gallegas y que Alemania acaparó casi en exclusividad hasta que las presiones aliadas obligaron a Franco a diversificar sus exportaciones a Gran Bretaña y Estados Unidos.
Sin embargo, la estratégica misión asignada al representante británico en Madrid contrastaba con la endémica escasez de medios con los que contaba la legación, situada en el número 16 de la calle Fernando el Santo. Por encima de cualquier propósito, sir Samuel Hoare dio prioridad a su misión a costa de subordinar otros intereses de la Embajada, incluidos los servicios de inteligencia. Intentó limitar las actividades de los agentes británicos para evitar cualquier incidente o excusa que pudiera dañar las ya de por sí comprometidas relaciones diplomáticas entre España y el Reino Unido. Las instrucciones dadas a los funcionarios de la Embajada incluían extremar la discreción y rechazar cualquier provocación u ofrecimiento extravagante de españoles supuestamente simpatizantes de Gran Bretaña.
En cuanto a los propios servicios de información británicos[3], éstos se dividían en varios departamentos, siendo dos los más importantes: las secciones de Inteligencia Militar 5 y 6. El MI5, o Servicio de Seguridad, dependía del Ministerio del Interior —Home Office— y estaba encargado del contraespionaje en el Reino Unido y en todas las posesiones británicas de ultramar. Su máximo responsable durante la guerra fue sir David Petrie. El MI6, o Servicio Secreto de Inteligencia, también conocido como SIS, dependía del Ministerio de Asuntos Exteriores —Foreign Office—, siendo su principal objetivo el espionaje en el extranjero. Su director en aquellos años fue el teniente coronel, luego ascendido al empleo de mayor general, Stewart Menzies. Al comienzo de la guerra se creó también el Servicio de Operaciones Especiales, SOE, dependiente del Ministerio de Defensa —War Office— y encargado de todas las acciones de sabotaje tras las líneas enemigas. Estas tres organizaciones disponían de un comité de coordinación conjunto integrado por los máximos responsables del MI5, MI6 y el SOE, que respondía directamente ante el Gobierno y el primer ministro.
Todas las embajadas del Reino Unido contaban con personal adscrito al MI6 camuflado bajo cobertura diplomática y una actividad administrativa. Su tapadera habitual era la de responsables del control de pasaportes, lo que les permitía conocer quién y con qué finalidad quería entrar en Gran Bretaña. El reducido nivel de actividad impuesto por sir Samuel Hoare había limitado la actividad del MI6 a un pequeño grupo de agentes al frente del mayor Hamilton-Stokes, si bien el auténtico coordinador de todos los servicios de inteligencia británicos presentes en Madrid fue el agregado naval, Alan Hillgarth[4], a quien le avalaba su amplio conocimiento de España y la amistad personal que le unía a Churchill. Esta limitada estructura de los servicios de información estaba reforzada por un especialista en criptografía de la sección V del MI6, Kenneth Benton[5]. Además de esta estructura directiva, los servicios de inteligencia contaban con más de un centenar de informantes y colaboradores distribuidos por toda la geografía española.
Esta era la situación de la Embajada británica en Madrid cuando en enero de 1941 se produjo un primer contacto con Pujol. A partir de este momento y hasta su llegada a Inglaterra en 1942 existen dos versiones distintas sobre los hechos que ocurrieron en esos meses. Una es la que él mismo describió en su libro y en su manuscrito. La otra es la que recoge el informe del MI5, basado en los interrogatorios al propio Pujol, que de este modo se convirtió en la única y contradictoria fuente de información en ambos casos. Es cierto que en su libro Garbo, el espía del siglo, escrito cuarenta años después de que se produjeran los hechos, Pujol incurrió por error u omisión en diversas incorrecciones. Una de ellas es la referida a su propia esposa, a la que éste no menciona en ningún momento del relato. Este detalle resulta importante porque, según el servicio secreto británico, en enero de 1941 y tras muchos debates entre ambos, fue Araceli González y no el propio Juan Pujol quien se dirigió a la Embajada británica para ofrecer los servicios de su marido. Según su propia explicación, él personalmente realizó la visita. En cualquier caso, resultó un fracaso absoluto.
La propuesta inicial de Pujol representaba poco más que una declaración de buenos principios, ni tan siquiera encaminados hacia el campo del espionaje. Había acordado de un modo bastante impreciso que su mejor contribución a la causa británica podía consistir en realizar informes desde Madrid o colaborar con las emisiones en castellano de la BBC. Con este fin pidió en primer lugar ver al agregado cultural. Sin embargo, el funcionario de la Embajada que le atendió, fiel a las instrucciones de sir Samuel Hoare, eludió todas y cada una de sus peticiones para entrevistarse con distintos responsables de la legación. Finalmente le aconsejó que pusiera por escrito el motivo real de la visita y las labores que en su opinión podrían ser de utilidad al Reino Unido. Pujol, «aunque nuevo en este campo, no era tan ingenuo» como para escribir sus intenciones en un documento oficial. Rechazó esta opción y su ofrecimiento se notificó a Londres con la recomendación de Hamilton-Stokes de que no se tuviese en cuenta[6]. Según el informe del MI5, su mujer Araceli fue recibida por un funcionario de la Embajada, quien tampoco prestó mayor atención a su propuesta.
Este revés en sus planes lo convirtió, con su proverbial testarudez, en un estímulo para su amor propio. La decepción sufrida, lejos de desanimarle, le motivó a buscar un plan con el que presentarse de nuevo en la Embajada en condiciones muy distintas. Meditó sus posibilidades, se dio un tiempo y trazó una nueva táctica: ofrecerse a la Embajada alemana para, una vez conseguido ese objetivo, volver a la legación británica y ser empleado como agente doble a favor de la causa aliada. Sobre el papel, esta idea parecía tan inviable como arriesgada. Y sin duda lo era. Sólo una serie de circunstancias muy concretas, además de la suerte y de su propia determinación, permitieron transformar ese plan, condenado en el mejor de los casos a la mediocridad del olvido, en un sofisticado programa de contraespionaje, decisivo para la victoria sobre el Eje.
Enfrentarse a la Embajada alemana resultaba muy diferente que acudir a la británica. Hacer una simple comparación entre ambas legaciones refleja con precisión cuáles eran los intereses dominantes en España. En oposición a la modestia de la Embajada del Reino Unido, Alemania había ubicado en Madrid su más importante representación exterior en un país neutral. La sede diplomática en el paseo de la Castellana número 4 —entonces avenida del Generalísimo— actuaba como un influyente centro de poder del que emanaban decisiones al más alto nivel y en todas las direcciones. Pero era en las actividades de información donde la Embajada alemana extendía con mayor alcance su ingente potencial. Todas las agencias germanas de espionaje estaban presentes en España, muy especialmente el Abwehr[7], aunque también había personal del SD[8] y de la Gestapo, la policía política, cuya nutrida representación en España se encargaba de controlar a las treinta mil personas que componían la colonia alemana en el país:
En la Embajada alemana se hallaban destinados directamente 87 miembros de la Abwehr y había otras 228 personas que se dedicaban a tareas diversas de inteligencia. El total de este personal —315 individuos— superaba en gran medida a los auténticos diplomáticos del Ministerio de Asuntos Exteriores alemán en Madrid, que sólo sumaban 171. Se creía que este contingente de la Abwehr controlaba por lo menos 1500 agentes de primer nivel, esparcidos por todo el territorio español. A las órdenes del comandante Gustav Leissner, esta impresionante red producía un volumen tal de información que el intercambio de comunicaciones requería un total de 34 operadores de radio y 10 ayudantes femeninos encargados del cifrado de los mensajes[9].
Otros estudios, como el de Ángel Viñas, revelan cifras similares:
La KO Spanien era la más importante y mejor dotada de todas las que el servicio alemán tenía en el exterior: 250 agentes, 2000 colaboradores y un presupuesto mensual de 100 millones de pesetas [20 millones de marcos de la época][10].
Durante el transcurso de la guerra, Berlín nombró tres embajadores distintos. Eberhard von Stohrer fue embajador ante Franco de 1937 a diciembre de 1942. Le sustituyó Hans Adolf von Moltke, un duro representante de la diplomacia nazi, antiguo embajador en Varsovia, que falleció a los tres meses de llegar a Madrid. El último representante alemán fue Hans Dieckhoff. El despliegue de medios del Abwehr en España evidenciaba no sólo las facilidades que Franco concedió a su máximo responsable, el almirante Canaris, sino que se correspondía con el papel estratégico que Alemania, al igual que el Reino Unido, adjudicaba al país.
El Abwehr en el exterior estaba organizado en Kriegsorganisationen (KO), «organizaciones de guerra», una reproducción a pequeña escala de la estructura general del servicio alemán. La KO-Spanien, dirigida por Gustav Wilhelm Leissner, estaba dividida en una oficina central y tres secciones. La sección I se ocupaba del espionaje, la sección II estaba dedicada a acciones de sabotaje contra los intereses aliados en España, fundamentalmente en el estrecho de Gibraltar, y la sección III se centraba en el contraespionaje y la desinformación. Esta última asumió en exclusiva la responsabilidad sobre Pujol meses después. Al frente figuraba el teniente coronel Eberhard Kieckebusch, quien había organizado siete departamentos con especialidades distintas. Uno de ellos era el de captación y entrenamiento de posibles agentes para trabajar en el extranjero. Lo dirigía el capitán Karl Erich Kuhlenthal, a cuyo mando trabajaban tres agentes: Zierath, Gustav Knittel y Friedrich Knappe Ratey.
La mayoría de estos agentes llegaron a España en 1937 enrolados en la Legión Cóndor, la fuerza expedicionaria con la que Hitler apoyó a Franco durante la Guerra Civil española. Fue el caso de Leissner, conocido como Gustav Lenz o por los nombres en clave de Sommer o Somoza. Leissner había sido compañero del almirante Canaris en la marina. Tras la Primera Guerra Mundial emigró a Nicaragua y fundó una editorial. Al estallar la Guerra Civil española, Canaris le encargó inicialmente dirigir la estación del Abwehr en Algeciras y después todas las actividades del servicio secreto en España. Leissner creó una completa red de información que incluía la sofisticada vigilancia con rayos infrarrojos del estrecho de Gibraltar, conocida como Bodden —«bahía» en alemán—, y una extensa infraestructura de aprovisionamiento de los submarinos alemanes. No sólo Leissner, también Knappe y el propio Kuhlenthal llegaron a España en 1937 en las filas del cuerpo expedicionario germano y mantuvieron una relación personal con Canaris de forma paralela al vínculo jerárquico.
Por diferentes motivos, los tres responsables alemanes que supervisaron la actuación de Pujol tenían en Canaris un protector e incluso un amigo. Una circunstancia que facilitó la progresiva credibilidad e influencia que el español adquirió dentro del servicio secreto alemán.
Para completar este escenario, es necesario destacar la presencia en la sección I de la KO-Spanien de un sobrino del propio almirante Canaris, el militar que desde Alemania dirigía esta poderosa maquinaria de información y cuya biografía requiere una pausa y una descripción detallada. Lo merece su personalidad apasionante y controvertida, y también la estrecha relación que le unía a España y a la familia Knappe; indirectamente, por tanto, a Pujol.
Desde su despacho de director del Abwehr en la elegante calle Tirpitzufer de Berlín, el almirante Wilhelm Canaris se encontraba entonces en la cima de su prestigio y de su poder. Pero, a la vez, estaba sumido en una profunda lucha interna dentro de las estructuras de seguridad del Reich. El Griego, conocido así por el supuesto origen de su familia paterna, nació el 1 de enero de 1887 en Dortmund (Alemania). Pertenecía a una familia conservadora, monárquica y rica. Su padre era propietario de una fundición de altos hornos, pero Canaris nunca se sintió tentado por la industria sino por la marina de guerra, en un momento en que Alemania quería rivalizar con el Reino Unido en el potencial y el tamaño de su flota. El primero de abril de 1905, a los dieciocho años, Canaris ingresó como cadete en la base de Kiel de la marina imperial alemana.
Su bautismo de fuego coincidió con la sonora derrota de la armada alemana al mando del almirante Graff Spee, enfrentado a una flota británica superior en las proximidades de las islas Malvinas en diciembre de 1914. El buque en el que servía Canaris como oficial, el Dresden, fue el único barco alemán no hundido en la batalla, una excepción que provocó su persecución durante semanas por la flota británica. Finalmente acorralado y hundido, Canaris y el resto de la tripulación fueron entregados como prisioneros de guerra a las autoridades chilenas y trasladados al penal militar de la desértica isla de Quinquina. El mito del Canaris astuto y huidizo comenzó a forjarse entonces. Protagonizó una increíble fuga remando en un pequeño bote hasta la costa chilena y desde allí, como fugitivo, cruzó clandestinamente los Andes a caballo. En Argentina la Embajada alemana le entregó un pasaporte chileno a nombre de Reed Rosas. Con su nueva documentación y su dominio casi perfecto del español compró un pasaje a bordo del buque holandés Frixia que cubría la ruta entre Buenos Aires y Rotterdam con escala en el Reino Unido. Las autoridades portuarias británicas no sospecharon en sus interrogatorios la auténtica identidad de este hombre elegante, de estatura mediana y de ojos luminosamente azules, que transmitía un aplomo que no era un estigma de frialdad, sino de un sereno control de sus mejores cualidades como militar sosegado y reflexivo. Detalles de su personalidad que, unidos a un prematuro y característico cabello blanco, siempre le confirieron un aspecto venerable y una apariencia de edad superior a la real.
Poco después, Berlín le envió a España como agente de inteligencia, aprovechando su conocimiento del idioma y su pasaporte chileno. Canaris estuvo en España entre 1916 y 1917, un periodo que él mismo definió como «la etapa Madrid». Volvería en numerosas ocasiones durante la década de los años veinte para establecer las primeras células del espionaje alemán y cerrar diversos acuerdos secretos a favor del rearme de la marina alemana, estrictamente limitada por el Tratado de Versalles que puso fin a la Primera Guerra Mundial[11].
Tras la rendición alemana, el militar derrotado vivió los episodios más oscuros de su biografía combatiendo la insurrección espartaquista[12] que sacudió Alemania durante 1919, un episodio que radicalizó su anticomunismo en la medida que acentuó su nacionalismo y su talante conservador. Desde esta ideología asumió sin convencimiento pero con satisfacción la llegada de Hitler al poder en 1933. Detestaba muchas de las formas y algunas de las ideas de fondo del nazismo, pero veía en él, como muchos alemanes, un freno al empuje socialista y comunista. Poco después fue nombrado comandante de la fortaleza de Swinemunde, en la desembocadura del río Oder al mar Báltico. Podría haber sido el perfecto final de carrera de un brillante oficial. Sin embargo, a finales de 1934 fue convocado a Berlín para dirigir el Abwehr. Tenía 47 años cuando el 1 de enero de 1935 tomó posesión oficialmente como nuevo responsable del servicio de espionaje militar.
Un año después, la sublevación de Franco le hizo centrar su atención de nuevo en España. Desde un principio, las simpatías y los intereses de Canaris estuvieron con el militar español. Ejerció sobre Hitler su mayor influencia para comprometer al Reich en la causa franquista, no sólo por afinidad personal y política con el general español, sino también porque supo prever las enormes ventajas que esta relación reportaría a Alemania. La amistad de Franco con Canaris, iniciada antes de la Guerra Civil, superó la mera coincidencia de intereses. Ideológicamente ambos eran herederos de un conservadurismo impregnado por el barniz castrense. Su mutua admiración se mantuvo en el tiempo y a pesar de las circunstancias. El almirante alemán siempre conservó sobre la mesa de su despacho de Berlín una foto dedicada de Franco. A su lado lucía el símbolo del Abwehr: tres monos que ven y oyen pero no hablan. Detalles que fueron correspondidos desde Madrid. Se ha afirmado que a la muerte de Canaris, su mujer, Erika, disfrutó de una pensión vitalicia del Gobierno español, por decisión personal del propio jefe del Estado español.
El final de la Guerra Civil española coincidió con un importante cambio de actitud en el máximo responsable de Abwehr. Desde sus iniciales simpatías hacia Hitler, Canaris evolucionó hacia un rechazo sin reparos del nazismo, y no sólo por motivos ideológicos. En esta postura predominaba un desprecio instintivo por la brutalidad y la obsesión criminal de las organizaciones nazis. A partir de ese momento, desde el poder de su cargo y también desde la reserva del mismo, se decidió a combatir a Hitler. No participó activamente en ningún complot hasta varios años más tarde, pero estuvo al corriente de las actividades conspirativas de sus principales subordinados, al extremo de que el servicio de inteligencia sirvió de refugio a muchos enemigos del régimen.
Esta secreta oposición de Canaris no lo era tanto para Reinhard Heydrich, mano derecha de Himmler y responsable del RSHA[13]. Con él compartió una recíproca rivalidad en la que ambos disimulaban sus recelos hacia el otro, en un pulso de fuerzas poderosas pero equilibradas. Heydrich ambicionaba el control de todos los servicios de seguridad, incluido el Abwehr, y para ello no dudó en investigar y comprobar los vínculos de Canaris con la oposición. Éste, a su vez, documentó el origen judío de la abuela de su adversario, Sara Heydrich, a pesar de los intentos del responsable de la seguridad del Reich por hacer desaparecer todas las evidencias de sus antepasados no arios. Ocultó las pruebas, pero no pudo silenciar los rumores, y éstos le obsesionaron tanto que quiso expiar toda duda sobre su origen convirtiéndose en el más frío e implacable mentor del holocausto judío. La complicidad mutua en secretos tan reveladores fue el eje sobre el que Heydrich y Canaris construyeron su silencio. Un escudo protector que hizo inmune al jefe del Abwehr hasta la muerte de su rival el 4 de junio de 1942, víctima de un atentado a las afueras de Praga por un grupo de comandos checos expresamente entrenados en Londres para cumplir esta misión.
Canaris acogió la muerte de Heydrich con un disimulado alivio, pero con él se desvaneció también la débil garantía de seguridad que hasta entonces le había amparado. Su sucesor, Ernst Kaltenbrunner, apoyado por Himmler, estrechó el cerco sobre el responsable del Abwehr, finalmente derrotado cuando varios agentes alemanes en Turquía se pasaron al enemigo llevándose consigo varias claves criptográficas. Hitler dirigió su cólera contra Canaris y firmó el acta de defunción del servicio de inteligencia militar en febrero de 1944, disolviendo el Abwehr y traspasando sus distintos departamentos al RSHA. Licenciado y retirado del servicio, Canaris fue enviado a un destino burocrático en el departamento de guerra comercial. Tras el atentado en la Guarida del Lobo contra Hitler[14], fue detenido y trasladado a los calabozos de la Prinz Albrechtstrasse, la sede central de la Gestapo en Berlín. Su último destino fue el campo de concentración de Flossenburg, próximo a la actual ciudad checa de Pilsen. Miles de prisioneros añadían a su particular infierno la visión diaria de una frase colocada sobre la entrada del campo: «Abandona toda esperanza». A las seis de la madrugada del 9 de abril de 1945 murió ahorcado junto con otros prisioneros. Su cadáver fue incinerado una semana antes de que la vanguardia del 3.° Ejército norteamericano, al mando del general Patton, liberara el campo de concentración de Flossenburg.
Al inicio de 1941 Pujol ignoraba completamente estas intrigas. Su nuevo plan consistía en hacerse pasar por un franquista radical dispuesto a compartir la causa del nazismo hasta sus últimas consecuencias. Con esta idea, telefoneó una mañana a la Embajada alemana desde el hotel Majestic. Le atendió un funcionario con un español bastante pobre y fuerte acento alemán. En este punto las versiones de nuevo difieren. Según su propio testimonio, Pujol pidió hablar con el agregado militar, pero su comunicante alemán le emplazó a que volviera a llamar al día siguiente. No se desanimó. Insistió en que deseaba trabajar para Alemania, mantuvo la conversación durante varios minutos y finalmente consiguió que el tono del funcionario alemán variara del escepticismo inicial a una esperanzadora despedida. Al día siguiente, Pujol repitió la llamada y obtuvo un compromiso más concreto; se le citó a las cuatro y media de la tarde en el café de Lyon. Una persona alta, de ojos azules, vestida con un traje claro y un gabán en la mano le esperaría sentada en una mesa en el interior del local. Había establecido un primer contacto, sabía que el resto dependía de su capacidad de simular su adhesión al nazismo y de la utilidad que su ofrecimiento pudiera tener para la Embajada alemana.
Llegó a la cita a la hora acordada, con una puntualidad que disimulaba la inquietud de las horas previas, en las que había ensayado mentalmente su papel de conspirador. Al entrar en el café, rápidamente identificó los rasgos descritos en un hombre sentado al fondo del local. Se aproximó a él lentamente, sin desviar la mirada de la suya, con una leve sonrisa que acompañó de un forzado entusiasmo cuando le saludó. Él respondió con un gesto frío y medido. Dijo llamarse Federico[15]. Pujol simplemente se presentó como el señor López. Desde el principio llevó el peso de la conversación, consciente de que era él quien debía vencer la desconfianza de su atento acompañante, nada impresionado por las fervientes demostraciones de triunfalismo con las que Pujol vaticinaba la victoria alemana en la guerra. Le debió sorprender no observar esa misma convicción en su oyente, que combinaba la frialdad de sus respuestas con desconfiados silencios.
Federico empleaba un perfecto castellano, sin acento extranjero, pero con un tono seco, serio, casi desafiante cuando se esforzaba en preguntar sobre el motivo de la entrevista y las condiciones de su ayuda. Pujol tenía una respuesta preparada, pero fue modificando su contenido según la conversación avanzaba. El planteamiento inicial fue ofrecer su plena disposición para colaborar con Alemania. A partir de ahí concretó la posibilidad de trabajar para la Embajada germana en Madrid estableciendo contactos entre ésta y diversos españoles influyentes, atribuyéndose unos vínculos con círculos políticos y diplomáticos absolutamente falsos. Federico se limitó a asentir, pero no quiso comprometerse hasta que no hablara con sus superiores y les transmitiera el ofrecimiento.
Fijaron una nueva reunión para dos días después, esta vez en el café Correos. Pujol fue prudente en su juicio sobre la entrevista. Creía acertadamente no haber causado una gran impresión a su contacto alemán, y esta idea agravó su nerviosismo hasta la siguiente cita. Intentó calmarse. Pensaba que estaba al principio de un laborioso y largo proceso en el que el objetivo era ganar su confianza. Las dudas iniciales podían entenderse lógicas, pero los errores resultaban imperdonables. Acudió al encuentro con la misma seguridad en sí mismo que había simulado en la primera ocasión. Observador perspicaz, no se le pasó por alto que el saludo de su anfitrión había sido mucho más afectuoso. Interpretó este gesto como algo más que una educada corrección, casi como una expresión de cómplice camaradería. Este prometedor inicio reavivó sus fantasías conspirativas, convencido de que podía superar el primer tramo de su compleja carrera de obstáculos.
Pujol comprendió con rapidez que los intereses de su interlocutor se situaban fuera de España. No tenían necesidad de ampliar su nómina de colaboradores dentro del país. Sin embargo, en el extranjero podría ser de utilidad. Federico sondeó sus posibilidades de viajar al Reino Unido y Pujol captó que sus esperanzas pasaban por aceptar el desafío. No puso reparos, excepto el administrativo. Alegó que no disponía de visado para entrar en Inglaterra, pero que quizá la Embajada podría conseguirle una acreditación de prensa de algún periódico español. Ante las dudas del agente alemán, esgrimió una teoría que llevaba días perfeccionando. En el hotel había conocido recientemente a dos hermanos de origen vasco-cubano: Juan María y Eulogio Zulueta. Eran confidentes de la policía, empresarios y aventureros. Una mezcla, tan al estilo de aquella época, entre la picaresca, el delito y la delación. Los Zulueta se dedicaban, entre otras actividades, a informar a la Policía de Moneda del Banco de España sobre operaciones ilegales de evasión de capitales y tráfico de joyas. Pujol añadió que su padre había dejado una importante cantidad de dinero en Londres para cuyo cobro era necesario retirar unos documentos depositados en la caja de seguridad de un banco portugués. Utilizando sus influencias en la policía, los Zulueta quizá podrían conseguirle la autorización necesaria para poder viajar a Gran Bretaña. Tras escuchar este relato, Federico acordó que volverían a reunirse una vez hubiera vuelto de Portugal con los documentos de su padre. Hasta aquí la secuencia de hechos según el testimonio de Pujol.
La versión ofrecida por el informe oficial del MI5 coincide en lo esencial, pero disiente en bastantes detalles. Sitúa la primera llamada de Pujol a la Embajada alemana en febrero de 1941. Además, señala que las gestiones de Pujol fueron bastante más arduas y complicadas que las descritas anteriormente. No fue hasta quince días después de la primera conversación telefónica, y tras varios intentos, cuando consiguió citarse con un empleado español de la Embajada, quien le sometió a un intenso interrogatorio sobre sus datos personales, su perfil político y su hoja de servicios durante la guerra. Dos semanas más tarde obtuvo una primera reunión con un agente del Abwehr, quien descartó rotundamente sus servicios si no podía viajar al extranjero. Fue esta negativa la que activó su ingenio para fabular una excusa creíble. Según el MI5, aseguró haber conocido a un ciudadano británico de nombre Dalamal, quien había intentado en Lisboa cambiar sin éxito cinco millones de pesetas a libras esterlinas. Un policía amigo suyo pretendía utilizar a Pujol como cebo para atraer a Dalamal e intervenir el capital bajo la acusación de tráfico de divisas. Esta operación implicaba la autorización del Gobierno español para desplazarse a Gran Bretaña. El contacto alemán a quien Pujol relató esta versión no era Federico, sino otro agente llamado George Helmut Lang, alias Emilio.
Emilio no quedó nada impresionado por esta propuesta, como tampoco lo pareció Federico en la versión de Pujol. Creía más realista que intentara solicitar por sus propios medios una corresponsalía de prensa en Londres. Le dejó su teléfono y, sin mayores esperanzas, le pidió que le llamara en caso de haber obtenido la acreditación. Pujol acudió a la Embajada británica en Madrid, pero su solicitud de visado fue denegada. Esta y otras gestiones eran ya conocidas por el servicio secreto alemán, que desde días atrás vigilaba sus pasos y conocía perfectamente sus movimientos. Pujol y Emilio volvieron a verse en varias ocasiones, pero el alemán se mostró inflexible en descartar el proyecto Dalamal y exigirle otra vía más factible de introducirse en el Reino Unido. Finalmente llegaron a un acuerdo. Pujol iría a Portugal para intentar en aquel país obtener el visado que se le había denegado en España. Emilio aceptó y le entregó mil pesetas para sus gastos.
Independientemente de la veracidad de estos hechos, lo cierto es que el 26 de abril de 1941 Juan Pujol García abandonó Madrid con destino a Lisboa. Lo hizo con las mil pesetas facilitadas por Emilio, según el MI5, o con una pesada cadena de oro, según Pujol, oculta en el cinturón y cuya venta le permitió obtener el dinero suficiente para subsistir durante varias semanas. Al llegar a la capital portuguesa lo primero que hizo fue inscribirse en el consulado como residente español con la profesión de escritor. De algún modo era verdad; uno de los primeros españoles que conoció allí fue un poeta asturiano de nombre Luances. Con él escribió unos folletos a favor de la causa aliada. Diez mil de ellos fueron impresos y entregados a varias embajadas, que los distribuyeron como propaganda anti alemana. También se dirigió al consulado británico para cumplimentar su demanda de visado al Reino Unido. Tenía la certeza, como así fue, de que no lo obtendría, pero de este modo cumplía un requisito ineludible en caso de estar vigilado por agentes alemanes.
Emprendió entonces, según su testimonio, una iniciativa de sorprendentes resultados. Una mañana se presentó en el consulado español pidiendo una ampliación de su pasaporte para poder viajar a Inglaterra. La respuesta fue negativa. Se le dijo que su documento había sido expedido por la Dirección General de Seguridad en Madrid y que sólo allí se podía aprobar una ampliación. La discusión fue subiendo de tono, pero sin resultados concretos. Decidido a agotar sus posibilidades se dirigió a la Embajada. Al llegar a la legación expuso su problema y exigió hablar con un diplomático, pero otra vez recibió la misma respuesta. En este punto de la discusión no sólo incrementó el tono de la protesta, sino también el de sus exigencias, pidiendo ver al embajador. Consiguió ser recibido por su secretario, pero éste se mantuvo firme en su rechazo. En el transcurso de este agrio debate, el embajador salió de su despacho, alertado por la intensidad de los gritos. Pujol tenía ante él al mismísimo Nicolás Franco, hermano del general Franco y embajador en Portugal desde el final de la Guerra Civil. De ser cierto este hecho, Pujol debió acudir a sus mejores recursos de actor, porque abandonó la Embajada con el compromiso personal de Nicolás Franco de mediar en la solución a su problema. Tres semanas después, recibió una llamada del consulado español en la que se le notificaba que el ministro de Asuntos Exteriores, el coronel Beigbeder, había enviado un telegrama autorizando la ampliación de su pasaporte a toda Europa excepto a la Unión Soviética y para toda América salvo Méjico.
A pesar del detallado relato que Pujol hizo de este episodio en su libro, cuesta creer que el hermano de Franco mediara personalmente en un asunto tan menor. Pero hay, además, un dato objetivo que desmiente la versión ofrecida: en mayo de 1941, cuando aseguró haber recibido el telegrama, el ministro de Asuntos Exteriores era Ramón Serrano Suñer, germanófilo y cuñado de Franco. El coronel Beigbeder había sido cesado en octubre de 1940. En todo caso, la versión del MI5 no mencionó en ningún momento el encuentro entre Pujol y Nicolás Franco, ni siquiera que hubiera obtenido la ampliación del pasaporte en la Embajada por otros medios. Sí confirmó el resto de los hechos posteriores que llevaron a Pujol a obtener ilegalmente un pasaporte diplomático. Esta actuación puede considerarse como su primera aproximación real al espionaje, aunque se gestó simplemente como un encuentro fortuito que supo rentabilizar al máximo. Su resultado fue el más convincente de los argumentos que pudo esgrimir ante los alemanes para vencer sus recelos y obtener su confianza definitiva.
Desde su llegada a Lisboa se alojó en el hotel Suizo-Atlántico, un modesto establecimiento de dos estrellas, de fachada amarilla y blanca, en la Rua do Gracia, a unos metros del actual funicular que une la plaza del Rossio con el barrio alto lisboeta por una escarpada y pronunciada cuesta. El hotel todavía se conserva tal y como Pujol lo conoció, con un estrecho vestíbulo que da acceso a la recepción y, a la derecha, a un amplio salón de grandes ventanales. En él se fraguó su amistad con un gallego de nombre Jaime Souza, que poco después le reveló su intención de viajar a Argentina en misión oficial del Gobierno español. Para probarlo, mostró su visado diplomático y un documento con membrete del Ministerio de Asuntos Exteriores. La visión de aquel documento activó en Pujol toda la astucia de su instinto curtido en años de mentiras. Primero cultivó su amistad en la animada noche lisboeta, recorriendo bares, cafés y restaurantes, compartiendo una diversión que estrechó confidencias y desató complicidades. La plaza del Rossio, la del Comercio o la Rúa Augusta fueron el escenario de largas conversaciones que solían terminar al abrigo de la nostálgica música del fado, escuchada en cualquier local de la Alfama. Entre sus callejones recortados y oscuros, Pujol y Souza regresaban casi al alba en una sucesión de noches agotadas en la madrugada cálida y acogedora de Lisboa. Antes de la partida de Souza, Pujol propuso culminar su amistad invitándole a visitar el casino de Estoril. Aquél no receló de la generosidad de su amigo y entendió la invitación como un espléndido detalle de despedida.
Se hospedaron en la misma habitación del hotel Monte-Estoril. Su primera imagen del casino fue la de su cuidada arboleda, un hermoso jardín que discurre como una alfombra verde desde la fachada trasera hasta el paseo marítimo. El esplendor del casino les enmudeció durante un instante. Pasearon sin prisas por los salones de este santuario del lujo y el azar. Sobre los tapetes, el juego se regía por un incesante movimiento de manos y billetes. Apenas se distinguían voces, únicamente un murmullo misterioso unido por la voz monocorde del crupier. Las miradas lo decían todo. Vigilaban el curso de la bola sobre la ruleta o el enigma que ocultaba el dorso de cada naipe, delataban al ganador y evidenciaban la resignación de quien apostaba su suerte a una única y última ficha. Sobre el verde de las mesas era fácil imaginar cuántas historias terminaban y empezaban aquella noche. Tragedia y felicidad surgidas con la misma rapidez con que el crupier repartía o quitaba fortuna. En esas mismas mesas, Estoril hizo honor a su reputación de lugar único, de fantasía ludópata donde la paz permitía el lujo y el lujo atraía al dinero, a aventureros, espías y buscadores de fortuna, enfrentados en la guerra pero condenados aquí a encontrarse en tierra de nadie, atraídos por su casino como un imán irresistible y poderoso. Muy cerca de allí, el hotel Palacio era el lugar habitual de cita de los agentes británicos. Un poco más alejado, el hotel Atlántico reunía a los espías alemanes. Pero, al llegar la noche, el casino era su centro de actividades común. Unos y otros se conocían, compartían mesa y conversación, a veces también informaciones, y de todo ello surgió el ambiente mágico e irrepetible que Estoril vivió durante esos años. El mismo que Pujol intuía entre las mesas de juego y en las miradas cruzadas que poblaban el salón principal.
Una noche, mientras jugaban, fingió un fuerte dolor de estómago. A pesar de los intentos de Souza por acompañarle, insistió en regresar solo al hotel. Nada más llegar a la habitación, buscó y fotografió el visado diplomático y los documentos oficiales de su amigo. Volvió a colocar todo en su sitio y unas horas después regresó. Souza nunca sospechó el engaño. Al día siguiente, Pujol regresó a Lisboa con la disimulada satisfacción de su modesto éxito, ilusionado con el inició de una trama de futuro incierto que estaba dispuesto a proseguir con convicción.
Su siguiente paso le llevó hasta una empresa de grabados, donde pidió que le hicieran una plancha metálica con el escudo oficial de España. Después, con una de las fotografías del visado de Souza, acudió a una imprenta en el número 7 de la Rua Condesa do Rio. Ante el impresor, se presentó como un funcionario de la Embajada española que necesitaba doscientos ejemplares del documento, estampado con escudo oficial. Para simular el sello, encargó también uno idéntico al original, alegando que éste se había perdido. El truco, tan rudimentario y básico, fue, no obstante, eficaz. Unos días después tenía en su poder doscientas copias de un visado diplomático español con todos los membretes y sellos necesarios. Se deshizo de la mayoría y se quedó con una docena de ejemplares, en los que añadió su nombre y su foto. Ocultó aquellas copias falsas en su equipaje y regresó a Madrid.
La primera parte de su plan no pudo resultar más fructífera. Había ido a Lisboa sin demasiadas esperanzas de que el viaje le pudiera reportar algún beneficio y regresaba pocas semanas después con una docena de visados diplomáticos, sin validez ante las autoridades españolas, pero suficientemente correctos como para intentar presentarlos ante los alemanes sin que éstos pudieran dudar de su autenticidad. Nada más regresar a Madrid en mayo de 1941, telefoneó a la Embajada alemana. Según el MI5 fue entonces cuando hizo su aparición por primera vez Friedrich Knappe Ratey, convertido a partir de entonces en el instructor y supervisor de Pujol.
Friedrich Knappe (archivo familiar Knappe).
Su primer encuentro se celebró en el café Negresco, próximo al Banco de España. La reunión fue distante. Friedrich Knappe, Federico, le advirtió de que no debía volver a telefonear a la Embajada. Pujol respondió que la urgencia de la cita se debía a la obtención de documentos que le permitirían ir a Inglaterra. Prefirió no descubrir todas sus cartas, ni reveló la posesión de su visado diplomático. Le dejó un teléfono de contacto y se marchó. En estos meses de desplazamientos entre Madrid y Lisboa, de engaños y tramas falaces, su vida personal también registró importantes cambios. Había abandonado su trabajo en el hotel Majestic, hospedándose provisionalmente en una pensión de la Gran Vía, y su mujer Araceli estaba a punto de dar a luz a su primer hijo, Juan, nacido poco después en Cascais.
Al día siguiente, Federico le telefoneó. Quería volver a verle. Fue en esta nueva entrevista cuando Pujol descargó toda su activa imaginación. De nuevo aludió a la supuesta operación policial en la que participaba para perseguir el tráfico ilícito de divisas e identificó a su falso contacto en la policía como un tal Varela. El argumento era falso, pero el personaje no. Varela realmente existía. Trabajaba como responsable de la seguridad de la Embajada de España en Lisboa, y Pujol le llegó a conocer en su primer viaje a Portugal. Federico creyó que Varela coordinaba la operación Dalamal desde Lisboa y que le estaba tramitando un pasaporte diplomático a Pujol para viajar a Londres. Por primera vez, el servicio secreto alemán parecía confiar en sus posibilidades. Tres días más tarde, ambos volvieron a reunirse. Knappe le transmitió el interés de sus superiores, siempre y cuando obtuvieran pruebas de la veracidad de sus palabras. Pujol acudió entonces a otro español al que había conocido en Lisboa, Dionisio Fernández. Le telefoneó y le pidió que le enviara un telegrama firmado a nombre de Varela, justificando el encargo, porque quería regresar a Lisboa a ver a una supuesta amante sin despertar las sospechas de su mujer. Unas horas más tarde Pujol recibió el siguiente telegrama: «Debes regresar urgentemente, el asunto ya está cerrado. Firmado: Varela»[16].
Federico fue informado inmediatamente de la recepción del mensaje. Esa misma tarde le entregó quinientas pesetas y le envió a Lisboa para ultimar los preparativos de lo que pensaba sería su inminente viaje al Reino Unido. Pujol, por supuesto, no se reunió con Varela, que, ajeno al uso de su nombre, seguía cumpliendo su trabajo en la Embajada. Es de suponer que el Abwehr se cerciorara de su existencia en Lisboa a través de sus agentes, pero no parece que confirmaran la autenticidad de la supuesta misión que él y Pujol tenían encomendada. Aquella mera comprobación hubiera bastado para desvelar la falsedad de la trama urdida por Pujol. Éste, mientras tanto, regresó de Lisboa dispuesto a completar su estratagema.
La siguiente fue la cita decisiva. Pujol preparó el encuentro al detalle, consciente de que cualquier error podía abortar su plan. El escenario fue de nuevo un café frente a la sede de la Dirección General de Seguridad, en la madrileña Puerta del Sol. Pujol extremó las precauciones más que nunca. En la medida en que Federico acrecentaba su confianza en el español, éste incrementaba las cautelas. Se sentaron en una mesa apartada, frente a la entrada. Pujol llevó su mano al bolsillo y con un forzado disimulo le entregó bajo la mesa uno de los pasaportes diplomáticos falsos obtenidos en Portugal. Federico lo ojeó y mostró una sonrisa displicente, sin duda satisfecho de tener entre sus manos la prueba definitiva que confirmaba a su interlocutor español como una prometedora adquisición del servicio secreto alemán. Pujol continuó la conversación afirmando que el pasaporte estaba pendiente de la convalidación en el Ministerio de Asuntos Exteriores, donde tenía previsto dirigirse una vez terminaran la entrevista, junto a un agente de la Dirección General de Seguridad. Su argumento estaba respaldado por una cuidada puesta en escena, incluida la actuación del hijo del dueño de la pensión donde se alojaba, al que había pagado para que le recogiera en un automóvil. Al comprobar que éste había llegado se despidió de Federico. Tras la cristalera del local, el agente alemán pudo comprobar cómo alguien que creía policía salía de un coche, abría la puerta a Pujol y se dirigían en dirección al Ministerio de Asuntos Exteriores. Por la tarde telefoneó a Knappe para confirmarle que todo había transcurrido según lo previsto. En pocos días viajaría a Lisboa y desde allí a Londres.
El Abwehr en Madrid estaba ya decidido a usar los servicios de Pujol en Inglaterra. Le pidieron que demorara su salida y éste aprovechó para improvisar otro arriesgado ejercicio de astucia. Respondió que, en ese caso, debería enviar un telegrama a Varela para anunciarle el retraso de su llegada. Alegando que estaba demasiado ocupado con los preparativos del viaje, pidió a Federico que lo enviara él mismo. El texto resultaba lo suficientemente breve como para que el auténtico Varela no pudiera identificar su origen al recibirlo: «En unos días saldré para Lisboa. Firmado: Juan»[17]. Aquel gesto ofreció aún más consistencia al inexistente vínculo con Varela, que la Embajada alemana terminó por asumir como real. Durante las semanas siguientes, Friedrich Knappe se ocupó exclusivamente de formar a su nuevo agente en las tareas más básicas del espionaje. Le informó sobre objetivos de interés para Alemania, le instruyó en la escritura con tinta invisible, le enseñó varios códigos cifrados y le desveló información sobre algunos agentes españoles que ya trabajaban en Londres. Estas reuniones se solían celebrar en el domicilio personal de Knappe, en el número 73 de la calle Viriato de Madrid.
Antes del ficticio viaje a Inglaterra, Pujol recibió de Kuhlenthal, el superior de Federico, las últimas instrucciones. Kuhlenthal, alias Carlos o Felipe, le sugirió que creara con urgencia una red de sub-agentes de confianza que pudiera continuar su trabajo cuando regresara a España. También recibió un frasco de tinta invisible, el código cifrado con el que debería enviar sus mensajes y 3000 dólares[18]. Igualmente le facilitó varias direcciones de cobertura, en Madrid y Lisboa, donde poder enviar su correspondencia clandestina. Juan viajó a Lugo a recoger a su mujer y juntos partieron rumbo a Lisboa en julio de 1941. Pujol había triunfado, ganando con engaños la confianza del servicio secreto alemán, pero ahora afrontaba el reto más arriesgado y difícil: conseguir mantener esa confianza con informes verídicos y útiles.
Mientras Pujol emprendía viaje sin saber la magnitud que alcanzaría su trama, Federico asumió personalmente desde Madrid el contacto por correo con el agente catalán. En ese momento, las posibilidades que el Abwehr atribuía a Pujol eran relativas. No poseía experiencia como espía, no tenía relaciones en el Reino Unido y sus conocimientos del inglés y del país eran prácticamente nulos. Sin embargo, sus instructores germanos entendieron que nada perdían por probar la eficacia del falso diplomático en misión especial. Quizá esa modestia de expectativas en su labor también explique el porqué de la rápida y poderosa influencia que sus informes adquirieron en Madrid y Berlín. De quien nada se esperaba, todo se consiguió; ésta debió ser la impresión con la que el Abwehr recibía periódicamente sus mensajes. Ninguno de sus controladores alemanes supo nunca la dimensión del error que habían cometido. Ni siquiera Federico, que nació, vivió y murió en España, alcanzó a adivinar el doble juego del que inconscientemente estaba siendo víctima.
En muchos sentidos, Federico[19] fue una excepción en el ámbito del espionaje alemán. Pertenecía al reducido grupo de hispano-alemanes asentados desde hacía décadas en España. Su padre, Carlos Knappe, había llegado a Madrid en 1896 como importador de maquinaria eléctrica. Del taller de los Knappe en la calle Barquillo de Madrid salieron las primeras cocinas eléctricas y los primeros aparatos de rayos X que se utilizaron en España. Industrial de recursos e influencia personal, Carlos Knappe consiguió que su opinión fuera solicitada y oída. Cultivó la amistad de políticos como Miguel Primo de Rivera o la del propio rey Alfonso XIII, asiduos visitantes de su finca, Villafreda, en San Rafael (Segovia), famosa por sus cacerías y por ser lugar de cita obligado para políticos y empresarios. Uno de los visitantes asiduos desde los años veinte fue Wilhelm Canaris, entonces prometedor oficial de la armada alemana, cuya íntima amistad con Carlos Knappe perduró muchos años después de su nombramiento como máximo responsable del Abwehr. No existe constancia de que Knappe introdujera a Canaris en los más inaccesibles círculos del poder, pero tampoco es descartable que actuara como cicerone del militar entre la clase política española.
Friedrich Knappe Ratey nació en Madrid en 1914. Era el menor de los seis hijos, cuatro hijas y dos varones, que tuvo el matrimonio. Sus proyectos iniciales pasaban por cursar los estudios de ingeniero agrónomo y marcharse a Guinea, pero la proclamación de la Segunda República en abril de 1931 supuso un punto de no retorno para los Knappe. La familia regresó a Alemania, mientras el joven Fritz permaneció en Madrid dirigiendo la empresa familiar hasta 1937. Volvió a Alemania y regresó poco después integrado en la Legión Cóndor como radiotelegrafista de vuelo. Al estallar la Segunda Guerra Mundial, Canaris le ofreció un puesto en el servicio secreto alemán en Madrid. Federico se puso a las órdenes del capitán Karl Erich Kuhlenthal como reclutador e instructor de agentes, a los que debía formar en la utilización de radiotransmisores, códigos secretos y tinta simpática. Una de sus primeras actividades fue instalar dos emisoras de radio, una en su propio domicilio de la calle Viriato y otra en el barrio de Cuatro Caminos. En esa época inició también su relación con el falangista Ángel Alcázar de Velasco[20] y poco después conoció a Juan Pujol.
Al acabar la guerra, en mayo de 1945, la familia Knappe, junto a otros agentes del Abwehr, fueron recluidos por el Gobierno español en el balneario de Caldes de Malavella (Girona). A pesar de la propaganda oficial con la que España quería contentar las presiones aliadas, este lugar distaba mucho de ser un campo de internamiento. Los Knappe vivían cómodamente en régimen de libertad casi total, apenas sin presencia policial y con la simple prohibición de abandonar la zona. Su mujer, Johanna, que sí tenía permiso para viajar, se desplazó a Madrid y recurrió a la influencia de un antiguo conocido, Serrano Suñer, para evitar que su marido pudiera ser deportado a Alemania. Suñer no la recibió, pero insinuó a través de un intermediario que la mejor alternativa de Federico era fugarse. Friedrich no lo dudó. Sin mayores dificultades, se escapó de Caldes y se ocultó desde el final de la guerra hasta mediados de 1946 en la finca que Ángel Alcázar de Velasco poseía en Aranjuez (Madrid). Su amigo falangista le llegó a proporcionar, incluso, una identidad falsa a nombre de Ricardo Climent Pintado y una tapadera laboral como capataz de la finca.
Para entonces, el nombre de Friedrich Knappe Ratey ya figuraba en una lista de 104 alemanes que los aliados reclamaban a Franco para ser juzgados en Berlín. Ocupaba el número 47 de esa lista, en la que se le definía como «importante miembro del Servicio de Inteligencia Alemán. Su ocupación principal era el adiestramiento de agentes»[21]. Knappe nunca fue entregado. Tampoco hay constancia de que se extraditara a Karl Erich Kuhlenthal y Eberhard Kieckebusch. La única excepción conocida en este reducido grupo de agentes alemanes consistió en la del responsable de todos ellos, Wilhelm Leissner, entregado al ejército norteamericano e interrogado en Alemania en mayo de 1947[22]. Tras ser liberado, Leissner regresó a España y mantuvo durante décadas una estrecha amistad con Knappe. Ambos desconocían el brutal fin que le aguardaba. Una mañana, a comienzos de los setenta, resbaló en el rellano de su casa, en el centro de Madrid, atravesándose un ojo con el mango de un utensilio de limpieza. Quien había sido máximo responsable del Abwehr y una de las personas más influyentes en España entre 1940 y 1945, fue enterrado en el cementerio civil de Madrid sin que la noticia mereciera más que un breve apunte en algún periódico.
Federico no frecuentó demasiadas amistades alemanas, aunque algunas relaciones con compatriotas suyos fueron especialmente significativas. Fue el caso de Horn, sobrino de Rudolf Hess, el ex lugarteniente de Hitler que voló a Inglaterra al comienzo de la guerra, ofreciendo a iniciativa propia una oferta de paz que le costó su encarcelamiento perpetuo, primero en el Reino Unido y luego en la prisión de Spandau (Alemania). Al acabar la guerra, su sobrino Horn Hess se refugió durante unas semanas en el domicilio de Knappe Ratey en Madrid. Poco después de abandonarlo, se suicidó con su propia pistola en Pozuelo de Alarcón (Madrid).
De Otto Skorzeny, Federico no fue sólo íntimo amigo, sino también socio en varios negocios. Skorzeny representó toda una leyenda dentro del capítulo de aventureros convertidos en mitos que deparó la Segunda Guerra Mundial. A partir de 1943 dirigió el centro de operaciones especiales de Friedenthal donde se instruía a miembros de las SS en acciones de comando. Tal era su prestigio en actuaciones de este tipo que Hitler le confió personalmente la misión de liberar a Benito Mussolini de su reclusión en el Gran Sasso y la detención del hijo del regente húngaro Horthy, para evitar que éste alcanzara un armisticio por separado con los aliados. Fue también el máximo responsable de la «operación Greif», en la que dos mil soldados alemanes, uniformados como americanos y con un perfecto dominio del inglés, se introdujeron tras las líneas enemigas en el invierno de 1944 para preparar la ofensiva de las Ardenas. Después de la rendición, Cara Cortada —como era conocido por las cicatrices de su rostro, a consecuencia de sus duelos de juventud— estuvo internado en el campo de detención de Darmstad. Tras meses de interrogatorios fue absuelto de la acusación de crímenes de guerra y entregado a un tribunal alemán de desnazificación hasta julio de 1948.
Tras una breve estancia en Argentina, Skorzeny apareció en la capital española, en 1949, utilizando varias identidades falsas a nombre de Rolf Steinberg, Pablo Lermo o Pablo Rofo[23]. Bien relacionado y protegido, emprendió varios negocios desde su despacho de ingeniería en la madrileña plaza de los Mostenses, asociado durante bastante tiempo con Friedrich Knappe. Gracias a sus vínculos con la administración española, y con Carrero Blanco en particular, consiguió importantes concesiones para varias empresas alemanas en la construcción de las bases americanas en España. Toda una paradoja en quien fue considerado azote del ejército de los Estados Unidos. Skorzeny murió en Madrid en 1975.
Skozerny o Leissner fueron dos excepciones en el círculo casi exclusivamente español de amistades de Knappe. Una de ellas fue Santiago Bernabéu, el histórico presidente del Real Madrid con quien compartió la afición por la caza y la devoción por el club de fútbol, del que Federico fue uno de sus más antiguos socios. A Bernabéu le guardó dos escopetas de caza en la Embajada alemana que desaparecieron en el expolio que siguió a la rendición. Otros de sus mejores amigos españoles, además de Alcázar de Velasco, fueron el locutor de radio Boby Deglané y el barman por excelencia del Madrid de antes y después de la guerra: Pedro Chicote. Friedrich Knappe falleció en Madrid en 1979. Quienes le conocieron aseguran que Federico se sentía más identificado con el carácter español que con el alemán. Le describen como pacífico, tranquilo casi hasta incurrir en la pereza, sociable y algo despreocupado. Difícilmente reconocible en su papel de agente, que atribuyen a las circunstancias de la época, y del que nunca le gustaba conversar.
Aunque Knappe fue el interlocutor habitual de Pujol, su supervisión y control correspondían realmente a Karl Erich Kuhlenthal. Nacido en Alemania en 1907, era hijo de un general alemán del mismo nombre que durante los años treinta había sido agregado militar en la Embajada de Alemania en París, cuyas competencias abarcaban también la agregaduría en Madrid. Este puesto permitió al general Kuhlenthal establecer vínculos muy estrechos con el ejército español y obtener la amistad de numerosos altos oficiales, en particular del coronel Beigbeder, durante la etapa de éste como agregado militar en Berlín. De hecho, Kuhlenthal padre fue la primera persona a la que Franco acudió, a través de Beigbeder, para obtener el apoyo militar de Alemania una vez que se rebeló en Marruecos.
Kuhlenthal hijo estuvo tentado inicialmente de seguir la carrera militar, pero el origen judío de su madre le cerró demasiadas puertas. Huyendo de esta presión, llegó a España a principios de los años treinta y desarrolló varias actividades empresariales, siendo la más rentable la importación de radios americanas, que posteriormente vendía en España y Alemania. Al igual que Federico, Kuhlenthal volvió a Alemania al estallar la Guerra Civil y regresó en 1937 enrolado en la Legión Cóndor con la graduación de capitán y como secretario del primer responsable de inteligencia de esta fuerza de intervención, Joachim Rohleder.
Alto, de constitución fuerte, moreno y de carácter frío y reservado, pronto se convirtió en uno de los hombres de confianza de Leissner y en el auténtico responsable de la captación y entrenamiento de los numerosos espías españoles que dependieron de su mando. Utilizaba varios seudónimos: Carlos, Felipe o Germán Domínguez fueron los más habituales, y varias direcciones en Madrid, como las de la calle Ayala, 54 y Gran Vía, 25. Tal fue su poder dentro de la estructura del Abwehr en España, que su organización, conocida como la Stelle Felipe, funcionaba de forma autónoma respecto del resto del servicio de inteligencia alemán y tenía su propia emisora de radio fuera de las instalaciones de la Embajada[24]. Educado y elegante, hablaba a la perfección el alemán, el francés y el español, aunque nunca dejó de ser hombre de costumbres discretas. Sólo se le conocían dos aficiones: el tenis y la automoción. Tenía dos coches, uno francés marrón que utilizaba por las mañanas y un vehículo negro de fabricación alemana que usaba por las noches. Esta costumbre le delató en no pocas ocasiones ante los agentes del servicio británico y americano, al corriente de este hábito que nunca abandonó, incluso cuando su identidad y su misión eran ampliamente conocidas. Su afición por el tenis le llevó en una ocasión a pedir a uno de sus agentes en el Reino Unido que le enviara una raqueta a Madrid.
Conscientes de sus excelentes relaciones con las autoridades militares españolas, Canaris y Leissner intentaron mantener a Kuhlenthal en Madrid, a pesar de los inconvenientes alegados por Berlín debido a su ascendencia judía. Canaris puso fin a los temores de su subordinado en 1941, al proporcionarle un falso certificado ario con el que pudo afrontar con seguridad los años más duros de la persecución racial. Quizá el testimonio más descriptivo de las cualidades de Kuhlenthal es el que proporcionó Tomás Harris, la persona que, combatiéndolo durante cinco años desde Londres, llegó a conocerlo en su faceta más oculta: «Muy eficiente, ambicioso y peligroso, con una enorme capacidad de trabajo. Su eficiencia y capacidad estuvieron ampliamente probadas»[25]. A pesar de estar reclamado por las autoridades aliadas tras el final de la Segunda Guerra Mundial, obtuvo un permiso especial del Gobierno para abandonar el internamiento en Caldes de Malavella y residir en Ávila. Poco se sabe de este escurridizo y hábil agente a partir de entonces, excepto que nunca llegó a ser detenido ni interrogado y que algunos rumores aseguraron, años después, que había logrado huir a Latinoamérica.
Pujol no conoció hasta mucho después la auténtica identidad de Kuhlenthal y Federico. Del mismo modo que ninguno de ellos supo jamás cuál había sido la actividad real de su más preciado colaborador español. El círculo de secretismo se cerró sobre ambos sin saber nunca verdades tan decisivas en sus vidas.