Capítulo II
El alférez prófugo

Una foto de Juan Pujol publicada en El País le mostraba agachado, con una gorra militar en la cabeza y una granada explosiva en cada mano. La instantánea fue tomada en 1984, durante su estancia en Barcelona. Había aceptado posar así para ilustrar uno de los episodios más arriesgados de su vida: la noche en que, agazapado entre arbustos y terraplenes, se pasó de un bando a otro en los meses finales de la Guerra Civil. De todas las decisiones que tomó en su vida, ésta le pareció siempre la más temeraria. Cada vez que su mente recordaba aquella fuga, su cuerpo reaccionaba con un escalofrío instintivo, conmovido por la particular batalla que libró cincuenta años antes por evitar el frente. Vencedor contra todo pronóstico de su propio reto, Pujol sobrevivió indemne a dos contiendas bélicas y se convirtió en un héroe anónimo.

Desde el mismo estallido del conflicto mantuvo una posición contraria a la guerra y a su participación en ella. Sólo él habría podido despejar la duda de si su auténtica razón había sido el mero instinto de supervivencia o si, como solía justificar, su actitud se debió a sus ideales pacifistas y al rechazo a los radicalismos de uno y otro bando, asumiendo las mismas ideas que años después le indujeron a ofrecerse a los aliados como agente doble, a riesgo de su propia vida. Fueran cuales fueran sus auténticos motivos, lo cierto es que su huida le situó fuera de la legalidad. En su nueva condición de prófugo inició una vida clandestina que le supuso años de identidades ocultas y vidas paralelas.

Mientras miraba atento el objetivo de la cámara, una sucesión de nombres femeninos aparecía unida a una constante que siempre le acompañó en aquellos años: su suerte, y detrás de su suerte casi siempre una mujer. Varias de ellas le ocultaron, le protegieron y en más de una ocasión le rescataron de una muerte segura. Así fue desde el primer día, desde aquel sofocante y caluroso 18 de julio de 1936, un domingo en el que Pujol tenía previsto ir al Montseny con sus amigos del círculo católico del barrio de Gracia. Las noticias en la primera hora de la mañana eran aún confusas. La radio lanzaba intermitentes mensajes anunciando la rebelión militar del ejército de Marruecos el día anterior[1], a la que se había sumado Franco desde Canarias y otros militares en la península. Apenas habían pasado unas horas y todavía se desconocía el alcance de la rebelión, y la capacidad del Gobierno de la República para sofocar lo que muchos intuyeron erróneamente como una simple intentona golpista.

Las primeras horas de aquel domingo se convirtieron en un incesante cruce de informaciones contradictorias. El temor contenido se acrecentaba a medida que las nuevas noticias permitían dibujar con mayor nitidez la magnitud de la rebelión. A primera hora Barcelona era una ciudad ausente. Sus calles vacías sólo dejaban ver sombras inquietas corriendo al amparo de un lugar seguro, a la búsqueda de amigos o familiares con los que compartir la ansiedad de aquella espera angustiosa. Pujol aprovechó el desconcierto inicial para dirigirse a la casa de la familia de su novia en la calle Girona y seguir desde allí la evolución de los acontecimientos.

Al anochecer Barcelona era un hervidero de rumores, de tensión acentuada por el calor, por el bochorno de aquella tarde de julio que cubría la ciudad como un manto amenazador. Nadie había dado aún señales de sedición. Las autoridades centrales y la Generalitat intentaban ganarse el respaldo de la Guardia de Asalto, la Guardia Civil y los cinco mil soldados acuartelados en la ciudad, sede de la IV División Militar. Su general en jefe, Llano de la Encomienda, republicano convencido y simpatizante comunista, había dado sobradas muestras de su lealtad. Aun así, el presidente de la Generalitat, Lluís Companys, tenía motivos para no fiarse; a su poder habían llegado pruebas que evidenciaban las auténticas intenciones de muchos oficiales. Era sólo cuestión de tiempo, quizá de horas, que los sublevados pusieran a prueba la capacidad de resistencia de las fuerzas leales al Gobierno legítimo.

A las cuatro de la madrugada del 19 de julio varios destacamentos militares tomaron la calle. El primero en hacerlo fue el regimiento del comandante López Amor desde los cuarteles de Pedralbes. Pronto le siguieron otras unidades desde diferentes puntos de la capital. El cabecilla provisional de la rebelión era el general de caballería Fernández Burriel, quien había fijado como punto de reunión de todos los sublevados la plaza de Cataluña. El plan consistía en controlar los centros de poder y, en particular, la Consejería de Gobierno, la Comisaría de Orden Público y la sede de la Generalitat. La toma de esta última estaba encomendada al 7.° Regimiento de Artillería Ligera, la misma unidad en la que sirvió Pujol, al frente del general Legorburu. El regimiento de Badajoz debía apoderarse del edificio de Telefónica, y el de Montesa tomar el Paralelo. Una vez completado el cerco, el centro de la ciudad y las principales sedes oficiales estarían bajo su control. Sin embargo, el plan fracasó desde su comienzo.

Las primeras unidades sublevadas que llegaron al cruce entre el paseo de Gracia y la Diagonal se encontraron con una dura e inesperada oposición. Varias compañías fieles a la República, reforzadas por milicias obreras, consiguieron poner en fuga a la mayoría de las tropas rebeldes. La lucha se prolongó unas horas hasta la rendición total de los últimos militares insurrectos. Este primer fracaso disuadió a otras unidades de sumarse a la rebelión y desmoralizó a las que ya lo habían hecho. La eficaz colaboración entre las fuerzas leales y las milicias obreras, así como un organizado plan de defensa de la ciudad, permitió limitar la insurrección a unos pocos focos de lucha. Los sublevados, bajo el mando del general Fernández Burriel, todavía ocupaban el hotel Colón y la sede de Telefónica, pero sus posibilidades de victoria ya eran nulas.

Al mediodía, el general Goded llegó procedente de Mallorca con el propósito de dirigir el golpe. Consciente de las dificultades, intentó decantar de su lado algunas fuerzas leales, pero tanto el general Aranguren, responsable de la Guardia Civil, como el teniente coronel Díaz Sandino, al frente del vital aeródromo del Prat, permanecieron fieles al Gobierno. Esta negativa supuso el fracaso irreversible de la sublevación en Barcelona. A primeras horas de la tarde la Guardia Civil, la Guardia de Asalto y los milicianos habían reconquistado casi todos los centros de mando. El asalto a la Telefónica capitaneado por el anarquista Buenaventura Durruti constituyó uno de los mayores éxitos y también una de las batallas más sangrientas de estas primeras jornadas de la contienda civil. Esa misma tarde el general Goded se rindió a la Guardia Civil, y tras entrevistarse con el presidente Companys fue trasladado al buque prisión Uruguay. Juzgado por un consejo de guerra, Goded fue fusilado semanas después[2].

El 20 de julio sólo resistía el cuartel de las Atarazanas. De nuevo la columna dirigida por Durruti protagonizó una encarnizada lucha que acabó con la vida de uno de sus más estrechos colaboradores y amigos, Francisco Ascaso. El propio Durruti sufrió también una herida en el pecho durante los combates. A la una y media de la tarde se consideró definitivamente derrotado el alzamiento militar en Barcelona. El fracaso golpista en la ciudad condal resultó determinante para controlar los levantamientos que se produjeron en el resto de las capitales catalanas, todas bajo el control de las autoridades republicanas el 21 de julio. Ese mismo día se creó en Barcelona el Comité de Milicias Antifascistas, dirigido básicamente por la CNT-FAI y que, en la práctica, se convirtió en el auténtico órgano de poder ejecutivo en la ciudad.

Pujol pasó esos primeros días y los meses siguientes en el domicilio de su familia política, en un principio por seguridad, después huyendo de la movilización de los militares en la reserva que había decretado la República, necesitada de suplir las bajas de aquéllos que se habían unido a la rebelión. En calidad de alférez, Pujol fue uno de los primeros en ser movilizado, pero ya había asumido desde un principio su condición de desertor. Años después justificaría su decisión con estas palabras:

Mi deber era incorporarme a mi Regimiento, pero me repugnaba tomar partido en una lucha fratricida. No deseaba participar en un enfrentamiento desencadenado por unas pasiones y un odio tan alejados de mis propios ideales. Empeoro, al no incorporarme a filas, me convertía en desertor, como militar ausente que no disfrutaba de permiso. Tuve que ocultarme.

Juan no fue el único miembro de su familia que sufrió las consecuencias del inicio del conflicto armado. Su hermano Joaquín fue enrolado en el ejército republicano y enviado al frente en los primeros meses de guerra. Poco después protagonizó una huida a vida o muerte en la que cruzó a pie durante varios días, casi desnudo entre la nieve, buena parte de la provincia de Girona, hasta que pudo ser acogido por la familia de su padre en Olot. Su hermana Elena estuvo encarcelada porque su nombre figuraba en una lista parroquial de jóvenes que iban a realizar una excursión al monasterio de Montserrat. En el momento de la detención, su madre quiso ir con ella y las dos fueron arrestadas bajo la acusación de contrarrevolucionarias. Ambas fueron liberadas por un conocido de cierta influencia en la CNT. Lo que aquel anarquista no sabía era que Mercedes había ocultado a varias personas en su casa durante los primeros días de la guerra, la mayoría religiosos, y entre ellos al padre Celedonio, un clérigo que dos años más tarde jugaría un papel decisivo en el futuro de su hijo. Elena y su madre abandonaron Barcelona y se refugiaron junto a su hermana Ventura y su marido Federico en una casa de su propiedad en Aiguafreda (Barcelona). A ellos se unió también Joaquín desde Olot, una vez recuperado. A partir de entonces la guerra transcurrió para ellos con la principal incertidumbre de saber cuál era la situación de Juan.

Refugiado en el domicilio de su familia política, Pujol dudó entre acudir a Aiguafreda o permanecer en el escondite aparentemente seguro brindado por su novia. Decidió quedarse. En sus circunstancias, pensó, salir a la calle significaba exponerse a un riesgo seguro, sin documentación falsa con la que sortear las decenas de controles que vigilaban la ciudad. Los primeros meses pasaron lentos entre la inquietud de una posible detención y la ansiedad que generaba aquella reclusión forzada. Se acostumbró a ser una sombra ausente, alguien que no podía asomarse a una ventana, para quien era un riesgo alzar la voz y que debía ocultarse cada vez que una llamada anunciaba una visita inesperada. Se adaptó a estas limitaciones con la misma disciplina que meses después le permitiría superar otro encierro bastante más largo y penoso.

Esta frágil inmunidad resistió los primeros meses de la guerra, pero no una confesión traidora. La policía se personó en la casa una noche, poco antes de la Navidad de 1936[3]. Los primeros y contundentes golpes a la puerta bloquearon la capacidad de reacción de su familia de acogida. Padre e hijo abrieron, fingiendo estar tranquilos, con la esperanza de que aquél fuera un registro ordinario. El oficial al frente de la patrulla entró en la casa sin apenas articular palabra, mandó reunir a todas las personas que había y ordenó el registro de las habitaciones. Los amagos de protesta fueron interrumpidos tajantemente con una pregunta clara y directa del policía, que anuló cualquier posibilidad de defensa. Alguien les había denunciado por ocultar objetos de valor de personas evadidas al bando franquista. En la medida en que la acusación era cierta se sabían perdidos, atrapados por la delación del secreto que creían mejor guardado. Habían contemplado la posibilidad de una detención ligada a la presencia de Pujol en la casa, pero nunca en relación con la actividad secreta del padre, quien había aceptado ocultar dinero y joyas de otras familias. Las miradas inquisidoras de la policía no buscaban a ningún prófugo esquivo, sino que se centraron en el dintel de una puerta que se notaba recientemente movido. En su interior la policía halló el ansiado botín, la requisa que suponía la detención inmediata de todos ellos y representaba para Pujol el cambio de un cautiverio voluntario por otro bajo custodia policial, que en cuestión de horas podría identificarle como el desertor que era. Juan permaneció en la cocina sin saber lo que ocurría fuera. Cuando percibió el alboroto se dirigió a la puerta, pero antes de dar el segundo paso una mano la empujó con firmeza desde el exterior. En un instante su cerebro procesó todos los temores acumulados en meses de clandestinidad, temores que personalizaba en aquel policía nervioso e inseguro que le apuntaba con su arma. La sorpresa de este encuentro imprevisto les paralizó. Antes de actuar, sus miradas se cruzaron en la penumbra el tiempo suficiente para comprender el primero que aquel hombre asustado no era una amenaza, demasiado para que el segundo asumiera que su vida furtiva terminaba en el preciso instante en que el agente le señalaba con un brusco movimiento de cabeza que saliera de allí. De nada valió sumar sus quejas al silencio resignado de los otros inquilinos.

El padre, el hijo varón y Juan Pujol fueron empujados al interior de un coche que arrancó rápidamente con dirección desconocida. El ruido del convoy policial ahogaba los intentos de los prisioneros por saber cuál era el destino de aquel incierto viaje en el frío invernal de la noche, asumido como la antesala de su propia muerte. Según el coche se acercaba al centro de la ciudad, el miedo a un ajusticiamiento inmediato se desvaneció. La esperanza fue mayor cuando la caravana policial se detuvo ante la Jefatura de Policía de la Vía Laietana. Este lugar no era una garantía, pero sí ofrecía mayor seguridad que otros centros de detención irregulares. Las pruebas obtenidas contra ellos hicieron del interrogatorio un trámite breve e innecesario, al que siguió el internamiento en el calabozo de la comisaría. Pujol permaneció aislado varios días en una lúgubre celda sin mayor contacto con el exterior que la visión fugaz del policía que le traía la comida. Intentó aprovechar aquellos instantes para obtener una mínima información, pero el silencio solía ser en el mejor de los supuestos la única respuesta. Las conjeturas que elaboró sobre su suerte estaban tejidas por un desasosiego acrecentado por el transcurrir de los días en la soledad de su encierro. Fue la primera vez que Pujol experimentó aquella sensación con la certeza del peligro real.

Una semana después de su detención la puerta se abrió a una hora inusual de la madrugada. Pujol se sobresaltó mientras una voz sigilosa le apremiaba a salir de la celda. Sus gestos cómplices y sus palabras confiadas le impulsaron a seguir las instrucciones de aquel hombre misterioso que parecía moverse con soltura y autoridad en el interior de la comisaría, intentando esquivar cualquier encuentro. Esta fuga permaneció siempre como una laguna en la memoria de Pujol, unida a una sombra a la que seguía por rincones y pasillos oscuros. Su respiración acompasaba el ritmo agitado y nervioso de sus pasos por aquel laberinto de despachos vacíos. Su primer recuerdo nítido fue una pequeña puerta que su acompañante abrió con rapidez, indicándole la calle y una dirección escrita en un papel. El frío gélido de aquella noche de diciembre le enfrentó bruscamente a la realidad de su propia liberación, al tiempo que la puerta se cerraba tras él. Más tarde supo que su novia se había puesto en contacto con Socorro Blanco, una organización clandestina que se dedicaba a rescatar y ocultar a personas huidas. Una mujer de este grupo se había introducido en la comisaría y mantenía una relación con uno de los oficiales del centro. Gracias a ella, Pujol recobró la libertad. Nunca conoció a esta mujer ni tampoco supo quién había sido el hombre que le había liberado. Poco importaba en esos momentos. Su prioridad consistía en buscar la dirección escrita apresuradamente en aquel papel.

Vagó con precaución por las calles del barrio gótico, huyendo de los controles en la oscuridad de la madrugada. Cuando llegó a la dirección, se encontró en pleno corazón de Barcelona, entre el puerto y el ayuntamiento. La casa era un inmueble humilde que pertenecía a la red de pisos francos que Socorro Blanco tenía repartidos por la ciudad. Subió las escaleras prudentemente, a oscuras, sin encender la luz. Llamó con un tímido golpe y la puerta se abrió lentamente, una mujer se asomó con sigilo y le introdujo dentro. Fue su primer contacto con el lugar donde viviría, durante más de un año, en el aislamiento más absoluto.

La casa pertenecía a un taxista militarizado que prestaba servicio trasladando soldados al frente de Aragón. Debido a sus prolongadas ausencias, su mujer y su hijo de nueve años acostumbraban a estar solos la mayor parte del tiempo. Pujol recobró de nuevo sus hábitos de persona silente. Sus movimientos se limitaban a lo imprescindible y las conversaciones con los otros miembros de la familia se amortiguaban con el sonido de una radio. A pesar del cautiverio, aún gozaba de ciertas comodidades y de la inestimable compañía de aquella familia que tanto echaría de menos meses después. La rutina hacía los días previsibles y monótonos, sólo alterados cuando el regreso del padre traía noticias nuevas del frente. Por la mañana la madre salía a la calle en busca de comida mientras el niño se quedaba en casa al cuidado de Juan. El resto del día era una lenta sucesión de horas prolongadas en noches de insomnio y silencio.

Una de esas mañanas en ausencia del matrimonio, unos gritos volvieron a demostrar la extrema vulnerabilidad de su situación. Pujol reconoció en la urgencia y el tono amenazador de la voz un nuevo registro policial. Su instinto le hizo confiar en el niño, a quien alertó con gestos de que no dijera nada mientras él se ocultaba en una habitación. Aquel momento, pensó cincuenta años después, merecía una pausa en el relato. Se preguntó qué habría sido del joven que le salvó la vida sin tan siquiera saberlo. Quizá viviría aún en Barcelona, quizá en la misma calle o incluso en la misma casa. Estuvo tentado de buscar en el listín telefónico y llamar. Todavía memorizaba perfectamente la dirección, pero imaginó que aquel niño seguramente ya no recordaría nada de aquella mañana de 1937. Siguió su relato con la mente puesta en la habilidad del joven, que en ningún momento perdió la sangre fría:

Al abrir la entrada, el muchacho, con un desparpajo increíble a su edad les manifestó que su mamá se hallaba de compras y que su papá se hallaba en el frente de batalla luchando contra los facciosos, los hombres le hicieron unas cuantas preguntas conforme ellos entraban y salían de las habitaciones, y al llegar al cuarto donde me hallaba escondido, el muchacho entreabrió decididamente la puerta, prendió la luz y explicó de una manera simple, enfática y tranquila que aquélla era su alcoba. Los policías salieron luego de allí sin practicar indagación ni pesquisa alguna, quizá impresionados por la sinceridad, sosiego y serenidad empleados por el rapaz contestando a sus preguntas. Yo quedé tan agradecido al muchacho que de allí en adelante empleé muchas horas en dictarle y darle lecciones de las asignaturas de su grado que, lamentablemente y a causa de la guerra, habían sido suspendidas por el cierre de las escuelas.

Estas clases, prolongadas durante horas, le ocupaban la mayor parte del día. Para él representaron un estímulo correspondido por la mente despierta y ávida del joven, un modo de sentirse útil y activo dentro de su encierro. Aun así, entre los límites de aquellas paredes los meses transcurrieron con una lentitud enfermiza. El invierno había dado paso a la primavera entre los ecos de los primeros bombardeos intensos sobre Barcelona. La guerra quedaba lejos, pero sus consecuencias se hacían cada vez más presentes en la vida cotidiana. Las colas para abastecerse de los escasos alimentos eran diarias y la realidad se imponía sobre las triunfalistas consignas oficiales. Barcelona ya no era una ciudad segura. Huyendo de los bombardeos y de las penurias, la familia que le acogía se marchó a mediados de 1937 a vivir con unos familiares en un pueblo de Lleida.

Socorro Blanco organizó entonces una mínima ayuda consistente en tres visitas semanales para abastecerle de comida. Acabaron siendo sus únicos contactos, breves y arriesgados, con el exterior. Pujol sabía que este aislamiento suponía no sólo la soledad, sino también extremar al límite sus precauciones: no encender las luces al anochecer, no hablar, apenas moverse y no hacer ruido. En definitiva, convivir con un silencio sepulcral. Su vida dependía de ello y se esforzó por cumplir estrictamente todas las normas impuestas por él mismo. Sin embargo, no había calculado su capacidad de resistencia en esas condiciones. Pronto comprobó que su grado de desesperación aumentaba. Las raciones de comida eran cada vez más reducidas y las visitas más breves y espaciadas en el tiempo. El ambiente en la casa, cerrada y sin ventilar, se hizo irrespirable: asfixiante con el calor del verano y helado en invierno. La penumbra era constante durante el día y la oscuridad total durante la noche. Como un animal asediado, Pujol pugnaba por resistir.

La llegada del otoño le dio ánimos para continuar. Consiguió superar varios meses más, pero su cuerpo ya presentaba evidentes síntomas de agotamiento. Sus movimientos adquirieron una cadencia lenta y cansina, su vista no toleraba con facilidad la luz del día cuando intentaba mirar a la calle desde algún resquicio de la ventana, y su rostro reflejaba una palidez que era también la expresión más fiel de su estado de ánimo. A principios de 1938 su resistencia se derrumbó por completo. Tras pasar más de un año en aquel encierro había adelgazado veinte kilos y perdido la mayor parte del cabello. Con veinticinco años su aspecto parecía el de un adulto decrépito, frágil y debilitado. No pudo soportar más. Entre la muerte en vida de su cautiverio o el riesgo impredecible de una detención, optó por lo segundo.

La joven de Socorro Blanco que le había auxiliado en los últimos meses le facilitó una documentación falsa a nombre de una persona de mayor edad, acorde con su semblante envejecido. El primer día en que Pujol pisó de nuevo la calle se sintió perdido. No reconocía su ciudad en aquella Barcelona parcialmente devastada por las bombas y a la que se asomaba por primera vez en muchos meses, comprendiendo que él tampoco era el mismo. Esta experiencia le había marcado y cambiado. Era muy distinto al Juan Pujol que inició su huida en julio de 1936. Se identificaba más con su nueva faceta de náufrago errante en aquella ciudad hostil, de la que con más determinación que nunca se propuso escapar. Se esmeró en la redacción de este episodio. Quería que sus lectores entendieran que aquella experiencia fue un punto sin retorno. Incluso medio siglo después describió, con expresiones inusuales en su lenguaje moderado, la decepción y rabia que entonces sintió:

No era de mi agrado aquella vida ficticia y menos lo era el verme involucrado en una lucha en la cual yo no tenía fe. Los años de encierro y persecución moldearon mi personalidad y muchos de mis sueños se vieron frustrados y aniquilados. La amargura de tantas y tantas horas transcurridas entre desalientos y tristezas, de tantas privaciones pasadas, de tantos pensamientos y decepciones, moldearon mi espíritu que en aquellos momentos se transformó en más rebelde, más insumiso, más contumaz. Lo que me importaba era vivir y sentir la esperanza de una nueva vida, la actual la aborrecía y toda mi desgracia la hacía recaer en la vieja y decrépita generación que nos había conducido a la guerra, a la inevitable colisión entre unos y otros a causa de polémicas políticas y de ideas radicales, extremadas y absolutas.

Su nueva documentación le atribuía una edad que le eximió de ingresar en el ejército. Liberado de esa obligación, intentó buscar un trabajo. Casualmente, un conocido suyo, antiguo compañero del colegio de La Salle, era un dirigente de la UGT. Acudió a la sede del sindicato en el paseo de Gracia y allí comprobó que necesitaban técnicos para gestionar varias granjas avícolas incautadas. Pujol se afilió al sindicato y pidió con urgencia su traslado[4]. A los pocos días le ofrecieron hacerse cargo de una granja situada en San Juan de las Abadesas (Girona). El lugar le pareció un destino idóneo, no sólo porque su lejanía del frente y de Barcelona le ofreciera más seguridad, sino porque su proximidad a Francia —la frontera estaba a treinta kilómetros— le proporcionaba mayores posibilidades de evasión. A este nuevo objetivo, abandonar la zona republicana y huir a Francia, dedicó todos sus esfuerzos[5].

Al llegar a San Juan de las Abadesas se presentó al consejo municipal, integrado por los partidos republicanos y los sindicatos, de quien dependía la supervisión de las granjas colectivizadas en su zona. Ante él entregó su documentación y los papeles que le acreditaban como miembro de la UGT y técnico avícola. Profesionalmente su trabajo era sencillo, ya que la granja era pequeña y el consejo municipal poco exigente. La comodidad de su nuevo destino le permitió construir una coartada a la medida de sus propósitos: técnico eficaz en la granja, republicano ante sus vecinos y paciente conspirador ante sí mismo.

Cuando acababa su trabajo, dedicaba la tarde a dar grandes paseos para reconocer los alrededores y recobrar la forma física perdida durante los meses de cautividad. Diariamente recorría veinte kilómetros, la distancia de ida y vuelta que separaba San Juan de las Abadesas de Ripoll. Por la noche, en su habitación, anotaba los kilómetros recorridos, el tiempo empleado y la ruta seguida. Apuntó en su programa decenas de trayectos con distancias cada vez mayores. Después de unas semanas ya había recuperado el fondo de buen deportista que siempre había tenido.

Un domingo decidió ensayar el que podría ser su itinerario real de huida. Salió al alba caminando hasta Ripoll, y desde allí a media mañana subió al Puigmal para contemplar un horizonte abrupto, al final del cual se encontraba Francia. La visión de la tierra que tanto anhelaba le animó a seguir. Alcanzó Ribas de Fresser al mediodía y desde este municipio regresó de nuevo a San Juan de las Abadesas. Cuando llegó a su habitación ya era de noche, se sentía agotado pero satisfecho. Calculó que había andado unos sesenta kilómetros, distancia más que suficiente para afrontar con garantías su ansiado propósito de cruzar la frontera. Los siguientes días los empleó en conseguir un mínimo pertrecho: algo de alimento, una linterna, un calzado resistente y un mapa de la frontera. Pero en el último momento tuvo que anular su plan de fuga. Unos días antes la guardia fronteriza se había enfrentado a un grupo que pretendía cruzar clandestinamente a Francia, con un balance de varios muertos y numerosos heridos. A consecuencia de este incidente, los carabineros reforzaron los controles y peinaron día y noche las rutas más transitadas y accesibles.

Pujol descartó esta opción, pero no la de huir, ahora con destino a la zona franquista. Para ello necesitaba primero una excusa con la que abandonar San Juan de las Abadesas. La escasa producción de la granja se la proporcionó: aunque el trabajo era fácil, económicamente la finca era improductiva. En sus visitas semanales al consejo municipal había reclamado más inversiones y nuevas aves, pero sus peticiones nunca fueron atendidas. Cuando descartó pasar a Francia, la situación de la granja ya era inviable. Reiteró sus intentos por obtener más recursos y, ante una nueva negativa, presentó su dimisión. Con la incertidumbre sobre las consecuencias que semejante renuncia podía ocasionarle, aceptó retrasar su marcha hasta formar a otra persona en la labor que él había desempeñado. De este modo consiguió ganar algo más de tiempo y no despertar el recelo que una salida inmediata habría provocado.

Por fin, en la primavera de 1938, casi dos años después de comenzar la guerra, Pujol regresó a Barcelona. Para entonces la contienda estaba ya claramente decantada del lado franquista. El ejército republicano contaba con 750000 hombres, pero estaba mal organizado, desmoralizado y padecía las divisiones políticas de facciones en ocasiones irreconciliables. Aún resonaba en sus filas el fracaso de la batalla de Teruel, ciudad tomada por los republicanos y después por los franquistas, tras dos meses de encarnizada lucha, durante el invierno de 1937-1938. A esos meses corresponde la siguiente anotación de su manuscrito:

Los partes de lucha dados por los estados mayores de uno y otro bando se complacían anunciando día tras día noticias espantosas y terroríficas, se vanagloriaban de haber producido en tal o cual campo de batalla tantos cuantos más muertos, heridos o prisioneros podían anunciar. No importaba el precio que se pagaba por una pírrica victoria o un repliegue premeditado. La gloria por cualquier acción guerrera cubría con su manto la pira fúnebre, mortuoria y sepulcral de las víctimas habidas en el encuentro. Las destrucciones de pueblos, villas y aldeas se comentaban en los partes a diestro y siniestro: cuando más devastación, destrozos y desolación anunciaban, mayor consideraban el triunfo y la conquista. ¿Hasta cuándo, Santo Dios, continuaría esta desolación, esta inquietud por devorar vidas humanas, esta descomposición de la moral, de la fraternidad y del amor entre los semejantes? Aquel aniquilamiento, aquel sacrificio que hasta la fecha continuaba con más ahínco, más odio, más incomprensión que nunca, ¿no iba a tener fin?

El reencuentro con una Barcelona abatida, pero que aún resistía, le provocó sentimientos opuestos. A pesar de no compartir la causa de la República, sentía un extraño compañerismo con los soldados que regresaban del frente y consumían sus días de descanso en una retaguardia agotada y devastada, la misma complicidad que compartía con los civiles que se sentían huérfanos de una ciudad a quienes la guerra se la había arrebatado. Aquel Pujol que había recobrado el ánimo y reforzado su propósito de fuga se descubrió preso de sus propios sentimientos. Hubiera deseado ser fiel a esa idea colectiva que se llamaba República pero, al igual que le ocurriría después en la zona franquista, no podía evitar sentirse en tierra de nadie.

Unos días después de llegar a Barcelona se presentó voluntario, con su documentación falsa, en un centro de reclutamiento próximo a su antiguo cuartel de las Atarazanas. Irónicamente, la inscripción fue celebrada como un modelo de compromiso con la causa republicana. La edad le dispensaba de incorporarse a filas, y sin embargo, él se presentaba voluntariamente a combatir. Pujol no respondió con su habitual sonrisa a la entusiasta acogida con que los mandos saludaron su reclutamiento. Sabía que su gesto era simplemente un compromiso con su propia supervivencia, un paso previo en su determinación de cruzar las líneas. No quiso ni pudo hacer de su nueva burla al destino un motivo de orgullo. No sabía por qué, quizá fuera la nostalgia de encontrarse en Barcelona, de pisar su ciudad siempre como un prófugo clandestino, pero esta vez hubiera deseado quedarse, esperar hasta el fin de la guerra y compartir el destino de miles de personas. Pensó que había cambiado mucho, quizá demasiado, que posiblemente esos cambios eran sólo una estrategia inconsciente con la que eludir su propia realidad. Y fue la realidad de la guerra la que de nuevo decidió por él. Una carta de la oficina de reclutamiento le indicó el lugar y la fecha de su incorporación al destacamento al que había sido asignado.

Fue destinado inicialmente a una unidad de entrenamiento en el municipio de Borjas Blancas, en Lleida. El periodo de instrucción fue breve, tan sólo dos semanas, ya que el desarrollo de la guerra requería tropas de relevo cada vez con mayor urgencia. La preparación apenas bastó para aprender las nociones básicas de la formación militar que, por otra parte, Pujol recordaba perfectamente. Una vez terminada la instrucción, fue destinado a Montblanc, en la provincia de Tarragona, donde se entrenaban varias compañías de las Brigadas Internacionales, reforzadas por soldados catalanes, debido al descenso de voluntarios extranjeros. Antes de ir al frente, a cada soldado se le encomendó una función según su experiencia. Cuando el oficial reclamó alguien con conocimientos de telegrafía y comunicaciones, Pujol se presentó como candidato y fue adscrito al cuerpo de señales y transmisiones. Sin embargo, no pudo disimular durante mucho tiempo su ignorancia sobre aquello que presumía saber, y ante sus respuestas vagas e imprecisas, se le mandó tender cables entre las posiciones más avanzadas y el puesto de mando.

Poco después, su destacamento recibió la orden de partir hacia la sierra de Fatarella (Tarragona), una de las estribaciones del frente del Ebro. Las líneas estaban consolidadas por una tupida red de trincheras que apenas distaban trescientos metros entre uno y otro bando. El terreno era tan escarpado que los propios terraplenes servían de improvisadas fortificaciones. La tropa se dispersaba en un interminable zigzag de zanjas horadadas a lo largo de decenas de colinas. Excepto esporádicas escaramuzas, la situación era tranquila, a pesar de que las vanguardias de ambos ejércitos estaban a tiro de fusil, situadas a la misma altura, y únicamente separadas por la hondonada del valle y el pequeño curso del río que discurría al fondo. Los movimientos de uno y otro sector se observaban a simple vista a la luz del día. Durante la noche eran frecuentes los intercambios de provocaciones a viva voz.

Al día siguiente se realizó el relevo a la unidad que volvía a Barcelona. La alegría de aquella tropa liberada temporalmente del servicio contrastaba con la disciplinada resignación de quienes les sustituían. Apatía y euforia se cruzaban en miradas opuestas sobre aquel valle entonces tranquilo. Lo segundo que llamó la atención de Pujol fue la baja moral y el pesimismo que dominaba entre los soldados republicanos. Las deserciones habían minado no sólo los efectivos, sino también el ánimo de combate de la tropa, agravado por un rancho deficiente y el convencimiento de su próxima derrota. En estas condiciones la disciplina era escasa y las quejas continuas. Por la noche, los gritos procedentes del otro lado no hacían sino aumentar la crispación. Pujol recordaría siempre la frase que marcaba puntualmente el inicio de aquel ejercicio de desgaste: «¡Eh!, rojos, ¿qué os han dado hoy de comer?, ¿otra vez lentejas?». A veces se les respondía con bromas, otras con silencio; en ocasiones, un cruce de disparos ponía fin abruptamente al diálogo[6].

El capitán de la compañía sabía que este truco tan burdo, sin embargo, resultaba efectivo sobre la conciencia de los soldados más debilitados por el hambre y la indisciplina. Prohibió taxativamente responder a aquellas provocaciones, pero eso no impidió que prosiguieran las deserciones. El oficial decidió entonces dar ejemplo con un soldado detenido la noche anterior mientras intentaba pasarse a las filas enemigas. Ante el resto de la tropa fue pasado por las armas y su cadáver expuesto a modo de arenga, como ejemplo del castigo que esperaba a los que quisieran desertar. Esta represalia no hizo desistir a Pujol de su empresa, pero extremó sus precauciones y avivó su instinto para entregarse plenamente a la preparación de su huida.

Durante el día, con la excusa de supervisar el estado de los cables de telefonía, recorría de punta a punta la línea del frente, reteniendo en su memoria qué puntos estaban peor guarnecidos, o quién y a qué hora vigilaba cada zona. Así pudo en poco tiempo tener una idea muy precisa de la situación de las líneas. Por la noche, cuando las voces de las trincheras contrarias iniciaban su provocador monólogo, se orientaba por la procedencia del sonido para identificar cuál podía ser la posición más próxima a la suya. Por prudencia, nunca confesó a nadie sus intenciones, hasta que dos soldados con los que tenía cierta confianza le confesaron que iban a desertar. Lo pensó durante un tiempo y finalmente decidió sumarse a ellos. Años después, todavía mantenía su arrepentimiento por aquella acción:

La verdad es que después del intento y con los obstáculos que se presentaron, llegué a pensar y sigo pensándolo ahora que de estar de nuevo en la misma encrucijada no volvería a cometer semejante acción. Mi paso a las líneas de los nacionales fue la más complicada, comprometida y majadera actitud con la que me he tropezado en toda mi larga y aventurera existencia.

Ocurrió a principios de agosto de 1938[7], a última hora de la tarde, bajo un cielo despejado y demasiado luminoso. Esta claridad, en la que confiaban para orientarse entre el entramado de trincheras, se transformó en su peor aliada, convirtiendo su estudiado plan de fuga en una huida precipitada. En un movimiento atropellado sus dos compañeros salieron velozmente de su puesto, provocando tanto ruido y tal corrimiento de piedras que el centinela se alertó y dio enseguida el alto. Pujol vaciló un instante, pero, rápidamente y armado con dos bombas de mano, saltó desde su posición, perseguido por una patrulla que se había apresurado a seguir sus movimientos entre las sombras que permitía entrever la claridad del atardecer. El miedo le hizo acelerar el paso y perder el sentido de la orientación. Había despistado a sus perseguidores, pero andaba sin rumbo fijo, en busca del río que surcaba el fondo del valle. Cuando llegó a él, se creyó orientado, lo cruzó y subió por una colina pedregosa en la que unos metros más arriba pudo observar un parapeto militar. Cuando se dio cuenta de que había vuelto a las filas republicanas, ya era demasiado tarde. Una lluvia de disparos buscaba el movimiento recortado de su silueta entre los arbustos mientras bajaba la misma colina alocadamente, casi dejándose caer entre zancada y zancada. Al llegar de nuevo al río no tenía ninguna referencia segura y decidió ocultarse en unos cañaverales entre la corriente y la orilla. La patrulla llegó instantes después peinando con los cañones de sus fusiles todos los posibles escondites que hallaron. Pero como tantas otras veces, el azar se puso de su parte. Antes de que llegasen a donde se encontraba, un ruido procedente de la otra orilla alejó a sus perseguidores.

Esperó quince minutos oculto entre los juncos y salió arrastrándose por el suelo. Llegó hasta un pinar próximo y en él halló refugio en un socavón producido por el agua de la lluvia. Agazapado entre los arbustos, consiguió arrancar suficientes hojas y ramas como para ocultarse en la hondonada y taparse con ellas. Tumbado bajo ese manto protector, pasó inmóvil varios minutos de angustiosa espera, mientras la patrulla proseguía celosamente su búsqueda. De repente, oyó aproximarse de nuevo el eco de sus pisadas hasta detenerse a no más de cinco o seis metros de distancia. Intentó controlar su respiración para hacerla casi inaudible y mantener la rigidez del cuerpo, pero no pudo evitar un sudor frío que le empapó de los pies a la cabeza. Ninguna de las situaciones por las que había pasado era comparable al miedo que le atenazaba. Buscó amparo en sus creencias de católico y a ellas encomendó su suerte. Los soldados aprovecharon que unas nubes habían oscurecido la claridad de la noche para agruparse y fumar un cigarrillo. Tras unos minutos dieron por concluida la búsqueda y se marcharon. Pujol respiró tranquilo. Sus piernas empezaron a temblar para descargar tensión y su sudor paró. Miró entre las matas que le cubrían y pudo ver a los seis hombres que formaban la patrulla alejarse en dirección al puesto de guardia. Aún decidió esperar en su escondite hasta que la tranquilidad fuera mayor.

Cerca de la medianoche, escuchó el recurrente discurso que procedía del lado franquista, pero ahora esa voz le parecía un reclamo salvador, un hilo invisible que le indicaba el camino a seguir. Se levantó con cuidado, dejó las botas y las granadas en el hueco de un tronco y empezó a caminar descalzo para no hacer ruido, orientándose hacia la procedencia del sonido. La ladera estaba escalonada en distintas alturas, en un sinfín de bancales utilizados por los agricultores para aprovechar la pendiente como terreno de plantación. Pujol comenzó a trepar por estos muros de piedra con los pies desnudos y las pocas fuerzas que le quedaban. Midió cada paso con prudencia, asegurándose metro a metro, mientras los gritos sonaban más próximos. Casi desfallecido, otra voz a escasa distancia a punto estuvo de hacerle rodar de nuevo pendiente abajo: «No te asustes, muchacho, salimos a buscarte, estás a salvo».

Cuando oyó aquellas palabras su primera reacción fue de incredulidad; le parecía mentira haber coronado con éxito su «descabellada y suicida idea». Los soldados franquistas le recibieron con cordialidad. Se encontraba exhausto, pero feliz. Recibió comida, ropa nueva y un reparador descanso durante tres días. En el puesto de mando se reunió con sus dos compañeros de fuga, quienes lograron su propósito con menos avatares que él. Le contaron que, al llegar al bando franquista, alertaron que otro soldado más estaba perdido en el valle. Los oficiales decidieron intensificar esa noche las exclamaciones desde sus trincheras para ayudarle a orientarse y mandaron en su búsqueda a la patrulla que finalmente le encontró. Al día siguiente, otro soldado fugado llegó al campamento y le informó de que esa misma mañana se habían encontrado sus botas y las bombas de mano en el lugar en que él las había ocultado.

Tras un breve descanso, el pequeño grupo de desertores fue sometido a intensos y largos interrogatorios en la sede del alto mando de la división, a cuyo frente estaba el general Solchaga. Posteriormente fue embarcado junto a otros soldados en vagones de carga y trasladado primero a Zaragoza y después, para su sorpresa, al campo de concentración que el Gobierno franquista había habilitado en las instalaciones de la Universidad de Deusto (Vizcaya)[8]. Pujol se vio de nuevo retenido contra su voluntad por el bando en el que pensaba encontrar su liberación. Describía sus anhelos en términos de «una vida normal» en la que pudiera dejar atrás la clandestinidad y el engaño. No fue así. El trato recibido y el ambiente represor que percibió en la zona nacional le hicieron darse cuenta de que aquella vida distaba mucho de sus esperanzas.

Cuando llegó a Deusto, la amplitud del campus universitario convertido en prisión se abrió a sus ojos en toda su extensión, y también con todo su horror. Centenares de prisioneros vagaban en harapos por él. Los reclusos se hacinaban en un inmenso patio interior, alrededor de una fuente central, siempre saturada de prisioneros sedientos, que servía tanto para lavarse como para beber. Las antiguas aulas se habían convertido en pabellones diáfanos donde los presos dormían sobre las tablas del suelo. La disciplina era estricta y el talante de los guardias, vejatorio. Poco después de ingresar fue trasladado a la enfermería con una fuerte dolencia estomacal. Vomitaba cuanto comía y durante varios días su único sustento consistió en leche, agua y caldos. Veterano en la labor de supervivencia, aprovechó su estancia en la clínica para intentar mejorar las condiciones de su cautiverio o intentar salir de él. Vendió a uno de los soldados una lujosa pluma estilográfica que había conseguido conservar hasta entonces. Con estas monedas compró una pluma más barata, papel y sellos. Escribió a todos aquellos que podían responder por él avalando su trayectoria. La mayoría de las cartas iban dirigidas a los familiares de su madre en Granada, pero nadie en quien confiara respondió. Recibió promesas vagas, en algún caso dinero, pero no una visita salvadora que le permitiera salir de Deusto. Encontró respuesta en quien menos lo esperaba.

El padre Celedonio, hermano superior de la orden de San Juan de Dios, ejercía entonces como director del hospital psiquiátrico de Palencia. Era también un antiguo amigo de su padre, asiduo benefactor del hospital infantil de San Juan de Dios de Barcelona en la época en que el padre Celedonio había sido su responsable. Al estallar la Guerra Civil, permaneció oculto en el domicilio de los Pujol hasta que pudo pasarse al bando franquista. Enormemente agradecido por ese gesto, se presentó en el campo para conocer la situación de Juan.

Quedó impresionado por las condiciones de vida en aquel lugar y el estado personal en el que se encontraba. Antes de regresar a Palencia pasó por Burgos decidido a obtener su liberación, consciente de que su mera presencia ya era un aval de peso a favor del recluso. Habló personalmente con todas las autoridades competentes en la excarcelación de prisioneros e hizo reiterados juramentos de responder personalmente del comportamiento político y religioso de su protegido. Tres días más tarde llegó a Deusto su orden de excarcelación. Pujol no supo cómo agradecer su gestión. La alegría era tal que incluso olvidó por unas horas sus problemas de salud, dolencias de las que se recuperó parcialmente durante una semana de reposo junto al padre Celedonio en el hospital de Palencia. Todavía se encontraba débil cuando recibió la citación militar que le obligaba a incorporarse al cuartel de San Marcial en Burgos, el mayor centro de reclutamiento de las tropas franquistas.

En su primer reconocimiento médico, ya en la capital castellana, se le diagnosticó bronquitis aguda y fue enviado al hospital militar de San José de Burgos, donde permaneció ingresado doce días. Sin embargo, la salud no sería el último de sus problemas. Al alistarse en el cuartel de San Marcial había señalado que durante el servicio militar prestado en 1933 obtuvo la graduación de alférez. Su expediente fue remitido a un juzgado de instrucción militar que, a su vez, designó a un teniente coronel para investigar el caso. Sus referencias fueron comprobadas detalladamente y el SIPM[9] investigó todos los aspectos de su declaración, así como su origen y su militancia política en el pasado. Después de un arduo proceso fue exculpado de cualquier responsabilidad con el reconocimiento implícito de su rango de alférez. Mientras se decidía su destino, se le concedió libertad de movimientos, con la obligación de pernoctar en el cuartel. Esta espera, que él deseaba que fuera eterna, se prolongó varios meses realizando algunos servicios en retaguardia como enlace entre distintos centros de mando, siempre en las proximidades de Burgos.

Aún convaleciente, empezó a frecuentar una institución llamada Frente y Hospitales, una entidad de descanso y recreo para militares atendida por las hijas de las más acomodadas familias burgalesas, cuya aportación al esfuerzo de guerra consistía en acompañar y animar a los soldados lisiados o de permiso que acudían al centro. Pujol comenzó a ser uno de sus asiduos visitantes. Alejado del ambiente castrense del cuartel, se desahogaba charlando con otros compañeros y jugando a las cartas, uno de sus pasatiempos favoritos. Allí también conoció a una joven que con el tiempo se convirtió en su madrina de guerra. Ésta no sólo era una abnegada católica de buena familia y costumbres conservadoras, sino también una influyente secretaria del Ministerio de la Guerra, que dirigía el general Dávila, a quien conocía personalmente y al que le unía cierta amistad. Una relación privilegiada que sería decisiva para Pujol. La suerte volvía a estar de su lado.

En el transcurso de estos meses, republicanos y franquistas libraron la batalla del Ebro, iniciada la noche del 24 al 25 de julio como el último intento republicano de restablecer sus líneas y contener el avance franquista. La ofensiva se desarrolló como una sucesión de ataques y contraataques inicialmente favorables al ejército republicano, que pudo avanzar al sur del río Ebro tras la victoria en Gandesa (Tarragona). Franco contraatacó el 20 de octubre, recuperando en unas semanas las posiciones perdidas y obligando a retroceder al ejército republicano. Uno de los últimos objetivos en caer en manos del general Yagüe, el 14 de noviembre, fue Fatarella, el pueblo que daba nombre a la sierra en la que Pujol había huido del frente y de la batalla que hubiera tenido que librar en caso de haber permanecido allí. El día 18 las tropas franquistas entraron en Ribarroja, última cabeza de puente de los republicanos. El esfuerzo desesperado del ejército popular por alterar el curso de la guerra en una batalla decisiva no sólo resultó estéril, sino que la derrota precipitó la caída de Cataluña y el final de la Guerra Civil[10]. Tarragona fue ocupada por las tropas de Franco el 15 de enero de 1939 y Barcelona el 26 de ese mismo mes.

La victoria en el Ebro y el inicio de la ofensiva en Cataluña fueron recibidos en Burgos con la euforia del triunfo final. A principios de diciembre de 1938 se organizó una manifestación para celebrar el avance franquista. De la sede de Frente y Hospitales partió un nutrido grupo de soldados, en el que se encontraba Pujol, con destino al edificio de la Capitanía General, punto de reunión de todos los manifestantes. Una multitud de militares, requetés, falangistas y civiles se concentró, eufórica, vitoreando el nombre de Franco, en medio de un estallido de consignas y aplausos. Durante la celebración, Pujol conoció a un catalán, integrante del tercio requeté de Montserrat, con el que se intercambió el gorro; él se caló la boina roja carlista y el requeté su gorra militar. Sabía que ese tipo de intercambios entre militares y milicias estaba prohibido por las ordenanzas, pero no podía imaginar su repercusión posterior. El gesto fue presenciado desde el balcón de la Capitanía por el comandante del cuartel de San Marcial. Al regresar por la noche, el oficial llamó a Pujol a su despacho. Serio e inflexible, primero preguntó, después le reprochó su actitud y, por último, le abofeteó hasta hacerle tambalear. Sin darle tiempo a reaccionar, le arrancó violentamente sus galones de alférez y le envió a una celda de castigo.

Una vez más la realidad superó su capacidad de sorpresa. Degradado y de nuevo arrestado, veía peligrar su cómoda situación de oficial en retaguardia por un acto inofensivo, abocado a que sus momentos de felicidad surgieran como pequeños paréntesis en una cadena de imprevistos. Una madrugada fue despertado y llevado a un barracón donde unos cincuenta soldados preparaban los correajes y las armas para ir al frente. Su destino era Aragón. Varios camiones les trasladaron a la estación y allí subieron a un tren repleto de militares y artillería. Apoyado sobre la ventana de aquel vagón que abandonaba Burgos, Pujol empezó a pensar en las alternativas que tenía, y todas le conducían inevitablemente a su madrina de guerra. No había otra persona con las suficientes influencias para anular la decisión de un comandante en tiempo de guerra.

Al llegar a Calatayud aprovechó una parada del tren para telefonear y contarle lo ocurrido. Pujol continuó el viaje, con la esperanza depositada en ella. Su semblante se tornó adusto y pensativo, muy distinto al talante jovial con el que bromeaba el resto de la tropa al pensar que aquél podía ser uno de sus últimos destinos en una guerra cuyo final intuían próximo. Su última parada era un pequeño pueblo enclavado en la sierra de Santa Cruz, unos cien kilómetros al sur de Zaragoza, en la comarca del Campo de Daroca. Cuando se presentó al capitán de la compañía, tuvo la oportunidad de explicarle su caso y anunciarle que esperaba su inmediato regreso a Burgos. Tres semanas después llegó la orden de volver y presentarse de nuevo ante el teniente coronel que había instruido su caso. Le fueron devueltos sus galones y, para evitar más incidentes, dejó de dormir en el cuartel de San Marcial. Desde entonces, y durante los escasos tres meses que aún duró la guerra, alquiló una habitación a un matrimonio que vivía cerca del puente de San Pablo.

En sus paseos reanudados por el bulevar burgalés del Espolón se cruzó en más de una ocasión con el comandante que le había degradado. Nunca le hizo el más mínimo comentario, pero su mirada mostraba una vanidad elocuente. Se sentía orgullosamente resarcido de su arrebato de ira. De forma ocasional, también se alojó en el hotel Condestable de Burgos, donde conoció a una joven gallega de Lugo, Araceli González, voluntaria en el hospital de Santa María de Lugo durante la primera fase de la Guerra Civil, con la que se casaría meses después. Pero el huésped más ilustre que entonces residía en el hotel era el influyente corresponsal del diario británico The Times, recientemente condecorado por Franco. Bajo su apariencia de periodista, Kim Philby trabajaba ya activamente para la Unión Soviética. No parece probable que ambos coincidieran, menos aún que se conocieran personalmente, pero esta proximidad le habría resultado cómica al flemático Philby de haber sospechado que ese modesto alférez de ademán risueño sería, dos años más tarde, su principal preocupación como responsable de la sección ibérica del servicio secreto británico[11].

Pujol prolongó su estancia en Burgos hasta el final de la guerra, el 1 de abril de 1939. Después obtuvo un permiso para ir a Barcelona, donde se reencontró con su familia tras casi tres años de ausencia. Semanas más tarde viajó a Madrid para asistir al desfile de la victoria y recibir la licencia del ejército como alférez. Había sorteado su propio destino, consiguiendo con terquedad y suerte el propósito de eludir la guerra. No volvió a vivir en Barcelona, ni tampoco regresó a la milicia. Su vida militar había terminado. A partir de ahora otra muy distinta y no menos intensa le esperaba en Madrid.