Una lápida neutra y gris reposa bajo el cielo abrasador de Choroní, en el Caribe venezolano. Ningún epitafio, ninguna leyenda reivindica la identidad de la persona que allí yace. Simplemente hay un nombre y dos fechas: Juan Pujol García, 14-2-1912/10-10-1988. Un paréntesis de 76 años que por sí mismo no revela ningún interés, pero que, añadido a ese nombre y a esos apellidos, sugiere a quien le conoció la evocación de una vida excepcional.
Un camino angosto y polvoriento da acceso al camposanto. El anonimato del lugar y la modestia de la tumba sobrecogen por la sensación de desamparo y soledad. Impresionan tanto como el silencio absoluto, casi audible, sólo interrumpido por el murmullo lejano del mar y por un calor absorbente que aún acentúa más la extrema dejadez del cementerio, expoliado por los continuos robos que han dejado tras su tétrica rapiña un rosario de lápidas mutiladas. La de Pujol es una de las pocas que ha resistido intacta la profanación y la corrosión del salitre con que el aire procedente de la costa suaviza la asfixiante sensación de ahogo. Su nombre, forjado en letras doradas sobre el granito, aún mantiene el brillo original sobre el que se refleja el sol siempre poderoso de Choroní, como si con su luz quisiera pulir su memoria, casi descubrir al visitante inadvertido, a modo de jeroglífico indescifrable, la identidad de aquella tumba.
A su lado, discretamente, sin lápida, reposa su mujer: Carmen Cilia. Enfrente, una de las tumbas saqueadas por los robos acoge el cuerpo inerte de su hija, fallecida en 1975, a los veintidós años de edad. Todos en Choroní conocen el secreto que oculta este trío de nombres anclado para siempre en la historia de este pequeño enclave caribeño. El señor Pujol, como allí era conocido, es casi una institución en el imaginario colectivo, una leyenda que se ha ampliado y extendido al amparo de conversaciones repetidas, recuerdos rescatados del olvido y rumores nunca confirmados que el tiempo convirtió en verdades indiscutibles, transmitidas ahora al turista con una mezcla de admiración y orgullo, convertidas en un atractivo más con el que completar la estampa idílica de playas paradisíacas y arquitectura colonial.
Pero pocos conocen realmente la historia que hizo de aquel hombre reservado y amable una pieza clave en la estrategia aliada durante la Segunda Guerra Mundial. Menos aún, si fue cierto o no el mérito que se le atribuye de haber salvado miles de vidas, propiciando desde su actividad como agente doble el éxito del desembarco en Normandía. Para ellos fue durante toda su vida, casi hasta su muerte, cuando el secreto fue desvelado, un vecino más; un venezolano de adopción que descubrió en el encanto de Choroní el fin de una larga etapa de nómada perpetuo a la búsqueda de un destino definitivo. Aquél fue su oasis particular, pero también su ruina económica. Allí vivió algunos de sus años más felices e intensos, días de proyectos efímeros segados por la fatalidad.
Cuando Choroní aún representaba para él una ilusión próspera, solía acudir al final de la tarde a contemplar la puesta de sol desde el malecón de Puerto Colombia. Con la mirada ausente, fija sobre el horizonte, recobraba la lucidez de una memoria casi fotográfica. Era su modo de convertir el pasado en presente, de revivir en el mutismo de su soledad hechos que no quería desterrar de su recuerdo pero que tampoco podía ni quería compartir.
Cuatro años antes de su muerte, Pujol todavía proyectaba sobre su pasado la misma discreción, el mismo silencio cómplice desde el que supo construir su imagen de espía insustituible y eficaz. Aquel anciano era entonces el único testimonio del misterio en el que había convertido su vida. Su memoria mantenía intactos fechas y nombres. Su experiencia hubiera sido difícil de olvidar para cualquiera, más aún para un hombre meticuloso y fiel a su recuerdo como él. Fiel también a su trayectoria y a las circunstancias que habían hecho de su vida un juego ambiguo: combatió en ambos bandos durante la Guerra Civil española, fue el más decisivo agente doble durante la Segunda Guerra Mundial, tuvo dos vidas, dos familias, e incluso dos muertes. Nadie hubiera imaginado semejante biografía en aquel emigrante español, enjuto y menudo, más reconocible en su faceta de modesto comerciante (que también fue) que como el hombre que atesoraba tales secretos.
Quizá ese aspecto anodino, su escasa estatura, su constitución delgada, su carácter afable, tranquilo, y su talante educado actuaron como un eficaz escudo protector contra cualquiera que hubiera sospechado su verdadera identidad. Aquel hombre distaba mucho del perfil asignado instintivamente a un espía. Sólo su mirada ágil, despierta, y unos ojos pequeños pero sorprendentemente brillantes y observadores, delataban una astucia innata acentuada por años de trabajo clandestino.
Con el tiempo, Pujol supo curtir una personalidad en la que combinaba a partes iguales el sentido del humor, su habilidad para relacionarse y aparentar, su don de gentes, y una capacidad para el disimulo y el engaño que le convirtieron en un consumado actor, merecedor del apelativo con el que fue bautizado en 1942 por el servicio secreto británico: Garbo.
En 1984 Pujol vivía en la casa de su hijo Carlos Miguel en el municipio de La Trinidad, en Caracas (Venezuela). Él y su mujer, Carmen Cilia, se habían trasladado desde Lagunillas, en la costa oriental del lago de Maracaibo, hacía apenas un año. A los 72 años, su vida había adquirido por primera vez la placidez sin prisas del jubilado; se dedicaba a leer, a pasear y, sobre todo, a cuidar de sus nietos. La casa se asienta sobre una pequeña colina que agrupa una hilera de construcciones bajas, de clase media, todas blancas y muy parecidas, alejadas del bullicio de la vertiginosa Caracas. Lo primero que llama la atención al acceder a la entrada es un nombre escrito en letras de metal sobre la puerta: «Los Pujol». Lo segundo, ya en su interior, es un amplio patio con vistas a los cerros caraqueños, desde donde siempre sopla una brisa refrescante que se extiende por todas las estancias. Amontonada entre varios trastos viejos, casi con espíritu de reliquia, una vieja televisión acumula polvo y años, enmarcada en un enorme mueble de madera. En esta televisión, Juan Pujol revisó, con la curiosidad de quien se siente descubierto, alguna de las numerosas entrevistas que le hizo la televisión venezolana a finales de los ochenta. Es una de sus pocas propiedades que aún se conservan. La otra es un maletín de cuero negro que guarda en su interior algunos de sus documentos y objetos personales, entre ellos la medalla de Miembro del Imperio Británico (MBE), la gratificación más preciada que obtuvo y conservó de aquellos años.
En esa época su hijo Carlos Miguel aún desconocía el pasado de su padre. Éste sólo había desvelado alguna de sus actividades ante su mujer y su hijo menor, Juan Carlos, hacía muy pocos años. Al calor de las tediosas noches de Lagunillas, Pujol solía iniciar algún monólogo esclarecedor en el que empezaba hablando sobre la Guerra Civil española y acababa revelando que había tenido algún vínculo con los servicios de información en Londres durante la Segunda Guerra Mundial. Lo comentaba con tal naturalidad y parquedad de detalles que pocas veces despertó la curiosa inquietud de ambos o, en todo caso, motivó alguna broma descreída como respuesta. Sin embargo, ya habían pasado cuarenta años y su mente se deslizaba por sus propios recuerdos de forma relajada, casi inconscientemente, sin la angustia del miedo. El tiempo parecía apremiarle a rescatar del olvido aquello que siempre silenció.
Inmerso en este dilema, Pujol ignoraba la búsqueda que unos años antes había iniciado Nigel West, un escritor británico especializado en tramas de espionaje[1]. West leyó por primera vez una referencia sobre Garbo en 1972, en el libro de sir John Masterman The Double Cross System in the War of 1939-1945. Sólo se detallaban pinceladas genéricas sobre su actuación, pero lo suficientemente elogiosas como para generar un mayor interés: «Los conocedores de los agentes dobles siempre han considerado que el caso Garbo fue el ejemplo supremo de su arte». Un año después, otro libro —The Counterfeit Spy, del periodista Sefton Delmer— ofrecía más claves sobre la actuación del espía español durante la guerra, pero daba por buena la versión de que había muerto de malaria en Angola en 1949. West nunca creyó completamente esta hipótesis. Su intuición le dictaba que parecía una muerte de manual, propia de quien quería desaparecer con la protección de una excusa indemostrable. Buscó más información, pero todos sus intentos fueron inútiles hasta que en 1981 consiguió entrevistarse con Anthony Blunt. Blunt había trabajado durante la guerra para el MI5 y estaba considerado uno de los mayores expertos de arte del Reino Unido. De hecho, durante muchos años se encargó de conservar el patrimonio artístico de la Casa Real británica. Pero Blunt era sobre todo famoso desde hacía año y medio al desvelarse su verdadera identidad como espía soviético vinculado al círculo de Cambridge. Refugiado en su apartamento londinense, Blunt aceptó entrevistarse con West, a condición de que la información que le facilitara no fuera divulgada hasta después de su muerte. Confesó haber conocido ampliamente la Operación Garbo, incluso admitió que en una ocasión cenó con el agente español y con Tommy Harris en el restaurante Garibaldi de Jermyn Street, pero no pudo aportar más detalles sobre su paradero o su nombre auténtico, excepto que creía que se llamaba Juan o José García[2].
Con los datos que pudo conseguir, West publicó un libro sobre el MI5 en el que se incluían diversos detalles sobre Garbo. Uno de sus lectores fue Desmond Bristow, jefe de la estación del MI6 en Gibraltar durante la guerra, y a partir de 1947 responsable del mismo departamento en Madrid. Desde su retiro en Frigiliana (Málaga), Bristow leyó el libro y envió una carta a Nigel West en marzo de 1984 anunciándole que había trabajado muy estrechamente con el agente catalán. Ambos se reunieron en España y gracias a él supo que su verdadero nombre era Juan Pujol García y que había nacido en Barcelona, pero desconocía dónde vivía o simplemente si seguía vivo.
El siguiente paso de West fue ponerse en contacto con un profesor de inglés residente en Barcelona, José Escoriza, quien en alguna ocasión previa ya había colaborado con él[3]. Escoriza recurrió a un método básico pero eficaz: telefonear a todos los Pujol García que aparecían en el listín telefónico de la ciudad condal. El 30 de abril de 1984, tras una semana de infructuosas llamadas, retuvo en su memoria la respuesta vacilante de una mujer que finalmente admitió ser su cuñada, viuda de Joaquín Pujol, el hermano mayor de Juan. Aquella mujer se negó a darle más información y le remitió a que hablara con su hijo Juan Miguel. Después de cuatro conversaciones obtuvo la única pista fiable que la familia tenía sobre su paradero en Venezuela, un apartado de correos: Carmelitas 4033, Caracas 1010A, Venezuela.
Con la vital información facilitada por Escoriza, West dirigió su búsqueda al país americano y para ello utilizó a un abogado en Caracas. Éste transmitió los detalles a su hermano, César Díaz, un empleado de Radio Caracas Televisión que vivía entre Miami y la capital venezolana. Lo primero que hizo fue enviar varios telegramas al apartado de correos. Ante la falta de respuesta consiguió averiguar el teléfono de Carlos Miguel Pujol en el municipio caraqueño de La Trinidad. Un mañana de mayo de 1984 el teléfono sonó en la casa de los Pujol. Su hijo descolgó sin saber que aquella voz al otro lado del auricular desvelaría para siempre el secreto mejor guardado de su padre. Carlos Miguel atendió sorprendido la llamada de César Díaz, quien, tras explicarle algunos detalles, le preguntó si su padre podría hablar con un escritor inglés interesado en conocerle. La respuesta fue afirmativa. En una segunda ocasión West y Juan Pujol conversaron personalmente, ambos en inglés. El escritor le sometió a varias preguntas para confirmar con certeza si era la persona que buscaba. Cuando ya no tuvo ninguna duda sobre su identidad, intentó convencerle para divulgar su historia y viajar a Inglaterra. Pujol no adoptó ninguna decisión en ese momento. Quería conocer primero a West y obtener ciertas garantías. Quedaron en verse el 20 de mayo en Nueva Orleans (EE UU).
Acudió nervioso a la cita. Sabía que si desvelaba su pasado no sólo arriesgaba su seguridad, sino también el cómodo anonimato en el que se había refugiado durante la mitad de su vida. Entró en el hotel venciendo todos sus temores. Con paso firme y sonrisa de educado anfitrión saludó efusivamente a Nigel West. Éste reaccionó con asombro tras conocer al misterioso y escurridizo espía que buscaba desde hacía doce años. El encuentro se desarrolló según lo previsto. Pujol cedió ante las promesas de reconocimiento público que West le garantizó y empezaron a perfilar la publicación de un libro conjunto sobre su extraordinaria vivencia. Hubo dos cuestiones adicionales que terminaron por vencer sus reparos: ninguno de sus contactos alemanes, de los que hubiera podido temer alguna represalia, seguía vivo, y además, el marido de la reina de Inglaterra, el duque de Edimburgo, quería conocerle personalmente y entregarle de forma solemne la medalla de Miembro del Imperio Británico (MBE) con la que el MI5 le premió secretamente en 1944.
No supo ni quiso rechazar el tentador escenario que se dibujaba en su futuro inmediato. A pesar de su vida modesta y sencilla, asumió con rapidez la notoriedad que le esperaba y el papel de héroe con que toda la prensa británica le acogió. Acudió a sus mejores recursos para afrontar un regreso al pasado que, en esta ocasión, le iba a deparar algunas de las mayores satisfacciones de su vida.
Llegó a Barcelona el 27 de mayo de 1984. Ni siquiera entonces reveló a su familia el motivo real de la visita. Admitió que acudía al Reino Unido a recibir una medalla, pero alegó que la concesión se debía a los méritos contraídos como suministrador de carne del ejército británico durante la guerra. Una excusa tan inverosímil que su propia familia no la creyó[4]. Dos días después, a una semana del cuadragésimo aniversario del desembarco de Normandía, viajó a Londres. Familiarizarse de nuevo con la ciudad que tanto representó en su vida constituyó el mayor cambio al que tuvo que adaptarse. En contraste con el secretismo que acompañó su primer contacto con la capital británica, en abril de 1942, esta vez el recibimiento fue muy distinto. Uno de sus primeros compromisos fue una audiencia privada con el duque de Edimburgo, celebrada el 3 de junio de 1984.
La entrada al palacio de Buckingham significó acceder a otro misterio más, éste revestido de un protocolo que Pujol se esforzó por respetar sin ocultar la curiosidad que sentía mientras aguardaba en un gran salón, ampliado en sus dimensiones por un silencio casi reverencial, en el que cada pequeño sonido adquiría la dimensión de un eco delator. Las audiencias estaban reguladas por un estricto control en el que cada visita tenía un tiempo máximo adjudicado de diez minutos. El marido de la reina de Inglaterra recibió con un caluroso saludo a este español de quien tanto había oído hablar en las últimas semanas. No fue una audiencia más, ni la atención que prestó a sus explicaciones procedía de un educado pero falso interés. En el momento de imponerle la medalla tampoco se guió simplemente por la solemnidad oficial. Antes de concluir le pidió que aclarara una duda que inquietaba su curiosidad por encima de todas las demás: «¿Por qué usted, un español, hizo todo este trabajo a favor de nuestro país?». El silencio inicial parecía presagiar una respuesta complicada, pero Pujol añadió simplemente dos palabras para resumir todos sus motivos: «Por ideales». Cuando la audiencia finalizó, habían transcurrido más de veinte minutos. Abandonó el palacio mientras oía a un funcionario pedir disculpas, por el retraso imprevisto, al resto de las personas que aguardaban. Una vez en la calle se dejó fotografiar, orgulloso, luciendo en la solapa izquierda su insignia dorada con lazo rojo.
Quizá este encuentro le reconcilió con su vanidad de hombre modesto que se sentía recompensado, pero el momento más emotivo lo vivió pocos días después en el Special Forces Club. En una pequeña sala alejada de testigos indiscretos, Pujol se reunió con sus viejos compañeros del servicio secreto que aún vivían y a los que no había visto desde 1945. Allí le esperaban el coronel T. A. Robertson, el coronel Roger Hesketh y Cyril Mills. Todos habían creído durante años que Garbo había muerto, por lo que el reencuentro fue doblemente feliz. Mills le brindó el más emocionado de todos los saludos, resumiendo en él la alegría desbordada y la incrédula sorpresa que le produjo recobrar a un viejo amigo, que ante sus ojos reaparecía casi como un fantasma portador de las esencias de toda una época:
El momento más emocionante fue cuando aparecí en la reunión de oficiales del MI5 que habían trabajado en la sección de agentes dobles. La sorpresa que tuvieron fue mayúscula. Cyril B. Mills, por ejemplo, entró gritando: ¡no puede ser verdad, no puede ser verdad, usted está muerto! Estaba convencido de que había muerto. Me abrazó emocionado y casi nos pusimos a llorar los dos[5].
Tras esta reunión privada le esperaban sus mayores días de gloria. El 3 de junio de 1984 el periódico que había adquirido la exclusiva de su historia, The Mail on Sunday, publicó una primera entrega de la noticia que conmovió al Reino Unido. Con un sensacionalismo nada disimulado, encabezaba la portada de aquella edición un antetítulo en caracteres blancos sobre fondo oscuro: «El espía que regresó de la muerte». Debajo, otro titular en cuerpo aún mayor anunciaba el descubrimiento del mayor secreto del Día D. La foto de Pujol tomada frente al palacio de Buckingham ilustraba ambos titulares, junto a un tercero en tipografía menor explicando que Garbo había sido encontrado. La noticia fue ampliamente comentada en Gran Bretaña. Pujol concedió varias entrevistas a la televisión y a otros medios, pero sin desvelar lo fundamental de un secreto que reservaba para su libro. Al día siguiente los grandes diarios españoles se hicieron eco de la presencia de Pujol en Londres. En su edición del 4 de junio El País tituló: «Garbo, el agente doble que engañó a los alemanes sobre el desembarco en Normandía, era un español, Juan Pujol». Diario 16 anunció: «Un catalán fue el espía doble, Garbo, que hizo posible el día D en 1944».
Ese mismo día su hermana Elena Pujol regresaba en el metro de su trabajo en la Diputación de Barcelona. Una compañera que leía el periódico reparó sorprendida en la noticia que identificaba a un catalán de apellido Pujol como el mayor espía de la Segunda Guerra Mundial. Elena miró el periódico y vio en la foto el rostro inconfundible de su hermano. No hizo apenas comentarios, pero entonces entendió el halo de misterio que, incluso para ella, había acompañado la vida de Juan. Con la misma aparente indiferencia acogió que aquellos grandes titulares eran su modo particular y también sorprendente de revelarles su gran secreto.
El 6 de junio Juan Pujol cruzó el Canal de la Mancha como invitado a la ceremonia conmemorativa del desembarco de Normandía. Las playas de Omaha y Utah nunca habían presenciado tal concentración de autoridades y jefes de Estado. Excepto representantes de Alemania y de la Unión Soviética, se dieron cita los más importantes líderes de los países que habían combatido durante la Segunda Guerra Mundial. Siete jefes de Estado y un primer ministro estuvieron presentes en el homenaje: el presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan, el de Francia, François Mitterrand, la reina Isabel II de Inglaterra, la reina Beatriz de Holanda, el rey Balduino de Bélgica, el rey Olaf de Noruega, el gran duque de Luxemburgo y el primer ministro de Canadá. En el ocaso de la guerra fría, esta celebración cobró una relevancia especial, aunque para la mayoría de los cien mil asistentes representó simplemente un último tributo a los miles de soldados que dejaron su vida en las costas normandas. Inadvertido entre la multitud, Pujol fue testigo de excepción del simulacro de desembarco que se reprodujo en el acantilado de Pointe du Hoc, igual que sucedió cuarenta años antes de forma real, mientras él aguardaba impaciente en Londres las primeras noticias del desembarco para proseguir su calculada labor de engaño. Mantuvo en su retina todos y cada uno de los momentos en los que, desde un segundo plano, asistió como mudo testigo a un homenaje que él brindó la misma noche de la ofensiva, salvando miles de vidas.
El 8 de junio regresó a Venezuela revestido de la fama que nunca antes había disfrutado. Tras una breve estancia, en julio volvió a Europa a escribir sus memorias. Pasó primero unos días en Madrid en compañía del periodista de El País Rafael Fraguas. Con él mantuvo varias entrevistas, a condición de no grabar sus conversaciones ni tomar notas escritas. El testimonio oral de estos encuentros sirvió a Fraguas para elaborar uno de los trabajos más precisos publicados en la prensa española sobre Pujol. Después visitó a su familia en Barcelona y viajó a Londres, a la residencia de Nigel West, para concretar con él algunos aspectos del libro. De regreso a la ciudad condal, realizó una extensa gira con la revista Interviú y la televisión catalana TV3. Durante casi un mes recorrió Madrid Lisboa, Londres y Normandía, visitando todos los lugares que tuvieron alguna relación con su actividad como agente doble[6].
Durante el periodo que permaneció en Barcelona ofreció una multitudinaria rueda de prensa el 10 de septiembre en el hotel Ritz. Ese mismo día también mantuvo una reunión con el entonces presidente de la Generalitat de Cataluña, Jordi Pujol, al que le unía un apellido común y el hecho casual de haber nacido en la misma calle. Preguntado después por ese encuentro y, con cierto sarcasmo, sobre si el presidente le había propuesto que espiara para el Gobierno catalán, Pujol respondió con la misma ironía: «Si me lo pidiera le aconsejaría, claro, aunque Pujol sabe mucho. Me ha contado muchas cosas que yo no sabía. ¿Usted cree que la Generalitat puede tener la necesidad de utilizar espías?»[7].
La proximidad con su ciudad de nacimiento ejerció sobre Pujol el efecto de un talismán. A pesar de la ausencia y de los años transcurridos, Barcelona todavía le cautivaba y le inspiraba. Recrear allí su juventud le resultó tan sencillo como verter sobre el papel un torrente de recuerdos inexorablemente unidos e identificados con sus calles. No fue casual que escogiera la residencia de su hermana Ventura en Xan Cugat (Barcelona) para redactar sus memorias. Disciplinado y escrupulosamente ordenado, optó por no usar la máquina y escribir a mano en un sencillo cuaderno de pastas azules. Su caligrafía revela una letra diminuta y metódica, sin apenas tachaduras ni errores. Su estilo mantenía las mismas señas personales e inconfundibles con que elaboró sus mensajes al servicio de información alemán: denso, barroco, lleno de giros y explicaciones, repleto de opiniones personales, pero siempre con una educada corrección en la descripción de los personajes.
Ante su primer folio en blanco, acudió a una frase breve y reveladora con la que iniciar su manuscrito: «En la vorágine del tiempo, aún con la facultad de pensar, siento la nostalgia de aquellos tiempos pasados al lado de mi progenitor, mi padre y protector»[8]. Esta idealización del padre muerto cincuenta años antes le hizo retroceder a una fría mañana de invierno, hasta un remoto 14 de febrero de 1912, la fecha de nacimiento que siempre constó en sus documentos oficiales. No obstante, en el Registro Civil de Barcelona quedó inscrito el 1 de marzo, declarando su madre, Mercedes García Guijarro, que había nacido dos días antes, por tanto, el 28 de febrero de 1912. Juan Miguel Valentín García Guijarro, su primer nombre, fue registrado como hijo natural.
Su madre, de 26 años, había nacido en el municipio granadino de Motril, desde donde emigró a Barcelona a los ocho años. De ella heredó su aspecto menudo, su constitución delgada y también ese gesto cómplice de mirada irónica que siempre tuvo. Era una mujer hermosa, alegre y elegante, conocida por la devoción católica de su familia granadina, apodada «los Beatos». A pesar de su ascendencia andaluza, Mercedes asumió con entusiasmo la identidad y la cultura de su nueva tierra. Aprendió a hablar catalán perfectamente, el idioma habitual en el hogar de los Pujol, y pronto adquirió como propias las costumbres catalanas sin olvidar por ello su origen andaluz.
Su padre, Juan Pujol Pena, era un próspero empresario nacido en Barcelona y cuya familia procedía de Olot (Girona). Desde joven supo introducirse con éxito en la floreciente industria textil catalana y llegó a poseer la mayor empresa de tintes de la ciudad: Juan Pujol y Compañía, ubicada en el barrio de Pueblo Nuevo y «famosa por sus tonalidades oscuras y el acabado negro azabache de los tejidos». Pujol padre fue una excepción en los círculos empresariales de la convulsa Barcelona de principios de siglo. Su talante abierto y solidario, su formación humanista y su carácter afable le granjearon las simpatías de quienes le conocieron y trabajaron para él. Juan Pujol Pena y Mercedes García Guijarro vivieron en el segundo piso del número 70 de la calle Muntaner, muy cerca de la plaza de Cataluña, el centro neurálgico de Barcelona y una zona emblemática de la burguesía catalana que aún hoy conserva el aire señorial de su pasado reciente.
Pujol dejó de escribir. Quería recordar un detalle que siempre conservó de aquella casa, la referencia a la que gráficamente había asociado su infancia. No era otra que una vía del ferrocarril próxima a su vivienda por donde circulaban los trenes con destino a lo que hoy es la estación de Francia de Barcelona. Recordó con nostalgia el sonido evocador de la locomotora y sus primeros anhelos de evasión y aventura. Siguió sin escribir. Dudó durante un instante, sorprendido de sus propios recuerdos. Le pareció demasiado ridículo que un hombre de su trayectoria todavía conservara aquella anécdota como una foto fija que resumía toda su niñez. Prefirió no citarla en el libro, pero en un instante cambió de opinión; creyó que si aquella imagen había pervivido en su memoria merecía estar en su biografía.
En la finca ya no queda ningún rastro de los Pujol García. El edificio original fue demolido y en su lugar se construyó recientemente un inmueble de viviendas. Pero allí nacieron y vivieron durante sus primeros años los cuatro hijos del matrimonio: Joaquín (1908), Buenaventura (1910), Juan (1912) y Elena (1914). Cuatro hermanos que conocieron la comodidad y los hábitos propios de una familia acaudalada, burguesa y católica en la que el padre inculcó sus principios liberales, y la madre una férrea disciplina religiosa.
Foto de familia. Pujol aparece a la derecha, en segunda fila. Su padre, Juan Pujol Pena, en el centro (hacia 1928).
En 1916 Juan Pujol Pena adoptó legalmente a su hijo, quien desde ese momento pudo utilizar Pujol como primer apellido y García como segundo, su nombre definitivo. En 1932 le reconoció oficialmente como hijo legítimo en su testamento. Un trámite que sólo impuso legalidad a una paternidad a todas luces evidente, dado el parecido físico, casi idéntico, entre padre e hijo. En su biografía prefirió pasar por alto esta y otras circunstancias personales. No quería que su ámbito más íntimo traspasara las fronteras de su privacidad. Únicamente violó esta regla para describir algunos momentos especialmente emotivos, y también para rendir un emocionado recuerdo a su padre. En su vejez fue más consciente que nunca de la influencia que había ejercido sobre él. Sus elogios evidencian admiración. De él aseguró que «fue la persona más noble, honrada y desinteresada que conocí». En sus palabras y en sus ideas se reconoció heredero de ese mismo talante.
Tras escribir esa frase quebró su gesto severo, asomó en su rostro una sonrisa cínica y se adentró en su faceta más incorregible de niño testarudo e indomable de su primera infancia. Era así. Tenía esa facilidad para pasar de la solemnidad al sentido del humor abierto y llano, casi sin transición. Siempre supo conciliar la dualidad de un mismo carácter; serio pero con una espontánea facilidad para la broma, noble pero a la vez astuto, sincero sin por ello traicionar sus cualidades de buen diplomático; a veces terco e impulsivo, casi siempre, en su madurez, sereno y reflexivo. Sabía que ese carácter sosegado y tranquilo era la antítesis forzada del espíritu rebelde que hizo de su infancia un auténtico quebradero de cabeza para sus padres. Cansados de la actitud caótica de su hijo, decidieron internarle en el colegio Valdemía de los hermanos maristas de Mataró. Tenía siete años, y los cuatro que duró el régimen de internado le parecieron un castigo insufrible. Con él ingresó su hermano mayor, Joaquín, a quien sus padres confiaron la labor de cuidar y, sobre todo, de vigilar a Juan. El joven alumno confirmó allí su mediocridad como estudiante. No destacó en ninguna asignatura, si bien mostró un mayor interés por las humanidades que por las ciencias. Le interesaban especialmente la geografía y la historia. Poco a poco se perfilaron en el joven estudiante muchas de las habilidades que desarrollaría en el futuro con tenacidad autodidacta. A pesar de su discreto expediente académico, Juan Pujol sería recordado años después como una persona bastante culta, gran lector, apasionado de la historia y con una sorprendente facilidad para los idiomas que le permitió hablar cinco lenguas: castellano, catalán, inglés, francés y portugués.
Sentado en la amplia terraza de la casa de su hermana Ventura, continuó redactando sus memorias. Reconstruyó su vida a golpe de memoria, de relatos oídos a sus padres y a sus hermanos, escuchados con la inconsciencia de un niño ajeno al mundo adulto, pero que, al recordarlos de nuevo mientras escribía, le situaban con alivio ante una ciudad muy distinta de la Barcelona violenta que conoció en su adolescencia.
La capital catalana era en el primer tercio de siglo una metrópoli de casi un millón de habitantes, sacudida por la tensión social y política. Los elementos más extremos de la clase obrera y del empresariado, respaldado éste por el poder político, convirtieron la ciudad en un escenario de la lucha de clases en su manifestación más violenta. Esta disputa social y el rechazo político a la guerra que se libraba en el norte de África fueron el germen de numerosos episodios sangrientos, cuyo reflejo más dramático fue la Semana Trágica de 1909. La agitación sólo conoció un pequeño receso durante la prosperidad que vivió Barcelona al amparo de la neutralidad española durante la Primera Guerra Mundial. Las revueltas se reanudaron tras la primera huelga general, convocada en 1917, y se recrudecieron en la primera mitad de la década de los veinte. El pistolerismo de uno y otro bando se adueñó de las calles dejando en ellas una estela de muertos y resentimiento social. Una auténtica batalla urbana alentada en buena medida por el gobernador civil de la provincia, Severino Martínez Anido[9], responsable de un régimen de represión sin precedentes contra el movimiento obrero en general y el anarquismo en particular.
Fueron años difíciles para la familia Pujol García, sometida involuntariamente a la presión de una lucha a la que siempre fue ajena, pero a la que parecía abocada por la simple pertenencia a la alta burguesía. Juan Pujol Pena asumió con estupor y tristeza el rechazo más absoluto a la violencia de uno y otro signo. Desde entonces militó en un convencido pacifismo y en un desconfiado recelo hacia la clase política, que siempre le mantuvo alejado de cualquier compromiso partidista. Su reacción ante aquella espiral de crímenes fue inculcar esas mismas ideas en sus hijos. Juan asumió como propios estos principios y en ellos basó muchas de las decisiones que tomó durante los años siguientes. Para huir de este clima de tensión, la familia Pujol decidió abandonar el centro de la ciudad y trasladarse a un área más tranquila. Escogieron la zona del Putxet, al norte de Barcelona. Primero compraron un piso más amplio en la calle Septimanía, próxima al Tibidabo, y después se mudaron al que sería su hogar definitivo en la calle Homero, donde aún reside una de las hermanas de Juan. Este cambio coincidió con la salida del internado de los dos hermanos varones y su ingreso en el colegio de los hermanos de la Doctrina Cristiana, más conocido como el colegio de La Salle «Josepets», a escasamente cincuenta metros del domicilio familiar.
El colegio de La Salle fue sólo un breve paréntesis en su largo peregrinar por diversos centros religiosos. El último fue una escuela situada en la calle Aribau. Su director era Mosén Josep, amigo de la familia y habitual compañero de cartas y tertulia del padre de Juan. Esta relación no hizo más fácil la estancia del joven Pujol, siempre fiel a su acreditada fama de alumno díscolo y conflictivo. Si el internado se le hizo insoportable, aquí las clases le resultaban «pesadas, largas e insípidas», tanto que su paciencia estalló tras una acalorada discusión con uno de los profesores. Ese día regresó a casa determinado a no continuar los estudios. Hastiados de tanta rebeldía, sus padres aceptaron su renuncia, pero le exigieron que buscara un trabajo. Por imposición o por decisión propia, Pujol nunca se interesó por la fábrica de su padre, ni encontró en ella la oportunidad laboral que deseaba.
Con poco más de quince años prefirió buscar un primer empleo como aprendiz en una ferretería del barrio gótico de Barcelona. Su trabajo consistía en limpiar y atender el negocio. Aquel oficio le resultó tan poco atractivo que en apenas unas semanas lo abandonó y reconsideró volver a los estudios.
Pujol a principios de los años treinta en Barcelona.
Éste fue sólo uno de los muchos cambios abruptos y sorprendentes tan habituales en él. A la confusión normal de un adolescente, Pujol añadía una testarudez a prueba de consejos que le hacía entregarse con vehemencia cada vez que su instinto, o su inquietud, creían haber descubierto una idea reveladora. En esta ocasión, su temperamento voluble le inclinó hacia la carrera de Filosofía y Letras, en la que pensó ver entonces su vocación oculta.
Para preparar su acceso a la universidad emprendió un frenético ritmo de estudios. Se convirtió en un lector compulsivo que devoraba con afán autodidacta la amplia biblioteca de su padre. Se entusiasmó por la historia, la literatura, los grandes filósofos, y halló en el estudio de la etimología una actividad fascinante. Sin embargo, su efímera vocación fue interrumpida y finalmente olvidada por una enfermedad que le situó al borde la muerte en 1931. Comenzó con unos fuertes dolores abdominales seguidos de una intensa fiebre. El diagnóstico fue tardío pero acertado: apendicitis aguda. Tres días después de la operación la herida se infectó, y el joven Pujol se debatió en medio de delirios febriles entre la vida y la muerte. Una vez restablecido decidió replantearse su futuro profesional. En un nuevo giro, éste aún más extremo, optó por desterrar los estudios de Filosofía y Letras y apostar por un porvenir más práctico: la avicultura. En 1931 ingresó en la Real Academia de Avicultura de Arenys de Mar, donde consiguió el título tras seis meses de estudios.
Entretanto, el escenario político en España había cambiado tan radicalmente como las aspiraciones laborales del joven Pujol. La monarquía había sucumbido ante el empuje de los partidos republicanos. En las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 los partidarios del cambio de régimen vencieron en las ciudades, aunque en las zonas rurales seguían siendo mayoría los partidos tradicionales. Al día siguiente, el rey Alfonso XIII abandonó el país y el 14 de abril de 1931 se proclamó en España la Segunda República. El alcance de este cambio pasó por el momento relativamente inadvertido a los Pujol. Adscritos a su filosofía apolítica no asumieron mayor compromiso que el de meros observadores de una realidad en la que pronto empezaron a sentirse menos cómodos.
Pujol de uniforme, cuando prestaba el servicio militar en Barcelona (1934).
En 1933, Juan fue llamado a filas para cumplir el servicio militar. Afrontó la vida en la milicia como un mal menor, sin que jamás asomara en él la más mínima vocación militar. Además, el reclutamiento podía ser significativamente más confortable si se disponía de dinero y contactos; y su familia sin duda los tenía. Así fue como Pujol ingresó en el llamado sistema de cuotas, por el que, a cambio de dinero, el paso por el ejército distaba mucho de ser la experiencia dura y cruel que sí representó para otros miles de jóvenes. Fue destinado al 7.° Regimiento de Artillería Ligera en el cuartel de las Atarazanas[10]. El contacto de Pujol con la disciplina castrense se limitó a cumplir algunas obligaciones básicas y a aprender a montar a caballo. Superó el servicio militar sin contratiempos y abandonó el cuartel, en medio año, con su flamante uniforme de oficial de complemento. Todavía no lo sabía, pero estos galones le iban a causar serias complicaciones tres años después.
A los veintidós años y recién licenciado, sufriría como nunca hasta entonces el dolor y la adversidad. El 29 de enero de 1934 murió su padre, a la edad de 67 años. Además del impacto personal que le causó su fallecimiento, el recuerdo de aquel día se le quedó grabado como el instante en que los Pujol, por razones propias y ajenas, traspasaron la frontera de una vida relativamente feliz a otra llena de desgracias y fatalidades. Con él se iba un pasado que Juan Pujol añoraría con nostalgia desde un presente confuso y un futuro incierto. Comenzó entonces a buscar fortuna en aventuras empresariales sin éxito. Una de ellas fue comprar un camión y, junto a su hermano Joaquín, montar una pequeña empresa de transportes. Durante unos meses recorrieron España de punta a punta, pero el proyecto se saldó con importantes pérdidas económicas. También junto a su hermano Joaquín, su mejor amigo y su socio habitual, montó una granja avícola con idéntico y frustrante resultado. Ni ésta ni otras experiencias futuras consiguieron mejorar su balance como empresario siempre fracasado.
Durante los dos años transcurridos entre el fallecimiento de su padre y el inicio de la Guerra Civil pasó largas estancias en Granada junto a su madre y su familia materna. En 1936 su vida se encaminó por una senda más tranquila. Olvidó sus visiones empresariales y comenzó a trabajar como agente comercial en una granja avícola situada en Llinás del Vallés, a unos treinta kilómetros al norte de Barcelona. Se comprometió con una joven, hija de una familia amiga de los Pujol, cuyo padre era representante de una importante fábrica textil en Tarrasa. Pero esta vez no fue el inquieto Juan quien varió su suerte, sino la propia historia de España en vísperas de una contienda fratricida que cambiaría para siempre su futuro. Un futuro inimaginable para este técnico avícola de planes modestos y vida sencilla, sin mayores aspiraciones a sus veinticuatro años que su prosperidad personal. Su vida no volvería a ser la misma tras aquel 18 de julio de 1936.