Prólogo
Araceli, una heroína del siglo XX

Se dice en una canción porteña que un solo traidor vale más que cien valientes y este pesimista proverbio valdrían para Garbo, espía doble, doblemente traidor, si además no hubiera sido un valiente, como se demuestra en el magnífico libro de Javier Juárez. Juan Pujol García se jugó la vida a la ruleta muchas veces, como me contaba Araceli, aquella dama que compartió con él parte de su vida. ¿Quién iba a decirme que aquella mujer primorosa, distinguida, elegante, que conocí en el Casino Gran Madrid de Torrelodones, y con la que surgió una amistad como un verdadero flechazo, era una de las heroínas del siglo XX? Con su sonrisa inocente me cautivó a mí y también fascinó a Garbo, a Kim Philby, el mejor agente soviético de todos los tiempos, a los jefes del espionaje británico, a la CIA y quién sabe si al KGB. Cuando Lisboa era la Arcadia de los espías y Estoril el casino de todas las apuestas de la guerra mundial, Araceli y Garbo le dieron la vuelta al cilindro de la ruleta y después, en Londres, le dieron la vuelta al destino de la guerra.

Gracias a su enganche al juego pude conocer y querer a Araceli, que, en su aparente sencillez, escondía una mujer de acción. La odisea de Garbo sería inexplicable sin la astucia, la belleza y la audacia de esta gran señora a la que encontró Pujol en los meses finales de la Guerra Civil en Burgos, donde estaban los primeros espadas del espionaje mundial.

El libro narra con precisión, ritmo y una magnífica documentación cómo, al acabar la Guerra Civil, Pujol se trasladó a Madrid, donde poco después se casó con Araceli. Los documentos desclasificados, los testigos que recuperaron la memoria secreta, los investigadores, han confirmado en los últimos tiempos que Araceli no se conformó con el papel de Penélope, que tejía y aderezaba pasteles, sino que en realidad fue la Atenea que acompañó a su errabundo marido hasta la Embajada británica primero, la alemana después, y por fin, al servicio secreto inglés. ¿Quién odiaba de verdad a los alemanes, él o ella?

Javier Juárez nos narra cómo una lápida neutra y gris, bajo el cielo abrasador de Choroní, en el Caribe venezolano, esconde los huesos de Juan Pujol García, y también que Garbo fue rechazado primero por los ingleses y después aceptado por los nazis; se sabe menos de la participación de su compañera en los hilos de la mayor invasión por mar y tierra de la historia militar, pero todo indica que ella siempre estuvo en el cuarto oscuro.

Derrotada Francia, Pujol acudió a la legación británica en la calle Fernando el Santo de Madrid para ofrecer sus servicios. Este aspecto no está suficientemente aclarado, ya que otras fuentes aseguran que fue su mujer la que se presentó en la Embajada. Ante la negativa, ¿no sería ella la que se ofreció al Estado Mayor de Hitler?

Detrás de aquel gran hombre había una discreta mujer que se mereció también la Cruz de Hierro y la Orden del Imperio Británico. Y si la destaco en estas palabras previas no es para quitar importancia a Pujol, sino para ofrecer a futuros escritores e historiadores las huellas perdidas de una protagonista que ha sido relegada de la propaganda oficial y que Javier Juárez ha tenido la osadía de sacar del desván de la historia. Pujol y Araceli cambiaron el viento y la fecha del desembarco de Normandía; los dos fueron agentes dobles. Todo lo cuenta en un libro clave, decisivo, Javier Juárez.

Un día Araceli me dijo que quería escribir sus memorias. Así lo cuenta el autor de este libro: «Llegó a iniciar su proyecto junto a su amigo, el escritor y periodista Raúl del Pozo, pero finalmente desistió. Al igual que Pujol, sabía que hay cosas que es mejor no desvelar nunca». Se fue de este mundo con la elegancia con la que se acercaba a la ruleta francesa, y se llevó la caja negra del Día D.

RAÚL DEL POZO