18 de mayo

Lucca, la Toscana

El sonido del móvil despertó a Barbara. Lo cogió enseguida y miró a la otra cama que había en la habitación. Hadiyyah dormía plácidamente, con el pelo desparramado sobre la almohada. Barbara miró el número y suspiró.

—Mitchell —le saludó.

—¿Por qué susurras? —preguntó.

—Porque no quiero despertar a Hadiyyah. Pero ¿qué hora es, por Dios?

—Temprano.

—Eso ya me lo había imaginado.

—Ya sabía que eras muy rápida. Sal. Tenemos que hablar.

—¿Dónde demonios estás?

—Donde siempre: al otro lado de la piazza, en la cafetería, que, por cierto, no ha abierto todavía, y a mí me vendría bien un café. Así que si la signora Vallera no se escandaliza porque salgas al amanecer con una taza de café…

—Ya no estamos en la pensione, Mitchell.

—¿Qué? Barbara, si os habéis largado me las vas a pagar…

—No te aceleres. Todavía estamos en Lucca. Pero no me iba a quedar en la pensione cuando los abuelos de Hadiyyah están a punto de asomar por la ciudad.

—Bueno, ya han llegado. Se alojan en el San Lucca Palace Hotel, por cierto.

—¿Cómo lo sabes?

—Mi trabajo consiste en saber esas cosas. Bueno, mi trabajo es saber todo tipo de cosas, una de las muchas razones por las que te sugiero que vengas ahora mismo a la piazza… No, aún mejor. Necesito un café. Te veo en Piazza del Carmine dentro de veinte minutos. Así te dará tiempo a tu aseo matutino.

—Mitchell, no tengo ni idea de dónde está la Piaza de no sé qué.

—Del Carmine, Barbara. ¿Y no se supone que para eso eres poli? ¿Para averiguar cosas? Bueno, pues haz averiguaciones.

—¿Y si no quiero hacer lo que me dices?

—Entonces le daré al botón de enviar.

Barbara sintió que se le hacía un nudo en el estómago.

—Está bien.

—Sabia decisión —dijo, y colgó.

Se vistió apresuradamente. Miró la hora. Todavía no eran las seis de la mañana, pero eso tenía su parte buena. Nadie en la Torre Lo Bianco parecía haberse despertado todavía.

Con los zapatos en la mano empezó a bajar despacio las escaleras. Le preocupó que hubiese alguna dificultad para salir de la torre, pero resultó ser de lo más fácil. Había una enorme llave en la puerta que giró sin emitir ni un sonido. Pronto estuvo fuera, en la calle estrecha, preguntándose en qué dirección tenía que ir para encontrar la Piazza del Carmine.

Empezó a andar arbitrariamente, buscando a alguna otra persona en la fresca mañana. Encontró a una pareja, parecían padre e hijo, ambos sin afeitar, tirando de dos grandes cajas de verduras por un callejón estrecho entre una iglesia y la tapia de un jardín. Les dijo: «¿Piazza del Carmine?» encogiéndose de hombros con una mirada de esperanza.

Ellos se miraron.

Mi segua —le dijo el hombre mayor. Hizo un gesto con la cabeza que Barbara estaba empezando a reconocer como la expresión no verbal que utilizaban los italianos para decir: «ven conmigo».

Los siguió. Se le ocurrió que debía haber pensado en dejar miguitas de pan para volver a la torre después de la reunión con Mitch Corsico, pero ahora ya no tenía remedio.

No tardó en llegar al lugar, una muy poco pintoresca piazza que tenía un restaurante con mala pinta, un supermercado cerrado y un edificio blanco prácticamente cubierto por el moho con una antigüedad indeterminada en cuya fachada ponía MERCATO CENTRALE. Ahí es adonde iban los hombres que se había encontrado Barbara, y después de decirle por encima del hombro: «Piazza del Carmine», el más joven siguió con sus cajas de verduras hasta entrar en el mercado, seguido por el otro hombre y después por Barbara.

No tuvo problema para encontrar a Mitch Corsico. Solo siguió el aroma del café hasta el extremo de aquel espacio y allí lo encontró, apoyado en un mostrador empotrado en una pared, a poca distancia de un emprendedor adolescente africano que, con un carrito, vendía café para llevar.

Corsico la saludó con su taza de cartón y dijo:

—Sabía que tenías lo que hacía falta.

Barbara frunció el ceño. Fue a comprarse un café. Era algo casi imbebible, pero era un momento de desesperación. Lo llevó adonde estaba Corsico, después de dar unas cuantas monedas al africano esperando que fuera suficiente.

—¿Y bien? —dijo a Corsico.

—La pregunta es: ¿por qué no me llamaste?

Barbara reflexionó un momento, preguntándose cuánto más podía alargar aquello.

—Mira, Mitchell. Cuando haya algo que merezca la pena, te llamaré.

Evaluó la expresión de su cara, pero él no estaba por la labor de colaborar y negó con la cabeza.

—Esto no funciona así —le dijo, y sorbió ruidosamente su café.

Giró el ordenador para que pudiera ver lo que había en la pantalla. El titular era: «Los sufrientes padres de la madre fallecida hablan de su pérdida y del abandono de su nieta». No tenía que leerlo para saber que había conseguido una entrevista con los Upman. Y ellos se habían lanzado a la yugular de Azhar como padre y como el hombre que había «arruinado» a su hija, como si se tratara de un villano de una novela de Thomas Hardy.

—¿Cómo has conseguido que hablen contigo? —preguntó, porque fue lo único que se le ocurrió mientras su mente buscaba desesperadamente una forma de apaciguarle.

—Ayer tuve una amistosa charla con Lorenzo en la fattoria. Y ellos aparecieron mientras yo estaba allí.

—Qué suerte.

—No tuvo nada que ver con la suerte. ¿Y dónde te ha escondido Lo Bianco?

Ella entornó los ojos, pero no dijo nada.

Él lo vio y soltó un suspiro aburrido.

—No deberías haber dejado que él saldara tu cuenta con la signora Vallera. Que se levanta muy temprano, por cierto. He llamado a la puerta, ha salido y sabía que «dove» significa «dónde» en su idioma. Ispettore es una palabra bastante fácil. Y de donde venimos tú y yo, uno y uno siguen siendo dos. Supongo que los Upman se cabrearán mucho cuando se enteren de que el inspector os ha sacado a ti y a Hadiyyah de la pensione. Y seguro que tú preferirás que yo no vaya hasta el San Lucca Palace Hotel e interrumpa su desayuno para darles la buena nueva. —Tecleó algo en su portátil.

Barbara vio que estaba entrando en su correo, aunque no tenía ni idea de cómo podía hacerlo desde allí. Un minuto después había adjuntado el artículo de los padres dolidos a un mensaje a su editor y solo estaba a un clic de enviarlo.

—Vale, ¿entonces tenemos un trato o no? Porque, como he intentado explicarte hasta la saciedad, tengo que mantener alimentado al monstruo o acabará comiéndome a mí.

—Está bien, vale —contestó—. Sí, fue E. coli. Sí, tenía la intención de producir la muerte, o al menos una enfermedad grave. Y te puedo confirmar que vino del sitio que te dije: DARBA Italia. Fabrican y prueban equipos médicos, entre ellos incubadoras del tipo que cultivan bacterias para su estudio en laboratorios. Una de las bacterias que tienen en ese lugar es la E. coli. Se la dieron a Mura. El tío que se la dio…

—Su nombre, Barbara.

—Todavía no, Mitch.

Levantó un dedo a modo de advertencia.

—Así no es como se juega a esto.

—Olvídalo, Mitchell. Ha accedido a llevar un micro. Si te doy su nombre y lo escribes, toda la investigación se irá a la mierda.

—Confía en mí.

—Confío en ti lo mismo que confío en que me dejará de crecer el pelo.

—No utilizaré el nombre hasta que no me digas que puedo.

—No te lo voy a dar. Eso es todo. Escribe tu artículo. Deja huecos en blanco o lo que quieras en los sitios donde deberían ir los nombres. Cuando tengamos lo que necesitamos gracias al micro, te daré los nombres y podrás enviarlo. Así es como tiene que ser. Ahora ya hay muchas cosas en juego.

Él lo pensó un momento, sorbiendo el café otra vez. A su alrededor el Mercato Centrale estaba empezando a bullir de actividad, según iban llegando más vendedores y organizándose en una especie de círculo dentro de aquel espacio. El negocio de la venta de café aumentaba su clientela.

—El problema es… —dijo Corsico un momento después— que no confío en que no vayas a jugármela al final. Necesito algún tipo de garantía.

Ella señaló con la cabeza su ordenador y dijo:

—Tienes tu garantía ahí. Si no hago lo que quieras cuando tú quieras, envíalo.

—¿Que envíe qué? ¿Esto? —Le dio al botón y la historia salió de camino a manos de su editor—. Vaya —dijo con fingida tristeza—. Pues ya lo he enviado, Barbara.

—Pues acabas de estropear nuestro trato —le dijo ella.

—No lo creo.

—¿No? ¿Y por qué no?

—Por esto. —Volvió a hacer algo en el ordenador y apareció otro artículo que había estado escribiendo. El titular de este era: «El padre estaba detrás de todo».

Cuando Barbara lo ojeó, le rechinaron los dientes involuntariamente.

Había llegado hasta Doughty. O Doughty hasta él. O tal vez había sido Emily Cass o Bryan Smythe, pero ella apostaría por Doughty. Se lo había contado todo a Mitch Corsico, de pe a pa, de la A a la Z, todo lo del maldito caso de principio a fin. Le había hablado de Azhar, de Barbara, de la desaparición de Hadiyyah y del posterior secuestro en Italia. Le había dado nombres, fechas y lugares. De hecho, había apuntado un arma cargada a la cabeza de Azhar. Y había puesto fin a la carrera de Barbara.

Ella descubrió que no se puede pensar cuando tienes el corazón acelerado y dando saltos como un canguro herido. Apartó los ojos de la pantalla del ordenador y no pudo decir nada más que:

—No puedes hacer eso.

—Pues la verdad es que sí puedo —aseguró Mitch con un tono tan engañosamente serio que ella tuvo ganas de darle un puñetazo. Entonces su tono se alteró y sus palabras fueron frías. Miró su reloj—. A mediodía es buena hora, ¿no te parece?

—¿Mediodía? Pero ¿de qué estás hablando? —preguntó ella, aunque se hacía una idea bastante clara.

—Hablo del tiempo que tienes antes de que suelte esta creación al ciberespacio, Barbara.

—No te puedo garantizar…

Él la miró negando con un dedo.

—Pero yo sí puedo —sentenció.

Lucca, la Toscana

Barbara pensó que era un milagro que hubiera conseguido volver a la Torre Lo Bianco, aunque no logró hacerlo sin confundirse varias veces. Pero, por lo que parecía, los ciudadanos de Lucca conocían bien la Torre Lo Bianco por su jardín en la azotea. De hecho, al parecer, muchos la utilizaban como punto de referencia. Todas las personas a las que preguntó sabían dónde estaba, aunque las instrucciones para llegar hasta ella —siempre en italiano— parecían más complicadas cada vez que preguntaba. Le llevó una hora localizarla. Para cuando llegó, todos los que habían dormido en la torre estaban en la cocina.

Salvatore tenía un café, Hadiyyah una taza de chocolate y la mamma de Salvatore un mazo de algo que parecían cartas de tarot y que estaba colocando delante de Hadiyyah. Barbara observó lo que estaba haciendo para evitar la mirada especulativa de Salvatore. La mamma estaba colocando en ese momento una tarjeta que tenía a una mujer vestida con túnica con una bandeja que tenía encima un par de ojos, supuestamente suyos, a juzgar por la sangre que tenía en la cara. Por encima había colocadas otras tarjetas: un hombre crucificado boca abajo, otro encadenado a un pilar y con el cuerpo lleno de flechas, un joven en una cuba con un fuego encendido debajo.

—¡Madre mía! Pero ¿qué está haciendo? —preguntó Barbara.

Nonna me está enseñando la historia de los santos —le contó Hadiyyah alegremente.

—¿Y no podría elegir algunas menos sangrientas?

—Creo que no hay —respondió la niña—. Al menos hasta ahora no ha salido ninguna. Nonna dice que lo mejor es que siempre se puede saber quién es el santo por la forma en que sale en la imagen, porque representa lo que le pasó. Mira, este es san Pedro, en la cruz boca abajo, y este san Sebastián, con las flechas, y este —señaló al hombre joven de la cuba— es san Juan Evangelista, porque nada de lo que le hicieron le mató…, y mira aquí está enviando una lluvia dorada para apagar el fuego.

Guarda, guarda —le dijo la mamma a Hadiyyah señalándole otra tarjeta en la que una mujer joven estaba atada a una estaca donde era consumida por las llamas.

—Santa Juana de Arco —dijo Barbara.

La mamma pareció encantada.

Brava, Barbara! —exclamó.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Hadiyyah, también encantada.

—Porque nosotros los británicos fuimos los que la matamos —dijo ella. Y como ya no podía evitarlo más, miró a Salvatore, le sonrió y saludó—: Buenos días.

Giorno, Barbara. —Se había levantado por educación y le señaló una cafetera italiana que estaba sobre el quemador de la vieja cocina.

En la encimera, a su lado, había toda una selección de alimentos para el desayuno.

—¿Tarta para desayunar? —le preguntó Barbara a Salvatore—. Me parece que me va a gustar este sitio.

—Es una torta de desayuno, Barbara —le explicó Hadiyyah.

Un torta, sì. Va bene, Hadiyyah —dijo la mamma, y le acarició el pelo. Y a su hijo le dijo—: Una bambina dolce.

A lo que Salvatore contestó:

Sì, sì. —Pero parecía preocupado.

Cuando sirvió a Barbara el café, dijo algo que Hadiyyah le tradujo: «Salvatore quiere saber dónde has estado». La mamma le enseñaba otra tarjeta: la imagen de San Roque.

Barbara hizo el gesto de caminar con los dedos encima del mantel.

—He salido a dar un paseo —dijo.

Ho fatto una passeggiata —intervino Hadiyyah—. Así se dice.

—Vale, pues «oh fat-o una passa» no sé qué más.

—Ah. E dov’è andata?

—¿Y adónde fuiste? —tradujo Hadiyyah.

—Mierda, me he perdido. Dile que he tenido suerte de no acabar en Pisa.

Cuando Hadiyyah le dijo eso a Salvatore, el inspector sonrió. Pero Barbara vio que la sonrisa no se le contagiaba a los ojos y se preparó para lo que estaba por venir. Resultó ser el sonido del móvil de Salvatore. Lo miró y dijo: «Ispettore Lynley».

Ella se puso un dedo sobre los labios para pedirle a Salvatore de esa forma que no le hablara de su paradero. Él asintió, cooperador.

Pronto, Tommaso —saludó con una sonrisa por el móvil. Pero un momento después su cara cambió. Miró a Barbara y salió de la habitación.

Victoria, Londres

No había sabido nada de Barbara y eso a Lynley le pareció un caso claro de lo que afirmaba el dicho: «Si no hay noticias, son buenas noticias». Pero no le sorprendió que la relativa tranquilidad que sentía desapareciera poco después de que llegara al trabajo. Winston Nkata le dijo que no había podido encontrar ninguna conexión con Italia entre la familia de Angelina Upman o cualquier persona que tuviera algo que ver con ellos, aparte del hecho de que sus padres estaban en ese momento en Lucca. Momentos después, el inspector John Stewart le arrinconó en el pasillo y le enseñó un ejemplar de The Source.

En la primera página había una foto de una Hadiyyah Upman muy triste mirando por una ventana. Debajo había alineadas una gran colección de plantas suculentas que le sonaban mucho. A la foto la acompañaba un artículo titulado: «¿Cuándo podrá volver a casa?». Lo firmaba Mitchell Corsico. Ese nombre, en combinación con la foto, anunciaba lo peor. Porque solo había una forma de que Mitchell Corsico pudiera saber dónde había escondido Barbara a Hadiyyah. Lynley lo sabía y Stewart también.

—¿Qué prefieres, Tommy? ¿Se lo das tú a la jefa o se lo doy yo? Si quieres mi opinión al respecto, ella lleva mucho tiempo implicada en el tema de The Source. Años, probablemente. La han tenido en nómina como una de sus fuentes y ahora está acabada.

—John, todos conocemos tus fobias. Te aconsejo que lo dejes estar.

Los labios de Stewart formaron una mueca todo lo burlona de lo que fue capaz.

—¿Eso me aconsejas? —le dijo—. Bueno, claro. —Miró hacia el despacho de Isabelle para indicar de quién iba a hablar ahora—. Ha tenido una reunión con la OID1, Tommy. Ya se ha enterado todo el mundo.

Lynley dijo con total serenidad:

—Obviamente tus fuentes son mejores que las mías. —Señaló el tabloide que tenía en la mano. Entonces intentó concluir la conversación preguntando—: ¿Puedo quedármelo, John?

—Hay muchos más donde he comprado ese. Por si acaso no acaba en… la mesa de Isabelle. —Le hizo un guiño y se fue con unos pasos que parecían alegres. Había llegado el último set y estaba decidido a ganar el partido.

Lynley le vio alejarse. Miró el artículo de la primera página del tabloide cuando se quedó solo. Era un material de primera para The Source: los buenos vestían de blanco. Y los malos, de negro. Nadie iba de gris. En ese caso, tanto Taymullah Azhar como Lorenzo Mura eran los malos. En cuanto a Azhar por razones que tenían que ver con la muerte de Angelina Upman. En cuanto a Mura, por mantener a Hadiyyah alejada de su padre. Como Azhar estaba en prisión en ese momento, encerrado por el inspector Salvatore Lo Bianco (caballero de blanco), que estaba a cargo de la investigación de la muerte de Angelina Upman, la niña tenía que quedarse en alguna parte. La villa en la que había vivido con su madre y Mura (fotos en la página 3) les había parecido el lugar más razonable hasta que se pudiera arreglar otra cosa. Pero su cara ahora revelaba la tristeza, el abandono y la necesidad desesperada de recuperarse de lo que le había pasado. Y nadie se estaba ocupando de eso. Ahora estaba sola, en manos de un Gobierno extranjero (muy negro). ¿Cuándo iba a intervenir el ministro de Exteriores (blanco, pero acercándose al negro rápidamente) para exigir que la niña volviera a Londres, que era adonde pertenecía?

Había llenado mucho espacio con el resumen de todo lo que le había pasado a Hadiyyah desde el noviembre anterior. Pero curiosamente no se mencionaba que hubieran enviado a nadie de New Scotland Yard para servir de enlace y ayudar a la niña en apuros.

Eso era un detalle revelador, supo inmediatamente Lynley. Hablaba de connivencia entre el periodista que había escrito el artículo y Barbara Havers. Si la nombraba a ella, estaría nombrando a su fuente, y no era tan tonto como para hacer eso. Pero Barbara era la única forma que tenía de haber localizado a Hadiyyah. Y solo con la colaboración de Barbara habría podido hacerle una foto.

Ese artículo probaba que todo lo que había dicho Barbara sobre sus interacciones con Mitchell Corsico era mentira. Lynley lo sabía. Aunque ella no era la única policía a la que habían descubierto aceptando sobornos de un periódico. En los últimos años, los policías que aceptaban sobornos se habían convertido en parte del paisaje de lo que ya era un escándalo nacional creciente que involucraba a la prensa amarilla. Pero en combinación con todas sus demás faltas, eso iba a acabar con ella.

Se encaminó al despacho de Isabelle. Que hubiera solicitado la intervención de la OID1 indicaba que tenía confianza en el caso que estaba reuniendo contra Barbara. Pero tenía que haber alguna posibilidad de presentar ese artículo como algo diferente.

Tiró esa copia de The Source a la primera papelera que encontró. Sabía que eso solo era una medida temporal, porque, como John Stewart le había señalado, había muchos más en la calle, un poco más arriba. Solo con acercarse a Saint James’s Park Station se podía comprar cualquiera de la media docena o más de tabloides que había. Probablemente Stewart ya se había acercado a comprar otro. Se ocuparía de que Isabelle se enterara de lo que llevaba esa primera página, y lo haría pronto.

La puerta del despacho de Isabelle estaba abierta, pero ella no estaba dentro. Quien estaba era Dorothea Harriman. Ordenaba una pila de archivos en la mesa de la superintendente. Cuando vio a Lynley, solo dijo:

—Tower Block.

—¿Cuánto tiempo?

—Ahora mismo hace una hora.

—¿Le ha llamado él a ella o ella a él?

—Ninguno de los dos. Era una reunión programada.

—¿OID1?

Harriman le miró triste.

—¡Rayos! —exclamó—. ¿Se ha llevado algo?

—Tenía un tabloide —dijo Dorothea.

Lynley asintió y volvió a su despacho. Entonces llamó a Salvatore Lo Bianco. Si Barbara había hecho eso, le debía a su colega italiano una advertencia.

Cuando Lo Bianco respondió, todavía estaba en su casa. Se oía una conversación en italiano de fondo. Dejó de oírse cuando Salvatore salió de la habitación para hablar con Lynley.

El italiano puso a Lynley al día de todo: de su visita a DARBA Italia, lo que había descubierto allí, los interrogatorios posteriores a Daniele Bruno y la conexión entre la E. coli, Bruno y Lorenzo Mura.

—Su abogado y yo hemos llegado a un acuerdo. Se pondrá un micrófono —le dijo Salvatore—. Creo que así conseguiremos resolverlo hoy mismo.

—¿Y la niña? —preguntó Lynley—. ¿Está con Barbara?

—Está bien y sigue con Barbara.

—Salvatore, dígame una cosa. Le puede parecer una pregunta extraña, pero… ¿Barbara está sola en Lucca?

—¿Qué quiere decir?

—¿La ha visto alguna vez en compañía de alguien?

—Sé que ha estado con Aldo Greco. Es el abogado de Taymullah Azhar.

—Yo me refiero a un inglés —concretó Lynley—. Creo que va vestido de cowboy.

Se produjo una pausa y después Salvatore rio.

—Es una pregunta extraña, amigo —dijo—. ¿Por qué me pregunta eso, Tommaso?

—Porque ese hombre es un periodista de un tabloide de Londres y ha escrito un artículo que me dice que está ahí, en Lucca.

—Pero ¿por qué iba Barbara a estar con el periodista de un tabloide? —preguntó Salvatore razonablemente—. ¿Y por qué ese tabloide?

—Se llama The Source —dijo Lynley, y en ese punto se dio cuenta de que no podía darle más información. No era capaz de contarle a Salvatore lo de la foto de Hadiyyah en la ventana de la Pensione Giardino, ni mucho menos lo que significaba. Obviamente, el italiano podía buscar una copia del periódico, por Internet o en el giornalaio que vendía periódicos ingleses para los turistas. Si lo hacía, él mismo podría unir las piezas, pero había una posibilidad de que las uniera de una forma que no dejara a Barbara en mal lugar. Así que continuó—: Se llama Mitchell Corsico. Barbara le conoce, igual que el resto de nosotros aquí en Londres. Si no le ha visto aún, debería advertir a Barbara, cuando la vea, de que está allí, en Lucca.

Salvatore no preguntó por qué Lynley no llamaba directamente a Barbara para darle la información.

—¿Y dice que parece un cowboy? —preguntó.

—Va vestido de cowboy. No me pregunte por qué.

Salvatore rio de nuevo.

—Cuando vea a Barbara, se lo diré. Pero yo no he visto a nadie con esas características. ¿Un cowboy en Lucca? No, no. Me acordaría si le hubiera visto.

Lucca, la Toscana

Barbara intentó no sentirse como si llevara una bomba de relojería en el bolso. Quería actuar como si todo aquello no fuera nada más que trabajo, un trabajo que consistía en ponerle un micro a Daniele Bruno. Pero cuando Salvatore y ella salieron para la questura, solo podía pensar en las manecillas del reloj que iban avanzando inmisericordes hacia el mediodía, el momento en que Mitchell Corsico le daría a enviar.

No pudo protestar cuando Salvatore sugirió que fueran caminando hasta allí, y en otras circunstancias incluso habría disfrutado del paseo. Hacía un bonito día, las campanas de las iglesias resonaban por toda la ciudad, las tiendas empezaban a cobrar vida, el aire estaba lleno de la fragancia de los pasteles y en las cafeterías servían los espressos matutinos para la gente que iba de camino al trabajo. Estudiantes y trabajadores pasaban en bicicleta, y el sonido de sus timbres acompañaba los saludos que se hacían. Era como estar en medio de una película italiana, pensó Barbara. Casi esperó oír a alguien gritar: «¡Corten!».

Salvatore parecía cambiado. Su humor alegre de la mañana había pasado a uno de estudiada seriedad. Como Lynley había llamado, Barbara supuso que eso tenía que ver con algo que le había contado el inspector desde Londres. Pero, como Salvatore sabía tan poco inglés y ella no sabía nada de italiano, no había forma de que se enterara de lo que le había dicho Lynley. Podría llamarle y preguntarle, pero tenía la sensación de que eso no le serviría de nada. Así que mientras caminaban de vez en cuando miraba preocupada a Salvatore.

Cuando llegaron a la questura se sintió aliviada al ver que había una furgoneta blanca aparcada justo en la entrada. El hecho de que nadie hubiera dicho nada, además de que estaba bloqueando el tráfico que iba en dirección a la estación, sugería que no era una furgoneta de reparto, a pesar del ininteligible mensaje en italiano que llevaba artísticamente escrito en un costado. Barbara supuso que era el vehículo que iba a recibir lo que Daniele Bruno fuera capaz de transmitir por el micrófono que le iban a poner. Cuando Salvatore golpeó la parte de atrás de la furgoneta con una mano, vio que estaba en lo cierto.

Un agente uniformado abrió la puerta. Llevaba unos cascos en la cabeza. Él y Salvatore intercambiaron unas cuantas palabras. Cuando terminaron, Salvatore dijo: «Va bene», y entró en la questura.

Daniele Bruno y su abogado los esperaban. Otra conversación en italiano más intensa e incomprensible. Rocco Garibaldi tuvo la deferencia de traducirle lo fundamental a Barbara: su cliente quería saber cómo se suponía que iba a conseguir que Lorenzo Mura admitiera su culpabilidad.

A Barbara le parecía que pasaba algo más con Bruno que la simple necesidad de tener una conversación con Salvatore sobre cómo y de qué manera. El hombre sudaba mucho —suficiente para hacerle pensar que iba a provocar un cortocircuito en el micrófono que le iban a colocar— y parecía tener un gran miedo que crecía por momentos y podía afectar a su capacidad para desempeñar el papel que Salvatore le había reservado.

—¿Y qué más? —le preguntó al signor Garibaldi.

—Es un asunto de familia —le contestó él.

Habló largo y tendido con Salvatore mientras Daniele Bruno escuchaba ansioso. Salvatore pareció interesado. Después le dio también una respuesta larga a Garibaldi. Barbara quiso chocarles las cabezas. El tiempo pasaba, tenían que poner las cosas en funcionamiento y ella necesitaba saber qué demonios estaba pasando.

Al parecer y según Garibaldi, la principal preocupación de Bruno no era acabar en una celda. Parecía preferir eso a que sus hermanos se enteraran de lo que había hecho. Porque sus hermanos se lo dirían a su padre. Y su padre, obligatoriamente, informaría a su madre. Y entonces su madre le aplicaría un castigo que parecía consistir en que Bruno, su esposa y sus hijos nunca más serían admitidos en la comida que organizaban los domingos con tías, tíos, primos, sobrinos y sobrinas y una larga lista que parecía incluir a un centenar de personas. Por eso le estaba pidiendo desesperadamente que le asegurara que la noticia no llegaría a oídos de su familia. Sin embargo, Salvatore no podía o no quería asegurárselo. Y después tuvieron que analizar la negativa de Salvatore a apaciguar los miedos de Bruno desde todos los ángulos. Aquello les llevó una exasperante media hora antes de poder continuar.

Bruno entonces insistió en que Salvatore comprendiera lo que había pasado con Lorenzo Mura. Este le había dicho que necesitaba la E. coli para hacer unas pruebas que tenían que ver con su bodega, y Daniele Bruno le había creído cuando dijo que le había resultado imposible conseguir la E. coli de ninguna otra forma. Lorenzo le dijo que era algo del vino, aseguró Bruno. Bien, pensó Barbara. Así que habría sido algo así como: «¿Cuánto tiempo tengo para que Azhar se beba esto con su copa de vino y poder estar seguro de que la bacteria todavía funciona?».

Por fin agotaron todos los puntos que necesitaban aclarar. Fueron a una sala de interrogatorios, donde Bruno se quitó la camisa, dejando al aire un pecho impresionante. Vino un técnico y tuvieron otra larga conversación. Garibaldi le dijo a Barbara que estaban informando a su cliente de cómo funcionaba el dispositivo.

A Barbara cada vez le importaba menos de qué hablaban y más el tiempo que les estaba llevando todo aquello. Se preguntó dónde estaría Corsico y qué iba a hacer para evitar que enviara a Londres el artículo sobre Azhar si llegaba el mediodía y no le había podido dar los nombres y lugares. Podía llamarle y contarle un montón de mentiras, se dijo, pero a Mitchell eso no le iba a gustar cuando se descubriera la verdad.

La puerta de la sala de interrogatorios se abrió cuando ya estaban casi terminando de colocarle el micro a Daniele Bruno. Una mujer —Ottavia Schwartz, reconoció Barbara— entró y habló con Salvatore.

Barbara oyó que la agente decía Upman.

—¿Qué ocurre? —dijo, pero nadie respondió.

Salvatore salió repentinamente de la sala de interrogatorios.

Rocco Garibaldi la informó. Los padres de Angelina Upman estaban en la recepción, exigiendo hablar con el inspector jefe Lo Bianco. Insistían en que había que hacer algo sobre la desaparición de su nieta de la Fattoria de Santa Zita. Al parecer, se había ido de allí en compañía de una mujer inglesa. Los Upman querían denunciar su desaparición.

Lucca, la Toscana

Como le habían dicho a Salvatore que los Upman no hablaban italiano, hacía falta un traductor. Ottavia Schwartz —con su grado de competencia acostumbrado— había llamado a la habitual, pero necesitó más de veinte minutos para poder llegar al despacho de Salvatore. Mientras, habían tenido que dejar a los Upman en recepción para que se tranquilizaran. No les gustaba que les hubieran hecho esperar, algo que la apariencia del signor Upman dejó patente enseguida, aunque al principio Salvatore pensó que la cara tan lívida del inglés lo que presagiaba era una enfermedad producida por su viaje a Italia. Pero no era así. La palidez de su cara era fruto de su furia, que no tardó en compartir con Salvatore.

Giuditta Di Fazzi acababa de hacer las presentaciones cuando el signor Upman empezó a soltar una diatriba. Giuditta tenía una habilidad impresionante con los idiomas, pero incluso a ella le costó seguir las palabras de ese hombre.

—¿Así es como ustedes, vagos incompetentes, tratan a la gente que ha venido a denunciar la desaparición de una niña? —preguntó Upman—. Primero la secuestran. Después a su madre la asesina su padre. Y ahora desaparece de la única casa que conoce en este infernal país. ¿Qué hace falta para que alguien se ocupe de esta situación? ¿Tengo que traer al embajador británico? Porque le aseguro que lo haré. Puedo hacerlo. Tengo las conexiones necesarias. Quiero que encuentre a esa niña y que la encuentre ahora. Y no hace falta que espere a la traducción de la señorita Tetas Grandes aquí presente porque ya sabe perfectamente por qué estoy aquí y qué quiero.

Mientras Giuditta traducía las palabras del signor Upman al italiano, su esposa no apartó la mirada del suelo. Agarraba con fuerza el bolso.

—Cariño, por favor —fue lo único que murmuró cuando su esposo se lanzó a su segunda arenga.

—¿Alguien que no habla mi idioma está a cargo de investigar delitos cometidos contra ciudadanos de mi país? Es increíble. Mi idioma… El idioma más extendido en el mundo… ¿Y usted no lo habla? Dios santo…

—Humphrey, por favor. —Por su tono quedó claro que su marido la estaba avergonzando, no intimidando. Y entonces le dijo a Salvatore—: Disculpe a mi marido. No está acostumbrado a viajar y no ha podido… —Pareció buscar una excusa, aunque solo dijo—: No ha podido tomar un desayuno en condiciones. Hemos venido a por nuestra nieta Hadiyyah, para llevarla a casa, a Inglaterra, hasta que lo que sea que está ocurriendo aquí se resuelva. Hemos ido a la Fattoria de Santa Zita primero, pero Lorenzo nos ha dicho que la niña se fue con una mujer inglesa. Se llama Barbara, pero no recordaba el apellido, solo que la había conocido en compañía de Taymullah Azhar. Por lo que nos ha dicho… Creo que ella vino con Azhar a vernos el año pasado, buscando a Angelina. Solo le pedimos…

Upman se volvió hacia su esposa.

—¿Crees que suplicando vas a conseguir lo que quieres? Escúchame. Estabas desesperada porque viniéramos aquí y ya estamos aquí. Ahora haz el favor de callarte y dejar que yo me ocupe de esto.

La cara de la señora Upman se puso roja de furia.

—Lo que haces no nos acerca a Hadiyyah —le replicó.

—Oh, no te preocupes, nos va a acercar muy pronto.

Mientras se producía este intercambio, Giuditta Di Fazzio traducía en voz baja para que Salvatore se enterara de la conversación. Él entornó los ojos para mirar al inglés y se preguntó si encerrarle solo un ratito en una sala de interrogatorios le bajaría los humos.

—Diles que su viaje ha sido prematuro —le dijo a Giuditta—. Por lo que ahora sabemos, el padre de Hadiyyah es inocente de la muerte de su madre. No puedo decir más, pero el profesor saldrá de la cárcel dentro de solo unas horas. Y no le gustará saber que durante su periodo de detención le hemos entregado a su hija a una gente que ha aparecido de la nada reclamándola. En Italia no hacemos las cosas así.

Upman tensó todos los músculos de la cara.

—¿Que hemos aparecido de la nada? ¡Pero cómo se atreve! Está sugiriendo que nos hemos subido a un avión y hemos venido hasta aquí porque sí… ¿Para qué? ¿Para secuestrar a una niña que es nuestra por derecho?

—No estoy sugiriendo que quieran secuestrarla, ya que usted mismo ha indicado que solo querían llevársela a Inglaterra hasta que se resolviera este asunto. Y yo les digo que, en lo que respecta al profesor Azhar, el asunto ya está resuelto. Así que, aunque han sido muy amables al venir a Italia… ¿Debo suponer que el signor Mura los llamó? Ahora puedo decirles que su viaje no era necesario. El professore es inocente como ha demostrado mi investigación de la muerte de la madre de Hadiyyah. Va a ser liberado hoy mismo.

—Y yo le estoy sugiriendo —dijo Upman— que a mí no me importa lo más mínimo si ese indio es culpable o inocente.

Su mujer dijo su nombre con severidad y le puso la mano en el brazo.

Él se zafó y se volvió hacia ella.

—Cállate, por Dios. —Y después le dijo a Salvatore—: Le voy a dar a elegir. Puede decirme dónde ha ido a parar la mocosa de Angelina o tendrá que enfrentarse a un incidente internacional que le va a chamuscar ese culo que tiene tan bien sentado.

Salvatore intentó controlar su enfado, aunque sabía que en su cara se reflejaba lo que sentía. Se suponía que los ingleses eran muy tranquilos, reservados y racionales, pensó. Claro que también estaban los hooligans, a quienes precedía su reputación fueran donde fueran, pero ese hombre no parecía un hincha de fútbol. ¿Qué le pasaría? ¿Alguna enfermedad que estaba acabando con su cerebro y con su educación al mismo tiempo?

—Le comprendo bien, signore —dijo—. Pero no sé dónde está esa mujer inglesa… ¿Cómo ha dicho que se llamaba?

—Barbara —intervino la señora Upman—. No me acuerdo de su apellido y Lorenzo tampoco, pero seguro que alguien sabe dónde está. La gente tiene que registrarse cuando se aloja en los hoteles. Registraron nuestras identidades y nos cogieron el pasaporte cuando llegamos, así que no será imposible encontrarla.

Sì, sì —le aseguró Salvatore—, se la podría encontrar. Pero solo si conociéramos su apellido. ¿Solo un nombre? Eso no es suficiente. No sé dónde puede estar esa mujer. Ni tampoco sé por qué se llevó a Hadiyyah de casa del signor Mura. Él no nos informó de eso ni a mí ni a mis colegas. Siendo así…

—Lo ha hecho porque el indio le dijo que lo hiciera —respondió el señor Upman—. Lo hace todo por el indio. Seguro que se ha estado abriendo de piernas para él desde que Angelina se fue el año pasado. Él es de los que no tardan en encontrar reemplazo. Es una mujer bastante fea, pero seguro que…

Basta! —exclamó Salvatore—. No conozco a esa mujer. Pongan una denuncia de desaparición y váyanse. Hemos acabado.

Salió de su despacho con la sangre hirviéndole en las venas. Paró para coger un caffè antes de volver con Daniele Bruno. No era probable que el espresso le calmara los nervios —más bien al contrario—, pero necesitaba un momento para pensar y no se le ocurrió otra forma de encontrarlo.

Al ver que había mentido por segunda vez a alguien sobre Barbara Havers, se quedó pensativo. Y entonces se preguntó por qué se comportaba como se comportaba, cualquier hombre en su sano juicio y en su situación lo que habría hecho sería echarla inmediatamente de la questura. Porque estaba claro que ella traía problemas, algo con lo que no quería tener nada que ver, porque ya estaba navegando por aguas francamente difíciles. Así que no le quedaba más remedio que preguntarse qué estaba haciendo al esconder a esa mujer en su propia casa mientras aseguraba que no sabía dónde estaba. Y también tuvo que preguntarse por qué en su conversación con el inspector Lynley había dicho que no conocía su asociación con un periodista vestido de cowboy, alguien que, en realidad, él había visto con sus propios ojos. Además, ahora tenía que considerar esa intimidad con Taymullah Azhar. Upman era un energúmeno, certo, pero ¿no había visto Salvatore desde el principio que había algo más que una lógica preocupación de vecinos en el viaje de Barbara desde Londres?

No podía confiar en ella. Pero quería hacerlo. Y no sabía lo que eso significaba.

Salvatore se bebió de un trago el resto de su caffè. Se encaminó hacia la sala de interrogatorios, donde Daniele Bruno esperaba con su abogado. Estaba dando la vuelta a una esquina para llegar a la sala cuando vio que se abría la puerta. Barbara salió… Había algo en su actitud…

Salvatore dio un paso atrás para esconderse. Cuando volvió a mirar, ella estaba entrando en el bagno de mujeres. Y justo en ese momento sacaba su móvil del bolso.

Lucca, la Toscana

Los nervios se le fueron poniendo de punta cuando los minutos se alargaron hasta convertirse en media hora y después en tres cuartos. Aunque Daniele Bruno ya tenía el micro puesto, cuando lo probaron mientras esperaban que Salvatore volviera, descubrieron que el aparato que iba a llevar fallaba, por lo que tuvieron que ir a buscar otro. Barbara miró el reloj, vio que los minutos pasaban muy rápido, parecía que al doble de su ritmo normal, y supo que tenía que hacer algo.

Mitchell Corsico no iba a esperar. Tenía un artículo que era mucho mejor que ninguno de los que hubiera publicado. A menos que ella le diera algo mejor, iba a enviar el que tenía a Londres sin importar a cuántas personas pudiera hacer daño. Tenía que detenerle…, o razonar con él, o amenazarlo, o… hacer algo…, aunque no sabía qué. Pero llamarle era lo primero. Así pues, cuando ya llevaba tres cuartos de hora esperando a que volviera Salvatore, se excusó y fue al baño.

Entró y miró en los tres cubículos antes de encerrarse en el último y llamar al periodista.

—Las cosas están llevando más tiempo de lo que esperaba.

—Oh, claro, Barbara —dijo él lacónicamente.

—No te miento ni intento ganar tiempo. Los malditos Upman han venido aquí y…

—Los he visto.

—Mierda, Mitchell, ¿dónde estás? Tienes que mantenerte donde no te vean. Salvatore ya sospecha de ti…

—Es tarea tuya ocuparte de eso.

—Oh, por Dios. Escúchame. Le hemos puesto un micrófono a ese tío.

—¿Nombre?

—Ya te he dicho que no puedo darte su nombre. Si en este intento no conseguimos una confesión de Mura, necesitaremos hacer otro. Ahora mismo es la palabra de uno contra la del otro. No se puede construir un caso con eso.

—No me vale, Barbara. Tengo un artículo que pide a gritos que se lo envíe a Rodney.

—Te daré la historia en cuanto la tenga. Escúchame, Mitchell. Puedes estar presente en el momento en que liberen a Azhar. Y hacerle una foto reuniéndose con Hadiyyah. Lo tendrás en exclusiva. Pero tienes que esperar.

—También tengo otras exclusivas —señaló.

—Si utilizas eso, estamos todos acabados, Mitchell.

—Si lo uso, querida, tú estarás acabada. Así que lo que tienes que preguntarte es si es así como quieres que salgan las cosas.

—Claro que no. A pesar de lo que creas, no soy idiota.

—Cuánto me alegra oír eso, pero entenderás que, aunque personalmente me encantaría darte todo el tiempo del mundo para que me proporciones nombres, fechas y respondas a qué y quién, en mi trabajo el tiempo cuenta. Plazos de entrega, Barbara. Así los llaman. Puede que tú no los tengas, pero yo sí.

Empezó a pensar como una loca. Sabía el desastre que conllevaría, no solo para ella, sino también para Azhar, que Mitchell Corsico enviara el artículo que había escrito a partir de lo que le había dado Dwayne Doughty: el próximo trabajo de Barbara —si es que tenía la gran suerte de encontrar otro— sería de barrendera en Southend-on-Sea, mientras que el futuro de Azhar pasaba por ser acusado de secuestro o, si de alguna forma conseguía volver a casa antes de que la acusación saliera a la luz en aquel país, dedicarse a evitar la extradición de Italia.

—Escúchame, Mitchell. Te daré todo lo que pueda. Habrá una trascripción de todo lo que se hable entre el hombre que tenemos y Lorenzo Mura. Me haré con una copia y te la enviaré. Que ese amigo tuyo periodista italiano te lo traduzca…

—¿Y darle la exclusiva a él? Ni lo sueñes.

—Vale, pues que te haga la traducción otra persona… Aldo Greco, el abogado de Azhar, por ejemplo, y ahí tendrás tu artículo.

—Bien. Excelente. Genial.

Gracias a Dios, pensó Barbara. Pero entonces él añadió:

—Siempre y cuando lo tenga para mediodía.

Colgó mientras ella gritaba su nombre. Soltó varias maldiciones. Pensó en tirar el móvil al váter. Pero en vez de eso salió del cubículo en el que estaba.

Abrió la puerta y se dio de bruces con Salvatore.

Lucca, la Toscana

Salvatore no podía engañarse sobre la naturaleza de la llamada que Barbara Havers acababa de hacer. Le había oído decir «Mitchell» y había percibido la urgencia que había en su tono. Y, aunque no hubiera sido así, la expresión de su cara le habría dejado claro que confiar en ella había sido un error. Pensó un momento por qué estaba tan afectado por su traición. Decidió que era porque ella era una huésped en su propia casa, una compañera policía, y porque acababa de protegerla de los indeseables de los Upman. Ridículamente pensaba que ella estaba en deuda con él.

Ella empezó a balbucear, a pesar de que él no comprendía ni una palabra de lo que estaba diciendo. Entendió que estaba intentando explicarse y que le pedía que buscara a alguien para que tradujera. Oyó varias veces «mierda», «demonios» y «joder», y lo que dijo estaba salpicado de menciones a Azhar, a Hadiyyah y referencias a Londres. Cuando él señaló el móvil con la cabeza y dijo muy tranquilamente:

Parlava con un giornalista, nevvero? —Vio que ella había entendido perfectamente lo que quería decir.

—Sí, sí, vale —respondió—, era un periodista, pero ha de entenderme. Tiene información que le ha dado un hombre de Londres que puede hundirme a mí y a Azhar, y él acabará perdiéndolo todo, incluida Hadiyyah, y tiene que entenderlo, por el amor de Dios, porque él no puede perder a Hadiyyah. Si la pierde, lo pierde todo. ¿Y por qué…, por qué…, por qué no habla mi idioma y así podríamos discutirlo y yo podría hacérselo entender? Porque veo en su cara que para usted esto es algo personal, como si yo le hubiera dado una puñalada por la espalda, y mierda, Salvatore, joder, joder, joder.

No entendió nada de lo que a él le pareció una sola palabra muy larga. Señaló a la puerta del bagno de señoras y dijo: «Mi segua?». Ella salió detrás de él hacia la sala de interrogatorios, donde Daniele Bruno estaba esperando para saber qué venía después.

Abrió la puerta, pero, en vez de entrar, le dijo a Bruno y a su avvocato que tenía que ocuparse de un asunto antes de continuar. Ese asunto consistió en llevar a Barbara a otra sala de interrogatorios, donde le pidió que se sentara señalándole una silla que había a un lado de la mesa.

Il suo telefonino, Barbara —le dijo. Para asegurarse de que le entendía, sacó su teléfono móvil y lo señaló.

—¿Qué? —exclamó ella—. ¿Por qué?

Salvatore lo entendió. Simplemente repitió la petición y ella se lo dio. Intuyó que Barbara creía que iba a utilizarlo para volver a marcar el número al que ella había llamado, pero nada más lejos de su intención. Ya sabía a quién había llamado. Pero se iba a asegurar de que no le llamara de nuevo. Se metió el móvil de ella en el bolsillo. Barbara soltó una exclamación que no necesitaba traducción.

Mi dispiace, Barbara. Adesso debe aspettare qui, in questura. —No sabía si volvería a traicionarle, así que no tenía otra elección que mantenerla encerrada en la sala de interrogatorios mientras se representaba la siguiente escena de la obra.

—¡No! ¡No! Ha de entenderlo. Salvatore, tenía que hacerlo. No me ha dejado elección. Si no coopero… No sabe lo que tiene, no sabe lo que he hecho, no sabe el daño que nos va a hacer esto a mí y a Azhar, y si eso pasa Hadiyyah va a acabar con esa gente repugnante, yo sé cómo son, lo que piensan y lo que sienten, no les importa nada ella, y seguro que no la quieren con ellos, y no hay nadie más, porque la familia de Azhar… Por favor, por favor, por favor.

Mi dispiace —repitió.

Y de verdad lo sentía. La dejó encerrada en la sala.

Volvió con Bruno y Rocco Garibaldi. Después de pedir una copa de vino para calmar sus nervios, Bruno llamó a Lorenzo Mura desde un teléfono que estaba preparado para grabar la conversación. Fue algo muy sencillo. Bruno le dijo, tenso, que tenían que verse. La policía había estado en DARBA Italia. Las cosas se estaban complicando.

Lorenzo Mura vaciló. Daniele insistió. Quedaron en verse en un lugar que Salvatore había escogido porque había buenas posibilidades de que tuvieran una visión clara de su encuentro y buena señal para grabar sus palabras. En el Parco Fluviale dentro de una hora, en el campo donde Mura hacía sus entrenamientos de fútbol. Mura accedió y prometió estar allí. Sonaba algo irritado, pero no suspicaz.

Rocco Garibaldi los acompañó. Salvatore y él iban en la furgoneta de reparto blanca. Salvatore le explicó que aparcarían en la cafetería al aire libre que había a unos cien metros del campo que utilizaba Mura. En esa época del año y en un buen día como el que hacía, la cafetería estaría llena. Y el aparcamiento también. Una furgoneta como esa pasaría desapercibida. Cualquiera que la viera solo pensaría que el conductor había parado a tomar algo.

Daniele Bruno iría, por supuesto, en su coche. Lo dejaría en una zona de aparcamiento que había junto al campo. Saldría y esperaría en una de las dos mesas de pícnic que había bajo los árboles. Tenía que estar dentro del campo de visión de Salvatore en todo momento y caminar hacia el aparcamiento cuando Lorenzo Mura llegara. Así podrían vigilarle desde la cafetería. Le estarían observando con prismáticos, por si decidía hacer algo para advertir sin palabras al otro hombre de lo que estaba pasando.

Como Salvatore y sus compañeros tenían que conducir una distancia mucho más corta hasta el Parco Fluviale, llegaron allí al cabo de quince minutos. Bruno se colocó en posición, la furgoneta blanca aparcó de forma que pudieran ver bien a Bruno y después, tras probar la buena recepción del sonido del micro, esperaron cuarenta minutos a que el otro hombre llegara.

Mura no apareció. Pasaron otros diez minutos de la hora señalada. Bruno se levantó de la mesa de pícnic y empezó a caminar arriba y abajo. Por los auriculares que llevaba puestos, Salvatore le oía con absoluta claridad decir: «Merda, merda».

Otros diez minutos. Bruno dijo que estaba claro que el otro hombre no iba a venir. Salvatore le llamó al móvil y le dijo que no se moviera, que seguirían esperando. Cuando había pasado media hora exacta, Lorenzo Mura apareció.

Mientras salía del coche, fue el primero en hablar.

—¿De qué quieres que hablemos que no se puede tratar por teléfono? —Sonaba irritado y ofendido. Pero no estaba preocupado por la conversación.

La respuesta de Bruno siguió las instrucciones que le habían dado.

—Tenemos que hablar de Angelina y de cómo murió, Lorenzo.

—¿De qué estás hablando?

—La E. coli y cómo pensabas usarla. Y para lo que me dijiste que la ibas a usar. Me parece que me has mentido, Lorenzo. Ese experimento con el vino y las viñas que me dijiste que tenías in mente nunca existió.

—¿Y por eso me has pedido que venga a verte aquí? —le preguntó Lorenzo—. ¿Eso es lo que crees, amigo mío? ¿Por qué estás tan nervioso, Daniele? Estás sudando como un cerdo. —Recorrió lo que había a su alrededor con la mirada y durante un instante pareció mirar directamente a los prismáticos de Salvatore. Pero era imposible que Mura viera nada más que una furgoneta blanca aparcada entre otros vehículos a cierta distancia de donde estaban ambos.

—La policía ha estado en DARBA Italia —dijo Bruno.

Lorenzo le miró de forma penetrante.

—Ya me lo has dicho. ¿Qué pretendes?

Y ahora venía la mentira que habían acordado. Salvatore rezó para que Bruno pudiera soltarla.

—Alguien me vio coger la E. coli —le dijo—. Al principio no le dio importancia. Ni siquiera estaba muy seguro de lo que había visto. Pensó que no era nada hasta que la historia sobre la muerte de Angelina salió en Prima Voce. E incluso entonces no cayó en la cuenta hasta que la policía apareció en la puerta.

Lorenzo no dijo nada al principio. Salvatore observó su cara a través de los prismáticos. Encendió un cigarrillo y entornó los ojos por el humo. Se quitó una brizna de tabaco de la lengua.

—Daniele, ¿qué quieres decir?

—Ya sabes lo que te estoy diciendo. Esa E. coli, la cepa en concreto… La policía está haciendo preguntas muy serias. Si Angelina murió por esa E. coli, si la encuentran en su cuerpo… Lorenzo, ¿qué hiciste con la bacteria que te di?

Salvatore contuvo la respiración. Muchas cosas dependían de la respuesta de Mura.

—¿Y por eso me has hecho venir hasta aquí desde la fattoria? —dijo—. ¿Para que te diga qué hice con una bacteria? La tiré por el inodoro, Daniele. No me servía para lo que pensaba… El experimento con la bacteria y el vino…, así que la tiré.

—¿Y cómo pudo morir Angelina con la E. coli en su cuerpo, Lorenzo? Eso es lo que la policía quiere saber. Esa E. coli es la que mató a Angelina. Es lo que le están ocultando al asesino.

—Pero ¿qué dices? —preguntó Lorenzo—. Yo no la maté. Llevaba a mi hijo dentro de ella. Iba a ser mi mujer. Si murió por la E. coli… Tú sabes como yo que eso, esa bacteria, está por todas partes, Daniele.

—Ciertas E. coli están por todas partes. Pero no esta. Lorenzo, escúchame. La policía ha estado en DARBA Italia…

—Ya me lo has dicho.

—Han hablado con Antonio y con Alessandro. Han encontrado una conexión, van a querer hablar conmigo pronto y no sé qué decirles, Lorenzo. Si les digo que te di la E. coli

—¡No se lo digas!

—Pero sí que te la di. Si voy a mentir por ti, tengo que saber…

—¡No necesitas saber nada! Ellos no pueden probar nada. ¿Quién te vio dármela? Nadie. ¿Quién vio lo que yo hice con ella? Nadie.

—No quiero que me arresten por lo que hice, amigo mío. Tengo mujer e hijos. Y la familia lo es todo para mí.

—Y la mía lo iba a ser para mí. Podría haberlo sido si él no hubiera aparecido. Tú hablas de tu familia, pero la mía ha sido destruida, justo como él lo planeó.

—¿Quién?

—El musulmán. El padre de la hija de Angelina. Vino a Italia. Quería recuperarla. Lo vi claramente: perderla a ella, perder a mi hijo porque ella me dejaría como había dejado a otros…, y eso era algo… —La voz de Lorenzo se quebró.

—Era para él, ¿no? —dijo Daniele Bruno—. La E. coli, Lorenzo. Era para el musulmán. ¿Para qué? ¿Para que enfermara? ¿Para matarle? ¿Para qué?

—No lo sé. —Lorenzo empezó a llorar—. Solo para librarme de él, para que ella no le mirara, para que no le llamara por ese apelativo, para que no le permitiera que la tocara ni que cuidara de ella mientras yo me quedaba a un lado y tenía que ver… eso que pasaba entre ellos. —Fue tambaleándose hasta las mesas de pícnic. Se dejó caer en uno de los bancos y sollozó con la cabeza entre las manos.

Va bene —dijo Salvatore quitándose los cascos en el interior de la furgoneta blanca.

Habló por radio con los coches de policía que estaban esperando su orden algo más abajo en la carretera, bien escondidos en el Parco Fluviale.

Addesso, andiamo —les dijo.

Tenían suficiente. Ya era hora de llevar a Lorenzo Mura ante la justicia.

Lucca, la Toscana

Levantó la cabeza en cuanto oyó el ruido de los neumáticos sobre la gravilla del aparcamiento. Vio los coches de policía y no necesitó ver la furgoneta blanca que se acercaba por Via della Scogliera desde la cafetería. Supo en un instante lo que estaba pasando y echó a correr.

Corría muy rápido. Como era jugador de fútbol, era rápido y con buena resistencia. Cruzó el campo donde entrenaba a sus alumnos. Antes de que a Salvatore le diera tiempo a salir de la furgoneta, ya lo había cruzado con cuatro agentes uniformados persiguiéndole.

Desapareció rápidamente entre los árboles por el lado más alejado del campo. Iba hacia el suroeste. Salvatore sabía que al otro lado de esos árboles había una berma muy empinada, cubierta de hierba y maleza en ese mes de primavera, que tenía un camino en la parte superior.

Sus agentes no podían igualar a ese hombre en velocidad. Le iban a perder pronto. Pero a Salvatore no le importaba. Cuando vio la dirección que estaba tomando Mura, tuvo una idea muy clara de hacia dónde iba.

Basta —dijo, más para sí mismo que para nadie.

Giró, asintió mirando a Daniele Bruno, porque había hecho bien su tarea, y le dejó en manos de su avvocato y de los agentes que habían grabado sus palabras dentro de la furgoneta blanca. Le llevarían a la questura y después le liberarían. Mientras, Salvatore se ocuparía de Mura.

Cogió uno de los coches de policía. Fue por la Via della Scogliera al noroeste siguiendo el curso del río Serchio. El río brillaba bajo el sol de la tarde. Bajó la ventanilla y disfrutó de la brisa.

A la entrada del parque, tomó la dirección del centro de Lucca. Pero no avanzó mucho porque la viale rodeaba la antigua muralla. Eligió bordear el barrio de Borgo Giannotti por el norte, recorriendo una calle en la que los frondosos árboles daban sombra a unas casas escondidas tras altas paredes. En su camino le frenó durante dos minutos un gran camion carico que intentaba maniobrar para ponerse en una posición buena para poder descargar los muebles para los ocupantes de la casa recién comprada. Varios conductores impacientes tocaron el claxon, frustrados por la espera, pero él no vio la necesidad de hacerlo. Cuando reanudó la marcha, dejó atrás el Palazetto dello Sport y el gran campo de juego de Campo CONI. Y por fin llegó a su destino: el cimitero comunale.

Había coches y bicicletas en el aparcamiento principal, pero no había ninguna señal de que, ese día, tras las altas y silenciosas paredes del cementerio se estuviera realizando un entierro. Las puertas estaban abiertas, como siempre. Salvatore entró respetuosamente. Se santiguó a los pies de unos Jesús y María de bronce manchados por el guano y estropeados por la intemperie. Un mausoleo solemne se elevaba detrás de ellos, intimidante, aunque las estatuas tenían las caras serenas.

Fue por el camino de gravilla, donde se percibía el aroma de diferentes flores en el aire. El sol brillaba sobre las lápidas de mármol. Al otro lado del cuadrilátero que estaba recorriendo Salvatore, las lápidas que se elevaban desde el suelo eran las únicas testigos de su avance hacia donde estaba Lorenzo Mura.

Estaba donde Salvatore había pensado que estaría: en la tumba de Angelina Upman. Se había tumbado sobre el segmento de tierra que permanecería sin marcar hasta que la lápida cubriera el lugar de su enterramiento. Sobre el polvo seco y cálido que había en vez de la lápida, Lorenzo Mura sollozaba.

Salvatore le dio un tiempo para desahogarse y no se acercó durante unos minutos. La agonía de aquel hombre era algo terrible de presenciar, pero Salvatore lo hizo. Servía para recordarle el precio del amor. Se preguntó si quería volver a sentir alguna vez ese tipo de vínculo con una mujer.

Por fin, cuando Mura dejó de sollozar, se acercó. Se agachó y le cogió del brazo con fuerza pero no con brusquedad.

Venga, signore —le dijo.

Lorenzo se levantó sin protestar, sin hacer preguntas, sin resistirse.

Salvatore lo sacó del cementerio y lo metió en el coche, para hacer con él el breve camino que había de allí a la questura.

Lucca, la Toscana

Al principio aporreó la puerta como una mala actriz en una película aún más mala. La primera vez, Ottavia Schwartz fue a ver si estaba en peligro o necesitaba algo urgentemente, y ella intentó explicárselo, escapar por la fuerza, suplicar, huir. Pero Ottavia no hablaba su idioma, y, aunque lo hubiera hablado, estaba claro que Salvatore le había dado órdenes. Igual que a los demás, al parecer, porque nadie acudió al oír sus gritos una vez que Ottavia hubo cerrado la puerta otra vez.

Solo necesitaba un teléfono móvil. Intentó que Ottavia lo entendiera haciéndole gestos y diciéndole telefonino cuando por fin recordó la palabra que había oído utilizar. Suplicó, le dijo que solo necesitaba hacer una breve llamada de teléfono… Pero no consiguió nada.

La dejaron allí viendo pasar el tiempo. Lo veía en el reloj que había en la pared. Y en el reloj barato de su muñeca. Cuando pasó el plazo que Mitchell Corsico le había dado, intentó convencerse de que el periodista solo se había tirado un farol. Pero sabía que la historia era demasiado buena. Era material de primera página y Mitchell quería volver a ese lugar de honor. Todos los reporteros de tabloide que merecieran tal nombre lo querrían: una firma que pusiera de los nervios a cualquiera cuyas actividades sugirieran que una exposición de las que destruyen reputaciones no tardaría en llegar con el estilo inimitable de The Source. Ella lo supo desde el primer momento en que se alió con ese tío.

Así que se puso a caminar arriba y abajo. Tenía su tabaco, así que fumó. Alguien le trajo un panino, que no comió, y una botella de agua, que no bebió. Una vez una agente la acompañó al baño. Y eso fue todo.

Habían pasado varias horas cuando vinieron a liberarla. Fue Salvatore quien lo hizo. En esas horas habían sucedido muchas cosas. Habían traído a Lorenzo Mura a la questura, le habían interrogado, le habían acusado y se habían ocupado ya de todos los detalles.

Mi dispiace —le dijo Salvatore. Y en sus ojos tenía una mirada increíblemente triste.

—Sí, a mí también —dijo Barbara. Y cuando le dio su móvil, preguntó—: ¿Le importa si…?

Vada, Barbara, vada —dijo.

Y se fue. Cerró la puerta, pero no echó la llave. Se preguntó si había micrófonos en la sala, supuso que sí, así que salió al pasillo. Llamó a Mitchell Corsico.

Era, por supuesto, demasiado tarde.

—Lo siento, Barbara —le dijo—, pero un hombre tiene que hacer lo que…

Colgó sin escuchar el resto. Fue hasta el despacho de Salvatore. Estaba al teléfono con alguien llamado Piero, pero cuando vio a Barbara, colgó. Se puso de pie.

Ella habló con un nudo en la garganta.

—Ojalá pudiera hacerle entender. No tenía elección, ¿sabe? Por Hadiyyah. Y ahora… las cosas se van a poner peor, porque no sé lo que va a pasar y sigo sin tener elección. La verdad es que no la tengo. No en cuanto a las cosas que son verdaderamente importantes. Y usted no va a entender cómo son las cosas, Salvatore. Va a pensar otra vez que le estoy traicionando, y supongo que lo estaré haciendo, pero ¿qué otra cosa puedo hacer? Un artículo, uno importante, va a salir en uno de los grandes tabloides mañana. Hablará de Azhar, de mí, de lo que se planeó y de cómo se planeó, sobre contratar a unas personas para secuestrar a Hadiyyah, sobre el dinero que cambió de manos y los registros que se alteraron… Todo muy malo. Sus tabloides se harán eco de la historia y, aunque no lo hagan, el inspector Lynley le llamará y le contará la verdad. Pero no puedo dejar que eso pase, aunque no haya podido evitar que se enviara esa historia. —Carraspeó con fuerza y continuó diciendo con unos labios que no sentiría aunque los tuviera sangrando—: Y lo siento mucho porque usted es un buen hombre.

Salvatore la escuchó con atención. Ella vio que estaba haciendo todo lo posible por entender. Pero le pareció que lo único que había entendido eran los nombres: Azhar y Hadiyyah. Él en su respuesta le habló de Lorenzo Mura, de Azhar y de Angelina. Con eso supuso que le estaba contando que Mura había confesado lo que ella ya sospechaba: que Azhar era quien debía haberse bebido el vino con la E. coli. Asintió y él le dijo:

Aveva ragione, Barbara Havers. Aveva proprio ragione.

Y entonces dedujo que estaba diciendo que ella había tenido razón todo el tiempo. Pero, en ese momento, eso no le proporcionó ni la más mínima satisfacción.