Belgravia, Londres
El hecho de que Isabelle Ardery no hubiera hecho nada para ocuparse de Barbara le sugería a Lynley que, o le estaba dando el tiempo que había pedido para intentar solucionar lo que la sargento había estado haciendo, o que estaba recopilando pruebas por su cuenta contra Barbara que acabarían en el resultado que llevaba esperando desde que se dio cuenta de que la sargento era un miembro difícil dentro de su equipo. Isabelle quería que las cosas funcionaran sin problemas, y no se podía decir que Barbara aportara a la maquinaria de una investigación policial el suministro constante de aceite con su cooperación.
Por supuesto, Isabelle había pedido a Lynley que le fuera informando. Él le habló de su conversación con Bryan Smythe, pero no mencionó ni los billetes de avión a Lahore ni lo que Barbara le había pedido a Smythe que hiciera. También le ocultó que había ido a ver a Smythe con Azhar. Y ahí se equivocó.
Isabelle le pasó un informe por encima de la mesa. Lynley se puso las gafas y lo leyó. John Stewart estaba enterado de la visita de Barbara y Azhar a Smythe. Pero no había tenido tiempo de informar a Isabelle cuando Lynley y ella se reunieron con la sargento. Cuando preguntó a la superintendente por qué no había denunciado a Barbara a la Oficina de Investigación Disciplinaria, conocida como OID, su tranquilo «Estoy esperando a ver hasta dónde llega esto» fue como un aviso para Lynley de que sus acciones también estaban siendo supervisadas.
—Isabelle, admito que estoy intentando encontrar alguna excusa —le dijo a la superintendente.
—Buscar razones es comprensible, Tommy. Buscar excusas no. Y supongo que serás capaz de ver la diferencia entre ambas cosas.
Él le devolvió el informe de Stewart diciendo:
—En cuanto a John… ¿Razones? ¿Excusas? ¿Qué vas a hacer con él?
—Ya me estoy ocupando de John. Tú no te preocupes por él.
Casi no podía creer lo que estaba oyendo, porque tenía que significar que había asignado al inspector detective Stewart la tarea de vigilar de cerca a Havers e informar de sus movimientos. Si ese era el caso, Isabelle solo estaba dando cuerda a Barbara para que se ahorcase sola. Y también le estaba dejando caer a él que no era conveniente quitarle esa cuerda para poner su propio cuello en peligro.
Todo lo que necesitaba para acabar con Barbara era el informe de Lynley sobre la conversación que había tenido con Bryan Smythe. Porque aunque Stewart sabía que Barbara había ido allí, cuándo y con quién, lo que no sabía era lo que pretendía. Solo Lynley y la misma Barbara, claro, lo sabían.
Muy temprano por la mañana salió al jardín. La mesa del comedor estaba puesta para el desayuno, los periódicos estaban en la mesa formando un ángulo perfecto con el tenedor y el aroma del pan tostándose bajo la experta vigilancia de Charlie Denton salía de la cocina. Pero fue hasta la ventana, contempló el bonito día de primavera y se fijó en lo hermosas que eran las rosas que empezaban a abrirse. Salió para admirarlas, consciente de que en el tiempo que había pasado desde la muerte de Helen no había salido ni una vez a ese jardín que a ella tanto le gustaba. Ni tampoco había salido nadie, se dijo.
Entre los rosales encontró un cubo. Dentro había ramas secas. Apoyadas a un lado del cubo había un par de tijeras de podar, oxidadas porque llevaban expuestas a los elementos más de un año. El estado de los rosales explicaba por qué el cubo, su contenido y las tijeras de podar se habían quedado ahí durante tanto tiempo. Helen estaba podándolos cuando fue asesinada.
Lynley recordó cómo la había visto hacerlo desde la ventana de la biblioteca del piso superior. Había bajado para unirse a ella, e incluso ahora pudo oír sus palabras, dichas de esa forma graciosa y autodespreciativa tan típica de Helen: «Tommy, cariño, creo que esta es la única actividad útil en la que podría convertirme en una experta. Hay algo muy satisfactorio en escarbar la tierra. Parece como si te devolviera a tus raíces». Y entonces pensó en lo que acababa de decir y se rio: «Tierra, raíces…, qué gracioso. No lo he dicho a propósito».
Lynley se ofreció a ayudarla, pero ella no le dejó: «No me robes la única oportunidad que tengo de destacar en algo».
Sonrió al recordarla. Entonces se dio cuenta de que por primera vez un recuerdo de Helen no iba acompañado de un dolor lacerante.
Se abrió una puerta detrás de él. Se volvió y vio a Denton dejando paso a Barbara Havers. Al verla, Lynley miró su reloj. Eran las siete y veintiocho de la mañana. ¿Qué demonios estaba haciendo ella en Belgravia a esa hora?
Cruzó el césped hasta donde estaba. Tenía muy mala cara. No solo iba más desaliñada de lo normal, sino que también parecía que se había pasado la noche sin dormir.
—Tienen a Azhar —le dijo.
—¿Quién? —preguntó parpadeando.
—La policía de Lucca. Le han quitado el pasaporte. Le están reteniendo allí. Y no sabe por qué.
—¿Le han interrogado sobre algo concreto?
—Todavía no. Solo le han prohibido salir de Italia. No sabe lo que está pasando. Y yo tampoco. ¿Cómo puedo ayudarle? No sé qué más hacer. No hablo italiano. No sé qué pretenden. No sé que ha pasado. —Dio tres pasos para acercarse a los arriates de flores antes de volverse y decir de repente—: ¿Puede llamarlos, señor? ¿Puede enterarse de lo que está pasando?
—Si no le dejan salir del país, es obviamente porque tienen preguntas sobre…
—Ya, sí, lo que sea. Lo sé. Por si acaso le he dicho que llame a la embajada. Y que consiga un abogado. Ya se lo he dicho. Pero tiene que haber algo más que pueda hacer. Y usted conoce a esos policías y habla italiano, y puede al menos… —Dejó caer el puño sobre la palma de la otra mano—. Por favor, señor. Por favor. Por eso he venido desde Chalk Farm. Por eso no podía esperar a que llegara al trabajo. Por favor.
—Ven conmigo —le dijo, y la llevó al interior de la casa.
Dentro vio que Denton ya estaba poniendo otro plato para el desayuno. Lynley le dio las gracias, sirvió dos tazas de café e invitó a Barbara a que se sirviera huevos y beicon.
—Ya he desayunado —contestó ella.
—¿Qué?
—Una Pop-Tart de chocolate y un cigarrillo. —Ladeó la cabeza para señalar el aparador y añadió—: Si como algo nutritivo, seguro que mi sistema entrará en shock.
—Pues acompáñame, hazme el favor —le pidió—. No quiero comer solo.
—Por favor, señor…, Necesito que…
—Soy muy consciente de ello —le dijo mirándola fijamente.
Barbara, a regañadientes, se sirvió huevos revueltos. Y los acompañó con dos lonchas de beicon. Se animó y echó en su plato cuatro champiñones y una tostada. Él también se sirvió y se sentó con ella a la mesa.
Señaló con la cabeza los periódicos:
—¿Cómo consigue leerse tres periódicos todas las mañanas, por Dios?
—Leo las noticias en The Times y los editoriales de The Guardian y The Independent.
—¿Es que busca el equilibrio en su vida?
—Me parece lo mejor. Pero el excesivo uso de los adverbios en la escritura periodística de estos tiempos me resulta una distracción. No me gusta que me digan lo que debo pensar, ni siquiera subrepticiamente.
Sus miradas se cruzaron. Ella la apartó primero. Cogió los huevos revueltos con el tenedor y los dejó sobre un trozo de la tostada. Masticó. Pero pareció que le costaba tragar.
Lynley volvió a hablar.
—Antes de que llame al inspector Lo Bianco, Barbara… —Esperó a que le mirara—. ¿Hay algo que quieras decirme? ¿Alguna cosa que necesite saber?
Ella negó con la cabeza.
—¿Estás segura?
—Yo diría que sí —respondió.
«Tú lo has querido», pensó Lynley.
Belgravia, Londres
Por primera vez en su vida, Barbara Havers se arrepintió de no saber otro idioma que no fuera el suyo. Aunque era cierto que, a veces, había tenido ganas de aprender un idioma extranjero —la mayoría de las ocasiones tenían que ver con sus ganas de entender lo que el cocinero del local de comida india de su barrio gritaba sobre el cordero rogan josh antes de servirlo en el recipiente de comida para llevar—, durante la mayor parte de su vida no había tenido ninguna necesidad de saberlo. Tenía pasaporte, pero nunca lo utilizaba para ir a ninguna parte donde se hablara una lengua extranjera. De hecho, no lo usaba nunca. Lo tenía por si se daba la poco probable circunstancia de que, inesperadamente, apareciera un hasta el momento desconocido príncipe azul en su vida y, de repente, quisiera llevarla a tomarse unas vacaciones de lujo bajo el sol del Mediterráneo.
Pero ahora, mientras miraba a Lynley hablar con el inspector jefe Lo Bianco, no hacía más que intentar entender algo. Escuchó con atención, buscando palabras que le resultaran conocidas. Intentó leer su expresión. De todo lo que dijo, solo entendió los nombres: Azhar, Lorenzo Mura, Santa Zita —fuera quien fuera— y Fanucci. También le pareció oír que mencionaban a Michelangelo Di Massimo y creyó reconocer «información», «hospital» y «factoría», aunque no supo a qué venían. La mayor parte de lo que averiguó fue por la cara de Lynley, que se fue poniendo cada vez más seria, según avanzaba la conversación.
—Chiaro, Salvatore. Grazie mille. Ciao —dijo por fin, lo que avisó a Barbara de que la conversación estaba a punto de finalizar.
Cuando colgó, Barbara estaba aterrorizada, pero eso no la detuvo.
—¿Qué? —preguntó—. ¿Qué?
—Parece que ha sido la E. coli —contestó.
¿Intoxicación alimentaria? ¿Por la comida?
—¿Cómo ha podido morirse de intoxicación en estos tiempos? —dijo—. ¿De verdad puede morirse alguien de intoxicación alimentaria?
—Evidentemente se trataba de una cepa muy virulenta. Los médicos no la detectaron, porque ella dijo que había estado enferma días atrás por culpa del embarazo. Inicialmente, eso fue lo que creyeron que tenían entre manos: un caso de náuseas muy graves. Cuando pensaron que lo habían solucionado, le hicieron otras pruebas y salieron negativas.
—¿Pruebas de qué?
—De cáncer, colitis y otras enfermedades. El colon y el intestino. No encontraron nada, así que asumieron que había cogido algún tipo de virus, como pasa a veces. Le dieron un ciclo de antibióticos como precaución. Y eso fue lo que la mató.
—¿Los antibióticos la mataron? Pero acaba de decir que fue la E. coli…
—Fueron ambas cosas. Por lo que se ve, tratar con antibióticos la E. coli, al menos la cepa que ella tenía, por lo que me dice Salvatore, desencadena la producción de una toxina. Shiga se llama. Y esa toxina acaba con los riñones. Cuando los médicos se dieron cuenta de que sus riñones estaban fallando, ya era demasiado tarde para salvarla.
—Mierda. —Barbara intentó asimilar todo aquello. Lo primero que constató fue que su cuerpo empezaba a relajarse por primera vez en doce horas y que su mente solo repetía: «Gracias a Dios, gracias a Dios, gracias a Dios, gracias a Dios». Una intoxicación alimentaria que acababa en fallecimiento, por muy desafortunado que fuera, no implicaba… lo que ella no quería que implicara—. Se acabó entonces —concluyó.
Lynley la miró largo rato antes de decir:
—Por desgracia, no.
—¿Por qué no?
—No hay ninguna otra persona enferma.
—Pero eso es bueno, ¿no? Se han librado de…
—Nadie, Barbara. En ninguna parte. Ni en la Fattoria de Santa Zita, la finca de Lorenzo Mura, ni en ningún pueblo cercano, ni en ninguna parte de Lucca. Nadie, como ya he mencionado. En ninguna parte. Ni en toda la Toscana. Ni en el resto de Italia. Esa fue una de las razones por la que los médicos no reconocieron enseguida lo que tenían entre manos.
—¿Y debería saber qué quiere decir eso?
—Cuando aparece la E. coli, normalmente lo hace en brotes. ¿Ves ahora a lo que me refiero?
—Entiendo que esto ha sido un caso aislado. Pero como he dicho, eso es bueno, ¿no? Eso significa… —Y entonces se dio cuenta y lo vio tan claro como ahora mismo veía a Lynley observándola. Se le quedó la boca seca—. Pero deberían estar buscando el origen por todas partes, ¿no? Tienen que hacerlo para evitar que nadie más se infecte. Estarán examinando todo lo que Angelina comió y… ¿Hay animales en esa fattoria?
—Vacas y burros, sí.
—¿Y podría la E. coli provenir de esos animales? ¿Los animales no trasmiten esas cosas no sé cómo? No estamos hablando de…, ya sabe…
—Evidentemente, el ganado es un nido de esa bacteria y se puede encontrar en sus cuerpos. Sí. Pero no creo que haya rastros de E. coli en la Fattoria de Santa Zita. Salvatore tampoco lo cree.
—¿Por qué no?
—Porque nadie de los que viven allí está enfermo. Ni Hadiyyah, ni Lorenzo, ni siquiera Azhar, que estuvo allí justo después de que encontráramos a la niña.
—Tal vez… ¿Eso se incuba o algo así?
—Solo conozco los detalles vagamente, pero, por lo que se ve, alguien tendría que estar enfermo ya.
—Bueno, pues digamos que fue a dar un paseo. Y que se acercó a una vaca. O que… Tal vez se infectó en otra parte. En la ciudad. En el mercado. Visitando a algún amigo. Cogiendo algo de la carretera. —Pero Barbara era consciente de la desesperación de su voz, y seguro que Lynley también se había dado cuenta.
—Volvemos a lo de que nadie más está enfermo, Barbara. Y a la cepa.
—¿Qué pasa con la cepa?
—Según Salvatore —dijo señalando el teléfono móvil que había dejado al lado de su plato—, nunca habían visto algo como eso. Es por la virulencia. Una cepa tan virulenta puede acabar con una población entera antes de que dé tiempo a identificar la causa. Pero tendrían que caer enfermos rápidamente, en cuestión de días. Las autoridades sanitarias se han implicado en el asunto y han buscado a alguna otra persona que haya ido a ver a un médico o que haya pasado por urgencias con los mismos síntomas. Pero, como he dicho, no hay nadie más con esa enfermedad. Ni antes de lo de Angelina ni después.
—Sigo sin entender por qué eso es tan malo. No entiendo por qué han retenido a Azhar, a no ser… —De nuevo sintió su mirada fija en ella. Vio lo triste que era, pero también identificó algo más, y deseó más de lo que había deseado nada en su vida no entender lo que decía esa mirada. Entonces añadió con despreocupación—: Oh, ya entiendo. Están reteniendo a Azhar en Lucca porque no quieren que se lo contagie a nadie, supongo. Si él tiene esa bacteria en estado durmiente…, o lo que sea, y la trae a Londres… Podría ser una versión moderna de María, la Tifoidea, ¿no?
La mirada de Lynley no cambió.
—No es así como funciona. No se trata de un virus. Es una bacteria. Es, por así decirlo, un microbio. Un microbio muy peligroso. Supongo que ya te has dado cuenta de en qué dirección apunta, ¿no es así?
Perdió toda sensación en la cara.
—No. Yo… no, la verdad. —Pero el cerebro le latía una y otra vez con una letanía: «Oh, Dios mío. Oh, Dios mío. Oh, Dios mío».
—Si no se encuentra el origen en la fattoria ni en la comida a la que tenía acceso Angelina allí, en Lucca o en cualquier otra parte a la que pudiera haber ido, y si ella sigue siendo la única persona infectada, todo apunta a que alguien se hizo con una cepa virulenta de esa bacteria y la introdujo en el sistema de Angelina. Supongo que la forma más obvia sería utilizando la comida.
—Pero ¿por qué alguien iba a…?
—Porque alguien quería que estuviera muy enferma. O la quería muerta. Y los dos sabemos lo que sugiere eso, Barbara. Por eso han pedido a Azhar que entregue su pasaporte.
—No pensará que Azhar… ¿Y cómo coño se supone que lo hizo?
—Creo que los dos sabemos cuál es la respuesta a esa pregunta.
Ella se apartó de la mesa, aunque no sabía muy bien adónde pretendía ir.
—Hay que decírselo. Está bajo sospecha. Necesita saberlo.
—Yo diría que ya lo sabe.
—Entonces tengo… Tenemos… —Se llevó los nudillos a la boca. Lo repasó todo: desde que Angelina Upman se llevó a su hija de Londres el noviembre anterior hasta la situación en la que estaba ahora, con Angelina muerta. Se negó a creer lo que tenía delante, que era como el cadáver de un perro cruzado en el camino por el que pasear tranquilamente—. No —dijo.
—Lo siento.
—Tengo que…
—Escúchame, Barbara. Lo que tienes que hacer ahora es no implicarte en esto. Si no haces lo que te digo, no voy a poder ayudarte. Ni siquiera creo que pueda ayudarte ahora, aunque lo estoy intentando, te lo digo sinceramente.
—¿Qué quiere decir?
Lynley se inclinó hacia delante.
—No creo que pienses que Isabelle no se ha enterado de todo lo que está pasando, de lo que has estado haciendo, de a quién has ido a ver y de dónde has estado. Lo sabe todo, Barbara. Y si no vuelves al buen camino en este mismo momento, aquí, ahora, en esta habitación, el riesgo al que te estarás exponiendo te va a hacer perderlo todo. ¿Me he explicado con claridad? ¿Me has entendido?
—Azhar no la mató. No tenía ninguna razón para hacerlo, habían hecho las paces e iban a compartir a Hadiyyah y… —La cara de Lynley hizo que dejara de hablar. A pesar de lo que sabía sobre Azhar, sobre lo que había hecho para organizar el secuestro de su hija y para estar convenientemente en Italia cuando la «encontraran», lo que la pudo fue la lástima y la compasión que vio en el rostro del inspector—. Seguro. Él no podría.
—Si eso es así, Salvatore Lo Bianco lo aclarará todo —le respondió Lynley.
—Y mientras… ¿Qué demonios me sugiere que haga?
—Te haré una sola sugerencia: vuelve al trabajo.
—¿Eso es lo que haría usted?
—Sí —le dijo sin inmutarse—. En tu situación, eso es lo que yo haría.
Pero ella supo que mentía. Porque si había una cosa que Thomas Lynley nunca haría, era abandonar a un amigo.
Lucca, la Toscana
La solicitud de la reunión no le llegó a Salvatore Lo Bianco a través de il Pubblico Ministero en persona, sino de la secretaria de Piero Fanucci. Le llamó al móvil y le ordenó con brusquedad que fuera al Orto Botanico, donde encontraría al magistrato esperándole.
—Quiere hablar en privado con usted, ispettore —le dijo.
—¿Ahora? —respondió Salvatore.
—Sì, adesso —le dijo.
El signor Fanucci había llegado al trabajo de bastante mal humor. Luego, tras hacer y recibir unas cuantas llamadas, su humor había empeorado. Había sido sugerencia de la secretaria que el ispettore Lo Bianco fuera inmediatamente al jardín botánico.
Salvatore soltó un juramento, pero obedeció. Que Fanucci hubiera hecho y recibido llamadas sugería que andaba detrás de algo. Que a esas llamadas las hubiera seguido la exigencia de ver a Salvatore le sugería que eso tras lo que iba era lo mismo que pretendía resolver él.
El jardín botánico estaba dentro deel recinto amurallado de la ciudad vieja, en el extremo sudeste. En mayo la vegetación estaba renaciendo y en plena floración. Había muy poca gente dentro del jardín. A esa hora, los luqueses estaban trabajando y los turistas normalmente se limitaban a visitar las iglesias y los palazzi.
Salvatore encontró a Fanucci admirando unas glicinias que caían sobre una antigua artesa llena de nenúfares. Cuando Salvatore se acercó por el camino de gravilla, apartó la vista de las plantas, llenas de flores moradas.
Piero estaba fumando un grueso puro recién encendido. Miró a Salvatore con una expresión que lograba combinar disgusto personal y enfado profesional. El enfado era real, pensó Salvatore. El disgusto no.
—Cuéntamelo, Topo. —Esa fue su forma de darle la bienvenida. Dejó caer la ceniza del puro en el camino y con el pie la convirtió en sassolini—. Tú y la preciosa Cinzia Ruocco os habéis reunido, no? Una charla agradable con ella en la Piazza San Michele. ¿Por qué sospecho que los dos estuvisteis hablando de asuntos que te he ordenado que dejes tranquilos? ¿Qué es lo que pasa contigo, Salvatore?
—¿Qué importancia tiene que haya hablado con Cinzia? —replicó él—. Si quiero quedar con una amiga para tomar un caffè…
Fanucci alzó un dedo a modo de advertencia.
—Stai attento —le avisó.
Salvatore no hizo caso a la amenaza que implicaba esa expresión. Estaba bastante harto de Fanucci. Sintió que empezaba a enfadarse e intentó controlarlo.
—La desgraciada muerte de esa mujer, Angelina Upman, me ha parecido sospechosa. Mi trabajo es investigar las cosas que me parecen sospechosas. Yo creo que hay una conexión.
—Si no te importa que lo pregunte, ¿conexión entre qué?
—Creo que ya lo sabes.
—¿Entre el secuestro de la hija de esa mujer y su muerte? ¡Bah! Che sciocchezza!
—Si es así, yo seré el que quede como un estúpido. ¿Qué importa entonces que haya hablado con Cinzia de cómo murió esa pobre mujer? Yo diría que, de todas formas, a ti te viene bien que haya muerto.
La cara de Fanucci se puso muy roja. Sus labios se movieron contra el puro. Salvatore se fijó en que le clavaba los dientes. Él también estaba intentando controlarse. Era cuestión de poco tiempo que uno de los dos no lo consiguiera y estallara.
—¿Y qué quieres decir con eso, amigo mío? —preguntó Fanucci.
—Quiero decir que ahora es la historia de su muerte la que ocupa los titulares: «La pobre madre de la niña secuestrada muere mientras dormía». Y eso, por fin, aparta la atención del secuestro y de Carlo Casparia. Significa que ahora puedes liberar al pobre Carlo para que vuelva a su vida, algo que ambos sabemos, Piero, que vas a tener que hacer pronto.
Fanucci entornó los ojos.
—Yo no sé nada de eso.
—Por favor, no creas que soy estúpido. Nos conocemos hace demasiado tiempo para eso. Sabes que te has equivocado con Carlo. Y, como no quieres reconocerlo, te has negado a liberarle. Porque entonces tendrías que someterte al escrutinio y los comentarios de la prensa, y eso es algo que no puedes soportar.
—¿Te atreves a insultarme así, Salvatore?
—La verdad no es un insulto. Solo es la verdad. Y a esa verdad tengo que añadir con el debido respeto, que, en tu situación, la incapacidad de reconocer los propios errores es un defecto muy peligroso.
—Como lo son también los celos —exclamó Fanucci—. Sean profesionales o personales, le arrebatan a un hombre no solo su dignidad, sino también la capacidad para hacer su trabajo. Tanto pensar y tanto «respetar», Salvatore, ¿se te ha ocurrido eso en algún momento?
—Piero, Piero… ¿Ves cómo intentas cambiar de conversación? Quieres que hablemos sobre mí cuando de quien hay que hablar es de ti. Has perdido tiempo y recursos en intentar encajar los pocos hechos que conocías para crear una acusación que pudieras utilizar contra Carlo. Y cuando no quise acompañarte por ese camino ridículo que habías decidido recorrer, me sustituiste por Nicodemo, que sí estaba dispuesto a hacerlo.
—¿Así es cómo ves las cosas?
—¿Hay alguna otra forma de verlo?
—Certo. Porque los celos te cegaban y no te dejaban ver lo que tenías delante. Ha sido así desde que la niña inglesa desapareció del mercato. Esa siempre ha sido tu mayor debilidad, Topo. Esos celos que contaminan todo lo que haces.
—Y según tú, ¿de qué estoy celoso?
—Eres un hombre destrozado por el divorcio, que ha vuelto a vivir en casa con su mamma porque ninguna otra mujer ha querido aceptarle. Habría que preguntarse cómo queda tu masculinidad al ver a otro hombre, alguien como yo, deforme y de apariencia repulsiva, que todavía tiene mujeres que están deseando acostarse con él. Conmigo, un verdadero sapo. Y, además, ese sapo es quien ha tenido que ordenar tu sustitución en una investigación, porque tu trabajo no cumplía con las expectativas… ¿Cómo te hace sentir eso? ¿Cómo te miran ahora tus colegas? ¿Qué piensan de ti mientras siguen las órdenes de Nicodemo y no las tuyas, eh? Topo, ¿no te has preguntado por qué no puedes dejar de lado este caso, tal y como te he ordenado? ¿Te has preguntado qué estás intentando probar con todas esas cosas que haces a escondidas?
Salvatore entendió entonces por qué il Pubblico Ministero había querido que esa reunión no se produjera en su despacho. Fanucci tenía un plan más amplio in mente, uno que iba más allá de simplemente acosar y humillar a Salvatore. Supuso que tenía que ver con salvar su imagen de la única forma que le quedaba.
—Ah. Tienes miedo, Piero —dijo—. A pesar de lo que dices, te has dado cuenta de que puede haber una conexión entre ambos sucesos. Secuestran a la niña. Y después la madre muere. Si hay una conexión entre ambas cosas, no puede tener que ver con Carlo Casparia, Michelangelo Di Massimo y Roberto Squali, ¿verdad? Porque con Casparia en la cárcel y Squali muerto, solo queda Michelangelo Di Massimo en posición de poder hacerse con una bacteria peligrosa y lograr que Angelina Upman la ingiriera sin darse cuenta. ¿Y cómo podría haber ocurrido eso? Así que si hay una conexión, es obvio que otra persona…
—Ya te lo he dicho. No hay conexión —le cortó Fanucci—. Son dos tragedias, pero no están relacionadas.
—Como tú quieras —le dijo Salvatore—. Creer otra cosa… supondría un problema para ti, sì? Pero al menos el pobre Carlo ya no te inquieta, Piero, porque, si quieres, puedes informar a Prima Voce de esta muerte por E. coli de la forma que sueles: filtrándolo. Entonces el periódico avivará las llamas del pánico del público, que querrá que se encuentre el origen de esa intoxicación letal. Y entonces, mientras eso ocurre, puedes sacar a Carlo de la cárcel. Y para cuando los periódicos se enteren —chasqueó los dedos—, ya serán noticias antiguas. Y la historia no merecerá aparecer en primera página, ¿eh? Una muerte es mejor que un secuestro, después de todo, incluso aunque la muerta no sea la misma persona que fue secuestrada. Deberías darme las gracias por darte esa posibilidad, Piero, y no dedicarte a discutir conmigo porque he hablado con Cinzia Ruocco sobre de qué murió exactamente la mujer.
—Te ordeno aquí y ahora, Topo, que dejes el asunto en paz. Y te digo que debes pasar a Nicodemo Triglia toda la información que tengas sobre cualquier cosa relacionada con el secuestro de la niña y la muerte de su madre.
—Así que tú también crees que están relacionadas, a pesar de lo que has dicho antes, ¿eh? ¿Y qué pretendes hacer? Enterrar las pruebas de asesinato para que puedas perseguir… ¿A quién pretendes perseguir ahora por el secuestro? Tiene que ser al desgraciado de Di Massimo. Acabará siendo declarado culpable del secuestro, mientras el asesinato de la madre queda como una desafortunada coincidencia, una tragedia sin sentido que ha sucedido después del retorno de su hija, sana y salva. Así es como tienes que hacerlo para que los periódicos no sepan cómo te has mostrado realmente: ciego, obstinado, sin una pizca de objetividad y demostrando una gran estupidez.
Eso fue la gota que colmó el vaso. Fanucci entró en erupción. Il Drago no pudo contenerse más. Se acercó a Salvatore y, cuando llegó el golpe, al policía le sorprendió la fuerza que tenía el magistrato. Le pegó un gancho con una precisión brutal. La cabeza de Salvatore se proyectó bruscamente hacia atrás, los dientes se le clavaron en la lengua y entonces llegó el segundo puñetazo. Fue un golpe en el estómago, que le preparó para el tercero. Ese lo tiró al suelo. Casi esperaba que Fanucci entonces se lanzara sobre él y los dos acabaran rodando por el camino de gravilla como niños. Pero eso habría estropeado el traje impecable del il Pubblico Ministero. Así que Piero se conformó con una dolorosa patada en los riñones.
—Tú… —gruñó, acompañando el grito de más patadas—, ¿cómo… te… atreves… a… hablarme… así?
Salvatore no pudo hacer otra cosa que protegerse la cabeza mientras Piero Fanucci empezaba a patearle el resto del cuerpo.
—Basta, Piero! —consiguió decir.
Pero Fanucci no consideró que era suficiente hasta que Salvatore estuvo tendido inmóvil en el suelo. Y para entonces apenas pudo oír las últimas palabras que le dijo el magistrato:
—Ya veremos quien es el más estúpido de los dos, Topo.
Salvatore decidió mientras veía alejarse a Fanucci, que esa era la forma que tenía Piero de darle permiso para investigar a fondo la muerte de Angelina Upman.
Bene, pensó. Eso casi hacía que la paliza hubiera merecido la pena.
Lucca, la Toscana
A Salvatore le costó meter la llave en la cerradura. Por suerte, su madre oyó el chirrido de metal contra metal. Fue a la puerta preguntando quién estaba ahí y, cuando oyó su voz débil, abrió la puerta de par en par. Él entró tambaleándose y cayó directamente en sus brazos.
Ella chilló. Y sollozó. Después maldijo al monstruo que había puesto sus crueles manos encima de su único hijo. Y lloró un poco más. Por fin le ayudó a llegar a una silla a menos de un metro de la puerta. Le ordenó varias veces que se sentara. Iba a llamar a un’ambulanza. Y después a la policía.
—Yo soy la policía —le recordó sin muchas fuerzas. Y añadió—: Non ho bisogno di un’ambulanza. Non la chiamara, mamma.
¿Qué? ¿Que no necesitaba una ambulancia? Pero si no podía andar, ni apenas hablar, parecía que tenía la mandíbula rota, los dos ojos amoratados, se le veían cortes en los labios, podía ser que tuviera también la nariz rota… y Dios sabía qué daños podía tener internamente. Empezó a llorar otra vez.
—¿Quién te hizo esto? —quiso saber—. ¿Dónde ha ocurrido?
Estaba demasiado avergonzado para decirle a su madre que il Pubblico Ministero —un hombre que tenía veinte años más que él— le había dado esa paliza.
—Non è importante, mamma. Ma puoi aiutarmi?
Ella se apartó un paso de él. ¿Qué? ¿Qué es lo que estaba pidiendo?, exigió saber con las manos sobre el pecho. ¿Es que pensaba que su madre no le iba a ayudar? ¿Es que no daría su vida por él? Era sangre de su sangre. Todos sus hijos y los hijos de sus hijos eran lo más importante de su vida.
Empezó a examinarle las heridas. Tenía experiencia como madre de tres hijos y nonna de diez nietos. Había vendado más heridas de las que podía recordar. Debía ponerse en sus manos y dejarse hacer.
Y lo hizo bien. Seguía llorando mientras se ocupaba de él, pero era la ternura personificada. Cuando terminó con sus curas, le ayudó con cuidado a trasladarse al divano. Tenía que tumbarse allí y descansar, le dijo. Llamaría a sus hermanas. Querrían venir a verlo. Y ella le iba a hacer su sopa de farro favorita. Mientras lo hacía, él debía dormir y…
—No, grazie, mamma —le dijo Salvatore. Iba a descansar un cuarto de hora y después volvería al trabajo.
—Dio mio! —respondió ella.
Hablar de seguir con su jornada como si no hubiera ocurrido nada fuera de lo común… Ni hablar. Atrancaría la puerta si hacía falta, se raparía el pelo y se echaría cenizas si se atrevía a poner un pie fuera de la Torre Lo Bianco, chiaro?
Salvatore sonrió levemente ante tanto drama. Media hora, prometió. Iba a descansar ese tiempo y nada más.
Ella levantó las manos en un gesto de derrota. Al menos se tomaría un vaso de vino para recuperar fuerzas, ¿no? ¿O un poco de limoncello?
El limoncello le vendría bien, dijo. Sabía que no pararía hasta que accediera al menos a una de sus sugerencias.
Cuando pasó la media hora, se levantó del divano. Sintió que se mareaba y después vino una oleada de náuseas. Se preguntó si tendría una conmoción cerebral. Fue hasta un espejo que había junto a la entrada de la torre y se miró para evaluar los daños.
Pensó irónicamente que al menos las cicatrices del acné adolescente que tenía en la cara ahora no llamaban la atención, porque en ese momento sus facciones resultaban mucho más interesantes que lo que esas erupciones sugerían. Tenía los ojos hinchados, los labios llenos de bultos, como si les hubieran inyectado una sustancia extraña, era posible que tuviera rota la nariz —porque su posición parecía algo diferente de lo que recordaba— y ya estaban empezando a aparecer los cardenales provocados por los puños de Piero. También sentía que todo su cuerpo estaba magullado. Seguramente tendría alguna costilla fisurada. Le dolían incluso las muñecas.
Salvatore no sabía que Piero Fanucci fuera tan buen boxeador. Pero, al pensarlo ahora, reconoció que tenía sentido. Tan feo que era imposible resignarse a aceptarlo, con ese inquietante dedo adventicio en la mano, de orígenes familiares pobres e ignorantes, expuesto a las burlas de otros… ¿Quién podía dudar de que, ante la alternativa de una vida como víctima o una como agresor, Piero Fanucci había elegido la mejor opción? A regañadientes tuvo que reconocer que incluso admiraba un poco a ese hombre.
Iba a tener que hacer algo con su apariencia, para no asustar a nadie por la calle. Y también tenía que ocuparse de su ropa, sucia y algo desgarrada. Así que, antes de ir a ninguna parte, tenía que ponerse presentable. Eso significaba que debería subir tres tramos de escaleras hasta su dormitorio.
Lo consiguió con dificultad. Le llevó un cuarto de hora y tuvo que ir prácticamente arrastrándose agarrado al pasamanos mientras desde abajo su madre se quejaba, murmuraba y le pedía a la Virgen Santísima que le hiciera entrar en razón antes de que se matara. Entró tambaleándose en el dormitorio de su infancia e hizo lo que pudo para quitarse la ropa sin chillar de dolor. Necesitó otro cuarto de hora de esfuerzos para cambiarse.
En el baño encontró el frasco de aspirinas y se tomó cuatro con grandes sorbos de agua, que bebió directamente del grifo. Se lavó la cara, se dijo que ya se sentía mejor y empezó a bajar las escaleras. Su madre agitó ambas manos en un gesto de que, igual que Pilatos, ella no se hacía responsable de la locura que pensaba hacer después. Se fue a la cocina y empezó a hacer ruido con ollas y sartenes. Iba a preparar la sopa de farro, Salvatore lo sabía. Si no podía detenerle, al menos podía alimentarle cuando volviera.
Antes de salir de la torre, hizo unas llamadas para que le dieran la última hora del asunto del origen de la E. coli que había acabado con la vida de Angelina Upman. Descubrió que las autoridades sanitarias habían decidido con mucha cautela jugar la carta de la espera. La noticia de la causa de esa muerte no había tenido gran repercusión porque hasta el momento había sido un incidente aislado. Se habían hecho los exámenes necesarios en la Fattoria de Santa Zita para intentar localizar el origen de la bacteria en el lugar. Todos los resultados eran negativos. Así que los inspectores sanitarios habían seguido el protocolo.
Estaban revisando todos los lugares en los que Angelina había estado las semanas anteriores a su muerte, le dijeron. Pero todavía no habían resuelto el enigma que suponía que solo se hubiera visto afectada una persona. No se tenía noticia de ningún caso similar. Eso ponía en duda lo que había descubierto Cinzia Ruocco y lo que había documentado el laboratorio que había hecho las pruebas con las muestras que había enviado la forense. Ahora se estaba considerando la posibilidad de una contaminación cruzada. Estaban examinando el lugar de trabajo de Cinzia. La verdad es que nada en la muerte de la mujer inglesa tenía ningún sentido.
Salvatore reflexionó sobre todo eso y solo pudo sacar una conclusión. Su muerte por la bacteria no tenía sentido para los inspectores médicos porque la estaban considerando desde una perspectiva equivocada. Seguían creyendo que había sido una ingestión accidental, cuando no era eso ni mucho menos.
Cuando se pensaba en un asesinato, normalmente el punto de partida era el motivo. Aunque en este caso había que considerar algo que tal vez era aún más importante: el acceso al medio. Pero Salvatore decidió analizar el motivo primero. Y había uno evidente que no se podía negar. Y apuntaba directamente a Taymullah Azhar.
Si la pregunta era quién se beneficiaba de la muerte prematura de Angelina Upman, la respuesta era claramente que al padre de su hija. Si la pregunta era quién era más probable que deseara su muerte, la respuesta era, de nuevo, que el padre de su hija. Con su muerte, conseguía que Hadiyyah volviera a su cuidado de forma permanente. Además, le proporcionaba la venganza que podía estar buscando tras haberle hecho sufrir la terrible experiencia de perderla, eso sin mencionar la humillación a la que le sometió teniendo una aventura mientras aún vivía con él. Nadie más tenía razón alguna para asesinarla, a menos que hubiera alguien más en su vida, alguien del que la policía aún no sabía nada. ¿Otro hombre, tal vez? ¿Un amante despechado? ¿Una amiga celosa? Salvatore supuso que cualquiera de esas opciones era posible. Pero no probable, se dijo. Tal vez la razón para que el perro no hubiera ladrado por la noche era la más obvia de todas.
Hacer los deberes en cuanto a Taymullah Azhar fue algo muy sencillo. Solo necesitaba acceso a Internet y después una llamada de teléfono a Londres. Taymullah Azhar no había hecho nada para ocultar quién era. Y la lista de lo que era suponía un tema de mucho interés: profesor de microbiología con un laboratorio en el University College London y una impresionante lista de ponencias académicas firmadas y cuyos temas eran totalmente indescifrables para Salvatore. Pero eso no era tan importante como el otro detalle: la microbiología. Había llegado la hora de tener una conversación con el profesor, decidió. Pero para hacerlo iba a necesitar la ayuda de un traductor discreto, porque su dominio del idioma del pakistaní era demasiado limitado como para hacer preguntas correctamente.
Pensó que lo mejor sería tener esa conversación con Taymullah Azhar en la pensione en la que se alojaba. Antes de ir allí, llamó a la questura. Habló con Ottavia Schwartz. ¿Podía, con todos sus recursos, conseguir que un traductor se reuniera con él en el anfiteatro? No uno de la policía, sino alguien de fuera. ¿Uno de los muchos guías turísticos de la ciudad, por ejemplo?
—Sì, sì —le contestó ella. Eso no supondría ningún problema, ispettore—. Ma perché non un traduttore della questura? —le preguntó.
Era una pregunta lógica, teniendo en cuenta que entre su personal contaban con una traductora que hablaba varios idiomas y que trabajaba con las diferentes agencias policiales de Lucca. Pero pedir la ayuda de esa persona era introducir la posibilidad de que la información se filtrara hasta Piero, y Salvatore ya había tenido suficiente magistrato por un día. Le dijo a Ottavia que iba en la misma línea que la anterior tarea que le había pedido. Mejor que nadie supiera en qué andaba hasta que tuviera suficientes soldados para lanzar un ataque.
Hecho esto, fue hasta su coche y condujo con mucho cuidado hasta el anfiteatro. Igual que ocurría con las calles estrechas por las que condujo, uno de los arcos de entrada al anfiteatro tenía justo la anchura suficiente para que pasara un coche pequeño, así que entró por allí y aparcó delante del amplio despliegue de plantas suculentas que había en diferentes alturas bajo las ventanas de la Pensione Giardino. Y allí esperó. Aprovechó el tiempo para llamar a Londres y hacerle una sola petición al inspector Lynley. Él accedió a ayudarle en ese asunto. Y sí, le aseguró, creía que podría conseguirlo sin que se enterara nadie en el University College.
Salvatore cruzó la piazza para pedir un espresso que se tomó en la barra, consciente de las curiosas miradas del camarero a causa de su apariencia. Se tomó su tiempo bebiéndose el caffè. Cuando terminó, volvió al coche y vio que la traductora ya le estaba esperando allí.
Dio un respingo y sintió un dolor en el pecho. Se preguntó si Ottavia la había elegido deliberadamente o si solo respondía a una elección aleatoria de la organización independiente a la que había llamado para hacer su solicitud. Porque, apoyada en el coche policial al otro lado de la piazza y mirando a su alrededor con unas enormes gafas de sol buscando al policía con el que había venido a reunirse, estaba la exesposa de Salvatore.
No tenía ni idea de que Birgit se había puesto como intérprete por su cuenta, aparte de su trabajo en la Universidad de Pisa. No parecía algo propio de ella, aunque, como sueca que era, Birgit hablaba seis idiomas con fluidez. Tendría mucho trabajo si quería sacarse un dinero extra así. Sin duda eso era lo que pretendía. Con el sueldo de un policía, Salvatore no podía pagarle mucho de pensión para sus hijos.
Estaba apoyada contra un costado del coche, fumando un cigarrillo, tan rubia, tan en forma y tan atractiva como siempre. Salvatore se preparó para saludarla. Cuando llegó al coche, ella le miró de arriba abajo. Frunció los labios y negó con la cabeza.
—Non voglio che i tuoi figli ti vedano così —dijo sin mediar ninguna otra palabra. Muy típico de ella. Ni una pregunta sobre qué le había pasado a su pobre exmarido; solo dejarle claro que no iba a permitir que sus hijos le vieran así. Aunque era comprensible. Él tampoco quería que sus hijos le vieran con esa pinta.
Le dijo que le sorprendía que ahora se dedicara a traducir. Ella se encogió de hombros en un gesto totalmente italiano que había aprendido tras todos sus años viviendo en la Toscana. Nunca se lo había visto hacer a ningún otro sueco.
—Dinero —le dijo—. Nunca hay suficiente.
La miró fijamente para saber si era una indirecta. Pero no le estaba dedicando una de sus miradas sardónicas. Supuso que se estaba limitando a enunciar un hecho.
—¿Les puedes explicar a Bianca y a Marco por qué su padre no va a poder ir a verlos durante unos días, Birgit?
—Tengo corazón, Salvatore —le dijo—. Tú eres el único que piensa que no lo tengo.
Eso no era cierto. Solo pensaba que ellos no habían hecho buena pareja desde el principio, y así se lo dijo.
Ella tiró al suelo el cigarrillo y lo apagó con la punta de uno de los zapatos de tacón de aguja que la hacían quince centímetros más alta.
—No se puede mantener la pasión. Tú pensaste lo contrario. Y te equivocabas.
—No, no. Al final yo todavía te deseaba…
—No me refería a ti, Salvatore. —Señaló a la pensione con la cabeza—. ¿El inglés con el que quieres hablar está aquí? —le preguntó.
Todavía estaba intentando sacarse el puñal de la espalda. Asintió y la siguió hasta la puerta.
La signora Vallera les saludó. Sì, Taymullah Azhar todavía estaba en la pensione, le dijo a Salvatore mirando con curiosidad a Birgit y observando su impresionante altura de sueca, el traje a medida, el pañuelo de seda, el cabello dorado y los pendientes de plata. El profesor y su hija habían planeado comprar unas flores e ir en bici al cimitero comunale, pero no se habían marchado aún, les informó. Estaban en el comedor, estudiando una pianta stradale para encontrar una ruta. ¿Querían que fuera a buscarlos…?
Salvatore negó con la cabeza. Ella les señaló por dónde debían ir y él abrió la marcha, con Birgit detrás. La pensione era pequeña, así que se oía una conversación y el particular sonido de la dulce voz de Hadiyyah Upman. Se preguntó si con sus nueve años sería totalmente consciente de lo que la pérdida de su madre significaba para ella ahora y de lo que iba a significar en el futuro.
Taymullah Azhar los vio inmediatamente y puso una mano en el hombro de Hadiyyah protectoramente. Sus ojos oscuros se movieron para mirar a Birgit primero y a Salvatore a continuación. Frunció el ceño al ver la apariencia del policía.
—Un incidente —le dijo Salvatore.
—Un accidente —tradujo Birgit. Pareció que estaba a punto de añadir: «con los puños de alguien», pero no lo hizo.
Le dijo que el ispettore Lo Bianco quería hacerle unas cuantas preguntas. Le explicó para qué estaba ella allí, aunque ya no era necesario, pero Salvatore no la detuvo: el ispettore Lo Bianco apenas habla su idioma, le dijo. Taymullah Azhar asintió, aunque claramente ya lo sabía.
—Khushi —le dijo a Hadiyyah—, tengo que hablar con estas personas un momento. ¿Te importa esperarme? Tal vez a la signora Vallera no le importe que vayas a la cocina a jugar con la pequeña Graziella…
Hadiyyah le miró a la cara y después miró a Salvatore.
—No se puede jugar mucho con los bebés, papá —dijo.
—Ve de todas formas —le pidió, y ella asintió muy seria y salió de la habitación. Dijo algo en voz alta en italiano, pero Salvatore no lo entendió.
Birgit y él se acercaron a la mesa donde tenían desplegado el callejero de la ciudad. Azhar lo dobló cuidadosamente. Un momento después la signora Vallera apareció en la puerta del comedor. Preguntó si querían caffè y ellos aceptaron. Mientras esperaban a que lo trajera, Salvatore preguntó educadamente por el estado de Hadiyyah y por cómo se encontraba él.
Observó detenidamente al pakistaní; lo que respondió no tenía ninguna importancia. En lo que estaba pensando era en lo que había averiguado sobre el profesor londinense en aquellas horas, desde que Cinzia Ruocco le había revelado lo que había descubierto, y en las consiguientes sospechas. Lo que Salvatore sabía en ese momento de Taymullah Azhar era que se trataba de un microbiólogo con una reputación considerable. Lo que no sabía era si la E. coli estaba entre los microbios que estudiaba. Ni tampoco sabía cómo se podría transportar esa bacteria en concreto. Ni, tras haberla transportado, cómo conseguir que un solo individuo concreto la ingiriera sin darse cuenta.
Empezó diciendo, con la colaboración de Birgit:
—Dottore, ¿puede hablarme de su relación con la madre de Hadiyyah? Le dejó por el signor Mura. Volvió con usted una temporada mientras todavía mantenía su relación con el signor Mura, sì? Para convencerle de que quería retomar su relación. Después desapareció con Hadiyyah. Y usted se quedó en Londres sin saber qué había sido de ellas, vero?
A diferencia de la mayoría de la gente que depende de la traducción, Azhar no miraba a Birgit mientras le repetía en su idioma lo que había dicho Salvatore. Ni tampoco lo hizo en ningún momento de la entrevista. Salvatore se preguntó por la clase de disciplina antinatural de ese hombre.
—La relación no iba bien —contestó Azhar—. ¿Y cómo iba a ir? Como ha dicho, me arrebató a Hadiyyah.
—Había otros hombres de vez en cuando, vero? Mientras ustedes dos todavía estaban juntos.
—Ahora sé que así era.
—¿Lo sabía antes?
—¿Mientras ella vivía conmigo en Londres? No. No hasta que me dejó por Lorenzo Mura. Y ni siquiera entonces sabía de su existencia. Solo suponía que era probable que hubiera otra persona en alguna parte. Cuando volvió, pensé que quería… volver conmigo. Y cuando se fue con Hadiyyah supuse que había regresado con quienquiera que fuera la persona por la que me dejó. Con él o con algún otro.
—¿Quiere decir que la primera vez que le dejó puede que se fuera con otro que no era el signor Mura?
—Sí, eso era lo que quería decir —afirmó Azhar—. No hablamos de ello. Cuando nos volvimos a ver, ya habían secuestrado a Hadiyyah, por lo que esa conversación no tenía ningún sentido.
—¿Y cuando llegó a Italia?
Azhar frunció el ceño como si quisiera decir: «¿qué pasa con eso?». No contestó inmediatamente, porque la signora Vallera entró en la habitación con el caffè y un plato de biscotti. Tenían forma de bolita, cubiertas de azúcar. Salvatore cogió una y dejó que se le fundiera en la boca. La signora Vallera sirvió el caffè de una jarra alta de loza.
Cuando se fue, Azhar dijo:
—Non capisco, ispettore. —Y esperó a que le aclarara la pregunta.
—Me preguntaba si llegó aquí con el comprensible enfado contra esa mujer por los pecados cometidos contra usted —explicó Salvatore.
—Todos cometemos pecados —respondió Azhar—. Yo tampoco soy inmune a ellos. Pero creo que ella y yo nos habíamos perdonado. Hadiyyah era…, y aún es, más importante que los problemas que tuviéramos Angelina y yo.
—Así que seguía habiendo problemas. —Y cuando Azhar asintió, continuó—: Pero, en el tiempo que usted estuvo aquí, ¿no se reavivaron? ¿No hubo acusaciones? ¿Ni recriminaciones?
Birgit se atascó con la palabra «recriminaciones», pero, tras una pausa para consultar un pequeño diccionario de bolsillo que llevaba, continuó. Azhar dijo que no hubo recriminaciones una vez que Angelina comprendió que él no había tenido nada que ver con la desaparición de su hija, aunque le había costado mucho convencerla, incluso tuvo que ir a casa de la esposa a la que había abandonado y de sus otros hijos, y necesitó enseñarle pruebas de que había estado en Berlín en el momento de la desaparición de Hadiyyah.
—Ah, sí, Berlín —corroboró Salvatore—. Un congreso, vero?
Azhar asintió. Un congreso de microbiólogos, dijo.
—¿Había muchos?
Unos trescientos más o menos, calculó Azhar.
—Dígame, ¿qué es exactamente lo que hace un microbiólogo? Perdone mi ignorancia. Nosotros, los policías… —Salvatore sonrió como apesadumbrado—. Nuestras vidas son muy limitadas, ¿sabe? —Echó un sobrecito de azúcar a su caffè. Cogió otro biscotto y lo dejó fundir sobre su lengua, como el anterior.
Azhar se lo explicó, aunque no pareció convencerle mucho la supuesta ignorancia de Salvatore. Habló de sus clases, de los estudiantes de licenciatura y de doctorado con los que trabajaba, de los estudios que llevaba a cabo en su laboratorio y de las ponencias que escribía para difundir los resultados de esos estudios. También habló de congresos y colegas.
—Algo muy peligroso esos microbios, me parece —dejó caer Salvatore.
Azhar le explicó que había microbios de todas las formas y tamaños, y de todos los grados de peligrosidad. Algunos eran completamente benignos, aseguró.
—Pero lo normal no es interesarse por esos que son benignos, ¿no?
—En mi caso no.
—¿Y qué hace para protegerse del daño que pueden producir cuando se está expuesto a ellos? Eso será algo crucial, ¿no?
—Cuando se trabaja con microbios peligrosos, hay muchas medidas de seguridad —le informó Azhar—. Y los laboratorios se diseñan de forma diferente según lo que se estudie en ellos. Los que tienen niveles de peligro biológico superiores incorporan más medidas de seguridad.
—Sì, sì, capisco. Pero deje que le pregunte algo: ¿cuál es el objetivo de estudiar unas cosas peligrosas tan minúsculas como los microbios?
—Comprender cómo mutan —aclaró Azhar—, desarrollar tratamientos por si se produce una infección, aumentar el tiempo de respuesta cuando se intenta localizar la fuente. Hay muchas razones para estudiar los microbios.
—Igual que hay muchos tipos de microbios, ¿no?
—Muchos tipos, sí —confirmó—. La variedad es tan grande como el universo. Además, no paran de mutar.
Salvatore asintió pensativo. Se sirvió más caffè de la jarra de loza y la levantó para ofrecerle a Birgit y a Azhar. Birgit asintió; Azhar negó con la cabeza. Tamborileó los dedos sobre el mantel y miró por encima de Salvatore hacia la puerta de la habitación. La voz aguda y emocionada de Hadiyyah llegó hasta donde estaban. Hablaba en italiano. Qué rápido aprenden los niños los idiomas, pensó Salvatore.
—Y en su laboratorio, dottore…, ¿qué estudian? Y ese laboratorio es… ¿Cómo lo ha llamado? ¿Un laboratorio en el que hay riesgo biológico?
—Estudiamos la genética evolutiva de las enfermedades infecciosas —dijo.
—Molto complesso —murmuró Salvatore.
Para eso Azhar no necesitó traducción.
—Sí, es complejo, sin duda —contestó.
—¿Y estudian algún microbio en particular en ese laboratorio que tiene usted, dottore?
—Los estreptococos.
—¿Y qué hacen con los estreptococos?
Azhar reflexionó. Frunció el ceño y sus cejas se unieron. Explicó su vacilación diciendo:
—Perdóneme, pero es difícil… Perdone… Cuesta simplificar lo que hacemos para que lo entienda un profano en la materia.
—Certo —reconoció el policía—. Ma provi, dottore.
Azhar lo intentó tras pensar un momento más.
—Para explicarlo de una forma muy sencilla, creo que lo mejor será decir que ponemos en marcha un proceso que nos permite responder preguntas sobre el microbio.
—¿Preguntas?
—Sobre su patogénesis, su aparición, su evolución, su virulencia, su transmisión… —Azhar paró para darle a Birgit tiempo para buscar el equivalente en italiano de las palabras más complicadas.
—¿Y cuál es la razón de todo eso? —quiso saber Salvatore—. Me refiero a la razón de que se haga todo eso en «su» laboratorio.
—La razón es el estudio de las mutaciones y cómo afectan a la virulencia —contestó.
—En otras palabras, cómo las mutaciones hacen los microbios más letales…
—Correcto.
—Cómo la mutación hace que sea más probable que el microbio provoque la muerte.
—Correcto también.
Salvatore asintió reflexivo. Estaba observando a Azhar mucho más de lo que parecía necesario por esa aparentemente inofensiva conversación sobre su trabajo. Eso le dijo al pakistaní que algo estaba pasando y, teniendo en cuenta que le habían pedido que entregara su pasaporte a la policía, lo que sucedía era, obviamente, el fallecimiento de la madre de su hija y la posible conexión que eso podía tener con su trabajo.
Azhar dijo con mucha cautela:
—Supongo que me está haciendo todas esas preguntas por alguna razón, inspector. ¿Puedo preguntar cuál?
En vez de responder, Salvatore contraatacó con otra pregunta:
—¿Qué les pasa a esos microbios suyos si se transportan, dottore? Lo que quiero decir es: ¿qué les pasa si alguien los lleva de un sitio a otro?
—Depende de cómo se transporten —contestó Azhar—. Pero no entiendo por qué me está preguntando estas cosas, inspector Lo Bianco.
—¿Así que pueden transportarse?
—Sí. Pero, inspector, ¿por qué me está haciendo esas preguntas?
—Los riñones de una mujer que estaba sana fallaron —dijo Salvatore—. Obviamente tiene que haber una razón para ello.
Azhar no respondió nada. Estaba inmóvil como una estatua, como si cualquier movimiento pudiera contar lo que él no quería revelar.
—Teniendo en cuenta la situación, queremos pedirle que permanezca en Italia un tiempo —continuó Salvatore—. Supongo que querrá, tal vez, contar con la asistencia de un letrado que hable su idioma. Y quizá también buscar a alguien que pueda cuidar a Hadiyyah en caso de que…
—Yo cuidaré a Hadiyyah —respondió Azhar bruscamente. Pero estaba tan rígido en su silla que Salvatore pudo imaginar todos los músculos de su cuerpo tensándose ante lo que implicaban las preguntas de Salvatore, sus sinceras respuestas y la necesidad de contar con el consejo de un avvocato.
—Lo que le sugiero, dottore —dijo Salvatore muy despacio—, es que se prepare para todas las consecuencias que puede tener esta conversación que estamos teniendo.
Azhar se levantó.
—Tengo que irme con mi hija, inspector Lo Bianco —respondió con voz serena—. Le he prometido que iríamos a llevar flores a la tumba de su madre. Y voy a mantener esa promesa.
—Como debe hacer un padre —respondió Salvatore.
Chelsea, Londres
El fantástico tiempo de mayo hizo que Lynley deseara tener un descapotable mientras conducía siguiendo el curso del río. Había otras rutas para llegar a Chelsea desde New Scotland Yard, pero ninguna proporcionaba lo que le ofrecían primero Millbank y después Grosvenor Road: árboles llenos de brillantes hojas verdes que todavía no habían tocado ni el polvo ni la suciedad ni la polución de la ciudad; la vista de los corredores haciendo ejercicio en la amplia acera que seguía el curso del Támesis; las barcazas en el agua y las embarcaciones que se dirigían al Puente de la Torre o a Hampton Court. Los jardines estaban llenos de hierba recién nacida y los arbustos empezaban a mostrar nuevas yemas. Era un bonito día para estar vivo, pensó. Inspiró hondo toda aquella vida y se sintió momentáneamente en paz con el mundo.
Pero no había sentido lo mismo unos pocos minutos antes, cuando informó a la superintendente Ardery de la llamada que acababa de recibir de Salvatore Lo Bianco. Su respuesta inmediata fue: «Dios, esto se pone peor por momentos, Tommy». Salió de detrás de su mesa y empezó a caminar por el despacho. Cuando ya daba una segunda vuelta a la habitación, cerró la puerta para que no la vieran quienes pasaran por allí.
Sentirse así de confundida no era algo propio de ella. Lynley no dijo nada, solo esperó a ver qué venía después. Fue un: «Necesito un poco de aire, y tú también», y ante su reprobatorio: «Isabelle…», ella respondió con un brusco: «He dicho “aire”, por Dios. Hazme el favor de creer lo que digo hasta que un día me encuentres desmayada en este mismo suelo con una botella de vodka en la mano».
Hizo una mueca al ver lo bien que le conocía.
—Claro. Lo siento —dijo.
Ella aceptó sus disculpas con un breve asentimiento de cabeza. Después fue hasta la puerta que acababa de cerrar y la abrió de par en par. Le dijo a Dorothea Harriman, que siempre andaba cerca por si podía servir de ayuda o enterarse de algún cotilleo: «Llevo el móvil». Luego fue a los ascensores.
Ambos salieron. Isabelle se quedó un momento parada junto a la señal giratoria de la Met.
—En un momento como este, desearía no haber dejado de fumar —dijo.
—Si me cuentas qué te pasa, podré decirte si yo pienso lo mismo —aportó él.
—Allí. —Señaló con la cabeza el cruce entre Broadway y Victoria Street.
Había un parque, con el césped sombreado gracias a los enormes plátanos londinenses. En la esquina más alejada se alzaba un monumento conmemorativo del movimiento sufragista, pero no se dirigió hacia aquella inmensa representación de un pergamino, sino a uno de los árboles. Se apoyó en él.
—¿Cómo piensas hacerlo sin alertar al profesor Azhar? —preguntó Isabelle—. Obviamente no puedes ir tú. Y enviar a Barbara sería como dispararse en un órgano vital. Lo sabes, Tommy. Al menos espero que lo sepas, por Dios.
La pasión con la que dijo esa última frase le dejó claro que, o le había ocultado información la última vez que hablaron, o había recibido otro informe condenatorio del inspector Stewart. Al parecer, era esto último.
—Ha ido a ver a ambos, al investigador privado…
—Doughty —apuntó.
—Doughty —corroboró ella—. Y a ese Bryan Smythe.
—Pero eso ya lo sabíamos, Isabelle.
—En compañía de Taymullah Azhar, Tommy —añadió Isabelle—. ¿Y por qué no habló de ello en su informe?
Él maldijo para sí. Eso era algo nuevo, algo más, otro ladrillo en el muro, otro clavo en el ataúd o como quisiera llamarse. Aunque ya sabía la respuesta con tanta seguridad como sabía su nombre, preguntó:
—¿Cuándo le vio? ¿Cuándo fueron allí? ¿Y cómo…?
—Allí era donde fue la mañana que puso la excusa por haber llegado tarde al trabajo… ¿Dijo que había parado a echar gasolina? ¿El tráfico? Dios, ni siquiera me acuerdo.
—¿John Stewart otra vez? Dios, Isabelle, ¿cuánto tiempo más vas a hacer caso a sus maquinaciones? ¿O llegados a este punto es que tú le has ordenado que siga a Barbara?
—No intentes que esto parezca una cosa que no es. Y es lo que es: el principio de lo que parece un encubrimiento, algo, como tú sabes muy bien, mucho más grave que inventarse una historia sobre que su pobre madre se cayó al tropezarse con una silla, o lo que fuera, en esa residencia en la que vive.
—Yo soy el primero en admitir que no debió hacer eso.
—Oh, demos gracias al cielo por ello —exclamó Isabelle—. Pero ahora lo que tenemos es una serie de comportamientos por parte de la sargento Havers que sugieren que está falseando pruebas.
—No se ha producido ningún delito en el Reino Unido —le recordó Lynley.
—No me tomes por tonta. Se ha pasado al otro bando, Tommy. Los dos lo sabemos. ¿Sabes?, empecé mi carrera investigando incendios, y algo que aprendí es que, si noto en la nariz el olor del humo, hay fuego en alguna parte.
Esperó a que ella le contara el resto: lo de los billetes de avión a Pakistán. Pero no lo hizo. Concluyó de nuevo que, aunque eso no le hiciera ningún bien a Havers, Isabelle seguía sin saber nada de esos billetes. Si lo supiera, se lo habría dicho en aquel momento. No había razón para ocultar esa información.
—¿Sabías que había ido a ver a Smythe y a Doughty en compañía de Azhar? —le preguntó.
La miró fijamente mientras pensaba su respuesta; qué camino seguir ahora; y qué implicaría si seguía el que debía. Había esperado que no le hiciera esa pregunta, pero, como ella misma había dicho, Isabelle no era tonta.
—Sí —confesó.
La mujer levantó los ojos al cielo y cruzó los brazos bajo el pecho.
—¿La estás protegiendo alterando pruebas tú también?
—En absoluto.
—¿Y qué quieres que piense…?
—Todavía no lo sé todo, Isabelle. Y hasta que lo supiera, no vi ninguna razón para preocuparte.
—Quieres protegerla, ¿no? Cueste lo que cueste. Dios santo, pero ¿qué te pasa, Tommy? Estamos hablando de tu carrera. —Y como él no contestó, prosiguió—: No importa. No es eso de lo que estamos hablando, ¿no? ¿En qué estaría pensando? El condado te espera. ¿Se dice así? ¿El condado? Y la fortuna de la familia en Cornualles, aguardándote si decides que quieres dejar esto y tirarlo todo por la borda. No necesitas este trabajo. No es más que un entretenimiento para ti. Como un paseo por el parque. Es una puta broma. Es…
—Isabelle, Isabelle… —Dio un paso hacia ella.
Ella levantó la mano.
—No.
—¿Entonces qué? —le preguntó.
—¿Es que no puedes ver ni por un momento adónde lleva esto, adónde vamos todos? ¿No puedes mirar más allá de Barbara Havers durante un maldito instante y darte cuenta de la posición en que nos está poniendo a todos? No solo a ella misma, sino también a nosotros.
No podía no verlo porque, igual que ella, Lynley tampoco era tonto. Pero también tenía que admitir ante sí mismo que hasta ese momento no había pensado en el impacto que tendría el comportamiento de Barbara en Isabelle en caso de que todo lo que había hecho saliera a la luz. Al oír la voz de Isabelle marcada por la desesperación, sintió que las nubes se separaban, y aunque el sol brillaba, en ese momento no lo hacía sobre la cabeza de Barbara. Porque Isabelle estaba a cargo de todos sus agentes y la responsabilidad de lo que ellos hacían o no hacían descansaba en último término sobre sus hombros.
«Limpieza» era la palabra que utilizaban después de que un caso de corrupción saliera a la luz. Había que sacar la basura para apaciguar al público e Isabelle Ardery tenía muchas posibilidades de acabar entre esa basura.
—Esta situación… —le dijo—. No va a llegar a tanto, Isabelle.
—Oh, y estás seguro de eso, ¿no?
—Mírame —le pidió. Cuando por fin lo hizo y vio miedo en sus ojos, la tranquilizó diciendo—: Estoy seguro. No voy a permitir que salgas perjudicada. Te lo juro.
—No tienes esa capacidad. Nadie la tiene.
Ahora, mientras Lynley conducía el Healey Elliott por Cheyne Walk, intentó apartar de su mente la promesa que le había hecho a Isabelle. Había problemas mayores que la implicación de Barbara con Taymullah Azhar, Dwayne Doughty y Bryan Smythe, y había que ocuparse de ellos lo antes posible. Aun así sentía un peso en el corazón cuando aparcó casi en la parte más alta de Lawrence Street. Caminó hasta Lordship Place y cruzó la puerta que llevaba a un jardín que conocía tan bien como el suyo.
Estaban allí, al aire libre, bajo un cerezo en magnífica floración que había en el centro del césped, acabando de comer: su viejo amigo, la mujer de su amigo y el padre de ella. Observaban a un enorme gato gris que acechaba tras un arriate herbáceo lleno de plantas de la plata, margaritas silvestres y campanillas. Aparentemente estaban en plena discusión sobre Alaska —el gato al acecho— y si ya había pasado su mejor época de perseguir ratones.
Cuando oyeron el chirrido de la puerta del jardín, se volvieron. Simon Saint James dijo:
—Ah, Tommy. Hola.
—Llegas justo a tiempo para mediar en la discusión —le saludó Deborah—. ¿Cuánto sabes de gatos?
—¿Sobre sus siete vidas o sobre algún otro tema?
—De otro tema.
—Me temo que no soy ningún experto.
—Vaya.
El padre de Deborah, Joseph Cotter, se puso de pie y dijo:
—Buenas tardes, milord. ¿Un café?
Lynley hizo un gesto a Cotter para que volviera a sentarse. Cogió otra silla de la terraza que había al final de los escalones que llevaban a la cocina, situada en el sótano de la casa. Se sentó con ellos a la mesa y observó los restos de su comida. Ensalada, un plato con judías verdes y almendras, huesos de cordero en sus platos, el final de una barra de pan crujiente y una botella de vino tinto. Cotter había cocinado, estaba claro. Los talentos de Deborah se limitaban a lo artístico; su arte era mínimo en asuntos de cocina. En cuanto a Saint James… Si conseguía untar algo en una tostada, ya habría que montar una gran celebración.
—¿Qué edad tiene Alaska? —preguntó preparándose para dar su opinión.
—Dios, no lo sé —le contestó Deborah—. Creo que lo tenemos… ¿Tendría yo diez años, Simon?
—No es posible que tenga diecisiete —intervino Lynley—. ¿Cuántas vidas puede tener?
—Creo que ya ha gastado por lo menos seis —dijo Saint James. Y dirigiéndose a su esposa añadió—: Tal vez unos quince.
—¿El gato o yo?
—El gato, mi amor.
—Entonces puedo proclamar… que todavía le quedan gloriosos días de cazar gordos ratones —anunció Lynley. Hizo una rápida bendición en dirección al animal, que en ese momento estaba atacando una hoja caída. Lo hacía con tal entusiasmo que sugería que pensaba que se trataba de su cena.
—Pues ya está —le dijo Deborah a su marido—. Tommy sabe de lo que habla.
—¿Teniendo en cuenta que tiene una vasta experiencia con felinos? —le preguntó Saint James.
—Teniendo en cuenta mi vasta experiencia a la hora de saber con quién tengo que estar de acuerdo cuando estoy de visita —aclaró Lynley—. Me dio la sensación de que Deborah apostaba por la prolongación de sus días de cacerías. Siempre ha sido una defensora de los animales. ¿Dónde está la perra?
—Está castigada, si es que se puede castigar a una teckel —dijo Deborah—. Se ha puesto demasiado insistente para que le diéramos cordero y hemos tenido que encerrarla en la cocina.
—Pobre Peach.
—Lo dices porque no estabas para presenciar sus maquinaciones —contestó Saint James.
—Yo prefiero llamarlo «poner ojitos» —añadió Deborah—. Como te los ponga, es imposible negarle nada.
Lynley rio. Se acomodó en la silla y aprovechó el momento para disfrutar unos minutos más de la compañía, el día y el simple placer de salir a comer al jardín. Después no le quedó más remedio que decir:
—He venido por trabajo, para ser sincero.
Y entonces Joseph Cotter se levantó como si se hubiera asustado con sus palabras. Lynley le dijo que se quedara si quería, porque no había ningún secreto que guardar en cuanto a la misión que le había traído a Chelsea.
Sin embargo, Cotter dijo que ya era hora de fregar. Recogió una bandeja que había en el césped y lo puso todo encima con pericia. Deborah le ayudó. Un momento después, ella y su padre se fueron, dejando solos a los dos hombres.
—¿Trabajo de qué tipo? —le preguntó Saint James.
—Científico.
Le puso al día sobre la muerte de Angelina Upman en Italia. Después le contó los detalles que le había dado Salvatore Lo Bianco en su llamada. Saint James escuchó como solía, con una expresión reflexiva en su cara angulosa.
Cuando Lynley acabó, se quedó un momento en silencio antes de decir:
—¿Podría ser un error del laboratorio? Un caso aislado de una cepa tan virulenta de bacterias… A mí me sugiere, más que un asesinato, un error humano al examinar lo que sacaron del intestino de la mujer. Por el punto en el que se sospecha que sucedió la infección… Debería haber ocurrido mientras estaba viva. Va a ser difícil que Lo Bianco pueda probar nada, ¿no? Por ejemplo cómo entró la E. coli en su cuerpo.
—Supongo que por eso quiere empezar con el laboratorio. ¿Podrías hacerlo por mí?
—¿Hacer una visita al University College? Por supuesto.
—Azhar dice que en su laboratorio estudian estreptococos. Lo Bianco quiere saber si están estudiando algo más. En cuanto al transporte… —Lynley se revolvió en la silla. Por el rabillo del ojo, vio algo que se movía. Alaska se había lanzado sobre el arriate de hierbas y parecía que se estaba produciendo una cruel batalla entre las violetas. Lynley prosiguió—: ¿Podría transportarse de forma segura una bacteria entre Londres y Lucca, Simon?
Saint James asintió.
—Solo hace falta colocarla en un medio en el que pueda sobrevivir, un cultivo y un agente solidificante. Una vez solidificado, se puede sembrar por estrías para aislarla. Y si la colocas en una placa de Petri, no solo puede sobrevivir, sino que crece.
—¿Y qué cantidad haría falta para matar a alguien?
—Eso depende, ¿no? La toxicidad es la clave.
—Tengo la impresión, por lo que me ha dicho Salvatore, que esta E. coli que buscamos tiene una toxicidad muy alta.
—Entonces tendré que ir con cuidado —apuntó Simon. Dobló la servilleta de tela y se puso de pie. Estaba lisiado, así que levantarse siempre era algo bastante complicado para él, pero Lynley sabía que no quería ni la más mínima ayuda.
Victoria, Londres
Cuando Barbara vio quién la estaba llamando al móvil, corrió a la escalera para atender la llamada. Había voces que resonaban desde abajo, pero desaparecieron cuando las personas que estaban subiendo entraron en uno de los pisos inferiores.
—¿Cómo estás? —le preguntó a Azhar—. ¿Dónde estás? ¿Qué está pasando allí? —Aunque intentó que su voz no trasmitiera la desesperada urgencia que sentía, se dio cuenta, por la vacilación de Azhar antes de responder, que él la había notado y que se preguntaba a qué se debía.
—Ya tengo abogado —le dijo—. Se llama Aldo Greco. Quería darte su número de teléfono, Barbara.
Llevaba un lápiz, pero no papel. Se puso a buscar frenéticamente por el suelo a ver si había algo donde pudiera escribir, pero tuvo que abandonar y se vio obligada a utilizar la descolorida pared amarilla. Apuntó el número para guardarlo después en su móvil.
—Bien. Es un paso importante —le dijo.
—Habla muy bien nuestro idioma —le explicó Azhar—. Me han dicho que he tenido mucha suerte de que me haya visto en la necesidad de buscar un abogado en esta parte de Italia. Dicen que, si esta… situación se hubiera dado en una de las ciudades pequeñas al sur de Nápoles, habría sido mucho más difícil, porque el abogado tendría que aceptar ir desde una de las ciudades más grandes. No sé por qué, pero eso es lo que me han dicho.
Barbara sabía que le estaba dando conversación educada. Le dolió pensar que él, su amigo, necesitara hacer eso con ella.
—¿Y qué va a hacer la embajada? —le preguntó—. ¿Has hablado con alguien de allí?
Le dijo que sí, que fue en la embajada donde le dieron una lista de abogados de la Toscana. Pero, aparte de eso, no podían hacer mucho más por él, aparte de llamar a sus parientes, algo que no quería hacer.
—Me han dicho que cuando un ciudadano británico se ve en dificultades en un país extranjero, es asunto del ciudadano buscar la forma de salir de esos problemas.
—Qué amables —comentó Barbara sardónicamente—. Siempre me pregunto para qué se usan nuestros impuestos.
—Bueno, tienen otros problemas —justificó Azhar—. No me conocen y solo tienen mi palabra de que no hay razón para que la policía quiera interrogarme… Lo comprendo, supongo.
A Barbara le pareció estar viéndole, aunque no estaba allí. Llevaría una de esas camisas blancas impolutas que solía vestir, pensó, con unos pantalones oscuros y sencillos. Bien cortados y que le quedarían bien; su ropa siempre revelaba involuntariamente su constitución delgada. Siempre parecía tan delicado, tan insustancial en comparación con otros hombres, pensó. Su apariencia junto con lo bien que le conocía —y le conocía muy bien, se dijo— transmitían su bondad esencial, que era, en último término, por lo que le dio la información que necesitaba para prepararse ante lo que estaba por venir. No se trataba de lealtad a unos o a otros, se dijo. Era un caso de simple justicia.
—El fallo renal lo causó una toxina, Azhar. Shiga.
Se quedó en silencio durante un momento.
—¿Qué? —dijo entonces, como si no la hubiera oído bien, o como si sí la hubiera oído, pero no se pudiera creer lo que le estaba diciendo.
—El inspector Lynley ha llamado al policía italiano porque yo se lo he pedido. Él me ha dado la información.
—¿Y venía del inspector jefe Lo Bianco?
—Sí, ese. El tal Lo Bianco le dijo que la toxina shiga causó el problema de sus riñones.
—Pero ¿cómo es posible? La cepa de E. coli que desemboca en la toxina shiga…
—Cogió la E. coli en alguna parte. Al parecer, era una cepa especialmente mala. Los médicos no se dieron cuenta de lo que le pasaba por culpa de los problemas que había tenido con el embarazo, así que le hicieron unas pruebas básicas. Cuando estas salieron negativas, le dieron un ciclo de antibióticos…
—Oh, Dios mío —murmuró Azhar.
Barbara no contestó. Un momento después, él pareció estar pensando en voz alta, ya que empezó a hablar con un tono meditabundo:
—Por eso me preguntó por… —Y entonces su voz se volvió insistente—: Tiene que ser un error, Barbara. ¿Solo una persona? No. Es prácticamente imposible. La E. coli es una bacteria. Infecta la comida. Alguien más debería ponerse enfermo. Mucha gente debería enfermar al comer la misma comida que Angelina. ¿Ves lo que quiero decir? No puede haber ocurrido lo que dicen. Tiene que haber un error de laboratorio.
—Laboratorios, Azhar… Ves adónde quieren llegar los policías italianos, ¿no, Azhar? Todo tiene que ver con laboratorios…
Se quedó callado. Las piezas empezaban a encajar. O eso era lo que Barbara necesitaba creer. Ese silencio no era para especular ni para planear su siguiente movimiento, sino para hacerse preguntas. Solo estaba sacando conclusiones, completando en su mente la cadena de sucesos que empezaban con la desaparición de Angelina de Londres junto con su hija y que terminaban con su muerte en Lucca.
Por fin dijo en voz muy baja:
—Estreptococos, Barbara.
—¿Qué?
—Eso es lo que estudiamos en mi laboratorio del University College: los estreptococos. Algunos laboratorios estudian más de una bacteria. El mío no. Estudiamos más de una cepa, claro. Pero solo cepas de estreptococos. Yo tengo un especial interés en el estreptococo que causa la meningitis vírica en los recién nacidos.
—Azhar. No hace falta que me lo expliques.
—La madre —continuó insistentemente, como si ella no hubiera hablado— se lo trasmite al bebé cuando este sale por el canal del parto. Desde ahí se desarrolla…
—Te creo, Azhar.
—La meningitis infantil. Estamos buscando una forma de prevenirla.
—Lo entiendo.
—Y hay otros tipos también, tipos de estreptococos que estudiamos en el laboratorio, porque los estudiantes de doctorado están trabajando en sus tesis y los de posgrado en artículos que quieren publicar. Pero el que yo estudio… es el que te he dicho. Y como Angelina estaba embarazada, me preguntarán por eso, ¿no? Qué coincidencia que yo estudie una bacteria que aparece en mujeres embarazadas. Y se lo preguntarán, como tú te lo estás preguntando, porque, al fin y al cabo, organicé el secuestro de mi propia hija…
—Azhar, Azhar…
—No le hice ningún daño a Angelina —dijo—. No puedes pensar que lo hice.
No lo pensaba. Ni siquiera podía soportar la idea. Pero la verdad era que, en todo aquel asunto de Italia, había más de un tipo de daño. Azhar lo sabía tan bien como Barbara.
—El secuestro. Esos billetes a Pakistán. Seguro que ves lo que va a parecer en conjunción con la muerte de Angelina si alguien se entera.
—Solo tú y yo sabemos eso, Barbara. —Su voz sonaba precavida.
—¿Y Doughty? ¿Y Smythe?
—Trabajan para nosotros. No para ellos. Les hemos dado instrucciones… Tienes que creerme, porque si tú precisamente no me crees… No le hice nada. Sí, el secuestro fue algo terrible, pero ¿cómo si no iba a poder hacerle experimentar lo que se siente cuando tu hija está a tu lado un día y desaparece al siguiente y no tienes ni idea de…?
—Pakistán, Azhar. Billetes solo de ida. Lynley sabe que existen. Y está haciendo su trabajo.
—¡Es que no piensas! —le gritó—. ¿Por qué iba a comprar billetes para julio y planear la muerte de Angelina en mayo? ¿Por qué lo haría? No necesitaría unos billetes a Pakistán si Angelina estuviera muerta.
Porque esos billetes le librarían de toda sospecha, pensó Barbara. Y ella no lo había sabido hasta ese mismo momento. No podía saberlo hasta que se hubo enterado de cómo murió Angelina Upman. No dijo nada de lo que estaba pensando, pero su silencio pareció decirle a Azhar que él tenía que demostrar algo más, si no ahora, la próxima vez que el inspector Lo Bianco quisiera interrogarle.
—Si crees que le hice eso, debes cuestionar de dónde saqué la bacteria —le dijo—. Claro que alguien en alguna parte de Inglaterra la estará estudiando, tal vez incluso en Londres, pero no sé quién. Y sí, claro, no me costaría averiguarlo. Así que pude haberlo averiguado. Pero también pudo haberlo hecho cualquiera.
—Lo entiendo, Azhar. Pero tienes que preguntarte cuáles son las posibilidades de que… —Entonces se detuvo, porque tuvo que pensar en sus deudas: no solo con Lynley, con Azhar y con Hadiyyah, sino consigo misma—. Lo que pasa es que… ya me mentiste una vez y…
—¡Pero ahora no estoy mintiendo! Y cuando te mentí… ¿Cómo podía decirte lo que había planeado? ¿Me habrías dejado continuar con el plan y secuestrarla? No, claro que no. ¿Una policía? ¿Cómo iba a esperar que hicieras eso? Era algo que tenía que hacer por mi cuenta.
Los asesinatos suelen funcionar de forma parecida, pensó ella. El silencio se prolongó entre ambos, hasta que Azhar lo rompió.
—¿Ya no quieres hacer nada para ayudarme? —preguntó.
—No he dicho eso.
—Pero es lo que estás pensando, ¿no? «Tengo que distanciarme de este hombre, porque si no lo hago, lo perderé todo».
Eso no era muy diferente de lo que le había dicho el inspector Lynley, pensó Barbara amargamente. En su vida, todo pendía de un hilo, a menos que encontrara una forma de ir un paso por delante de la policía italiana.
The West End, Londres
Mitchell Corsico era esa forma, decidió Barbara. Tras guardar el número del abogado de Azhar en su móvil y borrarlo de la pared de la escalera, llamó al reportero y le dijo:
—Tenemos que vernos. Angelina Upman está muerta. ¿Por qué no estáis cubriendo la historia?
No estaba muy receptivo:
—¿Quién dice que no la estemos cubriendo?
—Estoy segura de que no la he visto en el periódico.
—¿Me estás diciendo que yo tengo algo que ver con lo que tú ves o no ves en el periódico?
—¿Me estás diciendo que estaba en el periódico, pero no era noticia de portada? Chico, estás fuera de onda. Será mejor que nos veamos, pronto.
Tampoco ahora ese cabrón astuto mordió el anzuelo.
—Dime por qué se trata de un asunto de primera página, y yo te diré a ti si hace falta que nos veamos, Barbara.
No quiso dejar que la arrogancia de ese tío la pusiera de mal humor.
—Pero ¿ha llegado a salir en The Source, Mitchell? Una niña británica secuestrada en un lugar lleno de gente y después escondida en un convento de los Alpes italianos al cuidado de una loca que cree que es monja, y ahora su madre muere inesperadamente. ¿Qué parte de esa historia no la hace una de las que publicáis todos los días?
—Sí que está, en la página doce. Si la niña nos hubiera hecho el favor de morirse, habría salido en la primera página, pero ¿qué quieres que te diga? No se murió, así que la madre ha acabado enterrada en las páginas interiores. —Soltó una carcajada y después añadió—: Perdón por el juego de palabras.
—¿Y si realmente alguien os ha hecho ese favor que merece la primera página y ha muerto de una forma que los poderes italianos quieren acallar como sea?
—¿Me estás diciendo que la mató el primer ministro? ¿O fue el papa? —Otra carcajada seca e irritante—. Murió en un hospital, Barbara. Tenemos todos los hechos. Entró en coma y nunca salió. Tenía los riñones deshechos. ¿Qué estás sugiriendo, que alguien se coló en su habitación y le echó algún veneno para los riñones en el gotero?
—Te estoy sugiriendo que tengo algo que contarte y que no lo haré hasta que nos veamos en persona.
Le dejó pensárselo mientras ella consideraba desesperadamente cuál de todas las formas posibles de enfocar la historia era la mejor para que The Source se implicara. Políticamente, el tabloide se había vuelto tan nacionalista con el paso de los años que era ya casi nazi. Así que decidió que la reivindicación de la bandera sería lo mejor. Los británicos contra esos mediterráneos que solo comen pasta. Pero todavía no. No hasta que le tuviera en sus redes.
—Vale —concedió por fin—. Pero será mejor que sea muy bueno, Barbara.
—Lo es —le aseguró, y para ser amable le dejó elegir el lugar donde se verían.
Escogió Leicester Square, el quiosco donde vendían entradas a mitad de precio. El de verdad, le dijo, no la imitación. Había un colorido tablón de anuncios al lado del de verdad, donde anunciaban las entradas que estaban a la venta para los dramas, comedias y musicales. Se encontrarían allí.
—Llevaré una rosa en la solapa —le dijo burlonamente.
—Oh, creo que podré reconocerte por el olor de tu desesperación —le contestó Corsico.
Ella llegó un poco antes de la hora convenida. Leicester Square era, como siempre, la fantasía erótica de un terrorista, siempre lleno de gente, y se iba poniendo peor según se iba acercando el verano. Ahora había grandes grupos de turistas en los restaurantes al aire libre, viendo a los músicos callejeros, comprando entradas para el cine e intentando negociar las mejores ofertas de las producciones teatrales que necesitaban público. Para mediados de julio, las masas se convertirían en hordas, y caminar entre ellas era prácticamente imposible.
Se colocó delante del tablón y fingió estudiar lo que se anunciaba. Musicales, musicales, musicales, musicales. Y unos cuantos famosos de Hollywood intentando convertirse en actores de teatro. Shakespeare se estaría revolviendo en su tumba.
Llevaba siete minutos y medio oyendo los diferentes debates que se estaban produciendo a su alrededor —qué ver, cuánto gastar, si Los miserables podía seguir en cartel durante otro siglo (o tal vez un par)— cuando el olor del aftershave se coló por su nariz como si fueran sales contra el mareo. Mitchell Corsico estaba a su lado.
—Pero ¿qué coño llevas? —exclamó—. ¿Aroma de caballo? Dios, Mitchell. —Agitó una mano delante de la cara—. ¿Es que esa vestimenta no es suficiente? Siempre me pregunto cuánto tiempo puede un hombre seguir llevando una ropa con la que parece que en cualquier momento va a ir a buscar a su inseparable compañero el indio Toro Sentado.
—Querías que nos viéramos, ¿no? Espero que sea importante, o vas a tener contigo a un cowboy cabreado.
—¿Cómo te suena un encubrimiento en Italia?
Miró a su alrededor. Los empujones de la gente que intentaba ver el tablón eran bastante incómodos, así que se dirigió a un extremo de la plaza, más o menos en dirección a Gerrard Street, el histórico kilómetro que albergaba la Chinatown de Londres. Barbara le siguió. Corsico se plantó delante de ella y dijo:
—¿De qué estás hablando? Espero que no estés jugando conmigo.
—Los italianos tienen la causa de la muerte. Oficialmente, no han dicho lo que es. No quieren que los periódicos se enteren, porque no quieren provocar el pánico. Ni entre la gente ni en la economía. ¿Suficiente?
Su mirada pasó a un vendedor de globos y después volvió a ella.
—Podría ser. ¿Cuál es la causa?
—Una cepa de E. coli. Una supercepa. Una cepa letal. La peor que hay.
Entornó los ojos.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Lo sé porque lo sé, Mitchell. Estaba allí cuando los polis llamaron.
—¿Llamaron? ¿Adónde?
—Al inspector Lynley. Se lo dijo el inspector jefe de Lucca.
Mitchell unió ambas cejas. Estaba evaluando sus palabras. No tenía un pelo de tonto. El contenido era una cosa; el significado, otra. Y que pudiera incluir a Lynley en lo que fuera le estaba afilando los dientes.
—Me pregunto por qué me lo dices…
—Es obvio, ¿no?
—Para mí no.
—Mierda, Mitchell. Supongo que sabrás que la E. coli proviene de la comida, ¿no? Comida «contaminada».
—Vale, comió algo en mal estado.
—No estamos hablando de una patata frita pasada, colega. Hablamos de una partida de comida. ¿Y quién sabe qué? Espinacas, brócoli, carne picada de ternera, tomates enlatados, lechuga. No sabemos nada, podría haber salido del horno con su lasaña. Pero lo importante es que, si se corre la voz, toda la industria alimentaria de Italia tendría que encajar un golpe de proporciones increíbles. Todo un sector de su economía…
—No estarás sugiriendo que hay una industria que se dedica a la lasaña…
—Ya sabes a qué me refiero.
—Así que tal vez se tomó una hamburguesa en alguna parte donde un empleado fue al baño y no se lavó las manos antes de poner los tomates. —Cambió el peso de un pie calzado con una bota de vaquero al otro, y se recolocó el sombrero en la cabeza. De vez en cuando, recibía las miradas curiosas de algunas personas que parecían estar buscando la funda del violín o el receptáculo donde se suponía que debían depositar su moneda de diez peniques para premiarle por su disfraz, pero no eran muchas, porque en Leicester Square había cosas mucho más interesantes que ver que a un londinense con atuendo de cowboy—. De todas formas, el hecho de que solo haya muerto ella… Eso es una demostración de eso que te digo, ¿no? Una persona, una hamburguesa, un tomate contaminado.
—Si es que existe ese tío, quien sea, y si en Lucca, Italia, alguien sirve hamburguesas…
—Dios, ya sabes lo que quiero decir. Lo de la hamburguesa es un ejemplo. Digamos que era una ensalada. ¿Qué pasará ahora con esa ensalada con tomates y ese queso italiano y toda la mierda verde que le ponen? Esas cosas de las hojas…
—¿Y te parezco yo alguien con cara de saberlo, Mitchell? Vamos, te estoy dando un soplo importante de una historia que está a punto de salir a la luz en Italia, pero ahora solo tú tienes la exclusiva, porque, créeme, los policías y los de Sanidad no quieren informar y crear una alarma que provoque una estampida ante cualquier producto italiano.
—Eso dices tú. —Mitchell no era estúpido—. ¿Y por qué te interesa esto a ti, Barbara? ¿Tiene algo que ver con…? ¿Por dónde anda nuestro padre desnaturalizado últimamente?
Barbara le quería lo más lejos posible de Azhar.
—No he hablado con él. Fue a Lucca al funeral. Supongo que ya habrá vuelto. O todavía estará allí con la niña, recogiendo sus cosas. ¿Quién sabe? Escucha, puedes hacer lo que quieras con la historia. Creo que es oro puro. ¿No te parece buena? Bien, no la utilices. Hay otros periódicos que estarán encantados de…
—No he dicho eso, ¿no? Es que no quiero que esto sea otra bomba como lo otro.
—¿«Bomba»? ¿A qué te refieres?
—Bueno, para qué mentirte, Barbara. A la niña la encontraron.
Barbara se quedó mirando al periodista. Tenía tantas ganas de darle un puñetazo justo en la nuez que tuvo que clavarse las uñas en las palmas para contenerse. La sangre le latía con tanta fuerza en la cabeza que creyó que pronto iba a empezar a ver estrellas, así que dijo muy lentamente:
—Ya, Mitch. Eso ha sido una decepción para vosotros. Habría sido mucho mejor tener un cadáver. Y mutilado. Eso haría que os quitaran los periódicos de las manos.
—Solo digo… Mira, este es un negocio muy rastrero. Ya lo sabes. Si no fuera así, tú y yo ni siquiera estaríamos hablando.
—Si quieres algo sucio y rastrero, creo que el hecho de que los policías y los políticos italianos se alíen para cubrirse unos a otros es algo bastante sucio. Esa es la historia. El precio ha sido la vida de una mujer inglesa y la posibilidad de que haya más vidas en riesgo. Lo tomas o se lo dejas a otro tabloide. La decisión es tuya.
Se giró y empezó a caminar hacia Charing Cross Road. Volvería caminando hasta New Scotland Yard. Necesitaba un poco de tiempo para calmarse.
Wapping, Londres
Dwayne Doughty tenía muchas ideas sobre cómo lograba Emily Cass permitirse un piso en Wapping High Street, pero decidió no ponerse a analizarlas. Sin embargo, vio que Bryan Smythe estaba enumerando mentalmente las potenciales fuentes de ingresos que le podrían permitir vivir en una segunda planta de un almacén de interés histórico protegido reconvertido en vivienda con vistas al Támesis. No podía ser de su propiedad, estaba pensando Smythe. Así que tenía que ser alquilado. Pero el precio sería increíble. No podría pagarlo ella sola. Tenía que haber un hombre, uno del que dependía. Era entonces… ¡Oh! Una mantenida. O la amante de alguien con piso, más probablemente. A cambio de los favores sexuales que realizaba en unas impresionantes posiciones atléticas de las que, sin duda, sería capaz una mujer con su condición física, él la tenía alojada entre paredes de ladrillo, vigas y tubos a la vista, e instalada con todos los electrodomésticos de acero inoxidable. Era algo que le daba una envidia considerable y le provocaba cierto rechinar de dientes. Doughty pensó que el pobre Smythe se habría quedado sin molares para cuando terminaran la reunión.
Se reunían en Wapping a sugerencia de Emily. Con lo que tenían entre manos, ella insistió en que ya no podían arriesgarse a utilizar ninguna ubicación en la que hubieran aparecido los polis y pudieran volver a hacerlo, ni en ningún otro lugar público. Eso solo dejaba su piso. De ahí que estuvieran instalados en un conjunto de sofás de piel muy bajos, agrupados para propiciar la conversación alrededor de una mesa de café de cristal aún más baja, todo con vistas al río. Colocó un servicio de café de acero inoxidable sobre ella y unas tazas y un plato con pasteles que había traído Bryan. Dwayne estaba ahora mismo disfrutando de un cruasán relleno de albaricoque y meditando sobre si comerse una tartaleta de manzana después, porque sabía que Emily no iba a comer nada.
Dwayne también era consciente de que la insistencia de Emily en quedar en otro lugar tenía que ver con la próxima desintegración del pequeño trío de malhechores que habían constituido. No se fiaba de que él no encontrara alguna forma de grabar todo lo que se dijera en esa reunión si iban a su oficina y tampoco en que Bryan Smythe no fuera a hacer lo mismo en su palacio de South Hackney. Allí en Wapping mantenía cierto control. Y Dwayne decidió darle ese gusto.
La razón por la que se reunían era asegurarse de que todos estaban en el mismo punto, en la misma coyuntura y bailando al mismo son en lo que habían empezado a llamar: «El trabajo en Italia». La mayoría de lo que se estaba haciendo estaba en manos de Bryan, así que le dieron la palabra primero. A pesar de estar a kilómetros de cualquier persona a la que pudiera remotamente interesar lo que se estaba diciendo allí, los tres se inclinaron sobre la mesita del café y hablaron en susurros mientras miraban los documentos que el chico había generado para encontrar cualquier fallo.
Lo que había creado, con la participación de otros piratas y elementos situados en las diferentes organizaciones, que se contaban por docenas entre sus conocidos, era el rastro que ilustraba la veracidad de lo que había afirmado e iba a seguir manteniendo Doughty sobre el tal Michelangelo Di Massimo. Les estaba presentando las facturas que demostraban los pagos a Di Massimo por su claramente breve búsqueda de Angelina Upman y su hija en Pisa. Pero, además, tenían delante los documentos que supuestamente probaban que —tras haber informado de la imposibilidad de encontrar a esas personas desaparecidas, aunque todo el tiempo supo dónde estaban— Di Massimo había empezado a mover sumas de dinero entre su cuenta y la de Roberto Squali en unos supuestos pagos por la planificación y realización del secuestro de la niña. Así que había transacciones bancarias entre Londres y Pisa que probaban que Doughty había pagado pequeñas cantidades para los gastos de Di Massimo —gasolina, kilometraje, comidas, etcétera— y también su tarifa por horas, mientras que las transacciones que Smythe había creado entre Pisa y Lucca hacían parecer que Di Massimo había pagado grandes sumas a Squali por algo cuestionable sobre lo que, a pesar de lo que dijera Di Massimo, Doughty no tenía ni idea. Bryan había llegado a fabricar incluso recibos.
La fiabilidad que se le diera a esa información dependía, claro, de que los policías italianos no hurgaran demasiado en el sistema bancario británico ni en ningún otro sistema de Gran Bretaña, la verdad. Porque obviamente había copias de seguridad, copias de las copias e innumerables sistemas de almacenamiento en cientos de ubicaciones diferentes. Pero Doughty y sus compinches dependían de la incompetencia y la conocida corruptibilidad general de todos los países mediterráneos en lo que respectaba a temas legales, políticos y tecnológicos complicados. Decidieron que eso permitía al equipo de Cass-Smythe-Doughty seguir con lo suyo.
El «problema Di Massimo» relacionado con «el trabajo en Italia» había tomado una forma que la policía italiana seguramente se tragaría sin más. Lo que quedaba ahora era el «problema sargento Barbara Havers». Esa exasperante mujer seguía teniendo las copias de seguridad que podían hundirlos a todos. Por eso tenían que hacer algo con ella. Era más difícil, pero no imposible: unas sumas que coincidían con lo que Di Massimo le había transferido a Squali aparecían como transferidas poco antes desde la cuenta de Barbara Havers a la de Michelangelo Di Massimo. Y sumas iguales a esas cantidades se habían transferido desde la cuenta de Taymullah Azhar a la de Barbara Havers antes del movimiento anterior. Así que Barbara Havers pronto descubriría que se había convertido en cómplice del secuestro de Hadiyyah Upman.
¿No era increíble lo que podía hacer un genio de la tecnología, colega?