Hoxton, Londres
Bathsheba Ward era la siguiente en la lista de Barbara. Como aquella maldita zorra le había mentido sobre su hermana —y eso empezaba a ser cosa de familia, la verdad—, estaba decidida a no mostrarle ni una pizca de compasión. También estaba decidida a no darles ni al detective Stewart ni a la superintendente Ardery más munición que pudieran dispararle. Por ambas razones, se levantó a lo que para ella eran altas horas de la madrugada y se fue a Hoxton. Se compró un café para llevar de camino y lo utilizó para bajar un sándwich de beicon extragrande que le resultó de lo más gratificante. Cuando llegó a Nuttall Street, donde Bathsheba y su marido Hugo Ward vivían en un piso de una urbanización muy bien cuidada con edificios hechos de ladrillo londinense, ya estaba lista para enfrentarse a lo que hiciera falta.
No se veía a nadie por la urbanización cuando Barbara llegó, pero no tenía por qué ser algo raro teniendo en cuenta que eran las seis y cuarto de la mañana. No tuvo problemas para encontrar el piso de los Ward y se quedó pegada al timbre del portero automático todo el tiempo que fue necesario hasta que una voz masculina respondió:
—Pero ¿quién llama, por todos los santos? ¿Sabe la hora que es?
—New Scotland Yard —contestó Barbara—. Tengo que hablar con ustedes. Ahora.
El hombre —seguramente Hugo Ward— recibió esas palabras sin decir nada. Le dio cinco segundos para digerirlas y volvió a llamar al timbre. Él abrió para que entrara, sin decir nada más. Barbara subió al piso de la segunda planta.
Antes de que le diera tiempo a llamar, él ya le había abierto la puerta. A pesar de la hora, estaba vestido con un atuendo integral de negocios: traje de tres piezas, camisa almidonada —con una combinación de colores horrorosa, con el cuello blanco y el cuerpo azul—, corbata de rayas y zapatos lustrados profesionalmente.
—¿Usted es policía? —le dijo nada más verla, confuso.
Barbara se dio cuenta de que llevaba zapatillas de deporte, que era lo que, al parecer, le estaba haciendo dudar. Le mostró su identificación policial y él la dejó entrar en el piso.
—¿Qué es lo que quiere? —le preguntó.
—Quiero hablar con su mujer —le dijo Barbara.
—Está durmiendo.
—Pues despiértela.
—Pero ¿sabe qué hora es?
Llevaba un reloj en la muñeca, así que lo sacudió al lado de su oreja y lo miró con detenimiento.
—Vaya, mi Mickey ha estirado la pata. —Y después, dirigiéndose a Hugo Ward, añadió—: Ya me ha dicho lo de la hora, señor Ward. Y yo no puedo perder mucho tiempo. Así que si no le importa ir a buscar a su mujer… Dígale que soy la sargento Havers, que he venido a tomar una taza de té matutino con ella. Ya sabe quién soy. Dígale que quiero hablarle sobre su viaje a Italia del pasado noviembre.
—Mi mujer no fue a Italia el pasado noviembre.
—Bueno, pues alguien fue. Con su pasaporte.
—No es posible.
—Créame, señor Ward. En mi trabajo se aprende muy pronto que todo es posible.
Aquella información pareció inquietarle. Eso era bueno. Significaba que se sentiría inclinado a cooperar. Su mirada pasó de Barbara al pasillo que había detrás de él. Estaban de pie en el pequeño espacio cuadrado que constituía el recibidor del piso, donde un espejo que había en la pared reflejaba una pieza de arte moderno con pinta de ser bastante cara. No tenía más que rayas y garabatos que no trasmitían nada. Pero sí que parecía que el pintor sabía lo que se hacía, por más que a Barbara le pareciera incomprensible.
—Señor Ward… No tengo mucho tiempo. ¿Quiere despertarla usted de su sueño reparador o prefiere que yo misma haga los honores?
—Un momento, por favor —dijo, y le pidió que esperara en el salón o, como él la llamó «la sala de recibir», como si fuera un agente inmobiliario que quisiera vender la casa.
Estaba justo al final del pasillo. Igual que la entrada, en las paredes había muchos cuadros modernos y estaba decorada con muebles que tenían el distintivo estilo de Bathsheba. Sobre las mesas, aquí y allá, había fotografías enmarcadas. Barbara se acercó para echarles un vistazo, mientras Hugo Ward desaparecía para ir a buscar a su esposa.
Vio que las fotos eran de la feliz y amplia familia Ward: dos hijos adultos y sus mujeres, un nieto encantador, el sonriente patriarca y la leal segunda esposa a su lado. Se los veía en varias poses y en diferentes ocasiones. Aquellas fotos le trajeron a la mente un dicho cuyo origen desconocía (seguro que Linley lo sabía): dime de qué presumes y te diré de qué careces. En ese caso allí todo decía: «¿No somos un grupo muy guapo y muy feliz?». Rio entre dientes, le dio la espalda a las fotos y vio que Hugo Ward estaba en la puerta de la sala de recibir.
—La verá cuando se haya vestido y haya tomado un café —le anunció.
—Me parece que no —contestó Barbara—. ¿Dónde está? —Cruzó la sala y salió al pasillo en dirección a las tres puertas cerradas—. ¿El dormitorio está por aquí? —preguntó—. Como las dos somos chicas, no creo que vaya a ver nada que yo no tenga.
—¡Espere un momento! —le exigió Ward.
—Me encantaría, pero ya sabe lo justa que voy de tiempo. ¿Es esta puerta?
Abrió la primera puerta que alcanzó, mientras Hugo Ward no dejaba de protestar detrás de ella. La primera habitación era un estudio, muy bien decorado. Le echó un vistazo, vio más cuadros y más fotos familiares. Continuó con la segunda puerta, que abrió diciendo con voz cantarina:
—Es hora de levantarse, dormilona. Madrugar, la ayuda de Dios…, ya sabe cómo acaba.
Bathsheba estaba sentada en la cama con una taza de café en la mesita a su lado y tres periódicos abiertos sobre la colcha. Y se suponía que estaba dormida, pensó Barbara. Miró a Hugo Ward y dijo:
—Ha sido usted muy malo. No es una buena idea mentirle a los maderos, ¿sabe? Nos sientan bastante mal esas cosas.
—Lo siento —le dijo. Y dirigiéndose a Bathsheba—. Se ha colado sin mi permiso, cariño.
—Ya veo —respondió ella, cortante—. Hugo, por favor, ¿tan difícil era…? —Tiró un periódico a un lado y extendió la mano para coger una bata.
—Como le he dicho, esto es cosa de chicas —le dijo Barbara a Hugo Ward, y le cerró la puerta en la cara.
Desde dentro le oyó protestar un poco más.
Bathsheba se levantó de la cama y se puso la bata.
—Ya le he dicho lo que sé: nada de nada. Que haya irrumpido en mi casa antes del amanecer para…
—Abre las cortinas, Bathsheba, y te sorprenderás. El sol ya ha salido, los pajaritos cantan y los gusanitos están mucho más que preocupados.
—Muy graciosa. Ya sabe a lo que me refiero. Ha venido deliberadamente a una hora intempestiva para presionarme, pero no hay nada que sacar. Tal vez esta sea la forma en que suele trabajar la policía de Londres, pero yo no estoy acostumbrada a que me traten así. Créame, voy a quejarme de sus métodos en cuanto salga de mi casa.
—Bien. Me doy por advertida. Me tiemblan las canillas. Ahora vamos a hablar.
—No tengo ni la más mínima intención de…
—¿Hablar conmigo? Oh, creo que vas a reconsiderar eso inmediatamente. Me has mentido. Y no me gusta que me mientan, y mucho menos cuando han secuestrado a una niña.
—Pero ¿de qué demonios está hablando?
—Estás metida en esto hasta el cuello. Hadiyyah lleva una semana desaparecida en Italia, y como tú estabas en el ajo con tu hermana desde el principio…
—¿Qué? —Bathsheba miró a Barbara como si intentara interpretar su expresión. Se colocó el pelo detrás de las orejas, caminó hasta un tocador y se sentó en la silla que había junto a él—. No tengo ni idea de lo que está hablando.
—Esta vez no te vas a salir con la tuya. —Barbara se apoyó sobre la puerta del dormitorio y miró a Bathsheba larga y fijamente—. Me mentiste sobre que llevabas años sin ver a Angelina. Le escribiste e-mails a Hadiyyah fingiendo que eras su padre, todos muy bien planteados y enviados desde una dirección del University College por Dios sabe quién. Además, le diste a tu hermana tu pasaporte para que se fuera a Italia el pasado noviembre, cuando dejó a Azhar.
—Yo no hice nada de eso.
—Pues da la casualidad de que Angelina te ha delatado. En todos los frentes.
Eso era mentira. Lo del pasaporte era un farol. Pero la negativa de Hugo acerca de que su mujer hubiera salido del país apoyaba sus sospechas. En ese momento, un buen farol era lo indicado.
Bathsheba se mantuvo en silencio un momento. Cualquiera que conociera bien el trabajo policial habría pedido en ese momento un abogado, pero, según la experiencia de Barbara, muy pocos lo hacían. Eso siempre le había llamado la atención. En su posición, ella se cerraría en banda hasta que tuviera un abogado, primero masajeándole las sienes para después pasar a cogerle la mano.
—¿Y bien? —le preguntó a Bathsheba—. ¿Quieres darme una explicación?
—No tengo nada más que decir. Puede que Angelina me haya «delatado», como dice usted… No sé de dónde se saca la policía esas palabras tan curiosas, la verdad… Pero yo no he cometido ningún delito y ella tampoco.
—Viajar con el pasaporte de otra persona…
—Yo tengo mi pasaporte. Está en una caja fuerte en este piso y, si me enseña una orden judicial, estaré más que encantada de mostrárselo.
—Te lo mandaría en cuanto estuvo en un lugar seguro. Se habrá llevado el suyo también, aunque viajara con el tuyo.
—Si eso es lo que piensa, supongo que tendrá formas de descubrirlo. Llame a la policía de fronteras. A la aduana. Llame a alguien. Al Ministerio de Exteriores… No me importa lo más mínimo.
—Todo eso de que no le tenías cariño… No es verdad, ¿no? Sí que la quieres. Porque, si no la quisieras, ¿por qué ayudarla? —Barbara reflexionó sobre su propia pregunta a la luz de lo que ahora sabía sobre la familia Upman. No tenía mucho más con lo que seguir, pero un detalle que saltaba a la vista explicaba muchas cosas—. A menos que se tratara de huir de Azhar. ¿Un pakistaní que se acostaba con tu hermana? A vuestros padres no les gustaba nada eso. ¿Y a ti?
—No sea ridícula. Si Angelina era lo bastante estúpida como para meterse en una relación con un musulmán…
—Y con varios hombres más, por lo que parece —añadió Barbara—. ¿No te contó eso? ¿Solo te dijo que había visto la luz y que tenía que alejarse inmediatamente de ese «sucio hindú»? «Gentuza», le llamó tu padre, por cierto. ¿Cómo le llamas tú?
Sin embargo, Bathsheba la estaba mirando con una expresión extraña. Parecía una mujer que acabara de oír algo que la sorprendía. Barbara pensó en qué había dicho que la sorprendiera tanto. Sin duda, se trataba de los otros líos de Angelina.
—Esteban Castro era uno de sus amantes. Como también lo era un hombre llamado Lorenzo Mura. Ahora está con Lorenzo. Es con él con quien se fue. Eso es lo que te dijo, ¿verdad? ¿No? ¿No lo sabías? ¿Cómo puedes no saberlo? Tú misma me dijiste que probablemente estaría con algún otro hombre.
Bathsheba no respondió. Barbara lo pensó. Pensó en los gemelos, en cómo esas gemelas en concreto habían crecido odiando el hecho de serlo. Reflexionó sobre cómo el odio por el hecho de tener una gemela podía transformarse en odio por la gemela en cuestión. Si ese era el caso —que Bathsheba odiara a Angelina—, entonces era razonable que solo la ayudara si creyera que la huida de Angelina iba a convertir su vida en algo peor, no mejor. Y si Angelina lo sabía…
—No te contó lo de Lorenzo Mura, ¿verdad? —dijo Barbara—. Ni lo de Esteban Castro tampoco. Y, por cierto, ninguno de ellos tiene nada que ver con tu señor Hugo. —Y señaló con la cabeza hacia el piso.
Bathsheba se puso tensa.
—¿Y qué se supone que quiere decir con eso?
—Vamos, Bathsheba… Desde siempre, Angelina ha ido enganchando a hombres de los que quitan el hipo. Uno detrás de otro. Si no me crees, busca a Castro por Internet. Busca a Azhar y mira lo que ha tenido durante los últimos diez años. Y ahora está con Lorenzo Mura, que parece una escultura de Miguel Ángel. Y tú te has quedado con el pobre Hugo, que tiene la nuez del tamaño de un yorkshire y una cara que…
Se puso en pie de un salto.
—¡Basta! —gritó.
—Y está envejeciendo muy rápido, por lo que veo. Y eso significa que el sexo ya no es lo que era. Y mientras, tu hermana…
—¡Quiero que se vaya de inmediato! —exclamó Bathsheba.
—A ella la atendían entre las sábanas regularmente. Y muy bien. Un hombre después de otro, y a veces los tres a la vez… Imagínatelo, ¡tres! Y le daba igual si estaban casados o no. ¿Lo sabías? No le importaba. —No tenía ni idea de si eso era verdad, pero sabía que el matrimonio de Bathsheba era probablemente la única carta que tenía para ponerla en contra de su gemela. Concluyó diciendo—: Pero tú no sabías nada de eso, ¿verdad? No habrías movido un dedo para ayudarla a dejar a Azhar si hubieras sabido que estaba huyendo para irse a los brazos de otro. Y este no está casado, por cierto. Pero supongo que eso cambiará muy pronto.
—Salga de aquí —repitió Bathsheba—. Fuera ahora mismo.
—Ella utiliza a todo el mundo, Bathsheba. Qué pena que, en su momento, no lo supieras.
Fattoria de Santa Zita, la Toscana
El equipo de grabación llevaba en la casa de Lorenzo Mura una hora cuando Lynley llegó en compañía del inspector jefe Lo Bianco y de il Pubblico Ministero Fanucci. A Fanucci no le había hecho mucha gracia que fuera Lynley, pero cuando Lo Bianco le señaló que la tranquilizadora presencia del oficial de enlace de la policía británica podría ayudar a mantener tranquilos a los padres de la niña desaparecida, Fanucci accedió a que Lynley les acompañara. Por supuesto, se quedaría en un segundo plano todo el tiempo, advirtió.
—Certo, certo —murmuró Lo Bianco—. Nadie quiere oír la opinión de la policía británica en el asunto de la niña desaparecida, magistrato.
En la Fattoria de Santa Zita los recibió la telecronista, una mujer joven que vestía ropa muy sofisticada; parecía que había llegado a periodista de televisión directamente desde las pasarelas de Milán, por lo perfectamente arreglada que iba. Yendo de acá para allá con luces, cables, cámaras y maquillaje vieron al resto del equipo de las noticias. Estaban descargando una furgoneta y preparando la zona delante del viejo granero donde Lorenzo Mura hacía su vino. Allí había una mesa con pan, queso, galletas y fruta que, muy hospitalariamente, habían preparado para el equipo. También habían colocado una mesa y unas sillas en la terraza hecha de grandes piedras cubiertas de glicinias en flor. Evidentemente, habían hablado mucho sobre la ubicación: a la telecronista le había encantado ese lugar porque trasmitía la delicadeza de la primavera; el operador de las luces lo había odiado desde el primer momento por las complicaciones que le causaba tener que vérselas con las sombras a la vez que mantenía el color de las flores colgantes.
Fanucci fue hasta la localización y le dio su visto bueno. Nadie se lo había pedido, y aparentemente a nadie le importaba que lo hubiera dado. Le dijo unas cuantas palabras bruscas a una desdichada joven que llevaba una maleta con maquillaje. Ella salió corriendo y volvió con una tercera silla para la mesa. Se sentó en ella, aparentemente sin intención de volver a moverse de allí en adelante, y le indicó con un gesto destemplado que se ocupara de su cara con sus polvos y sus pinceles. Ella se puso a ello, aunque nadie sabía qué iba a poder hacer con esas verrugas faciales.
Mientras, el cámara estaba tomando imágenes generales: las viñas que descendían por la ladera de la colina, los burros paciendo en un corral bajo antiguos olivos, unas cuantas vacas junto a un arroyo al pie de la colina, los muchos edificios que constituían la granja. Durante ese tiempo la telecronista se estaba comprobando el maquillaje en un espejo de mano y aplicándose una capa de laca en el pelo. Finalmente dijo:
—Sono pronta per cominciare. —Lista para empezar. Aunque, obviamente, no iba a ocurrir nada hasta que Fanucci diera su aprobación.
Mientras esperaban a que lo hiciera, Angelina Upman salió de la bodega. Lorenzo Mura estaba con ella y hablaban en voz baja. Taymullah Azhar los seguía, manteniendo la distancia. Lorenzo sentó a Angelina a la mesa con Fanucci, se inclinó a su lado y siguió hablando. Se la veía mucho más frágil que el día anterior. Lynley se preguntó si comería o dormiría algo. Se preguntó lo mismo sobre Azhar, que no estaba mucho mejor que la madre de su hija.
Fanucci no habló con ninguno de los dos. Ni tampoco con Mura. Al parecer, solo le interesaba la grabación del reportaje para las noticias de la noche. Cualquier cosa que la policía tuviera que comunicarles a los padres debería salir, aparentemente, de Lo Bianco o de Lynley. Y eso incluía la conmiseración por lo que estaban pasando.
Después de que Fanucci se examinara en el espejo de la maquilladora, les dio su visto bueno para empezar. La telecronista hizo su parte primero, recitando los principales detalles de la desaparición de Hadiyyah en ese italiano a toda velocidad que parecía utilizar cualquiera que saliera en la televisión de ese país. Lo hizo con uno de los olivares como fondo. Había elegido el lugar muy bien, porque hacía un bonito contraste con el traje de color marrón rojizo que llevaba.
Lynley no intentó seguir su crónica, aunque sí oyó los nombres salpicados en ella. En vez de eso se dedicó a observar las interacciones entre Lorenzo, Angelina y Azhar.
Los hombres eran territoriales por naturaleza, pensó Lynley, y Angelina era un territorio que los dos querían reclamar. Le pareció interesante la forma de demostrarlo que tenían ambos. Lorenzo estaba de pie detrás de la silla de Angelina, con las manos en sus hombros. Azhar, ignorando al otro tipo por completo, le entregó un pañuelo doblado a Angelina, por si lo necesitaba cuando llegara el momento de hablarles a los espectadores de televisión.
Cuando la telecronista completó su introducción, la escena cambió. El cámara fue hasta la bodega, donde ya se habían colocado las luces. Después de hablar un momento con la telecronista, fijó su lente en Fanucci.
Este, al parecer, centró la parte más fogosa del reportaje. Habló tan rápido como la telecronista, pero Lynley entendió lo suficiente para saber que su discurso estuvo lleno de amenazas e imprecaciones. Encontrarían al criminal y cuando lo hicieran… Tenían un sospechoso que estaban interrogando y que les revelaría… Cualquiera que supiera cualquier cosa que no le hubiera revelado a la policía… La ley nunca duerme… La policía tampoco… Si le pasaba algo a la niña…
A su lado, Lynley oyó a Lo Bianco suspirar. Sacó un paquete de chicles del bolsillo de su chaqueta y le ofreció primero al inspector inglés, que los rechazó. Sacó uno para él y se alejó. Fanucci en acción era más de lo que podía soportar.
Cuando il Pubblico Ministero acabó su discurso, hizo un gesto con la cabeza que indicaba que ahora el testigo pasaba a Angelina Upman y Taymullah Azhar. Se levantó de la mesa y pasó a colocarse detrás de la cámara. Y allí se quedó, como un profeta que trajera la desgracia.
El primero en moverse fue Lorenzo Mura, que salió del plano. No había necesidad de confundir a los espectadores. Era suficiente con que la gente viera en sus televisores a los padres de la niña desaparecida. Explicar las complicaciones de la vida privada de Angelina Upman en Italia parecía innecesario. Por otro lado, pensó Lynley, ver a Lorenzo Mura en la pantalla podría despertar otro tipo de recuerdos en la mente de los espectadores. Se acercó a Lo Bianco para sugerírselo al inspector jefe. Lo Bianco le escuchó y estuvo de acuerdo.
Taymullah Azhar y Angelina Upman hicieron su llamamiento. Lo hicieron en su idioma —porque Azhar no sabía italiano—; después se doblaría antes de la retransmisión de la noche. Lo que dijeron fue muy sencillo. Lo que cualquier padre en la misma situación habría dicho: «Por favor, devuélvanos a nuestra hija. No le hagan daño. La queremos. Haremos cualquier cosa para que nos la devuelvan en perfecto estado».
Lynley vio que Fanucci reía entre dientes al escuchar eso de «haremos cualquier cosa», que claramente había entendido, aunque lo hubieran dicho en otro idioma. Al il Pubblico Ministero evidentemente no le parecía bien hacer una oferta así a una enorme y heterogénea audiencia de televisión. Había gente ahí fuera que podía dirigir a los padres a una búsqueda infructuosa al oír aquello: «Dadme una cantidad imposible de dinero y veré desde aquí cómo vais de acá para allá siguiendo informaciones falsas sobre vuestra hija». Fanucci caminó para ponerse al otro lado de Lo Bianco y le dijo algo, brevemente. Lo Bianco pareció evasivo.
Y por fin terminaron. En la mesa, Azhar le dijo algo en voz baja a Angelina con la mano sobre su muñeca. Esta se acercó el pañuelo a los ojos y él le apartó el pelo de la mejilla. El cámara grabó ese gesto tierno por indicación de la telecronista. Lorenzo Mura lo vio todo, frunció el ceño y se fue.
Se dirigió a la bodega, donde Lynley asumió que se quedaría, de muy mal humor, hasta que se fuera todo el mundo. Pero se equivocaba. En vez de eso, Lorenzo salió con una bandeja con copas de vino llenas de su propio Chianti y unos platos con trozos de tarta. En lo que a Lynley le pareció un momento típicamente italiano, fue distribuyendo vino y tarta a todos los que estaban allí.
Se oyeron murmullos de «Grazie» y de «Salute». Bebieron el vino a pequeños sorbos o en un par de tragos. Comieron la tarta. La gente parecía meditabunda, seguramente pensando en la niña y en dónde y cómo podría estar.
Solo Azhar y Angelina ni comieron ni bebieron, Angelina porque no le habían dado vino y había apartado el plato de tarta con un estremecimiento, y Azhar porque, como musulmán, no bebía alcohol, y solo con ver la tarta pareció desanimarse aún más.
Miró a los demás, pareció notar que todo el mundo tenía copas en la mano y acercó la suya a Angelina, diciéndole:
—¿Quieres, Angelina…?
Ella miró —¿con cautela?, se preguntó Lynley— a Lorenzo, que estaba cruzando el espacio con la bandeja en dirección a Fanucci, Lo Bianco y Lynley.
—Sí, sí —respondió—. Creo que me vendría bien un poco. Gracias, Hari. —Y cogió la copa y bebió con los demás.
Lorenzo se giró. Su mirada fue hasta la mesa en la que estaba sentada su amante, con el antiguo amante de ella. Vio al instante que Angelina estaba bebiendo vino y le gritó:
—Angelina, smettila! —Y después continuó en el idioma de ella—. ¡No! Ya sabes que no debes.
Se miraron. Angelina parecía haberse quedado helada. Lynley entendió lo que Mura había estado intentando decirle: ella no debía beber y ya sabía por qué.
Nadie dijo nada durante un momento.
—Una copa no me va a hacer daño, Renzo —respondió por fin Angelina—. Está bien. —No quería que su amante dijera nada más.
Pero él no se iba a quedar callado.
—¡No! —repitió—. En tu estado, es malo. Ya lo sabes.
Y todo cambió en un instante. Los allí presentes parecieron quedarse inmóviles. En ese momento, un gallo cantó de repente y, como si le respondieran, una bandada de palomas se elevó al cielo desde el tejado de la bodega.
Lynley miró a Lorenzo, después a Angelina y a Azhar. «Especialmente en tu estado» tenía más de un significado: en tu estado emocional ahora que tu hija está desaparecida, no es bueno beber, porque necesitas estar lúcida. Sobre todo en tu estado, en que no puedes ni comer ni dormir, el vino se te subirá a la cabeza muy rápido. En este estado, rodeados de toda esta gente que estará observando cada movimiento que haces, es mejor que permanezcas totalmente sobria. Había muchas posibilidades. Pero la expresión de la cara de Angelina reveló que la más desgarradora de las posibilidades era la que había llevado esas palabras a los labios de Lorenzo sin darse cuenta. Lo había dicho sin pensar. Y, en realidad, solo podía haber una razón: especialmente en tu estado de buena esperanza, cuando esperas un hijo, no debes beber.
Angelina le dijo en voz baja a Azhar:
—No tenías que haberte enterado, Hari —le dijo Angelina a Azhar en voz baja—. Yo no quería que te enteraras. —Y después añadió desesperada—: Oh, Dios, lo siento todo tanto.
Azhar no la miró. Ni miró a Lorenzo. De hecho, no miró a nadie. Se quedó con la vista puesta hacia delante. No se veía expresión alguna en su cara. Y esa actitud le dijo a Lynley mucho más que cualquier palabra. No importaba todo lo que le hubiera hecho durante su relación, Azhar seguía tan enamorado de Angelina Upman como desde el primer día.
Lucca, la Toscana
—Castro no ha tenido nada que ver —le dijo Barbara a Lynley.
—Está embarazada, Barbara —respondió él.
—Joder. ¿Y cómo lo está llevando Azhar?
—Es difícil saberlo. —Lynley tuvo mucho cuidado con lo que decía. No tenía sentido causarle dolor a Barbara por si sus sentimientos por aquel hombre iban más allá de lo que ella fingía—. Yo diría que se ha quedado bastante impactado.
—¿Y Mura?
—Obviamente ya lo sabía.
—Quiero decir que si está contento. O preocupado. O suspicaz.
—¿En cuanto a qué?
Le explicó lo que le había contado sobre Angelina Upman su antiguo amante, Castro. Le habló de su alusión a que podría haber otro amante en Italia, además de Lorenzo Mura. Según Castro, todo formaba parte de la emoción que ella parecía necesitar. ¿Había alguien por allí que pudiera servirle a Angelina para ese propósito?
Tendría que investigarlo, le dijo Lynley. ¿Algo más que necesitara saber?
Ella se quedó callada un momento. Estaba claro que sí había algo más. Se iba a enterar de todas formas. Entonces le contó que The Source había generado una nueva historia sobre el abandono de Azhar de su primera familia, la de Ilford.
—Pero puedo controlarlo —añadió, lo que dejaba claro su relación con el tabloide, a pesar de sus protestas cuando la acusaron.
—Barbara… —Volvió a decir él.
—Lo sé, lo sé. Créame, Winston ya me ha echado una buena bronca.
—Si persistes en…
—Bueno, he empezado algo y soy yo quien tiene que detenerlo, señor.
Lynley no sabía cómo iba a conseguirlo. Nadie se metía en la cama con The Source y amanecía con la ropa sin una arruga. Debería saberlo. Soltó mentalmente una maldición.
No hablaron mucho más. Lynley reflexionó sobre lo que le había dicho de Angelina. Tendría que buscar a otro amante, alguien que la deseara lo bastante para castigarla si no dejaba a Mura por él.
Había respondido a la llamada de Barbara en la muralla de Lucca, donde había ido a dar un paseo para pensar. Había elegido rodearla siguiendo la dirección de las agujas del reloj. Estaba a la mitad del camino, en un punto donde había una cafetería que ofrecía sus bebidas a la gran cantidad de gente que había salido a hacer ejercicio por encima de la ciudad medieval. Decidió parar a tomarse un café y se acercó a una de las mesas que había bajo los árboles llenos de hojas. Vio que Taymullah Azhar había tenido, evidentemente, la misma idea que él. El profesor londinense ya estaba en una mesa con una tetera junto a él y un periódico abierto delante.
Seguramente sería un periódico escrito en su idioma, porque Lynley ya había visto que vendían uno en el quiosco de la Piazza dei Cocomeri, que estaba junto a una de las pocas calles de la ciudad que no tenían un recorrido serpenteante. Le había parecido que era un periódico local para turistas, y al parecer así era. Le echó un rápido vistazo mientras le preguntaba a Azhar si podía acompañarle. The Grapevine se llamaba —más bien una revista que un periódico—, y vio que Azhar o la policía local habían conseguido que incluyeran la historia de la desaparición de Hadiyyah. Ahí estaba su foto, con el sencillo titular DESAPARECIDA. Eso era bueno, pensó. Estaban utilizando todas las vías a su alcance para encontrarla.
Se preguntó si Azhar sabía que, en Londres, The Source estaba aireando su situación familiar. No le dijo nada sobre el tema. Existía la posibilidad de que alguien se lo dijera en algún momento. Pero Lynley no veía por qué ese alguien tenía que ser él.
Azhar dobló el periódico y apartó la silla para que se acomodara Lynley después de acercar otra a la mesa. Lynley pidió un café, se sentó y miró al otro hombre.
—El llamamiento en televisión dará resultados —le aseguró—. Habrá docenas de llamadas a la policía. La mayoría no servirá de nada, pero una de ellas, tal vez dos o tres, nos darán algo. Mientras, Barbara sigue trabajando en varias pistas en Inglaterra. Hay esperanza, Azhar.
Él asintió, aunque estaba claro que sabía que la esperanza se iba evaporando cada día que pasaba. Aun así, esa esperanza podía renovarse en cualquier momento. Todo lo que hacía falta era una sola persona que se acordara de algo que hubiera visto u oído y de lo que no se hubiera percatado hasta ver el llamamiento en televisión. Así eran las investigaciones. Los recuerdos se iban despertando según se desarrollaban.
Le dijo todo eso, y Azhar asintió otra vez.
—Ninguno de nosotros sabía que estaba embarazada —le dijo después—. Y ahora que lo sabemos… —Dudó.
Azhar no dejó ver reacción alguna en su cara.
—¿Sí? —se limitó a decir.
—Es algo que hemos de tener en cuenta. Junto con todo lo demás.
—¿Y qué relevancia puede tener…?
Lynley apartó la mirada. La cafetería estaba situada en uno de los baluartes de la muralla de Lucca, y más allá un grupo de niños daba patadas a un balón sobre el césped, empujándose, resbalando en la hierba y riendo sin dejar de gritar. No había ningún adulto con ellos. Creían que estaban seguros. Solían creerlo.
—Si tal vez no fuera hijo de Lorenzo…
—¿Y de quién iba a ser? Me dejó por él. Él le está dando lo que yo no le daba.
—Eso es lo que parece…, pero igual que estuvo con Mura a la vez que estaba contigo, hay posibilidades de que ahora que está con él, también pueda haber otro hombre.
Azhar negó con la cabeza.
—No sería capaz.
Lynley pensó en lo que ambos sabían de esa mujer. La gente no cambiaba de costumbres de un día para otro. Si ella había buscado una vez la emoción de tener un amante secreto, podía volver a hacerlo. Pero no le llevó la contraria.
—Debería habérmelo esperado —dijo Azhar.
—¿Esperado?
—Lo del embarazo. Que me dejara. Debería haber sabido que se iría cuando no quise darle lo que quería.
—¿Y qué quería?
—Primero que me divorciase de Nafeeza. Cuando le dije que no, me pidió que Hadiyyah pudiera al menos conocer a sus hermanos. Como no se lo permití, dijo que deberíamos tener otro hijo. A todo le dije que no, que rotundamente no. Tendría que haber supuesto cuál iba a ser el resultado. Yo la empujé a esto. ¿Qué podía hacer si no? Éramos felices, ella y yo. Nos teníamos el uno al otro, y teníamos a Hadiyyah. Al principio me dijo que el matrimonio no era importante para ella. Pero luego eso cambió. O ella cambió. O cambié yo. No lo sé.
—Puede que ella no haya cambiado —le dijo Lynley—. ¿No podría ser que nunca la vieras como realmente era? La gente a veces está muy ciega. Creen lo que quieren creer porque otra cosa… resultaría demasiado dolorosa.
—¿Y qué quieres decir con eso?
No tenía más remedio que contárselo, pensó Lynley.
—Azhar, tenía otro amante mientras estaba contigo, Esteban Castro. Me pidió que no te lo dijera, pero estamos en un punto en que hay que investigar todas las vías. La de sus otros amantes es una de ellas.
—¿Dónde? ¿Cuándo? —preguntó muy tenso.
—Cuando estaba contigo, como ya te he dicho.
Lynley vio que tragaba saliva.
—Porque yo no…
—No. No lo creo. Tal vez ella prefería que las cosas fueran así. Estar con más de un hombre al mismo tiempo. Dime, ¿estaba con otra persona cuando la conociste?
—Sí, pero le dejó. Por mí. Le dejó. —Pero por primera vez había duda en su voz. Miró a Lynley—. Estás diciendo que si hay otro hombre, además de Lorenzo, y Lorenzo se ha enterado, lo ha descubierto… Pero ¿qué tiene todo esto que ver con Hadiyyah? No lo entiendo, inspector.
—Ni yo tampoco, de momento. Pero con el tiempo me he dado cuenta de que las personas hacen cosas extraordinarias cuando entra en juego la pasión. El amor, la lujuria, los celos, el odio, la necesidad de venganza. La gente hace cosas realmente increíbles.
Azhar miró la ciudad que se extendía debajo de ellos. Se quedó callado, como si estuviera rezando.
—Yo solo quiero a mi hija —dijo—. El resto… ya no me importa.
Lynley creyó la primera parte. Pero no estaba seguro de la segunda.