15 de abril

Lucca, la Toscana

Decidió que el encuentro sería más fácil en un mercato. Había muchos en Lucca y sus alrededores, pero el mejor se encontraba en los confines de la colosal muralla que rodeaba la parte antigua de la ciudad. El mercato de la Piazza San Michele se instalaba solo de vez en cuando y estaba lleno de luqueses que venían desde los barrios que había al otro lado de la muralla y entraban por alguna de las enormes puertas para pasar el día paseando entre los puestos que vendían de todo, desde pañuelos hasta quesos. Pero la Piazza San Michele también era el punto central de la ciudad amurallada, así que salir de ese lugar resultaría muy problemático. Eso le dejaba solo el mercato del Corso Giuseppe Garibaldi, a tiro de piedra de la salida por la Porta San Pietro, o la absoluta locura del mercato que ocupaba el espacio que había entre Porta Elisa y Porta San Jacopo.

Entre estos dos últimos mercati, había que tomar la decisión teniendo en cuenta el ambiente y el tipo de gente que los solía frecuentar. El del Corso Giuseppe Garibaldi atraía a turistas y a compradores con más dinero, y sus mercancías resultaban atractivas a aquellos que tenían suficiente dinero para pagar los altos precios de sus exquisiteces. Por eso la familia no solía comprar en ese lugar. Así que no le quedó más que el otro.

Este otro mercato se establecía en la calle estrecha y serpenteante de la Passeggiata delle Mura Urbane, que tenía justo detrás la imponente mole de la muralla de la ciudad. Los que frecuentaban ese lugar tenían que abrirse paso a empujones evitando constantemente a perros que ladraban y a mendigos instalados en el suelo, a la vez que intentaban que sus preguntas de «lo venderebbe a meno?» se oyeran por encima del ruido de conversaciones, discusiones, músicos callejeros y gente que gritaba al hablar por los teléfonos móviles. Cuanto más lo pensaba, más le parecía que este mercato de la Passeggiata delle Mura Urbane era perfecto. Cualquier cosa podía pasar desapercibida en aquel lugar y tenía la ventaja adicional de estar cerca de la casa en Via Santa Gemma Galgani, donde todos los sábados la familia se reunía para comer. En los días de buen tiempo, como aquel, la comida se servía en el jardín, algo que había podido entrever parcialmente desde la calle.

Al principio, todo el mundo asumiría que la niña había ido a ese lugar, a esa casa con jardín. Era la conclusión natural y no le costaba imaginarse cómo se desarrollarían los acontecimientos. Papà se giraría y se daría cuenta de que no estaba a la vista, pero tampoco se preocuparía por ello. Porque la casa estaba cerca y en ella, en medio de su bonito jardín, vivía un niño de la edad de su hija. Ella le llamaba cugino Gugli, que pronunciaba algo así como «guuuli», porque su italiano todavía era bastante limitado y aún no era capaz de decir Guglielmo. Pero al niño no parecía importarle porque él tampoco podía pronunciar su nombre y, de todas formas, su vínculo se limitaba al calcio. Y no hacía falta hablar mucho en esas circunstancias. Solo hacía falta querer darle patadas a un balón para meterlo en la portería.

No le tendría miedo cuando se acercase a ella. No le conocía, pero le habrían enseñado que los extraños a los que había que temer eran los que decían que habían perdido a sus mascotas o que tenían unos gatitos en una caja «justo detrás de aquel coche aparcado, cara bambina», los que olían a distancia a lujuria y necesidad, que iban mal vestidos, a los que les olía mal el aliento, los que no se lavaban, los que querían enseñarte o darte algo o llevarte a un lugar especial en el que te esperaba algo igual de especial… Pero él no era nada de eso y tampoco tenía ninguna de esas características. Él tenía su apariencia —la faccia d’un angelo como solía decir su madre— y un mensaje. Además, solo tenía que decir una palabra, y eso lo decidiría todo. Era una palabra que no había oído nunca antes en los tres idiomas que hablaba, pero le habían dicho que convencería a la niña de la veracidad de la historia que le iba a contar. Al oírla, ella le entendería perfectamente. Por eso le habían escogido a él, en especial a él, para ese trabajo.

Porque él era bueno en su trabajo y se había tomado su tiempo para reunir la información que necesitaba para hacerlo. La mayoría de las familias tenían unas rutinas, lo sabía. Eso hacía sus vidas más fáciles. Así que un mes de vigilancia cuidadosa, seguimiento subrepticio y muchas notas le habían dado la información suficiente para saber qué necesitaban de él. Cuando le dieron la fecha para realizar su tarea, ya estaba listo.

Aparcarían el Lancia al otro lado de la muralla de la ciudad, en el parcheggio que había cerca de Piazzale Don Aldo Mei. Desde ahí se separarían durante dos horas. Mamma iría hacia la Via della Cittadella, donde estaba su estudio de yoga. Papà y la bambina irían paseando hasta Porta Elisa y la cruzarían. El camino de mamma era más largo, pero solo llevaba al hombro su esterilla de yoga y le gustaba hacer algo de ejercicio. Papà y la bambina llevaban cada uno su borsa della spesa, lo que indicaba que habían pasado tiempo en el mercato e irían cargados con sus compras dentro de esas bolsas.

Llegados a ese punto los conocía tan bien que podía describir la ropa que seguramente llevaría mamma y los colores de la borse que papà y la bambina tendrían en la mano. La del padre sería verde y hecha de malla. La de la niña naranja y de un material uniforme. Eran animales de costumbres.

El día establecido para que ocurriera todo se situó en el parcheggio pronto. Era la octava vez que seguía a la familia y quiso asegurarse de que nada iba a alterar su rutina normal. No tenía prisa. Porque cuando hiciera el trabajo, tenía que hacerlo perfectamente y de tal forma que pasaran varias horas antes de que alguien pudiera tener la más mínima sospecha de que algo iba mal.

Dejó el coche en el parcheggio de Viale Guglielmo Marconi. Había llegado varias horas antes de que abriera el mercato para conseguir una plaza que tuviera un acceso rápido a la salida. Se compró una focaccia alle cipolle grande de camino a la Piazzale Don Aldo Mei. Cuando se la comió, se metió en la boca varias pastillas de menta para librarse del olor a cebolla. Sacó un pianta stradale de la mochila que llevaba y lo desdobló sobre el maletero del coche, buscando de forma evidente el camino que debía seguir. Cualquiera que le viera lo tomaría como otro turista más.

La familia llegó diez minutos después de lo habitual, pero eso no le pareció un problema. Se separaron como siempre en la puerta, mamma se alejó hacia su clase de yoga y papà y la bambina entraron en la oficina de turismo donde había un baño. Eran personas prácticas por naturaleza, además de terriblemente sistemáticas. Lo primero es lo primero, y además no encontrarían ningún otro baño una vez que empezaran a pasear por el mercado.

Él se quedó fuera, al otro lado de la calle, esperándolos. Era un día precioso, soleado pero no tan caluroso como sería dentro de tres meses. Los árboles de la parte superior de la muralla que estaba detrás de él tenían nuevas hojas recién salidas; en ese momento proyectaban su sombra sobre el mercato y se agitaban un poco por la suave brisa. Cuando avanzara la mañana, el sol brillaría con fuerza sobre los puestos que flanqueaban la calle. Más avanzado el día, la luz pasaría de los puestos a los edificios antiguos que había enfrente.

Encendió un cigarrillo y se lo fumó con sumo placer. Casi se lo había terminado cuando papà y la bambina salieron de la oficina de turismo y se dirigieron al mercato.

Los siguió. Por todas las veces que los había seguido desde Porta Elisa a Porta San Jacopo había llegado a saber dónde y cuándo pararían, y había tenido mucho cuidado al elegir el punto en el que sabía que habría llegado el momento de actuar. Dentro de la muralla, justo en la Porta San Jacopo, en el extremo del mercato, tocaba un músico. La bambina siempre se paraba a escucharlo con una moneda de dos euros en la mano para echársela en algún momento de su actuación. Después esperaba a que papà se reuniera con ella allí. Pero hoy eso no iba a ocurrir. Cuando papà llegara por fin, ella no estaría.

El mercato estaba, como siempre, a reventar. Nadie se fijó en él. Cuando papà y la bambina se paraban, él también se detenía. Compraron fruta y varias verduras. Después papà compró pasta fresca mientras la bambina iba bailoteando hacia donde vendían accesorios de cocina y decía, cantarina, que quería un pelapatatas. Él escogió un rallador de queso y después pasaron al puesto de bufandas. Eran baratas y coloridas, y la bambina siempre probaba nuevas formas de enrollárselas alrededor de su bonito cuello. Y siguieron de un puesto a otro, con una larga parada en el de Tutti per 1 Euro, donde se vendía de todo, desde cubos a adornos para el pelo. Examinaron los zapatos muy bien organizados en hileras y que se podían probar si tenías los pies limpios, y después pasaron a prendas íntimas para le donne, y seguidamente a ver gafas de sol y cinture de cuero. Papà se probó uno, metiéndoselo por las trabillas de sus vaqueros desvaídos. Negó con la cabeza y se lo devolvió al vendedor. Para cuando lo hizo, la bambina ya se había adelantado.

Desde donde una cabeza de cerdo anunciaba un puesto de macellaio lleno de diferentes carnes, la bambina echó a correr hacia Porta San Jacopo. En ese momento, él supo que las cosas iban a seguir un patrón inconfundible, así que sacó el billete de cinco euros que llevaba cuidadosamente doblado en el bolsillo.

El músico estaba donde siempre, a unos veinte metros de Porta San Jacopo. Como siempre, había bastante gente a su alrededor porque tocaba canciones populares italianas con su acordeón. Tenía un caniche que bailaba acompañándole y, además de la música y el perro, cantaba a través de un micrófono sujeto al cuello de su camisa azul. Era la misma camisa que llevaba todas las semanas, con los puños estropeados.

Esperó dos canciones. Entonces vio su momento. La bambina se adelantó para echar su habitual moneda de dos euros en la cesta y él avanzó esperando el momento en que volviera con los demás espectadores.

Scusa —le dijo en cuanto se reunió con el grupo. Se había quedado justo delante de él—. Per favore, glielo puoi dare…? —Se señaló la mano con la barbilla. El billete de cinco euros estaba muy bien doblado por la mitad. Y lo había puesto encima de una tarjeta de felicitación que había sacado del bolsillo de su chaqueta.

Ella frunció el ceño. Se mordió un poco el labio inferior. Le miró.

Él señaló la cesta del músico con la cabeza.

Per favore —le repitió con una sonrisa. Y después dijo—. Anche… leggi questo. Non importa ma… —Dejó la frase sin terminar, con otra sonrisa. La tarjeta que le estaba tendiendo no tenía sobre. Era fácil abrirla y leer lo que ponía dentro, como le pedía él que hiciera.

Y entonces añadió lo que sabía que la convencería. Con una sola palabra sus ojos se abrieron de par en par por la sorpresa. A partir de ahí siguió hablándole, pero abandonó el italiano y siguió en su idioma, y ella reconoció inmediatamente las palabras:

—Te espero al otro lado de la Porta San Jacopo. No tienes nada que temer.