19 de diciembre

Dulwich, Londres

Barbara nunca había estado en Dulwich antes de su visita con Azhar, pero, en cuanto vio el sitio, supo que era la parte de la ciudad a la que ella debería aspirar. Al sur del río, en el distrito de Southwark, Dulwich no se parecía en nada a esa parte de la ciudad. Aquel barrio era la pura definición de «barrio de las afueras con calles flanqueadas por árboles», aunque estos, omnipresentes, ahora no tenían hojas. Pero por su tipo de ramas indicaban que en verano proporcionarían una buena sombra; en otoño, sus hojas caídas inundarían todo el lugar tiñéndolo de bonitos colores. Los árboles estaban plantados en aceras anchas, inmaculadas y sin un solo resto de los chicles que salpicaban perennemente todas las aceras de Londres.

Las casas en esa zona eran características: grandes, de ladrillo y caras. Las tiendas de la calle principal cubrían toda la gama, desde boutiques para señoras hasta «peluqueros y estilistas» para caballeros. Los colegios de primaria estaban en edificios victorianos muy bien conservados, y Dulwich Park, Dulwich College y Dulwich Picture Gallery proclamaban a gritos que se trataba de un barrio con ambiente de clase media-alta, donde la gente se reunía con cócteles en la mano y enviaba a sus hijos al mundo educados por cortesía de unos internados tremendamente caros.

La expresión «pez fuera del agua» no era suficiente para describir cómo se sentía mientras conducía su jurásico Mini por las calles de ese lugar. Azhar, sentado en el asiento del acompañante, llevaba el callejero. Barbara esperaba que, cuando por fin encontraran la casa de los Upman, hubiera suerte y descubriera que ese sitio no le hacía sentir como una recién llegada de un país destruido por la guerra, con un coche donado graciosamente por una organización de caridad cristiana con muy buenas intenciones.

Pero no hubo suerte. La casa a la que se refería Azhar cuando dijo: «Parece que ya hemos llegado, Barbara», estaba en una esquina de Frank Dixon Close. Era de estilo neogeorgiano: perfectamente equilibrada, grande, de ladrillo y rematada con canalones, bajantes y cubetas pluviales ornamentales. Se veía todo recién pintado de negro. Un césped bien cortado y sin una sola mala hierba cubría la entrada y quedaba dividido en dos secciones por un caminito de losas de piedra que llevaba hasta la puerta principal. A ambos lados había focos que iluminaban diversos parterres. Dentro de la casa se veía una vela en cada ventana como decoración navideña.

Barbara aparcó y Azhar y ella se quedaron mirando la casa.

—Parece que la pasta no les falta —dijo Barbara, y observó el barrio.

Todas las casas que se veían en la calle daban la impresión de que sus dueños se habían gastado un buen montón de dinero en ellas. Frank Dixon Close era la fantasía de cualquier ladrón de casas.

Cuando llamaron a la puerta, nadie vino a abrir. Rebuscaron para encontrar un timbre, que apareció debajo de una guirnalda de acebo navideño. Tuvieron más éxito cuando lo pulsaron, porque dentro se oyó una voz que decía: «Humphrey, ¿puedes abrir tú, cariño?». Después el ruido de una sucesión de cerrojos. Cuando se abrió la puerta, Barbara y Azhar se encontraron ante al padre de Angelina Upman.

Azhar le había dicho que Humphrey Upman era el director ejecutivo de un banco y que su mujer era psicóloga infantil. Lo que no le había dicho era que ese hombre era un racista, pero eso quedó claro inmediatamente. Su expresión le delató. Era una mueca que decía algo así como «este barrio ya no es lo que era», con las ventanas de la nariz dilatadas y los labios apretados. Incluso hizo un movimiento brusco para bloquear la puerta por si Azhar se lanzaba hacia el interior de la casa mientras sacaba un saco de arpillera para llenarlo con la plata de la familia.

Pero cuando dijo: «¿Qué es lo que quieren?», quedó patente que sabía perfectamente quién era Azhar, aunque no tenía ni idea de quién era Barbara.

Ella tomó las riendas de la situación sacando su identificación policial.

—Lo que queremos es hablar con usted, señor Upman —le dijo mientras él examinaba su identificación.

—¿Y qué tengo yo que decirle a la policía metropolitana? —Le devolvió la identificación, pero no hizo el más mínimo movimiento para abrir la puerta ni un centímetro más que el ancho que ocupaba su cuerpo.

—Déjenos entrar y se lo diré encantada —respondió Barbara.

Él se lo pensó un momento y después dijo, señalando a Azhar:

—Él se queda fuera.

—Su opinión me parece muy interesante, pero no creo que sea la mejor forma de iniciar una conversación.

—No tengo nada que decirle a él.

—No hay problema, porque no va a hacer falta que lo haga.

Barbara se estaba preguntando cuánto tiempo más tendría que quedarse allí fuera hablando con aquel hombre cuando, desde detrás de él, se oyó la voz de su mujer que decía:

—Humphrey, ¿qué…? —Dejó la frase sin terminar cuando miró por encima del hombro de su marido y vio a Azhar.

—Angelina ha desaparecido —le dijo Azhar a la mujer—. Llevo un mes sin saber nada de ella. Estamos intentando…

—Ya nos hemos enterado de que se ha ido —le interrumpió Humphrey Upman—. Voy a decirlo de forma que los dos lo comprendan perfectamente: si nuestra hija estuviera muerta…, si está muerta…, no podría importarnos menos en este momento.

Barbara quería preguntarle si siempre había hecho gala de tanto amor paternal, pero no tuvo oportunidad.

—Déjales entrar, Humphrey —dijo su mujer.

Él respondió sin siquiera mirar en su dirección:

—En mi casa, no hay sitio para gentuza como esta.

Barbara supo que no se refería a ella. Era un insulto para Azhar.

—Señor Upman —le dijo—, si sigue hablando de esa forma…

Su mujer la interrumpió.

—Si te preocupa el tipo de gente que hay en el salón, Humphrey, simplemente vete a otra habitación. Déjales. Entrad.

Upman hizo una pausa lo bastante larga como para dejar claro que su esposa iba a tener que rendirle cuentas por ese comentario. Entonces se volvió y dejó que ella abriera la puerta de par en par y les dejara entrar. Los llevó hasta un salón, muy bien decorado pero sin una sola señal de un gusto personal que no fuera el del decorador de interiores. Tenía vistas al jardín trasero de la propiedad. A través de las cristaleras se veían senderos, una fuente, varias estatuas, parterres sin flores en esa época del año y césped, todo ello iluminado por luces indirectas.

En un rincón de la habitación había un árbol de Navidad. Todavía no lo habían decorado, pero una guirnalda de luces extendida en el suelo y una caja de adornos junto a la chimenea dejaban claro que habían interrumpido a Ruth-Jane Upman en medio de esta tarea navideña.

No los invitó a sentarse. Obviamente no quería que se quedaran mucho tiempo.

—¿Tienen alguna razón para creer que mi hija está muerta? —preguntó, pero en esa pregunta no había ninguna emoción.

—¿No ha sabido nada de ella? —dijo Barbara.

—Claro que no. Cuando se fue con este hombre —una mirada breve a Azhar—, rompimos toda relación con ella. No atendía a razones. Así que nos negamos a volver a verla. —Entonces se dirigió a Azhar—. ¿Le ha dejado por fin? Bueno, la verdad, ¿qué otra cosa se podía esperar?

—Ya me había dejado antes —dijo Azhar con cierta dignidad—. Hemos venido a verles porque deseo de todo corazón…

—¿De verdad? ¿Ya le había dejado antes? Pero entonces…, cuando fuera, no vino hasta aquí para preguntarnos por ella ¿Por qué ha venido ahora?

—Se ha llevado a mi hija.

—¿A cuál de ellas? —Al ver algo en la expresión de Azhar, Ruth-Jane añadió—: Sí, señor Azhar. Lo sabemos todo sobre usted. Humphrey le investigó en su momento, y yo también revisé todos los papeles.

—Angelina se ha llevado a Hadiyyah —aclaró Barbara impaciente—. Supongo que sabrá quién es.

—Supongo que será… la que…, la hija de Angelina.

—También es «la que» seguramente echará de menos a su padre —concluyó Barbara.

—Teniendo en cuenta la situación, no tengo ningún interés en esa niña. Ni tampoco en Angelina. Y, la verdad, tampoco en ustedes dos. Ni su padre ni yo tenemos ni idea de dónde está, adónde puede haber ido o cómo puede acabar en el futuro. ¿Quieren alguna cosa más? Porque querría acabar de decorar nuestro árbol de Navidad, si no les importa.

—¿Ha contactado con ustedes?

—Si no me equivoco, le acabo de decir…

—Lo que ha dicho —le interrumpió Barbara— es que no tiene ni idea de dónde está, ni de adónde ha ido ni de cómo va a acabar. Lo que no ha dicho es si ha hablado con ella. Si han tenido una conversación, ella no tendría por qué haberle dicho necesariamente adónde se dirigía.

Ruth-Jane no dijo nada. «Eureka», pensó Barbara. Pero lo que también se le pasó por la cabeza es que no había forma humana de que la madre de Angelina Upman les diera lo más mínimo para poder continuar. Puede que hubiera hablado con Angelina en algún momento; puede que recibiera un mensaje telefónico, uno de texto, una carta, una postal o lo que fuera donde dijera algo así como: «Le he dejado, mamá». Pero, fuera cual fuera el caso, no lo iba a admitir ante Barbara.

—Azhar quiere saber dónde está su hija —le dijo en voz baja—. Supongo que lo comprenderá.

Pareció absolutamente indiferente.

—Que lo entienda o no, no cambia nada. Mi respuesta sigue siendo la misma. No tengo ningún contacto con Angelina.

Barbara sacó su tarjeta del bolsillo de la chaqueta y se la tendió a la mujer.

—Me gustaría que me llamara si sabe algo de ella. Como estamos en Navidad, es posible que se ponga en contacto con ustedes.

—Seguro que a usted le gustaría —respondió Ruth-Jane Upman—. Pero yo no tengo el poder de concederle sus deseos.

Barbara dejó la tarjeta en una mesita que había al lado.

—Piénselo, señora Upman.

Azhar pareció querer decir algo, pero Barbara señaló la puerta con la cabeza. No tenía sentido seguir hablando con esa mujer. Tal vez los avisara si tenía noticias de Angelina. O tal vez no. Pero no había nada que ellos pudieran decir para conseguir que hiciera lo que ellos querían.

Se dirigieron a la puerta. En el pasillo que llevaba hasta ella, había fotos en las paredes. Tres de ellas eran en blanco y negro, y parecían escenas espontáneas. Barbara se detuvo a mirarlas. En todas aparecían las mismas personas, observó: dos niñas. En una estaban en la playa construyendo un castillo de arena; en otra estaban en un tiovivo, y una de las niñas montaba en el caballito de arriba, y la otra en el de abajo; y en la última le tendían unas zanahorias a una yegua y a un potro adorable. Pero lo interesante no era que no fueran fotos profesionales. Ni tampoco cómo estaban enmarcadas y colgadas. Lo que haría que cualquiera se detuviera para mirar detenidamente las fotos eran aquellas niñas.

Tenían que ser Angelina y Bathsheba, se dijo Barbara. Se preguntó por qué nadie había mencionado que las niñas eran gemelas idénticas.