19 de noviembre

Bow, Londres

Barbara Havers se esforzó por mantenerse metafóricamente limpia en el trabajo los dos días siguientes. Para eso tuvo que soportar varias reuniones con el funcionario de la fiscalía central, y el único momento que disfrutó fue cuando el fiscal jefe la llevó a comer al impresionante comedor de Middle Temple. La comida habría sido mucho más agradable si el fiscal no se hubiera empeñado en hablar de todos y cada uno de los detalles del caso, pero, como tampoco tenía elección, ella hizo todo lo que pudo para añadirle algo de chispa y alguna que otra ocurrencia a la conversación, aunque la verdad es que le dio ganas de enterrar la cabeza en el puré de patatas y provocarse un suicidio por inhalación de carbohidratos. Era el tipo de tarea que odiaba especialmente, y suponía que la superintendente Ardery la obligaba a hacerla porque era la única forma que tenía de vengarse de Barbara por lo que se había hecho.

Tuvo que afeitarse la cabeza. No pudo hacer otra cosa, porque no había forma de salvar nada del peinado. No le quedaba más que una pelusilla que la hacía parecer una vaga mezcla entre una neonazi y una boxeadora. Mantenía todo el tiempo la cabeza cubierta con una selección de gorros de lana, de los que se había abastecido en el mercado de Berwick Street.

De hecho, había dos casos en marcha a los que Ardery podía haberla asignado, si hubiera querido. El inspector Philip Hale dirigía uno; el inspector Lynley, el otro. Pero hasta que Ardery decidiera que había recibido suficiente castigo por sus transgresiones, no se libraría del funcionario de la fiscalía ni de las declaraciones de testigos que el fiscal estaba decidido a verificar una por una.

Terminaron a primera hora de la tarde, dos días después de la confrontación de Barbara con la superintendente. Entonces vio la oportunidad que se le presentaba y la aprovechó. Llamó a Azhar al University College London y le dijo que iba para allá.

—¿Dónde estás? —le preguntó.

—En una reunión con cuatro alumnos en el laboratorio —le dijo.

—Espérame ahí, le pidió ella. Tengo novedades.

El laboratorio resultó fácil de encontrar. Era un sitio lleno de batas blancas, ordenadores, campanas extractoras de gases y señales de riesgo biológico, y donde también había impresionantes microscopios, placas de Petri, cajas de portaobjetos, vitrinas, neveras, banquetas, cubículos de trabajo y otros elementos de mobiliario más misteriosos. Cuando Barbara se reunió con Taymullah Azhar en el laboratorio, él la presentó muy educadamente a los alumnos. Ella olvidó sus nombres casi en el mismo momento en que Azhar los pronunció, sobre todo por culpa del propio Azhar.

Barbara le había visto todos los días desde la desaparición de Hadiyyah. Le había llevado comida, pero estaba claro que había comido muy poco. Ahora se le veía peor que nunca, sobre todo por la falta de sueño, se dijo. Subsistía con una dieta a base de café y cigarrillos. Igual que ella.

Le preguntó cuando podría acabar en el laboratorio. Y añadió que tenía el nombre de alguien que podría ayudarlos. Un detective privado, le informó. Al oír eso, Azhar le dijo que podía salir inmediatamente.

De camino a Bow, Barbara le dijo lo que había podido averiguar del hombre a cuyo despacho se dirigían. A pesar de las buenas referencias de los supuestos «clientes satisfechos», ella había querido investigar un poco y no le había resultado difícil, teniendo en cuenta todas las tonterías que la gente colgaba en Internet últimamente. Se enteró de que Dwayne Doughty tenía cincuenta y dos años. Y de que jugaba los fines de semana al rugby. Llevaba veintiséis años casado y tenía dos hijos. Por las fotos que tenía colgadas en su página de Facebook, Barbara había concluido que era un orgullo para él que cada generación de su familia hubiera superado a la anterior. Sus padres se habían ganado la vida a fuerza de pico y pala en las minas de carbón de Wigan. Sus hijos se habían licenciado en universidades prestigiosas. Al paso que iban las cosas en el clan Doughty, sus nietos —si tenía alguno— serían los primeros de la familia en ir a Oxford o a Cambridge. En pocas palabras, se trataba de una familia ambiciosa.

Pero el edificio en el que Doughty tenía su oficina no daba impresión alguna de aquel sentimiento de ambición. Estaba encima de un establecimiento de ropa de hogar llamado Bedlovers Bedding and Towels, que en ese momento estaba cerrado y protegido por una persiana metálica de un azul desvaído con un grave problema de oxidación. La tienda estaba en un edificio estrecho, flanqueado por una Money Shop y una tienda de ultramarinos llamada Bangla Halal Grocers.

Extrañamente no había casi nadie por allí. Dos musulmanes con su atuendo tradicional salían de un edificio a unos treinta metros en la misma calle, pero nada más. La mayoría de las tiendas estaban cerradas. Era algo muy distinto al centro de Londres, donde parecía que las aceras estaban siempre a reventar, tanto de día como de noche.

Entraron en el portal de la oficina de Dwayne Doughty por una puerta que había a la izquierda del Bedlovers. Estaba abierta y daba a una escalera. Al pie de esta había un cuadrado de linóleo moteado con un felpudo en el que ponía «Bienvenidos».

En la parte alta de la escalera había solamente dos oficinas. Una tenía un cartel que decía: «Llamen antes de entrar». La otra, donde al parecer no hacía falta que se llamara previamente, tenía un cartel que pedía que tuvieran cuidado de que no se escapara el gato. Eligieron la del cartel que solicitaba que llamaran antes, porque pensaron que tenía más posibilidades. Tras llamar, oyeron la voz de un hombre que dijo «Adelante», con un acento que sugería que los Doughty habían dejado Wigan para establecerse en el East End hacía décadas.

Barbara había advertido a Azhar que no se iba a identificar como miembro de la policía. Doughty podía pensar que se trataba de un truco y eso no serviría a sus propósitos.

Doughty estaba intentando cargar unas fotos en un marco de fotos digital de esos que cambian de imágenes cada diez segundos más o menos. Tenía las instrucciones desplegadas sobre su mesa junto a varios cables, la cámara y el propio marco. Estudiaba las instrucciones detenidamente, con un puño cerrado y el otro a punto de convertir el folleto de instrucciones en una bola de papel arrugado.

Levantó la vista para mirarlos y dijo:

—Esto lo ha escrito algún chino con una vena sádica, maldita sea. No sé ni por qué me molesto.

—Estoy de acuerdo —le apoyó Barbara.

Aunque no hubiera sabido que Doughty jugaba al rugby amateur, su nariz se lo habría revelado inmediatamente. Parecía que se la habían roto varias veces. Era como si al final su médico de la seguridad social hubiera hecho un gesto de derrota a la vez que le decía: «Que se quede como quiera». Y así se había quedado. Iba en una dirección y, de repente, se torcía bruscamente hacia la contraria, lo que le daba a su cara una extraña asimetría que hacía imposible apartar la mirada de ella. Todo lo demás en aquel hombre no tenía nada de especial: constitución normal, pelo castaño normal y peso normal. Aparte de la nariz, era el tipo de hombre en el que no se fija nadie cuando se lo encuentra por la calle. Pero la nariz convertía su cara en inolvidable.

—La señorita Havers, supongo. —Se levantó. Y también altura normal, en la media, pensó Havers. Después el hombre añadió—: ¿Y este es el amigo del que me habló?

Azhar cruzó la habitación y le tendió la mano.

—Taymullah Azhar —se presentó.

—Señor Azhar…

—Solo Azhar, por favor.

Hari, pensó Barbara sin saber por qué. Angelina le llamaba Hari.

—¿Y vienen por una niña desaparecida? —les preguntó Doughty—. ¿Su hija?

—Sí.

—Siéntense, por favor. —Doughty les indicó una silla que había delante de su mesa. Había otra, diferente a esa, junto a la ventana, como si la usara para sentarse a vigilar lo que sucedía en la calle. Doughty la colocó al lado de la primera, en un ángulo que coincidía con el de la otra.

Barbara observó el despacho mientras Doughty se afanaba con las sillas. Casi esperaba que el lugar siguiera el estereotipo de los detectives privados establecido por medio siglo de novelas negras. Pero ese despacho parecía habitado por un oficial militar. La mesa era de color verde oliva y los archivadores metálicos también, al igual que las estanterías, que contenían una colección de libros todos iguales, pilas bien ordenadas de revistas y fotos de graduación de sus dos hijos. Sobre la mesa también había la foto de una mujer que debía tener más o menos la edad de Doughty, seguramente su esposa.

Todo estaba en su sitio, desde los mapas de Londres y el Reino Unido, sujetos con chinchetas en unos corchos que había en la pared, hasta los documentos en los organizadores, el soporte para las tarjetas de visita y el cajón del correo. Aparte de las fotos, no había nada en aquel despacho que tuviera que ver ni remotamente con el concepto de decoración, salvo una planta artificial llena de polvo que descansaba sobre uno de los archivadores.

Barbara y Azhar le dieron todos los detalles a Dwayne Doughty. Él tomó notas y Barbara se sintió más tranquila cuando les hizo preguntas muy acertadas e inteligentes. Esas preguntas demostraron que conocía la ley. Por desgracia, también dejaron claro que había muy poco que pudiera hacer.

Barbara pudo decirle al investigador algo más de lo que Azhar fue capaz de contarles a Lynley y a ella cuando fueron a su casa la noche de la desaparición de su hija. En el poco tiempo libre que le habían dejado las órdenes de Isabelle Ardery, había conseguido localizar a Bathsheba Ward, la hermana de Angelina Upman.

—Está en Hoxton —le dijo Barbara a Doughty, y le dio la dirección, que él apuntó en mayúsculas—. Casada con un tipo que se llama Hugo Ward. Con dos hijos, pero son de él, no de ella. He hablado con ella por teléfono y ha confirmado lo que ya sabíamos de Angelina y su familia. Todos rompieron relaciones con la mujer unos diez años atrás, cuando Angelina decidió irse con Azhar. Dice que no tiene ni idea de dónde está ni ningún interés en averiguarlo. Hace falta investigar eso. Puede que Bathsheba esté mintiendo.

Doughty asintió mientras escribía.

—¿Y el resto de la familia?

—Los Upman viven en Dulwich —explicó Barbara. Sintió que Azhar fijaba la mirada en ella mientras decía—: Llamé a su casa una noche. Solo para saber si habían sabido algo. Nada. Pero corroboran la versión de Bathsheba: ahí nadie la echa de menos.

—¿Habló mucho con ellos? —le preguntó Doughty, mirando a Barbara con los ojos entornados, especulando.

—Con el padre. Y no mucho. Solo le pregunté dónde estaba Angelina. Le dije que era una compañera del colegio que la estaba buscando, ya sabe. No tenía ni idea y no le dolió reconocerlo. Podría estar encubriéndola, pero no parecía del tipo que se tomaría tantas molestias.

Doughty centró ahora su atención en Azhar. Pasó la página del cuaderno donde había estado apuntando los detalles que le había dado Barbara. Escribió «PADRE» en la parte superior de la página con las mismas letras mayúsculas que había estado utilizando hasta el momento.

—Dígame todos los nombres que se le ocurran que tengan relación con Angelina Upman —le pidió—. No me importa quién sea, de dónde salió y cuando conoció a esa persona. Después haremos lo mismo con su hija. A ver si así podemos encontrar algo.

Bow, Londres

Cuando el hombre y la mujer se fueron, Dwayne Doughty se quedó de pie junto a la ventana. Esperó hasta que salieron del edificio. Los vio caminar hacia la arcada de la esquina, donde se anunciaba el distrito de Roman Road. Desaparecieron doblando la esquina a la izquierda. Esperó otros treinta segundos por si acaso. Después salió de su despacho y cruzó la puerta de al lado.

No se molestó por lo del gato. No había gato; la señal era solo para evitar que la gente irrumpiera allí precipitadamente. Entró en la habitación donde había una mujer sentada delante de tres monitores de ordenador. Llevaba unos auriculares y estaba viendo imágenes de la reunión que Doughty acababa de tener. No dijo nada hasta que acabó la reunión con el apretón de manos entre Doughty y la mujer, Barbara Havers, que en ese momento volvió a echar un vistazo al despacho por segunda vez.

—¿Qué te parece, Em? —preguntó.

Emily vio en la pantalla como él caminaba hasta la ventana y se situaba ocultándose de la vista. Acercó la mano hacia una bolsa de plástico con bastoncitos de zanahoria y se metió uno entre los dientes.

—Poli —respondió—. Podría ser alguien de la comisaría local, pero yo diría que es algo más. De uno de esos grupos especiales, como se llamen. Agente de operaciones especiales y su número de identificación. No soy capaz de seguirles la pista a todos esos cambios que hacen en la policía.

—¿Y el otro?

—Creo que es lo que dice. Hace todo lo que se podría esperar de alguien con una hija secuestrada por la madre. La madre no quiere hacerle daño a la niña y el padre lo sabe. Transmite desesperación, pero no se ve esa sensación de urgencia frenética que tiene alguien que está muerto de miedo pensando que un pervertido ha raptado a su hija.

—¿Conclusión? —continuó Doughty, interesado como siempre en saber cómo veía el caso su mente de veintiséis años.

La chica se arrellanó en el asiento. Bostezó y se rascó la cabeza enérgicamente. Llevaba el pelo con un corte masculino y vestía con un estilo igual de masculino. De hecho, muchas veces la confundían con un hombre; además, las actividades extracurriculares que le gustaban eran más masculinas que femeninas: el esquí freestyle, el snowboard, la escalada de acantilados, el windsurf, la mountain bike. Era la segunda mano derecha de Doughty, la mejor rastreadora del negocio, una timadora experta y una mujer que podía correr veinte kilómetros por la mañana con una mochila de dieciocho kilos a la espalda y, aun así, llegar puntual al trabajo.

—Yo aconsejaría el curso de acción normal —le dijo Em—. Pero con cuidado, cubriéndonos las espaldas y siempre manteniéndonos dentro de los límites de la ley. —Se apartó de los monitores y se puso de pie—. ¿Qué tal?

—Totalmente de acuerdo contigo —respondió Doughty.