Como muchas de las rimas infantiles, los versos sobre los Tommyknockers son engañosamente simples. El origen de la palabra es difícil de rastrear. El diccionario Webster dice que los Tommyknockers son: a) ogros que hacen túneles; b) fantasmas que rondan por cuevas o minas cuando están desiertas. Dado que «tommy» es un vulgarismo británico arcaico que se refiere a las raciones del Ejército (lo cual llevó a que se utilizase para designar a los conscriptos británicos como en Kipling —«Tommy this, and Tommy that…»—), el diccionario Oxford, aunque no identifica el vocablo en sí, al menos sugiere que los Tommyknockers son los fantasmas de mineros que murieron de hambre, que golpean aún con los nudillos pidiendo comida y rescate.
El primer poema («Anoche, ya tarde, y la anterior noche…») es bastante común; tanto mi esposa como yo lo oímos de niños, aunque nos criamos en ciudades diferentes, bajo distintos credos y pese a que los orígenes de nuestros antepasados nada tienen en común: los suyos son de mayoría franceses; los míos, escoceses e irlandeses.
El resto de los poemas es producto de la imaginación del autor.
Este autor (yo, en una palabra) desea agradecer a Tabitha, su esposa, que sea una crítica inestimable, aunque a veces me exaspere (cuando uno se enfurece con los críticos, es casi seguro que llevan razón); al editor Alan Williams, por su amable y cuidadosa atención; a Phyllis Grann por su paciencia (este libro no fue tanto escrito como vomitado) y a George Everett McCutcheon en particular, ya que ha leído y revisado con sumo cuidado cada una de mis novelas, sobre todo en cuestiones de armas y balística, pero también por su atención a la continuidad. Mac murió mientras yo escribía este libro. En realidad yo estaba pasando, obediente, las correcciones sugeridas en una de sus notas, cuando me enteré de que la leucemia, contra la que luchaba desde hacía dos años, había podido con él. Lo echo muchísimo de menos, no sólo porque me ayudaba a arreglar las cosas, sino también porque formaba parte del vecindario de mi corazón.
Debo también mi agradecimiento a otros, más de los que sería capaz de nombrar: pilotos, dentistas, geólogos, colegas escritores, e incluso a mis hijos, que escucharon la lectura del libro. También estoy agradecido a Stephen Jay Gould, pues, aunque es fanático de los Yankees y, por lo tanto, no demasiado digno de confianza, sus comentarios sobre lo que yo llamaría «evolución muda» ayudaron a dar forma a la nueva versión de esta novela (por ejemplo, The Flamingo’s Smile).
Haven no existe. Los personajes no existen. Esta es una obra de ficción, con una salvedad:
Los Tommyknockers existen.
Si alguien piensa que hablo en broma, no ha oído los informativos de la noche.
STEPHEN KING