TOMMYKNOCKERS LLAMANDO A LA PUERTA…
1
En la cocina de Bobbi hubo un momento de silencio paralizado tras el disparo fallido con el viejo «45» de Ev Hillman, silencio que era tanto mental como físico. Los grandes ojos azules de Gard permanecían clavados en los verdes de Bobbi.
—¡Has tratado de…! —empezó Bobbi, y su mente
(¡has tratado de…!)
produjo un eco en la cabeza de Gardener. El momento pareció muy largo. Y cuando se rompió, se quebró como vidrio.
La sorpresa había hecho que Bobbi dejara caer la pistola de fotones a un lado. Volvió a cogerla. No habría una segunda oportunidad. En su agitación, dejó la mente abierta a Gardener, que sintió el horror de Bobbi ante aquella posibilidad que le había dado. Estaba decidida a no concederle más.
Nada podía hacer Gard con la mano derecha: la tenía bajo la mesa. Antes que ella le apuntara con su pistola de fotones, él apoyó la mano izquierda en el borde de la mesa y, sin pensar, empujó con todas sus fuerzas. Las patas del mueble chillaron con aspereza contra el suelo. La tabla golpeó a Bobbi en aquel pecho, abultado y deforme. En el mismo instante, un rayo de luz verde, brillante, brotó de la pistola de juguete conectada al radiograbador de Buck. En vez de dar contra el pecho de Gard pasó por encima de su hombro; en realidad, pasó a más de treinta centímetros de distancia, pero aun así le hizo desagradables cosquillas en la piel bajo la camisa, como si las moléculas superficiales fueran gotas de agua arrojadas contra una plancha caliente.
Gard se impulsó hacia la derecha y se dejó caer, para escapar de aquel rayo que parecía luz. Sus costillas chocaron contra la mesa, con bastante fuerza, e impulsaron el mueble otra vez contra Bobbi, ahora con mayor potencia. La silla de ella se balanceó hacia atrás sobre las patas traseras, quedó en equilibrio inestable por un momento y por fin cayó con gran estruendo. El rayo de luz giró hacia arriba. Por un momento, Gardener pensó en esos tipos que, por las noches, hacían señales con linternas poderosas en las pistas de los aeropuertos, para guiar a los aviones hasta sus respectivos lugares.
Oyó un ruido sordo, como de madera astillada, por encima de su cabeza. Al levantar la vista observó que la pistola de fotones había hecho un corte en el techo de la cocina. Se levantó, inseguro. Cosa increíble: sus mandíbulas se abrieron en un bostezo más. Su cabeza resonaba con los ecos de la alarma emitida por los pensamientos de Bobbi.
(tiene una pistola trató de dispararme hijo de puta hijo de puta pistola tiene)
Y trató de escudarse antes de enloquecer. No pudo. Bobbi gritaba dentro de su cabeza y, en tanto yacía en el suelo, atrapada entre la mesa y la silla tumbada, mientras intentaba apuntarle con el juguete para repetir el disparo.
Gardener levantó el pie y empujó la mesa otra vez, con una mueca de dolor. En esa ocasión la tumbó; cerveza, píldoras y radio explosiva…, todo se deslizó por su superficie y cayó sobre Bobbi. La cerveza se le volcó en el rostro y espumó sobre su Nueva y Perfeccionada piel. La radio la golpeó en el cuello antes de llegar al suelo, aterrizando en un charco de cerveza.
(¡Enciéndete, maldita! —le gritó Gardener—. ¡Estalla! ¡Autodestrúyete! ¡Estalla, maldición!)
La radio hizo más que eso. Pareció hincharse y, con el ruido de tela desgarrada a lo largo de la costura, se hizo añicos en todas las direcciones, eructando bandas de fuego verde como si fuesen relámpagos embotellados. Bobbi aulló. Lo que Gard oyó fue desagradable; lo que sonó dentro de su cabeza, muchísimo peor.
Gardener aulló con ella, sin oírse. Vio que la camisa de Bobbi estaba en llamas.
Sin pensar en lo que hacía ni en lo que iba a hacer, se acercó a ella y dejó caer el «45». Esa vez sí se disparó, y clavó una bala en el tobillo de Jim Gardener haciéndoselo trizas. El dolor le atravesó el cerebro como un viento ardoroso. Gritó otra vez. Dio un torpe paso hacia adelante, con la cabeza aturdida por los horribles gritos mentales de Bobbi. Un segundo más y lo enloquecerían. En realidad, ese pensamiento fue un alivio. Cuando por fin enloqueciera, toda aquella mierda perdería importancia de una vez por todas.
Entonces, por un segundo, Gard vio a su Bobbi por última vez.
Le pareció que ella trataba de sonreír.
Luego se reiniciaron los gritos. Bobbi gritaba y trataba de apagar las llamas que estaban convirtiéndole el torso en sebo. Y sus gritos eran demasiado potentes, demasiado insoportables. Para los dos, se dijo él. Agachado, buscó el maldito revólver por el suelo y lo recogió. Tuvo que usar los dos pulgares para amartillarla. El dolor de su tobillo era terrible, pero por el momento se perdía, sepultado en la aullante agonía de Bobbi. Le apuntó a la cabeza con el arma de Hillman.
«¡Funciona, porquería, oh, por favor, funciona!»
Pero ¿y si funcionaba y él apuntaba mal? Quizá no hubiese otro cartucho en el cargador.
Sus condenadas manos no dejaban de temblar.
Cayó de rodillas como atacado por una súbita y violenta necesidad de orar. Se arrastró hacia Bobbi, que se retorcía, gritaba y ardía en el suelo. Le llegaba su olor; había fragmentos de plástico negro, despedidos por la radio, que burbujeaban sobre su carne, abriéndose paso en ella. Gard estuvo a punto de perder el equilibrio y caer sobre ella. Por fin le apretó el cañón del arma contra el cuello y apretó el gatillo.
Otro chasquido hueco.
Bobbi, aullaba y aullaba. Y lo hacía dentro de la cabeza de Gard.
Trató de tirar otra vez del percutor. Estuvo a punto de conseguirlo, pero se le resbaló. Clic.
«¡Por favor, Dios, por favor déjame ser su amigo por esta última vez!»
Logró echar el percutor hacia atrás. Probó el gatillo de nuevo. El revólver se disparó.
El grito se convirtió de repente en un fuerte zumbido dentro de su cerebro. Sabía que estaba escuchando el sonido mental de la desconexión por muerte. Levantó la cabeza. Una banda de sol, que entraba por el techo abierto, le cayó en el rostro, dividiéndoselo.
Gardener chilló.
De pronto, el zumbido cesó y sólo quedó el silencio.
Bobbi Anderson (o aquello en que se había convertido) estaba tan muerta como el montón de cadáveres enredados en la sala de mandos de la nave; tan muerta como los esclavos de galeras que habían constituido la fuerza motriz de la nave.
Estaba muerta. Gardener hubiera querido morir también…, pero aquello no había terminado aún.
Todavía no.
2
Kyle Archinbourg estaba tomando una Pepsi en Cooder cuando los gritos comenzaron a sonar en su mente. La botella se le escurrió y se estrelló contra el suelo, mientras él se llevaba las manos a las sienes. Dave Rutledge, que dormitaba ante el supermercado en una silla que él mismo había esterillado, se encontraba reclinado contra el edificio, soñando cosas extrañas de colores ultraterrenos. Abrió los ojos de pronto y se incorporó, muy tieso, como si alguien lo hubiese tocado con un cable eléctrico; los tendones se destacaban en su flaco cuello. La silla se deslizó bajo su cuerpo y, cuando la cabeza chocó contra el muro de madera del supermercado, el cuello se le hizo trizas como vidrio. Antes de tocar el asfalto estaba muerto. Hazel McCready se preparaba una taza de té. Al iniciarse los gritos, dio un respingo. La mano que sostenía la tetera vertió agua hirviendo sobre la que sujetaba la taza, provocándole una grave quemadura. Hazel arrojó la tetera al otro extremo de la cocina, entre gritos de miedo y de dolor. Ashley Ruvall, que pasaba en bicicleta frente al ayuntamiento, cayó en la calle y allí quedó, aturdido. Dick Allison y Newt Berringer estaban jugando a las cartas en la casa de Newt, cosa bastante estúpida, porque cada uno sabía qué llevaba el otro, pero Newt no tenía tablero de damas; además, sólo querían pasar el tiempo hasta que Bobbi anunciara la muerte del borracho y el comienzo de la nueva fase de trabajo. Newt, que repartía cartas, esparció los naipes por toda la mesa y por el suelo. Dick se levantó de un salto, con los ojos desorbitados y el cabello erizado, y se arrojó contra la puerta. Se estampó en la pared a un metro de aquélla y cayó despatarrado. El doctor Warwick, en su estudio, revisaba sus viejos diarios íntimos. El grito fue como un muro de ladrillos que se le acercara a toda velocidad por un par de rieles. Su cuerpo bombeó adrenalina al corazón en cantidades letales e hizo que estallara como un globo. Ad McKeen se dirigía en su camioneta hacia la casa de Newt. Se salió de la carretera y se llevó por delante el puesto de salchichas abandonado por Pooch Balley. Su rostro chocó contra el volante. Quedó aturdido, pero nada más, porque iba a poca velocidad. Miró alrededor, aterrorizado. Wendy Fannin subía desde el sótano con los frascos de melocotón en conserva. Desde que se había iniciado «la conversión» casi no comía otra cosa. En las cuatro últimas semanas había consumido más de noventa frascos de melocotón en almíbar. Dejó escapar un gemido y arrojó al aire los dos que llevaba, como un malabarista espástico. Cayeron contra los peldaños y se hicieron añicos. Melocotones y almíbar corrieron por el suelo, goteando. «Bobbi —pensó, entumecida—, ¡Bobbi se está quemando!» Nancy Voss pensaba en Joe, con la vista perdida por la ventana trasera. Lo echaba muchísimo de menos. Suponía que la «conversión» acabaría por borrar esa nostalgia (cada día le parecía más distante) pero aunque dolía echar de menos a Joe, no quería que ese dolor terminara. Entonces se iniciaron los gritos en su cabeza. Dio un respingo hacia adelante con tanta brusquedad que rompió tres cristales de la ventana con la frente.
3
Los alaridos de Bobbi cubrieron a Haven como una sirena de alarma antiaérea. Todo se detuvo por completo… y luego los transformados habitantes de Haven salieron a las calles. Todos tenían la misma expresión: horror, dolor y espanto al principio; después, enojo.
Sabían quién era culpable de esos atormentados alaridos.
Mientras continuaran no se oiría otra voz mental. Y lo único que podían hacer era escucharlos.
Por fin se produjo el zumbido del estertor final seguido de un silencio tan completo que sólo significaba muerte.
Momentos después, el pulso grave de la mente de Dick Allison, afectada por el golpe emocional, pero bastante clara en su autoridad, ordenó:
(A la granja de Bobbi, todo el mundo. A detenerle antes de que pueda hacer algo más.)
La voz de Hazel recogió el pensamiento y lo fortaleció. El efecto fue el de una segunda voz uniéndose a la primera para formar un dúo.
(A la granja de Bobbi. Todo el mundo allá.)
El latido de la voz mental de Kyle lo convirtió en trío. El alcance de la voz empezaba a expandirse al ganar potencia.
(todo el mundo. Detenedlo…)
La voz de Adley. La de Newt Berringer.
(antes de que haga cualquier cosa más.)
Aquellos que Gardener llamaba «los del granero» habían fundido sus voces en una orden, clara e innegable… aunque a nadie en Haven se le habría ocurrido siquiera negarla.
(detenedlo antes de que haga cualquier cosa a la nave. Detenedlo antes de que haga cualquier cosa a la nave.)
Rosalie Skehan se apartó del fregadero de su cocina sin molestarse en cerrar el grifo del agua, que corría sobre el arenque que preparaba para la cena. Fue a reunirse con su esposo, que había estado cortando leña con el hacha y a quien los gritos de Bobbi estuvieron a punto de hacer que se amputara varios dedos del pie. Sin decir palabra, ambos subieron al coche y se encaminaron hacia la finca de Bobbi, distante seis kilómetros. Al salir por la senda de entrada estuvieron a punto de chocar contra Elt Barker, que abandonaba su estación de servicio en el viejo Harley. Freeman Moss movía el volante de su vieja camioneta con un vago pesar; ese Gardener le había caído simpático; tenía fibra, como él decía. Pero eso no le impediría arrancarle la cabeza. Andy Bozeman conducía su Oldsmobile Delta 88; su esposa, sentada junto a él, mantenía las manos pulcramente plegadas sobre la cartera; en ella llevaba un excitador de moléculas que elevaba el calor natural de cualquier zona de cinco centímetros de diámetro, en unos cinco mil grados en el plazo de quince segundos. Tenía la esperanza de hervir a Gardener como si fuese una langosta. «Ya verá cuando lo tenga a dos metros de distancia —pensaba—. Sólo a dos metros, es todo lo que pido». Desde una distancia superior, el artefacto no era de fiar. Ella habría sabido mejorar su efectividad a ochocientos metros (y se lamentaba de no haberlo hecho), pero Andy se convertía en un oso si no disponía de seis camisas planchadas, por lo menos. Bozeman, por su parte, tenía el rostro congelado en una mueca de ira, con los labios estirados en una seca sonrisa sobre los pocos dientes que le quedaban. «Ya verás cómo te pinto la cerca cuando te tenga a mano, hijo de puta», pensó. Y aumentó la velocidad a ciento treinta, dejando atrás a una larga fila de coches que se encaminaba hacia la finca de Bobbi. Todos habían recibido la Voz de Mando, convertida ya en una letanía martilleante: (Detenedlo antes de que haga cualquier cosa a la nave, detenedlo antes de que haga cualquier cosa a la nave, ¡detenedlo, detenedlo, detenedlo!)
4
Gard se irguió junto al cadáver de Bobbi, medio enloquecido de dolor, pesar y espanto… Sus mandíbulas se abrieron de pronto en otro bostezo ancho, que le estiró los tendones. Zigzagueó hasta el fregadero, tratando de saltar con un solo pie, pero con poco resultado, debido a la carga de droga que había ingerido. Cada vez que se apoyaba en el tobillo fracturado sentía una garra de metal que cavaba dentro de él, implacable. Su sequedad de garganta había empeorado mucho. Sentía los miembros pesados. Sus pensamientos perdían su claridad anterior; parecían… extenderse, como la clara de un huevo roto. Al llegar al fregadero bostezó otra vez, y apoyó adrede el pie herido. El dolor desgarró la niebla como una cuchilla de carnicero bien afilada.
Abrió apenas el grifo del agua caliente y sacó un vaso de agua casi hirviendo. Manoteando en el armario superior, tiró al suelo una caja de cereales y una botella de jarabe de arce. Su mano se cerró en torno de la caja de sal. Luchó contra el pico metálico que abría la caja durante un año entero, según le pareció, y, por fin, logró echar en el vaso sal suficiente para nublar el agua. Lo revolvió con el dedo y se lo tragó. Fue como ahogarse.
Las náuseas comenzaron y vomitó agua salada teñida de azul. En el vómito había también trozos de píldoras azules sin disolver. Algunas parecían más o menos intactas. «¿Cuántas me ha hecho tomar?»
Vomitó de nuevo…, otra vez…, y otra más. Era una repetición de los vómitos que había tenido en el bosque: algún sobrecargado circuito cerebral activaba, insistente, el reflejo de la náusea, un hipo mortífero.
Por fin sus náuseas fueron cediendo hasta cesar.
Píldoras en el fregadero. Agua azulada en el fregadero.
Sangre en el fregadero. En gran cantidad.
Se tambaleó hacia atrás, apoyó el pie herido y cayó al suelo, entre gemidos. Se encontró con los vidriosos ojos de Bobbi, al otro lado del linóleo, y cerró los suyos. De inmediato, su mente empezó a divagar, pero en la oscuridad había voces. No: muchas voces fundidas en una. Reconoció esa única voz: pertenecía a «los del granero»
Venían por él, tal como Gard había supuesto que harían… más tarde.
(¡Detenedlo… detenedlo… detenedlo!)
«Muévete o no hará falta que te detengan. Dispararán contra ti, te desintegrarán o lo que se les ocurra hacerte, mientras dormitas en el suelo».
Se incorporó sobre las rodillas y logró levantarse con ayuda de la mesa. Creía recordar que había una caja de No-Doz en el botiquín del baño, pero le parecía difícil que su estómago las soportara después del último insulto recibido. En otras circunstancias habría valido la pena hacer la prueba, pero Gardener temía que los vómitos no se detuvieran si volvían a iniciarse.
«Mantente en movimiento. Si te sientes muy atontado, apoya ese pie. El dolor te despertará enseguida».
¿Sería así? Lo ignoraba. Sólo sabía que necesitaba actuar de prisa y no estaba seguro de poder moverse por mucho tiempo.
Avanzó a saltos hasta la puerta de la cocina y echó un último vistazo a Bobbi, que lo había rescatado de sus demonios una y otra vez, y que era poco más que un bulto. Su camisa humeaba aún. A fin de cuentas, Gard no había podido salvarla de sí misma; sólo ponerla fuera del alcance de ellos.
«Has disparado contra tu mejor amiga. Estupendo, ¿eh?»
Apretó el dorso de la mano contra su boca. Su estómago gritaba. Cerró los ojos y contuvo el vómito antes de que se reanudara.
Por fin comenzó a moverse a través de la sala. La idea consistía en buscar un mueble sólido, saltar en un pie hasta él y apoyarse. Su mente insistía en convertirse en un globo de plata, como cada vez que la negrura se lo llevaba. Resistió lo mejor que pudo y buscó objetos sólidos hasta los que saltar para apoyarse. Si Dios existía y era bueno, tal vez todos esos muebles soportaran su peso y le permitieran llegar al otro extremo de ese cuarto interminable, tal como Moisés y sus seguidores habían cruzado el desierto.
Sabía que «los del granero» llegarían pronto. Sabía que podía darse por aniquilado como por una bomba nuclear si para entonces él estaba todavía allí. Ellos temían que hiciera algo con la nave. Y sí. Pensándolo bien, eso formaba parte de lo que tenía planeado. Además, sabía que aquél sería el lugar más seguro.
También sabía que no podía ir a ella. Todavía no.
Primero debía hacer algo en el granero.
Salió al porche, donde él y Bobbi tenían por costumbre sentarse al anochecer, con Peter dormido entre ambos. Se sentaban allí a beber cerveza y a escuchar el partido: los Red Sox, jugando dentro de la diminuta radio de Bobbi; diminutos beisbolistas entre tubos y circuitos. Se sentaban allí, con las latas de cerveza en un balde de agua fría, y hablaban de la vida y de la muerte; de Dios, política, amor y literatura. Quizá, una o dos veces, sobre la posibilidad de que hubiera vida en otros planetas. Gard creía recordar una o dos conversaciones por el estilo, pero tal vez era sólo su mente cansada que le jugaba sucio. Allí habían sido felices. Parecía haber pasado muchísimo tiempo.
Era en Peter en quien se centraba su cansada mente. En realidad, Peter sería su primer objetivo, el primer mueble hacia el cual saltaría. Eso no era exactamente verdad: el intento de rescate de David Brown tenía prioridad, antes que poner fin al tormento de Peter. Pero David no le ofrecía el impulso emocional requerido; nunca lo había visto. Peter era diferente.
—El bueno del viejo Peter —comentó a la tarde calurosa. (¿Todavía era tarde? Por Dios, sí.)
Llegó a los peldaños del porche y entonces fue cuando se produjo el desastre. De súbito perdió el equilibrio. Su peso cayó sobre el tobillo roto. En esa ocasión casi vio los extremos astillados del hueso que excavaban el uno en el otro. Gardener emitió un chillido agudo, un aullido; no era el grito de una mujer sino de una niña en graves problemas. Al caer de costado buscó a tientas la barandilla del porche.
Durante sus frenéticos trabajos, a principios de julio, Bobbi había arreglado la barandilla del sótano, pero no la del porche, que estaba desvencijada desde hacía años. Cuando Gard apoyó su peso en ella, los dos soportes, que estaban podridos, se rompieron. Al sol de verano asomaron bocanadas de serrín viejo… junto con varias cabezas de sorprendidas termitas. Gard cayó desde el porche, chillando con angustia, y dio contra el patio con un sólido bum. Trató de levantarse, pero luego se preguntó por qué estaba haciendo tanto esfuerzo. El mundo se tambaleaba ante él. Vio primero dos buzones; luego, tres. Decidió olvidarse de todo y dormir. Cerró los ojos.
5
En ese largo, extraño y doloroso sueño que vivía, Ev Hillman vio-sintió la caída de Gardener y le oyó pensar
«olvidarse de todo y dormir»
con claridad. Luego el sueño empezó a romperse. Eso estaba bien: era difícil soñar. Dolía por todas partes, con un dolor sordo. Y dolía combatir la luz verde. Si el sol era demasiado fuerte
(él recordaba un poco la luz del sol)
podía cerrar los ojos, pero la luz verde estaba adentro, siempre adentro: un tercer ojo que veía y una luz verde que quemaba. Había otras mentes allí. Una pertenecía a LA MUJER, la otra A LA MENTE INFERIOR que en otros tiempos había sido Peter. Ahora LA MENTE INFERIOR sólo podía aullar. A veces aullaba para que BOBBI viniera y lo liberara de la luz verde… pero sobre todo aullaba al arder en el tormento del drenaje. LA MUJER también gritaba pidiendo que la liberaran, pero a veces sus pensamientos giraban en borrosas imágenes de odio que Ev apenas era capaz de soportar. Por eso: sí. Mejor
(mejor)
dormir
(más fácil)
Y dejarlo todo…
… pero estaba David.
David se moría. Sus pensamientos, que Ev había recibido en un principio con claridad, iban cayendo en una espiral cada vez más profunda, que acabaría primero en la inconsciencia y luego, rápidamente, en la muerte.
Por eso Ev luchó contra la oscuridad.
Luchó y empezó a llamar:
(¡Levántate! ¡Levántate! ¡Tú, allá, al sol! ¡Recuerdo el sol! ¡David Brown merece su tiempo de sol! ¡Levántate! ¡Levántate, levántate! ¡Leván…)
6
(tate levántate levántate.)
El pensamiento era un pulso estable en la cabeza de Gardener. No, un pulso no. Era algo así como un coche, sólo que con ruedas de vidrio que le cortaban el cerebro, en tanto el automóvil circulaba lentamente por él.
(merece su tiempo de sol David Brown levántate David leván David tate! ¡David Brown! ¡Levántate! ¡David Brown! ¡Maldición levántate!)
—¡Está bien! —murmuró Gardener, con la boca llena de sangre—. ¡Está bien, ya te oigo, déjame en paz!
Logró ponerse de rodillas. Trató de levantarse. El mundo se puso a girar. No había caso. Al menos la voz ronca y cortante de su cabeza había callado un poco. Sintió que su propietario, de algún modo, miraba por sus ojos, usándolos como ventanas sucias,
(soñando por ellos)
viendo algo de lo que él veía.
Trató de levantarse otra vez y tampoco pudo.
—Mi cociente de imbecilidad es muy alto aún —graznó.
Escupió dos dientes y comenzó a arrastrarse por la tierra del patio hacia el granero.
7
Haven acudía en busca de Jim Gardener. Iban en coches; en camionetas, en tractores, en motocicletas. La señora Eileen Crenshaw, la vendedora de Avon que tanto se aburrió en la SEGUNDA FUNCIÓN DE GALA de Hilly Brown, iba en el buggy de su hijo. La acompañaba el reverendo Goohringer, con los últimos mechones de cabello gris volando desde el borde de la calva, tostada por el sol. Vern Jernigan llevaba una carroza fúnebre que había tratado de transformar en camioneta rural antes de que la «conversión» cobrara mucho impulso.
Llenaban los caminos. Ashley Ruvall zigzagueaba a toda velocidad entre quienes iban a pie, pedaleando como loco. Había vuelto a su casa, sólo para coger algo que él llamaba «pistola zap». Hasta la primavera había sido sólo un juguete para el cual ya era muy mayor, que se llenaba de polvo en la buhardilla. Ahora, equipado con una pila de nueve voltios y el circuito impreso de la maquinita ortográfica de su hermanito, constituía un arma que al Pentágono le habría resultado de interés. Abría agujeros en las cosas. Grandes agujeros. Iba sujeto con correas al portapaquetes de su bicicleta, donde en otros tiempos había llevado periódicos para repartir.
Conducían muy deprisa y hubo algunos accidentes. Dos personas murieron cuando el Volkswagen de Early Hutchinson chocó contra la ranchera de los Fannin, pero esas nimiedades no los detenían. El cántico mental llenaba los espacios huecos del aire con un grito parejo y rítmico: (¡Antes de que haga cualquier cosa a la nave! ¡Antes de que haga cualquier cosa a la nave!)
Era un lindo día de verano, un lindo día para matar. Y si alguien necesitaba que lo mataran, ése era Gardener. Y por ello acudían más de quinientos en total, buenos campesinos que habían aprendido algunos trucos nuevos. Acudían. Y llevaban sus armas nuevas con ellos.
8
A medio camino hacia el granero, Gardener empezó a sentirse mejor. Quizá había llegado el segundo aliento. O, lo más probable, había logrado liberarse de casi todo el Valium y comenzaba a superar el resto ingerido.
O tal vez, de algún modo, el anciano le infundía fuerzas.
Como fuera, le bastó para ponerse en pie e ir a saltos en un solo pie hasta el granero. Por un momento se apoyó contra la puerta, con el corazón a todo galope. Por casualidad bajó la vista y vio un agujero en la puerta. Era redondo. Los bordes salían hacia fuera, en un mellado brazalete de astillas blancas. Ese agujero tenía aspecto de haber sido mordido.
«La aspiradora que operó los botones. Así logró salir. Tenía un implemento cortante Nuevo y Perfeccionado. ¡Por Dios, esta gente está loca de verdad!»
Se las compuso para rodear el granero, con una fría certidumbre: que la llave habría desaparecido.
«¡Oh, Gard, por Dios, déjate de joder! ¿Por qué motivo…?»
Pero era cierto. Había desaparecido. Nada pendía del clavo.
Gardener se recostó contra el flanco del granero, exhausto y estremecido, con el cuerpo cubierto de sudor. Bajó la vista. El sol se reflejaba en algo que había en el suelo: la llave. El clavo estaba un poco inclinado hacia abajo. Él había colgado la llave con tanta prisa que tal vez lo había torcido un poco. Y la llave se había caído.
Se agachó con enorme trabajo, la recogió y volvió a rodear el granero hacia la puerta. Tenía exquisita conciencia de la celeridad con que el tiempo transcurría. Pronto estarían allí. ¿Cómo liquidaría el asunto del granero y llegaría hasta la nave antes que ellos? Puesto que era imposible, lo mejor parecía ser ignorarlo.
Cuando llegó ante la puerta del granero, se oía ya el leve rumor de los motores. Acercó la llave al candado y no acertó con la cerradura. El sol brillaba; su sombra era apenas más que un charco colgado de sus talones. Otro intento más. Esa vez logró introducirla. La hizo girar, abrió la puerta de un empujón y se lanzó al interior del granero.
La luz verde lo envolvió.
Era potente, más potente que la última vez. Ese equipo pergeñado
«la transformadora»
relucía, brillante. Operaba en ciclos, como antes, pero a mayor velocidad. El fuego verde corría por encima de los plateados mapas de carretera de los circuitos.
Miró en derredor. El anciano, flotando en su baño verde, lo miraba con el ojo sano. Era una mirada torturada…, pero cuerda.
(Usa la transformadora para salvar a David.)
—Vienen a buscarme, viejo —graznó Gardener—. No tengo tiempo.
(Rincón, el rincón más alejado.)
Gard vio algo allí que tenía un ligero parecido con una antena de televisión, con un perchero móvil y con esos tendederos giratorios en donde se pone la ropa a secar.
—¿Eso?
(Llévalo al patio.)
Gardener no preguntó. No había tiempo. El objeto aparecía montado en una pequeña plataforma cuadrada. Tal vez en él se encontraban los circuitos y las pilas. Desde más cerca vio que esas cosas parecidas a brazos torcidos de una antena de televisión eran, en realidad, estrechos tubos de acero. Cogió el eje central. El artefacto no era pesado, pero sí difícil de mover. Tendría que apoyarse un poco en el tobillo destrozado, le gustara o no.
Volvió a mirar el tanque en donde Ev Hillman flotaba.
(¿Está seguro de esto, maestro?)
Pero quien respondió fue la mujer. Abrió los ojos. Mirarlos era como mirar el caldero de las brujas de Macbeth. Por un momento Gard olvidó todo el dolor, el cansancio, la descomposición. Quedó como hipnotizado por aquella mirada venenosa. En ese instante comprendió toda la verdad y todo el poder de la temible mujer a quien Bobbi llamaba Sissy, y el motivo por el cual Bobbi había huido de ella como de un enemigo. Era un enemigo. Una bruja. Y aun ahora, en su terrible agonía, mantenía vivo el odio.
(¡Llévatelo, estúpido! ¡Yo lo haré funcionar!)
Gardener se apoyó en el pie herido y chilló, en tanto una mano salvaje trepaba desde su tobillo para apretarle el doble saco de los testículos.
El viejo:
(Espera espera.)
El aparato se elevó por cuenta propia. No mucho: tres o cuatro centímetros. La verde luz de pantano cobró mayor potencia.
(Tendrás que guiarlo, hijo.)
Eso podía hacerlo. El aparato serpenteó a través del verde granero como el esqueleto de una incomprensible sombrilla de playa, cabeceando y balanceándose al tiempo que arrojaba extrañas sombras alargadas a las paredes y el suelo. Gardener saltaba con torpeza detrás de él; no quería, no se atrevía a mirar otra vez los ojos de aquella loca. Una y otra vez, su mente jugaba con un solo pensamiento: «La hermana de Bobbi Anderson era una bruja… una bruja… una bruja…»
Guió la bamboleante sombrilla hasta la luz del sol.
9
Freeman Moss fue el primero en llegar. Giró con su camioneta (en la que una vez había recogido a Gard) hacia el patio de Bobbi y bajó casi antes de que el motor se apagara. ¡Y mira por donde, hombre! ¡El hijo de puta estaba justo allí, colgado de algo que parecía un tendedero! Tenía el aspecto de un corredor agotado, con un pie levantado, el izquierdo, como perro con una espina en la pata. La zapatilla de ese lado chorreaba sangre.
«Parece que Bobbi te la dio, víbora».
Al parecer, el asesino amigo de la muchacha captó su pensamiento. Levantó la vista y sonrió con cansancio. Aún seguía sosteniéndose del tendedero, como colgando de él.
Freeman caminó en aquella dirección, dejando abierta la portezuela de su vieja camioneta. Había algo infantil y simpático en la sonrisa de aquel hombre, y en un momento, Freeman comprendió por qué: con los huecos de los dientes que le faltaban, tenía la sonrisa de un niñito enmascarado para la noche de Halloween.
«Caramba, me caías bien. ¿Por qué tuviste que ser tan imbécil?»
—¿Qué haces aquí, Freeman? —preguntó Gardener—. Deberías haberte quedado en tu casa a ver el partido. La cerca está pintada ya.
«¡Hijo de puta!»
Moss llevaba puesto un chaleco acolchado, pero sin camisa. Ese chaleco era lo primero que había encontrado al salir de la casa a toda carrera. Lo abrió y dejó al descubierto, no un artefacto raro, sino un Colt Woodsman. Lo sacó. Gardener lo miraba, con el pie levantado, sujetándose del tendedero.
«Cierra los ojos. Será rápido. Al menos, puedo hacer eso».
10
(Baja la cabeza idiota baja la cabeza o la perderás cuando ése pierda la suya me importa una mierda quién caiga así que échate al suelo si quieres vivir.)
En el tanque, los ojos de Anne Anderson ardían de odio y furor; sus dientes habían desaparecido, pero las desnudas encías rechinaban, rechinaban, rechinaban, y una sarta de burbujas se elevaba en el líquido.
La luz palpitó cada vez más deprisa, como una calesita que se acelerara. Parecía una luz estroboscópica. El zumbido se elevó hasta convenirse en un gemido eléctrico grave. En el aire del cobertizo pendía un rico olor a ozono.
En la pantalla iluminada, la palabra
¿PROGRAMA?
fue reemplazada por
DESTRUIR
Empezó a encenderse y apagarse con rapidez, una y otra vez.
(échate al suelo imbécil o quédate de pie qué me importa.)
11
Gardener se agachó. Su pie herido tocó el suelo y el dolor le subió de nuevo por la pierna. Cayó en el polvo, sobre manos y rodillas.
Por encima de su cabeza, el tendedero empezó a girar; en un principio, con lentitud. Moss lo miró fijamente; el revólver se inclinó un poquito en su mano. La comprensión cruzó por su rostro en el último instante en que tuvo rostro. Luego, los delgados caños vertieron fuego verde en el patio. Por un momento, la ilusión de la sombrilla de playa fue perfecta y completa: aquello parecía exactamente una sombrilla verde, grande, inclinada para que el borde circular tocara la tierra. Pero la sombrilla estaba hecha de fuego. Gard se agazapó bajo ella, los ojos entornados, con una mano frente al rostro y haciendo una mueca como si el calor fuera intenso… Pero no hacía calor, al menos allí, bajo el hongo venenoso de Sissy.
Freeman Moss estaba en el borde de la sombrilla. Sus pantalones ardieron; después pasó lo mismo con el chaleco acolchado. Por un momento, las llamas fueron verdes; después se convirtieron en amarillas.
Dio un alarido, se tambaleó hacia atrás y dejó caer el revólver. Por encima de la cabeza de Gardener, el tendedero giraba con más rapidez. Los esqueléticos brazos de metal, que habían caído cómicamente hacia abajo, se elevaban más y más, por efecto de la fuerza centrífuga. El borde de fuego de la sombrilla volaba hacia fuera. Los hombros y el rostro de Moss quedaron envueltos en una lámina de llamas, en tanto él retrocedía. En la cabeza de Gard se reanudó ese odioso gemido mental. Trató de bloquearlo, pero no había modo; simplemente, no había modo. Captó el ondulante reflejo de un rostro derretido como chocolate caliente. Después, se cubrió los ojos, como un niño ante una película de terror.
Las llamas giraban alrededor del patio de Bobbi, en un giro cada vez más amplio, haciendo que una negra zona del suelo se fundiera en una especie de vidrio arenoso. La camioneta de Moss y la furgoneta de Bobbi se encontraban en el círculo final; el granero, apenas un poco más allá, aunque su silueta danzaba como un demonio en la reverberación del calor. Si no donde Gardener estaba, en el borde del círculo hacía mucho calor, sin duda alguna.
Las pinturas de la vieja camioneta y de la furgoneta se llenaron de ampollas, se pusieron negras y ardieron hasta dejar el metal limpio. Los restos de corteza, serrín y astillas de madera que sembraban la parte trasera del vehículo de Moss ardieron como yesca en una estufa. Los dos grandes toneles de desperdicios cargados en la furgoneta también ardieron. El círculo oscuro dibujado por el borde de la sombrilla se convirtió en una marca con la forma de un plato. La manta vieja que cubría el asiento de Moss se incendió también; después, el tapizado roto; por fin, el relleno. Por último toda la cabina fue una caldera anaranjada, por donde asomaban los esqueletos de los resortes.
Freeman Moss retrocedió, entre tambaleos, retorcido, como un doble cinematográfico que hubiese olvidado su traje protector, y se derrumbó.
12
Imponiéndose aún a los gritos agonizantes de Moss, el grito mental de Anne Anderson:
(¡Come mierda y muérete! ¡Come mierda y m…!)
De pronto, algo cedió en lo que quedaba de ella. Hubo un último fulgor de luz verde, un pulso sostenido que duró unos dos segundos. El fuerte zumbido de la transformadora se elevó un poco y todas las tablas del granero emitieron una vibración simpática.
Luego, el zumbido se redujo a su anterior ronroneo soñoliento; la cabeza de Anne cayó hacia delante en el líquido, con el cabello flotando, como el de una ahogada. En la pantalla del ordenador, la palabra
DESTRUIR
se apagó como una vela ante el soplido y se convirtió en
¿PROGRAMA?
13
El feroz paraguas onduló antes de detenerse. El tendedero, que había girado a una velocidad endiablada, comenzó a aminorar su ritmo, chirriando como un portón abierto ante la brisa. Los caños se inclinaron hasta volver al ángulo anterior. Chirrió una vez más y se detuvo.
De pronto, el tanque de gasolina de la furgoneta estalló. Más llamas amarillas se elevaron al cielo. Gard sintió que un trozo de metal pasaba por su lado con un zumbido.
Levantó la cabeza para mirar con expresión estúpida el vehículo incendiado, y pensó: «Bobbi y yo lo usamos varias veces para ir al autocine de Derry. Creo que hasta hicimos el amor en el asiento durante una estúpida película de Ryan O’Neal. ¿Qué ha ocurrido? Por Dios, ¿qué ha ocurrido?»
En su mente, la voz del viejo, casi exhausta, pero aun así imperativa:
(¡Rápido! Puedo dar potencia a la transformadora cuando vengan los otros, pero tendrás que darte prisa. ¡El chico! ¡David! ¡Pronto, hombre!)
«No hay mucho tiempo —pensó Gardener, fatigado—. Cielos, nunca hay mucho tiempo».
Saltó otra vez hacia la puerta del granero, sudoroso, pálido como la cera. Se detuvo ante aquel anillo oscuro, quemado en el suelo, y lo franqueó con un salto torpe. No quería tocarlo. Se tambaleó, casi perdido el equilibrio, pero logró continuar. Y mientras entraba en el cobertizo, los dos tanques de combustible de la vieja camioneta estallaron con un rugido furioso. La cabina se desprendió del resto. El vehículo de Moss cayó de costado, como un juguete, mientras algunos trozos de la tapicería y del relleno salían en llamas por la ventanilla abierta, como plumas ardientes. Casi todos cayeron otra vez al patio y se apagaron. Sin embargo unos pocos alcanzaron el porche; tres o cuatro entraron por la puerta abierta, con el primer golpe del viento que pronto se levantaría desde el Este. Uno de esos trozos prendió fuego a una novela de edición barata que Gardener había dejado sobre la mesa, junto a la puerta, hacía una semana. En la sala, otro cayó sobre una alfombra que la señora Anderson había tejido en su dormitorio y había enviado a Bobbi a escondidas, en ausencia de Anne.
Cuando Jim Gardener volvió a entrar en el granero, toda la casa ardía.
14
La luz del granero nunca había estado tan mortecina; era apenas un verde opaco y acuoso, como el de un charco estancado.
Gardener miró a Anne con cautela, temeroso de aquellos ojos feroces. Pero no había nada que temer. Permanecía con la cabeza gacha, como sumida en profundos pensamientos, y con el cabello flotando.
(Está muerta, hijo. Si quieres traer al chico, tendrá que ser ahora… No sé por cuánto tiempo estaré emitiendo energía. Y no puedo dividirme entre vigilarlos a ellos y operar la transformadora.)
Miró a Gardener, que sintió una profunda piedad…, y admiración, por el valor del viejo. ¿Habría sido él capaz de hacer la mitad de eso, ya medio muerto, en la misma situación? Lo veía difícil.
(Sufres mucho, ¿verdad?)
(No estoy en un lecho de rosas, hijo, si a eso te refieres. Pero aguantaré…, si actúas ahora mismo.)
Actuar de inmediato. Sí. Ya se había entretenido demasiado.
La boca se le abrió en otro tremendo bostezo. Luego se dirigió hacia el equipo que rodeaba y llenaba aquel cajón anaranjado… lo que el viejo llamaba «la transformadora».
¿PROGRAMA?
señaló la pantalla de aquel ordenador sin teclado.
Hillman habría indicado a Gardener qué debía hacer, pero no lo necesitaba. Gard lo sabía. También recordaba la hemorragia nasal y el estallido sonoro recibido como resultado de su único experimento con el artefacto levitatorio de Moss. Comparado con este aparato, el otro era una caja de cerillas.
Sin embargo, desde aquel día había avanzado bastante en su propia «conversión», le gustara o no. Cabía esperar que fuera suficien…
(Oh, hijo, por todos los diablos, espera, que tenemos visitas.)
Una voz más fuerte se impuso a la de Hillman; una voz que Gard reconoció vagamente, aunque no pudo ponerle nombre.
(Retroceded retroceded esperad todos)
(Sólo… me parece… sólo… uno… o… tal vez dos.)
Era otra vez la exhausta voz mental del anciano. Gardener sintió que su concentración iba de nuevo hacia la sombrilla del patio. La luz empezó a cobrar nueva intensidad en el granero. Los pulsos asesinos se reiniciaron.
15
Dick Allison y Newt Berringer estaban aún a tres kilómetros de la casa de Bobbi cuando se iniciaron los gritos mentales de Freeman Moss. Momentos antes habían dejado atrás a Elt Barker. En ese instante, Dick miró por el espejo retrovisor y vio que la Harley de Elt se desviaba al otro lado de la carretera y saltaba por el aire. Por un momento, Elt se pareció a Evel Knievel, pese al cabello blanco. Luego se separó de la moto y aterrizó en los matorrales.
Newt clavó los frenos con ambos pies y su camioneta se detuvo en medio de la carretera, con un chirrido. Miró a Dick con los ojos dilatados, asustado y furioso a un tiempo.
(¡Ese hijo de puta tiene un artefacto!)
Sí. Fuego. Una especie de…
De pronto, Dick elevó su voz mental hasta el grito. Newt la recibió y la amplificó. Kyle y Hazel McCready se le unieron desde el Cadillac de Archinbourg.
(Retroceded retroceded esperad)
Todos se detuvieron, sin cambiar de posición. En general, esos Tommyknockers no eran muy afectos a obedecer las órdenes, pero los horribles gritos de Moss, que ya se desvanecían, supieron convencerles. Todos se detuvieron, menos un Oldsmobile Delta 88 azul, cuyo paragolpes tenía una calcomanía con la leyenda: LOS AGENTES DE BIENES RAÍCES LO VENDEN POR HECTÁREA.
Cuando llegó la orden de retroceder y mantener sus posiciones, Andy Bozeman tenía la casa de Anderson a la vista. Su odio había aumentado de una forma desmesurada; sólo pensaba en ver a Gardener desangrado y agonizante. Entró por el camino de Bobbi a toda marcha. La parte trasera se levantó del suelo ante la violenta frenada; el enorme coche estuvo a punto de volcar.
«Ya verás si te pinto la cerca, hijo de puta. Ya verás si te doy una rata y un cordel para hacerla girar».
Su esposa sacó el excitador de moléculas de su cartera. Se parecía a una pistola de Buck Rogers, creada por un lunático bastante inteligente. Su armazón había sido parte de una herramienta de jardín, comercializada bajo la marca de Weed Eater (comehierbas). Se inclinó hacia fuera, desde la ventanilla, y apretó el gatillo al azar. El extremo este de la casa estalló en un caldero de fuego. Ida Bozeman sonrió con una alegre sonrisa de reptil.
Mientras los Bozeman bajaban del Oldsmobile, el tendedero comenzó a girar. Un momento después se formó la sombrilla de fuego verde. Ida Bozeman trató de apuntar lo que ella llamaba «disco molecular» hacia el artefacto, pero era demasiado tarde. Si su primer disparo hubiese dado en el tendedero, no contra la casa, todo habría sido distinto. Mas no ocurrió así.
Los dos desaparecieron en sendos árboles de fuego. Un momento después, el coche, del que todavía les faltaban tres plazos por pagar, estalló.
16
Cuando los gritos de Freeman Moss apenas empezaban a desvanecerse en la mente de todos, fueron reemplazados por los de Andy e Ida Bozeman. Newt y Dick, con una mueca, esperaron a que acabaran.
Por fin se hizo el silencio.
Allá delante, Dick Allison vio otros vehículos estacionados a ambos lados y en el medio de la carretera. Frank Spruce asomaba por la ventanilla de su gran camión-tanque, y miraba con ansiedad en dirección a Newt y Dick. Percibían a los otros, a todos, en esa carretera, en otros caminos; algunos estaban de pie en los sembrados por donde habían querido cortar camino. Todos esperaban algo, alguna decisión.
Dick se volvió hacia Newt.
(Fuego.)
(Sí. Fuego.)
(¿Podemos apagarlo?)
Se produjo un breve silencio mental, en tanto Newt cavilaba. Dick sintió que él deseaba sólo apartar la duda y continuar su viaje hacia Gardener. Lo que Dick quería no era complicado: deseaba arrancar la cabeza a Jim Gardener. Pero ésa no era la solución y ambos lo sabían: todos «los del granero», hasta Adley, lo sabían. Ahora las apuestas eran más elevadas. Y Dick confiaba en que Jim Gardener perdiera la cabeza, de un modo u otro.
Burlar a todos los Tommyknockers era mala idea. Los enfurecería. Muchas razas de otros mundos habían descubierto esa verdad antes de las festividades que ese día se celebraban en Haven.
Él y Newt miraron hacia el campo bordeado de árboles donde Elt Barker se había estrellado. Los pastos y el follaje de los árboles se movían; no mucho, pero se movían a impulsos de un viento que soplaba de Este a Oeste. Aún era sólo una brisa, pero a Dick le pareció que se intensificaría.
(Sí, podemos apagar el incendio), replicó Newt, por fin.
(¿Detener el incendio y también al borracho? ¿Seguro?)
Otra larga pausa pensativa. Newt dio la respuesta que Dick sospechaba.
(No sé si podemos hacer las dos cosas. Una u otra sí. No sé si las dos.)
(Entonces dejaremos que el incendio siga por ahora dejaremos que siga sí, está bien)
(a la nave nada le ocurrirá nada la nave)
(no sufrirá daño y el viento tal como sopla)
Se miraron, sonriendo, en tanto los pensamientos de ambos se unían en un momento de total armonía: una voz, una mente.
(El fuego estará entre él y la nave. ¡No llegará a la nave!)
En las carreteras, caminos y en los sembrados, los que escuchaban ese diálogo mental se sintieron algo aliviados.
(No llegará a la nave.)
(¿Todavía está en el granero?)
(Sí.)
Newt volvió hacia Dick su atribulado rostro.
(¿Qué mierda está haciendo allí? ¿Qué puede hacer allí? ¿Algo para dañar la nave?)
Hubo una pausa. Después, la voz de Dick, no sólo para Newt sino para todos «los del granero», clara e imperativa.
(Formad una red con las mentes. Formad una red con vuestras mentes y las nuestras. Todos los que podáis, formad una red con las mentes y escuchad. Escuchad a Gardener, escuchad.)
Escucharon. En el caluroso silencio de la tarde estival, escucharon. Dos o tres cuestas más allá, las primeras nubes de humo iban elevándose en el cielo.
17
Gardener sintió que escuchaban. Era una horrible sensación de algo que se arrastraba por la superficie de su cerebro. Parecía ridículo pero cierto. «Ahora sé cómo se sienten las lámparas cuando las polillas se arremolinan a su alrededor», pensó.
El viejo se movió en su tanque; trataba de llamar su atención. Él no lo vio, pero captó su pensamiento y levantó la vista.
(No importa, hijo. Quieren saber qué haces, pero no les prestes atención. Si lo descubren, nada sucederá. Por el contrario, tal vez nos ayude. Quizá eso los entretenga. Alivie sus mentes. No se preocupan por David; sólo por su maldita nave. ¡Anda, hijo, anda!)
Gardener, de pie junto a la transformadora, tenía uno de los auriculares en la mano. No quería ponérselo. Se sentía como quien ha recibido una poderosa descarga de un enchufe de corriente eléctrica y se ve obligado a usarlo otra vez.
(¿Tengo que ponerme esta porquería? Antes he cambiado la pantalla sólo con el pensamiento.)
(Sí, pero es todo lo que puedes hacer. Tienes que ponértelo, hijo. Lo siento.)
Era increíble, empezaba a sentir los párpados pesados. Otra vez. Tuvo que obligarse a abrir los ojos.
«Temo que va a matarme», pensó. Y aguardó, con la esperanza de que Hillman lo contradijera. Pero no hubo nada. Sólo el ojo dolorido que lo miraba y el vago slisss-slisss del equipo.
«Sí, puede matarme, y él lo sabe».
Afuera, el fuego crepitaba.
La sensación de aleteos contra la superficie de su mente se detuvo. Las polillas habían volado.
Gardener, de mala gana, se puso el auricular en la oreja.
18
Kyle y Hazel se relajaron, mirándose uno al otro. En sus ojos había una expresión idéntica…, y muy humana. La expresión de quien descubre algo demasiado bueno para ser verdad.
(¿David Brown?) —preguntó Kyle a Hazel, incrédulo—. (¿Es eso lo que)
(recoges sí está tratando de salvar al chico, de)
(traerlo desde)
(desde Altair-4?)
Entonces, imponiéndose por un momento a la red, se oyó a Dick Allison, excitado y lleno de agrio triunfo:
(¡Yo sabía que ese chico nos iba a ser útil, carajo!)
19
Gardener nada sintió por un momento. Empezó a relajarse, casi a punto de dormitar. De pronto, el dolor lo sacudió en un solo ataque horrible, destructivo como un ariete que fuera a desgarrarle la cabeza.
—¡No! —aulló. Las manos volaron a las sienes y se sacudieron contra ellas—. ¡No, Dios mío, no, duele demasiado, no!
(¡Déjate llevar, hijo, trata de dejarte llevar!)
—¡No puedo no puedo! ¡Oh, maldición haz que cese!
Comparado con aquello, su tobillo destrozado era una picadura de mosquito. Tuvo la vaga noción de que la nariz le sangraba y de que la boca se le estaba llenando de sangre.
(¡Déjate llevar, hijo!)
El dolor retrocedió un poco, y fue reemplazado por otra sensación. Esa nueva sensación era horrible, horrible y terrorífica.
Una vez, en la universidad, había participado en algo llamado Gran Comilona de McDonald’s. Cinco agrupaciones universitarias habían designado «campeones de comilona», Gard era el «campeón» de Delta Tau Delta. Cuando iba por la sexta hamburguesa gigante (ni siquiera cerca del total logrado por el ganador del certamen), cobró súbita conciencia de que estaba muy próximo a la sobrecarga física absoluta. Nunca en su vida había sentido algo así. En cierto modo, resultaba hasta interesante. Sentía el centro del cuerpo tormentoso de comida. No tenía ganas de vomitar; la palabra náusea no describía lo que notaba en su interior. Veía su estómago como un inmenso dirigible, quieto y ahíto en el aire. Creía percibir luces rojas encendidas en algún centro de control de misión, dentro de su mente, en tanto diversos sistemas trataban de manejar aquella demencial carga de carne, pan y salsa. No vomitó. Lo digirió andando. Lo digirió caminando con paso muy lento. Durante varias horas se había sentido como algunos dibujos animados, con el vientre estirado, tenso, muy cerca del estallido.
Ahora su mente se sentía igual. Jim Gardener comprendió, con la fría racionalidad del trapecista que trabaja sin red, que se hallaba al borde de la muerte. Pero había otra sensación, imposible de relacionar con nada, y por primera vez comprendió qué eran los Tommyknockers: qué los movía; qué los impulsaba a proseguir.
Pese al dolor, que sólo había aminorado un poco, pero sin marcharse, y pese a la horrible sensación de estar ahito como la pitón que acaba de tragarse un ternero, parte de él disfrutaba de aquello. Era como una droga, una droga con un increíble poder. Su cerebro parecía el motor del Chrysler más grande jamás construido, que permanecía en punto muerto, funcionando con gasolina enriquecida, y esperaba que él pusiera la marcha para salir a toda velocidad.
Hacia cualquier parte.
Hacia las estrellas, si así lo deseaba.
(Hijo, te estoy perdiendo.)
Era el anciano, más exhausto que nunca. Gardener volvió al trabajo que tenía entre manos, el siguiente mueble al que brincar en un solo pie. Oh, esa sensación era alcohólicamente maravillosa, pero robada. Se obligó a pensar otra vez en aquellas formas, como hojas pardas, encadenadas en las hamacas. Galeras de esclavos. El anciano le daba su energía; se lo estaba bebiendo como un vampiro bebe la sangre. ¿Cuánto faltaba para convertirse él también en un vampiro? ¿Como ellos?
Pensó a Hillman: «Estoy contigo, viejo león».
Ev Hillman cerró su ojo entero en silencioso alivio. Gard se volvió hacia la pantalla del monitor, y sujetó con aire distraído el auricular contra su oreja como el periodista que, en una emisión de exteriores, escucha la pregunta desde los estudios centrales.
En el espacio cerrado del granero, la luz comenzó a palpitar otra vez.
20
(escuchad)
Todos escucharon; era una línea colectiva que cubría Haven; irradiaba desde un centro ubicado a tres kilómetros de esa nube de humo, todavía leve. Todos estaban en la red, todos escuchaban. No aceptaban común denominador; lo de Tommyknockers era un nombre que recibían con tanta indiferencia como cualquiera; pero, en realidad, eran gitanos interestelares sin rey alguno. Sin embargo, en ese momento de crisis durante el período de regeneración (período en el cual eran tan vulnerables), estaban dispuestos a aceptar las voces de quienes Gardener llamaba «los del granero». Después de todo, eran la destilación más pura de todos ellos.
(ha llegado el momento de cerrar las fronteras)
Hubo un suspiro universal de acuerdo, un sonido mental que Ruth McCausland habría reconocido: un ruido como de hojas otoñales arrastradas por el viento.
Por el momento, al menos, «los del granero» habían perdido contacto con Gardener. Los satisfacía el hecho de que estuviera ocupado con otra cosa. Si pensaba ir a la nave, el incendio le cortaría el paso muy pronto.
La unificada voz se apresuró a explicar la rutina a seguir; algunos de esos planes habían sido trazados semanas atrás, para tornarse cada vez más concretos a medida que «los del granero» se convertían.
Se habían fabricado artefactos… al azar, al menos daba esa sensación. Pero también parece que las aves que se dirigen hacia los climas cálidos, cuando se aproxima el invierno, vuelan al azar. Tal vez ellas mismas sienten así la migración: sólo algo que les parece un modo tan bueno como cualquier otro de pasar los meses de invierno. ¿Quieres ir a Carolina del Norte, querida? Por supuesto, amor mío, qué idea tan maravillosa.
Así habían construido, y a veces se habían matado unos a otros, sus juguetes nuevos, y de vez en cuando habían terminado un artefacto al que miraban con aire dubitativo, para luego guardarlo fuera de la vista, puesto que de nada parecía servirles en el trabajo diario. Pero habían llevado algunos a los límites de Haven, por lo general en el maletero de los automóviles o en las partes traseras de las camionetas, bajo lonas. Uno de aquellos artefactos había sido la máquina de Coca-Cola que asesinó a John Leandro, modificada por Dave Rutledge, quien en otros tiempos se había ganado la vida reparando ese tipo de máquinas. Otra había sido la cortadora, que atacó a Lester Moran. Había televisores modificados que disparaban fuego; detectores de humo (Gardener vio algunos de ellos en su primera visita al granero), que volaban por el aire, al tiempo que emitían ondas asesinas de ultrasonido; también barreras de fuerza en varios lugares. Casi todos aquellos artefactos eran activados con la fuerza mental ayudada por simples adminículos electrónicos, a los cuales ellos nombraban, sin darle importancia, «llamadores»; no eran muy diferentes de aquel que Freeman Moss había utilizado para llevar la maquinaria de drenaje hasta el bosque.
A nadie le preocupaba por qué esos artefactos debían ser dispuestos en un perímetro irregular alrededor de la ciudad, así como el ave no se pregunta por qué debe volar hacia el Sur ni el gusano de seda por qué debe tejer un capullo. Pero ese momento siempre llegaba, por supuesto: el momento en que era preciso cerrar las fronteras. En esa ocasión había llegado con anticipación… pero no demasiada, al parecer.
«Los del granero» también sugirieron que varios Tommyknockers volvieran a la aldea. Hazel McCready fue designada para acompañarlos, como representante de los Tommyknockers más avanzados. Los objetos que protegían las fronteras funcionaban casi sin supervisión hasta que las pilas se agotaban. En la aldea había artefactos más discrecionales, que enviarían a los bosques para formar una red protectora alrededor de la nave, por si el borracho trataba de llegar.
Y existía otro artefacto, muy importante, que debía ser custodiado contra la remota posibilidad de que alguien (fuera quien fuese) irrumpiera en la zona. Ese artefacto estaba en el patio trasero de Hazel McCready, como un circo de una sola pista bajo una carpa grande. Era la red de seguridad. Ejecutaba muchas de las cosas que hacía la transformadora del granero; pero aquel objeto, que en otros tiempos había sido una caldera, se diferenciaba de la transformadora en dos aspectos vitales. Los tubos de aluminio galvanizado que antes habían comunicado la caldera con las bocas de salida de las diversas habitaciones, en la casa de los McCready, apuntaban hacia arriba. Conectadas a esta caldera nueva y perfeccionada, sobre dos rampas de madera protegidas de los elementos por una red plateada como la que cubría la excavación de la nave, había veinticuatro baterías para camiones. Cuando ese artefacto fuera encendido, fabricaría aire.
Aire de Tommyknocker.
Una vez que esa pequeña fábrica de atmósfera estuviera en funcionamiento, los habitantes de Haven no se verían a merced de los vientos y el clima; aun en el caso de que pasara un huracán, el cambiador de aire, rodeado por campos de fuerza, los protegería si se reunían en la aldea.
La sugerencia de cerrar las fronteras llegó en el momento en que Gardener se ponía uno de los auriculares de la transformadora en la oreja. Cinco minutos después, Hazel y unas cuarenta personas más se habían retirado de la red y se volvían a la ciudad: algunos, al ayuntamiento, para vigilar las fronteras y proteger la nave con otros aparatos; otros, para asegurarse que la fábrica de atmósfera estuviera protegida, por si se producía un accidente… o por si la reacción del mundo exterior era más rápida, más informada y mejor organizada de lo esperado por ellos. Todas esas cosas habían ocurrido antes, en otros tiempos, en otros mundos, y los asuntos solían concluir de modo satisfactorio… pero la «conversión» no siempre tenía un final feliz.
Durante los diez minutos transcurridos entre la orden de cerrar las fronteras y la partida de Hazel con su grupo, la cantidad de humo que se elevaba al cielo no cambió de manera apreciable. El viento no aumentaba mucho…, al menos de momento. Eso les convenía porque la atención del mundo exterior tardaría más en volverse hacia ellos. Y era un inconveniente porque Gardener no se vería impedido de llegar a la nave enseguida.
Aun así, Newt-Dick-Adley-Kyle pensaban que Gardener estaba frito. Retuvieron cinco minutos a los restantes Tommyknockers, a la espera de que los artefactos de las fronteras despertaran, listos para cumplir su misión.
Eso llegó como un zumbido de despertar.
Newt miró a Dick, que asintió. Los dos se separaron de la red y volvieron su atención al granero. Gardener, cuya mente había sido imposible de leer hasta para Bobbi durante mucho tiempo, aún era un hueso difícil de roer. Pero leerían la transformadora sin la menor dificultad; sus pulsos de energía, densos y parejos, debían serles tan fáciles como oír una interferencia en la radio o en el televisor.
Sin embargo, la transformadora era apenas un susurro, sólo el vago sonido del océano en una caracola marina.
Newt miró otra vez a Dick, asustado.
(por Dios se ha ido hijo de puta.)
Dick sonrió. No creía que Gardener, quien apenas era capaz de captar o enviar un mínimo pensamiento, hubiera cumplido su propósito tan pronto…, si acaso le era posible. La presencia de aquel borracho y el pervertido afecto de Bobbi hacia él habían resultado una molestia para todos, pero Dick consideraba que estaban poniéndole fin.
Guiñó a Newt uno de sus extraños ojos. Aquella rara mezcla de humano y alienígena resultaba horrible y cómica al mismo tiempo.
(No se ha ido, Newt. El hijo de puta ha muerto.)
Newt lo miró por un momento, pensativo. Luego, empezó a sonreír.
Avanzaron, todos juntos, hacia la casa de Bobbi, como un nudo corredizo que se apretara.
21
(llevando la cabeza pesada)
La frase sonaba sin cesar en el fondo de su mente, en tanto Gard se volvía hacia la pantalla. Parecía llevar mucho tiempo allí. Una vez (en el caso de un Jim Gardener que ya no existía), había construido sus poemas alrededor de frases así, como la perla que se forma alrededor de un grueso grano de arena.
Llevando ahora la cabeza pesada, patrón.
¿Era de alguna película de gángsters? ¿De una canción? Sí, de alguna canción. Algo que parecía confuso en su mente, de los años 60: un psicodélico hippie con expresión de niño abandonado, que llevaba una cadena de bicicleta envuelta en la mano de violinista, blanca y flaca.
«Tu mente, Gard, algo le está pasando a tu mente».
«Así es, has acertado, papaíto. Tengo la cabeza pesada, eso es. Nací para ser salvaje, me quedé atrapado en el tránsito del centro y si dicen que nunca te amé, sabes que mienten. Tengo la cabeza pesada. Siento que todas las venas, las arterias y los capilares se hinchan, se ponen gordos y sobresalen, como las venas de la mano cuando, siendo niños, nos ajustábamos diez o doce gomas elásticas a las muñecas para ver qué ocurría. Tengo la cabeza pesada. Si ahora me mirase en el espejo, sé lo que vería: luz verde que me brota de las pupilas como rayos de linternas de bolsillo. Cabeza pesada. Y si la sacudes, estallará. Sí. Por eso debes tener cuidado, Gard. Ten…»
(cuidado, hijo)
(Sí viejo sí)
(David)
(Sí)
Esa sensación de balancearse junto al abismo. Se acordó de los noticiarios filmados de Karl Wallenda, ese anciano grandioso de los fotógrafos de altura, en el momento en que caía desde el alambre en Puerto Rico: buscaba a tientas la cuerda, la sujetaba por un minuto; después, desaparecía.
Gardener apartó eso de su mente. Trató de apartarlo todo de su mente y de prepararse para ser un héroe. O para morir en el intento.
22
¿PROGRAMA?
Gard se apretó el auricular un poco más contra la oreja y frunció el entrecejo ante la pantalla. Impulsó el pesado ariete de sus pensamientos hacia ella. El dolor fue una llamarada; el globo de su cerebro se hinchó un poco más. El dolor cedió, y le dejó una sensación de hinchazón creciente. Miró la pantalla.
ALTAIR-4
Bueno, ¿y ahora? Esperó que el anciano se lo dijera, pero nada. O su vínculo mental con la transformadora lo dejaba excluido o el viejo sabía tanto como él. ¿Importaba acaso? No.
Miró la pantalla.
ARCHÍVESE
De pronto, la pantalla se llenó de números 9, de arriba abajo y de izquierda a derecha. Gardener lo miró con consternación, pensando: «¡Oh, por Dios, lo he estropeado!»
Los nueves desaparecieron. Durante unas décimas de segundo apenas
OH DIOS LO HE ESTROPEADO
brilló en la pantalla como un fantasma. Luego apareció:
ARCHIVO LISTO
Se relajó un poco. La máquina funcionaba bien. Pero su cerebro estaba estirado a su máxima capacidad, sí y él lo sabía. Si ese aparato, que recibía potencia del anciano y de lo poco que de Peter quedaba, era capaz de hacer que el chico volviera, tal vez él lograra salir de allí. Pero si además iba a recurrir a su propia energía, su cerebro estallaría como un globo demasiado inflado.
Pero no era momento de pensar en eso, ¿verdad?
Se humedeció los labios con la lengua entumecida y miró la pantalla.
LOCALIZAR A DAVID BROWN
Nueves en toda la pantalla.
Nueves por toda la eternidad.
LOCALIZACIÓN CONSEGUIDA
Bien. Muy bien. ¿Y ahora? Gardener se encogió de hombros. Sabía qué intentaba hacer. ¿A qué darle más vueltas?
TRAER A DAVID BROWN DE ALTAIR-4
Nueves en toda la pantalla. Dos eternidades, esta vez. Por fin, apareció un mensaje tan simple, tan lógico y, al mismo tiempo, tan descabellado que Gard habría reído a gritos si no hubiese sabido que con ella podía volar los pocos circuitos que aún tenía en funcionamiento.
¿DÓNDE DEBE SER PUESTO?
La necesidad de reír pasó. Había que responder a esa pregunta. ¿Dónde, por cierto? ¿En el estadio de los Yankees? ¿En Piccadilly Circus? ¿En el rompeolas de la playa de Arcadia? No, por supuesto; en ninguno de aquellos lugares, pero tampoco en Haven. ¡No, por Dios! Aunque el aire no lo matara (y tal vez sería así) sus padres se estaban convirtiendo en monstruos.
¿Dónde, entonces?
Levantó la vista al anciano, que lo miraba con ansiedad. De pronto, se le ocurrió. En realidad, había un solo lugar donde podía dejarle, ¿verdad?
Se lo dijo a la máquina.
Esperó, por si ésta le pedía aclaraciones, decía que era imposible hacerlo o sugería un sistema de órdenes que él no sabría ejecutar. En cambio, la pantalla se llenó de nueves. Esa vez permanecieron allí definitivamente. El verde del transformador cobró un fulgor casi imposible de mirar.
Gard cerró los ojos y, en la verdosa oscuridad de fondo marino que había detrás de sus párpados, creyó oír, muy leve, el grito del anciano.
Entonces, la potencia que había colmado su mente desapareció. En un abrir y cerrar de ojos. Así, sin más. Gardener se tambaleó hacia atrás; el auricular se liberó de su oreja y cayó al suelo. Aún le sangraba la nariz; acababa de empapar una camiseta limpia. ¿Cuántos litros de sangre había en el cuerpo humano? ¿Y qué había ocurrido? La pantalla no decía
TRANSFERENCIA LOGRADA
ni
TRANSFERENCIA NO LOGRADA
ni siquiera
EN TU VIDA APARECERÁ UN TOMMYKNOCKER ALTO Y MORENO
¿Para qué había sido todo aquello? Angustiado, se dio cuenta de que jamás lo sabría. Dos versos de Edwin Arlington Robinson acudieron a su mente: Seguimos trabajando y esperamos la luz, / Y nos pasamos sin carne y maldecimos el pan…
«No hay luz, patrón; no hay luz. Si sigues esperándola, te harán volar. Y aquí hay una cerca que aún no está pintada siquiera a medias».
No había luz; sólo una pantalla de un verde opaco. Miró al anciano y lo vio caído hacia delante, con la cabeza gacha, exhausto.
Gardener lloró un poco. Sus lágrimas se mezclaron con la sangre. Un dolor sordo irradiaba desde la placa de su cabeza; pero la sensación de estar hinchado, a punto de estallar, había desaparecido. También aquella sensación de poder. Descubrió que la echaba de menos. Una parte de él deseaba que volviera, sin que le importaran las consecuencias.
«Ponte en movimiento, Gard».
Sí, bien. Había hecho lo posible por David Brown. Tal vez había ocurrido algo; tal vez nada. Quizá había matado al niño. Quizá David Brown, que probablemente jugaba con los muñecos de La guerra de las galaxias y deseaba conocer a un ET, como el Elliot de la película, era ahora sólo una nube de átomos que se disipaban en el espacio profundo, entre Altair-4 y la Tierra. No lo sabría. Pero había llegado a ese mueble y tal vez llevaba demasiado tiempo sosteniéndose en él. Era hora de proseguir la marcha.
El anciano levantó la cabeza.
(¿Sabes algo?)
(¿Si está a salvo? No lo sé. Pero hiciste lo posible, hijo. Gracias. Ahora por favor)
(por favor, hijo… por favor)
Se borraba… la voz mental del viejo se borraba
(por favor… déjame salir… de… esto…)
(por un largo pasillo y…)
(mira en uno de esos estantes allí atrás…)
Ahora Gardener tenía que esforzarse para oír.
(por favor… ho… POR FA…)
Débil, un susurro; la cabeza del viejo cayó hacia delante; restos de cabello blanco, fino, flotando en el brebaje verde.
Las patas de Peter se movieron, soñadoras, mientras cazaba conejos en su profundo descanso… o mientras buscaba a Bobbi, su amor.
Gard fue a saltos hasta los estantes de atrás. Estaban oscuros, polvorientos, engrasados. Allí había viejos fusibles y una lata llena de tornillos, tuercas, goznes y llaves cuyas cerraduras habían sido olvidadas hacía tiempo.
En uno de los estantes vio una pistola sónica. Otro juguete de niño. En el costado tenía una llave. Tal vez, el niño que la había recibido para su cumpleaños la usaba para hacer ulular la pistola en frecuencias diferentes.
Y ahora ¿para qué servía?
«¿Qué mierda importa? —pensó Gardener, cansado—. Toda esta porquería se ha vuelto muy aburrida».
Aburrida o no, la puso en su cinturón y regresó a saltos hasta la puerta. Allí se volvió para mirar al viejo.
(Gracias, hombre.)
Débil, más débil, debilísimo… un susurro de hojas secas:
(sacar… de… esto… hijo.)
(Sí. Tú y Peter. Seguro.)
Salió, siempre sobre un solo pie, y miró alrededor. Nadie había llegado todavía. Eso era admirable; pero su buena suerte no duraría. Allí estaban, la mente de Gard tocaba la de ellos, como una pareja que bailara el vals con la atención debida entre dos desconocidos. Sintió que se ligaban en una
(red)
sola conciencia. No lo oían… o sentían… o lo que fuera. El uso del transformador o la estancia en el granero habían separado su mente de la ajena. Pero pronto sabrían que, como Elvis Presley, gordo, vacilante, aunque vivaz como siempre, acababa de regresar.
El sol era deslumbrante. El aire estaba caliente, lleno de olor a quemado. La casa de Bobbi ardía como un montón de ramas secas en el hogar. Ante su vista, la mitad del techo se derrumbó hacia dentro. Una columna de chispas, casi incoloras en el día que declinaba, se elevó en el aire. Dick, Newt y los otros no habían visto mucho humo porque el incendio ardía sin color. Casi todo el humo lo producían los vehículos incendiados en el patio.
Gard se irguió por un momento sobre la pierna sana, a la puerta del cobertizo. Luego saltó hacia el tendedero. A medio camino cayó, despatarrado, en el suelo. Mientras caía pensó en la pistola sónica que llevaba en el cinturón. Un juguete de niño. Los juguetes de niño no ofrecían seguridad. Si se apretaba el gatillo, el Gardener esencial quedaría súbitamente reducido de un modo drástico. «Plan Tommyknockers para bajar de peso». Ya en el suelo, sacó la pistola de juguete del cinturón, manejándola como si fuese una mina activa, y llegó a rastras hasta el tendedero. Allí, se levantó.
A doce metros de distancia, el resto del techo se derrumbó. Las calientes chispas volaron hacia la huerta y más allá, hasta los bosques. Gard se volvió hacia el granero, pensando otra vez, con tanta potencia como pudo:
«Gracias, amigo mío».
Creyó percibir una respuesta. Alguna respuesta débil, cansada.
Gardener apuntó con la pistola de juguete hacia el granero y apretó el gatillo. De la boca brotó un rayo verde, no más grueso que una mina de lápiz. Se oyó un ruido como de tocino friéndose en la sartén. Por un momento, el rayo verde salpicó el costado del cobertizo, como agua de una manguera. Después, las tablas estallaron en llamas. «Más incendio —pensó Gardener, fatigado—. Qué mal pensarían los bomberos de mí».
Fue saltando hacia la parte trasera de la casa, con la pistola especial en la mano. El sudor le caía por el rostro, mezclado con lágrimas sanguinolentas. «Winston Churchill habría estado feliz de verme», pensó. Y se echó a reír. Vio el Tomcat… y sus mandíbulas se abrieron en otro gran bostezo. Se le ocurrió que quizá Bobbi le había salvado la vida sin saberlo. Era bastante posible que el Valium lo hubiera protegido de la inimaginable carga de poder de la transformadora. Bien podía haber sido el Valium lo que…
Algo estalló dentro de la casa incendiada (uno de los artefactos de Bobbi) con un estruendo de artillería. Gard agachó la cabeza por instinto. Media casa pareció elevarse en el aire. Por suerte para Gardener, fue la mitad más alejada de él. Levantó la mirada al cielo y su segundo bostezo se convirtió en una expresión boquiabierta.
«Allá va la Underwood de Bobbi».
Volaba por el aire. Una máquina de escribir que giraba y giraba en el cielo.
Gard siguió a saltitos y llegó al Tomcat. La llave de contacto estaba puesta. Muy bien. Ya había tenido bastantes dificultades con llaves para el resto de su vida…, lo poco que de ella quedara.
Se izó hasta el asiento. Detrás de él aparecieron algunos vehículos que entraron en el patio. No se volvió a mirarlos. El Tomcat estaba demasiado cerca de la casa. Si no se ponía en marcha de inmediato, se asaría como una manzana.
Giró la llave. El motor no hizo ruido alguno, pero eso no le preocupó. Notó una débil vibración. Dentro de la casa estalló algo más. Las chispas que descendían le quemaron la piel. En el patio iban entrando más vehículos. Las mentes de los Tommyknockers que llegaban se volvían hacia el granero y pensaban.
(asado como una manzana está)
(asado dentro del granero)
(muerto en el cobertizo claro sí)
Bien. Que lo pensaran. El nuevo y perfeccionado Tomcat nada les revelaría: era tan ruidoso como un ninja. Y Gard tenía que ponerse en marcha: la huerta estaba en llamas. Ardían los gigantescos girasoles y los enormes tallos de maíz, con sus ciclópeas e incomestibles mazorcas. Pero el sendero que cruzaba por el medio de la huerta aún era transitable.
(¡Eh está detrás de la casa! ¡Está vivo todavía!)
Gardener miró a la derecha y vio, horrorizado, que Nancy cruzaba como un bramido el campo pedregoso, entre la casa y el cerco de madera que delimitaba la propiedad de los Hurd. La Voss se le echaba encima montada en una motocicleta, con el cabello hecho trenzas que volaban detrás de ella. Su rostro era el de una bruja… aunque comparada con Sissy parecía Blancanieves.
(¡Eh! ¡Aquí atrás! Aquí atrás)
«Oh, maldita bruja», pensó Gardener. Y levantó la pistola sónica.
23
Veinte o treinta de ellos habían entrado en el patio. Allí estaban Adley y Kyle, Frank Spruce, los Golden, Rosalie Skehan y papá Cooder. Newt y Dick habían vuelto a la carretera y mantenían todo en orden.
Todos ellos giraron hacia
(¡Aquí! ¡Aquí atrás! ¡El hijo de puta está todavía!)
los gritos de Nancy Voss. Todos la vieron lanzarse por el terreno en la motocicleta, como un jockey sobre un potro a todo galope, en tanto la dura suspensión de la Yamaha la sacudía hacia arriba y hacia abajo. Todos vieron el fino rayo verde que brotaba por detrás de la casa y la envolvía.
Ninguno de ellos observó que el tendedero giraba de nuevo.
24
Todo un lado del granero estaba en llamas. Parte del techo se derrumbó. Las chispas se arremolinaron en una gorda espiral. Una aterrizó en un montón de trapos grasientos, que se abrieron en rosas de fuego.
«Liberación —pensó Ev Hillman—. Lo último de todo. Lo último…»
La transformadora empezó a palpitar en verde brillante por última vez. Durante un par de segundos rivalizó con el fuego.
25
Dick Allison oyó el crujido del tendedero. Su mente estaba llena de un grito de ira, furioso, visceral, puesto que Gardener aún seguía vivo. Todo ocurrió demasiado rápido. Nancy Voss era una llameante muñeca de trapo en el suelo, al costado de la casa de Bobbi. Su Yamaha continuó la carrera veinte metros más, chocó con una piedra y giró sobre sí.
Dick vio las moles quemadas de la furgoneta de Bobbi, la camioneta de Moss, el Oldsmobile de los Bozeman…, y luego, el tendedero.
(¡Apartaos! ¡Apartaos! ¡Apar…!)
Pero no hubo oportunidad. Dick se había separado de la red y no pudo pasar más allá de los dos pensamientos, que ella transmitía, como un primitivo ritmo de rock:
(todavía vivo. Detrás de la casa. Todavía vivo. Detrás de la casa)
Iban llegando más personas, que se movían por el patio como la marea, sin prestar atención a la casa en llamas, al granero en llamas, a los vehículos ennegrecidos.
(¡No! ¡Malditos idiotas! ¡No! ¡Echaos atrás! ¡Fuera!)
Newt miraba el infierno de la casa, hipnotizado, sin prestar atención al tendedero que giraba cada vez más rápido. Y, en ese momento, Dick lo hubiera matado de buen grado. Pero aún lo necesitaba. Por eso, se contentó con empujarlo rudamente a tierra y con caer sobre él.
Un momento después, la sombrilla verde esparció su delicada tela sobre el patio, una vez más.
26
Gard oyó los gritos (esa vez en multitud) y los anuló lo mejor que pudo. No importaban. Nada importaba, salvo llegar a la última parada de la línea.
No tenía sentido que intentara hacer que el Tomcat volara. Metió la primera y cruzó la monstruosa e inútil huerta llameante de Bobbi.
En cierto instante pensó que no lograría su propósito; el fuego había prendido en las hierbas y las gigantescas hortalizas antes de lo que él creía. El calor era tremendo. Sus pulmones no tardarían en hervir.
Oyó ruidos sordos, como gruesas piñas que estallaran entre las brasas. Al desviar la vista, vio que las calabazas y los melones estaban explotando como piñas entre brasas.
El volante del Tomcat empezó a levantarle ampollas en las manos.
Calor en la cabeza, Gardener se llevó la mano a la frente. Su cabello ardía.
27
Todo el interior del granero estaba en llamas. En el centro de todo ello la transformadora pulsaba como un ojo de gato en el infierno.
Peter yacía de costado, con las patas quietas por fin. Ev Hillman miraba la transformadora con agotada concentración. El fluido que lo envolvía se estaba poniendo muy, pero que muy caliente. Eso no importaba; no había dolor en el sentido físico. El aislamiento del cable principal que lo conectaba a la transformadora empezaba a fundirse. Pero la conexión se mantenía. Por el momento se mantenía, pese al incendio. Y Ev Hillman pensó:
«Lo último. Darle una oportunidad de huir. Lo último…»
LO ÚLTIMO
se leyó en la pantalla del ordenador.
LO ÚLTIMO LO ÚLTIMO LO ÚLTIMO
y después se llenó de nueves.
28
La destrucción en el patio de Bobbi Anderson era increíble.
Dick y Newt la presenciaban, fascinados, casi incrédulos. Como aquel día en el bosque, con el viejo y el policía, Dick se descubrió mientras se preguntaba cómo era posible que las cosas salieran tan mal. Los dos (ellos y todos los otros que aún no habían llegado) estaban alejados del mortífero perímetro de la sombrilla, pero aun así, Dick no se levantaba. No estaba seguro de poder hacerlo.
La gente ardía en el patio como un montón de espantapájaros secos. Algunos corrían, aleteaban, aullaban y chillaban con la voz y con la mente. Frank Spruce caminó con lentitud hasta más allá de donde se encontraban Dick y Newt con medio rostro quemado; por ese lado, la mandíbula asomaba en media sonrisa. Se oían las explosiones de las armas que algunos llevaban y que se estaban autodestruyendo.
Los ojos de Dick se encontraron con los de Newt.
(¡Haz que vayan por el otro lado! ¡Deben flanquearlo! Hay que…)
(Sí ya veo pero por Dios hay diez o veinte de los nuestros ardiendo.)
(¡Basta de lloriquear qué joder!)
Newt retrocedió, con los labios estirados en una mueca sin dientes. Dick no le prestó atención. La red mental se había desarmado. Ahora podía hacerse oír.
(¡Dad la vuelta! ¡Dad la vuelta! ¡Detenedlo! ¡Detened al borracho! ¡Dad la vuelta!)
Empezaron a moverse, con lentitud en un principio, deslumbrados. Después, cada vez más deprisa, más decididos.
29
En la pantalla del ordenador se produjo una gran explosión. Hubo un estruendo de toses, como si algún gigante carraspeara para despejar de flemas la garganta. Un denso fluido verde brotó del cubículo para ducha donde Ev Hillman había estado prisionero. Se encontró con el fuego y produjo un mortífero vapor verde. Ev, misericordiosamente muerto por fin, se deslizó como un pez desde una pecera rota. Un momento más tarde, Peter fue tras él. Anne Anderson fue la última, con las manos muertas aún crispadas en garras.
30
La sombrilla de fuego se apagó. Ya no se oían más ruidos que los gritos de los moribundos y la insistente voz de Dick. El día era un infierno. El patio de Bobbi, un sucio estanque lleno de islas ígneas. Pero los Tommyknockers siempre provocaban fuego al final, y se acostumbraban a él con prontitud.
Newt unió su voz a la de Dick. Kyle había muerto. Adley estaba quemado; de cualquier modo, unió su propia voz, mortalmente herida, a la de ellos.
(¡Atrapadlo antes de que llegue a la nave! ¡Todavía está vivo! ¡Atrapadlo antes de que llegue a la nave! ¡Antes de que llegue a la nave!)
Los Tommyknockers habían recibido un fuerte castigo. El hecho de que quince de ellos yacieran cocinados en el patio de Bobbi no tenía mucha importancia. Pero Bobbi había muerto; Kyle, también; a Adley le faltaba poco; la transformadora había sido destruida, justo cuando el cierre de las fronteras la hacía críticamente necesaria. Y Gardener seguía con vida. Cosa increíble: Gardener seguía con vida.
Lo peor era, tal vez, que el viento empezaba a cobrar fuerza.
31
(atrapadlo y que sea pronto)
En la red. Los Tommyknockers estaban en la red.
Llegaban a través de los sembrados; iban hacia el fuego que se esparcía.
(¡Pronto!)
Dick Allison se volvió hacia la ciudad y la red giró con él, como un disco de radar. Percibió el aturdimiento de Hazel ante el giro de los acontecimientos.
Él.
(la red)
apartó aquello.
(lo que tengas por ese lado, Hazel: envíalo contra él)
Dick se volvió hacia Newt.
—No tenías por qué empujarme con tanta fuerza —comentó Newt, mohíno, mientras se limpiaba un poco de sangre de la barbilla.
—Deja de joder —dijo Dick, con toda deliberación—. Vamos a atrapar a ese hijo de puta.
32
El tendedero, ya quieto, había iniciado un incendio que se extendía desde la casa de Bobbi en un abanico de fuego. La casa, de la que sólo quedaban negros huesos ardiendo con ruido sordo en una roja columna de fuego, era el punto de origen. Las alas se extendían a través de la repugnante huerta; al arder las plantas mutantes, el fuego adquiría una tonalidad verde.
Entre las llamas pasaba Jim Gardener, coronado por su humeante cabello. La camisa también se estaba quemando; una de las mangas escupió humo y se incendió. Él la apagó a manotazos. Tenía ganas de gritar, pero se sentía demasiado cansado, demasiado soñoliento.
«He sido mal usado —pensó Gardener—, y no es culpa de nadie, sino mía».
Llegó al extremo de la huerta. El Tomcat se bamboleó y prosiguió su marcha por una leve pendiente, hasta entrar en el bosque. Las matas bajas y espesas se estaban quemando a los lados de la senda. Hacia los Bosques Indios se extendían ya algunas lenguas de fuego. A Gard le importaban muy poco. La sensación de estar a punto de verse horneado iba pasando. De repente se golpeó la cabeza. Su cabello tenía un olor espantoso, como a comida frita por un niño.
En el momento que entró en el bosque con el Tomcat, una llama verde siseó sobre su hombro derecho.
Gard se desvió hacia la izquierda, agachando la cabeza, y volvió la mirada atrás. Allí estaba Hanck Buck, con su propia pistola sónica. Hanck había llegado a la granja en motocicleta; después de abandonarla en el mismo lugar en que Nancy Voss yacía en ruinas, se levantó para echar a correr.
Gardener soltó el volante, giró el cuerpo, con la pistola bien sujeta en la mano derecha, y se agarró la muñeca con la otra mano. Apretó el gatillo. El fino rayo brotó del arma y, más por suerte que por habilidad, alcanzó a Hanck en el lado izquierdo del pecho. Se oyó otra vez ese ruido de tocino frito. La muerte verde chapoteó en el rostro de Hanck, que cayó al suelo.
Gardener volvió a mirar hacia delante y vio que el Tomcat avanzaba hacia un inmenso pino ardiendo, a unos cómodos siete kilómetros por hora. Hizo girar el volante con las manos llenas de ampollas y logró apenas evitar una colisión frontal. Una de las ruedas rozó el tronco del árbol; por un momento, Gardener se encontró empujando fragantes ramas ardientes como quien se abre paso entre cortinas incendiadas. El pequeño tractor se inclinó de modo alarmante, vaciló… y se posó de nuevo sobre las cuatro ruedas. Gardener empujó la palanca del acelerador hasta donde pudo y se sujetó, en tanto el Tomcat se abría paso entre los árboles.
33
Se acercaban. Los Tommyknockers se acercaban. Llegaban a lo largo de las alas ensanchadas de aquel feroz abanico. Dick Allison empezó a sentir una especie de furiosa desesperación, porque no lograrían atraparle. Gardener había podido usar el sendero, y eso lo cambiaba todo. Tres minutos más (tal vez uno solo) y Gardener se habría cocinado. Cuatro de los Tommyknockers (la señora Eileen Crenshaw y el reverendo Goohringer entre ellos) trataron de seguirle por allí, pero se quemaron vivos. Dos de las gigantescas plantas de maíz en llamas se derrumbaron sobre la señora Crenshaw, que entre chillidos soltó el volante del buggy. El vehículo se hundió de inmediato en las profundidades de la huerta incendiada. Sus neumáticos estallaron como bombas. Apenas unos segundos después, el fuego inundaba toda la senda.
Dick se sentía frustrado hasta la médula. No era la primera vez que la «conversión» resultaba desviada e interrumpida; aunque no con frecuencia, había ocurrido alguna vez, pero siempre como resultado de alguna intervención natural; de la misma manera que toda una generación de larvas de mosquito, que se estuviera gestando en un estanque tranquilo, podría morir por la descarga de un rayo durante una tormenta de verano. Pero no se trataba de una tormenta eléctrica, ni de un acontecimiento natural, sino de un hombre, un solo hombre a quien todos habían contemplado con el cauteloso desprecio que se da a un perro estúpido que puede morder. Era un solo hombre, que pasaba casi todo el tiempo de convivencia con Bobbi en un estupor de ebriedad; un solo hombre que, de algún modo, había engañado a Bobbi hasta matarla y que se negaba a morir, no importaba qué hicieran ellos.
«¡No nos dejaremos detener por un solo hombre!», pensó Dick, frenético. Pero ¿había, en realidad, algún modo de impedir que eso ocurriera? El frente de incendio se había extendido con demasiada celeridad como para que ellos lograran atraparle. Gardener se las había arreglado para huir por el centro de un callejón de fuego que sería el único. Hanck Buck le había disparado…, pero, de algún modo, el grandísimo hijo de puta se las había apañado para matarle.
Dick estaba en un perfecto éxtasis de furia (Newt, al darse cuenta, optó por mantenerse a distancia, puesto que su compañero pesaba diez kilos más y tenía diez años menos); pero en el centro de esa ira había terror, como un frío cuajo de crema rancia en medio de un chocolate envenenado.
Los Tommyknockers, según Bobbi había dicho a Gardener, eran grandes viajeros estelares. Eso era cierto. Pero nunca, en ninguna parte, se habían encontrado con nadie como aquel hombre solo, que proseguía su avance, aun con el tobillo destrozado, la gran pérdida de sangre y la ingestión de una droga que habría debido dejarle inconsciente hacía ya quince minutos, pese a lo que había vomitado.
Imposible…, pero así era.
De algún modo, el fuego, que debía impedir a Gardener llegar hasta la nave, se estaba convirtiendo en su aliado al escudarle.
Sólo quedaban los monitores automáticos: los artefactos.
—Lo liquidarán —susurró Dick.
Estaba de pie con Newt, como dos generales, en una loma al lado de la casa. Contemplaban a la gente que corría hacia los bosques…, pero en dos direcciones enfurecedoramente oblicuas. Dick abrió las manos; las cerró; volvió a abrirlas y a cerrarlas. En el cuello le latía la verde sangre.
—Lo liquidarán. No podrá llegar a la nave. No podrá, no podrá.
Newt Berringer guardó un prudente silencio.
34
El detector de humo, como si él mismo fuese un platillo volante, se movía en silencio por el bosque, con la luz roja del sensor instalada baja, pulsando, errática. Hazel McCready lo manejaba con sus propias manos. Había captado la ola de furia, desesperación y enojo de Dick Allison y estaba decidida a encargarse personalmente de Gardener, aunque fuese por control remoto. Primero puso a Pauline Goudge, que le parecía más digna de confianza, a cargo de otro asunto; después, fue a su oficina y cerró la puerta con llave.
Del último cajón de su archivo sacó una radio algo más pequeña que el equipo eliminador del difunto Hanck Buck. La puso en el escritorio, la encendió y se colocó el auricular que sacó del cesto de la correspondencia.
Tenía los ojos cerrados, pero veía pasar los árboles a ambos lados del detector de humo, que zumbaba por el bosque a dos metros de altura. Gardener no habría podido dejar de pensar en la secuencia de El retorno del Jedi, en donde los buenos persiguen a los malos por un bosque, interminable al parecer, a velocidad suicida, en motocicletas que parecen aéreas.
Sin embargo, Hazel no tenía tiempo para metáforas, nunca lo tendría si salían de eso, porque los Tommyknockers no eran muy afectos a las metáforas.
Una parte de ella (la parte del detector de humo en el lado mecánico de la interfase cibernética que ella había hecho) quería cumplir su función original y emitir la señal sónica, porque los bosques estaban llenos de humo. Era similar a la sensación que se tiene cuando el estornudo amenaza como un chaparrón.
El detector de humo se ladeó de lado a lado con facilidad, cambió de dirección entre los árboles, apareció por encima de las lomas y volvió a bajar como un pequeñísimo fumigador de sembrados.
Hazel, inclinada, con el auricular bien hundido en la oreja, se concentró con ferocidad. Estaba exigiendo una velocidad superior a la prudente al pequeño artefacto, pero la posición original del objeto había sido la frontera entre Haven y Newport, a casi ocho kilómetros de la nave. Tenía que llegar a Gardener y el tiempo escaseaba.
El aparato viró hacia un lado, y esquivó a duras penas un pequeño pino. Se había salvado por poco, pero… Allí estaba. Y también la nave, que emitía sus ecos de luz y tatuaba sus sombras danzantes en los árboles.
El detector de humo permaneció suspendido por encima del espeso colchón de agujas de pino, sólo durante un momento. Luego, se lanzó hacia Gardener. Hazel se preparó para encender el dispositivo ultrasónico que convertiría los huesos de Gardener en fragmentos aplastados dentro de su cuerpo.
35
«¡Eh, Gard! ¡A tu izquierda!»
La voz era increíble. También, inconfundible. Era la voz de Bobbi Anderson. La Bobbi antigua y sin perfeccionar. Pero Gardener no tuvo tiempo de pensar en eso. Miró a la izquierda y vio algo que salía de entre los árboles, enfilando hacia él. Era de color tostado. Abajo tenía una luz roja encendida. Fue cuanto pudo ver.
Levantó la pistola, al tiempo que se preguntaba qué esperanza tenía de hacer blanco en aquello. Y en ese mismo instante hubo un chillido agudo, salvaje, como si todos los mosquitos del mundo silbaran en una perfecta armonía que le llenó los oídos…, la cabeza…, el cuerpo. Sí, estaba dentro de él. Y todo empezaba a vibrar en su interior.
Entonces sintió como si unas manos agarraran su muñeca y la hicieran girar. Disparó. El fuego verde cruzó la luz del sol. El detector de humo estalló. Varios fragmentos de plástico mellado volaron cerca de su cabeza, y pasaron a muy poca distancia de él.
36
Hazel lanzó un grito y se irguió en su vieja silla giratoria. Un tremendo rebote de energía brotó a través del auricular. Ella le lanzó un manotazo…, pero falló. Tenía el adminículo en la oreja izquierda. Por la derecha surgió una súbita escupida de líquido espeso y verdoso; parecía papilla de cereal, pero radiactiva. Por un momento, su cerebro continuó escapando de la cabeza por el oído; después, la presión resultó excesiva. El lado derecho de su cráneo se abrió como una flor extraña y su masa cerebral fue a dar contra el calendario de la pared, con un chasquido líquido.
Hazel cayó en el escritorio, laxa, con las manos extendidas y los incrédulos ojos fijos en la nada.
La radio zumbó un rato. Por fin, quedó muda.
37
«¿Bobbi?», pensó Gardener, mirando alrededor como enloquecido.
«Jódete, viejo tonto —respondió una voz divertida—. Ésta es toda la ayuda que recibirás. Después de todo he muerto. ¿Recuerdas?»
«Recuerdo, Bobbi».
«Un consejo: cuídate de las aspiradoras rabiosas».
Y desapareció, si acaso había estado allí. Gardener sintió el chirriante estruendo de un árbol que se derrumbaba tras él. Entre la casa y el sitio donde estaba, los bosques empezaban a parecer un hogar abierto. En ese momento, oyó voces detrás de él: voces mentales y gritos. Voces de Tommyknockers.
Pero Bobbi había desaparecido.
«Lo has imaginado, Gard. La parte de ti que quiere a Bobbi, que necesita a Bobbi, trata de reinventarla. Eso es todo».
«Sí ¿y qué me dices de esa mano? ¿La mano que guió la mía? ¿Eso también lo he inventado? Yo no podría haber hecho blanco en ese objeto. Ni la misma Annie Oakley habría acertado sin ayuda».
Pero las voces, tanto en el aire como dentro de su cabeza, empezaban a acercarse. El fuego, también. Gardener aspiró una bocanada de humo, puso el Tomcat otra vez en marcha y siguió adelante. Por el momento no había tiempo para debates.
Se encaminó hacia la nave. Cinco minutos después, salía al claro.
38
—¿Hazel? —gritó Newt, en una especie de terror religioso—. ¿Hazel, Hazel?
—¡Sí, Hazel! —le gritó Dick Allison a su vez furioso. Y ya no pudo contenerse más. Se arrojó contra Newt—. ¡Imbécil, estúpido!
—¡Hijo de puta! —le escupió Newt.
Y los dos rodaron por tierra, relampagueantes los ojos verdes, buscándose el cuello mutuamente. Eso no era del todo lógico en esas circunstancias, pero cualquier parecido entre los Tommyknockers y el señor Spock era pura coincidencia.
Las manos de Dick hallaron los pliegues barbados en el cuello de Newt y empezaron a apretar. Los dedos perforaron la carne y entre ellos asomaron burbujas de sangre verde. Levantó a Newt y lo estrelló contra el suelo, una y otra vez. Los forcejeos de su víctima se hicieron cada vez más débiles. Dick lo acogotó hasta matarlo.
Entonces descubrió que se sentía un poco mejor.
39
Gard descendió del Tomcat, se tambaleó, perdió el equilibrio y cayó. En ese mismo instante, un proyectil que zumbaba y gruñía atravesó el aire, allí donde él había estado un momento antes. Gardener se quedó mirando con expresión estúpida la aspiradora Electrolux que había estado a punto de arrancarle la cabeza.
Voló como un torpedo a través del claro, giró y regresó hacia él. En un extremo tenía algo que distorsionaba el aire, convirtiéndolo en una ondulación plateada: algo así como una hélice.
Gardener pensó en el agujero redondo abierto en la puerta del granero y la saliva se le secó en la boca.
«Cuídate de las…»
Se lanzó como una tromba hacia él; aquel suplemento cortante gemía y zumbaba como el motor de un avión de juguete con propulsión de gasolina. Las ruedecitas, que se suponía servían para facilitar el trabajo al ama de casa, por cuanto llevaba su fiel aspiradora tras ella de habitación en habitación, giraban, ociosas, en el aire. El agujero donde se enroscaban las diversas mangueras permanecía abierto como una boca atónita.
Gardener fingió arrojarse a la derecha, pero sostuvo su posición un momento más; si saltaba demasiado pronto, el artefacto lo haría al mismo tiempo que él y le masticaría las tripas, así como había masticado la puerta del granero ante la llamada de Bobbi.
Esperó; amagó hacia la izquierda y, en el último instante, se arrojó hacia la derecha. Cayó a tierra. Los huesos se le juntaron en el tobillo destrozado; Gardener lanzó un angustioso aullido. La Electrolux se estrelló. La hélice mordió el polvo. Después rebotó, como un avión que se eleva en el aire otra vez después de haber aterrizado con demasiada brusquedad. Salió disparada hacia el gran platillo inclinado y se ladeó para un nuevo ataque. Ahora, el cable que había utilizado para manejar los botones asomaba por el agujero de las mangueras. El cable silbaba en el aire: un ruido seco, como de serpiente, que Gardener apenas recibió entre el rugir del incendio. El cable se movió en el aire y, por un momento, Gard recordó cierto rodeo al que su madre lo había llevado en una ocasión. Había un vaquero de alto sombrero blanco que hacía trucos con el lazo. Por ejemplo, lo sostenía girando en el aire a la altura de los tobillos mientras entraba y salía del círculo, al tiempo que tocaba la armónica. El cable que giraba fuera de aquel agujero se parecía a la soga del vaquero.
«Esa porquería te cortará la cabeza como si fuese mantequilla, Gard».
La Electrolux silbó hacia él, arrastrando la sombra por abajo.
Gardener, de rodillas, la apuntó con la pistola sónica y disparó. La aspiradora se desvió, pero aun así Gardener logró rozarla. Se desprendió un trozo de cromado por encima de una rueda trasera. El cable dibujó una línea ondulante en el polvo.
(atrapadlo)
(sí atrapadlo antes)
(antes de que pueda dañar la nave)
Más cerca. Las voces estaban más cerca. Había que terminar con eso.
La aspiradora rodeó un árbol y volvió. Ascendió un poco, inclinada hacia arriba, y se dejó caer en un picado de kamikaze, mientras hacía girar a más velocidad aquella hélice cortante.
Gardener se serenó pensando en Ted, el hombre nuclear.
«Tendrías que echar un vistazo a esta porquería, Teddy querido —pensó—. ¡Te volverías loco con todo eso! ¡Es mejor vivir con electricidad!»
Apretó el gatillo de su pistola de juguete. Cuando el fino rayo verde chapoteó contra el hocico de la aspiradora, Gard se arrojó hacia adelante, arrastrando los pies, pese al tobillo fracturado. La Electrolux se estrelló junto al Tomcat y quedó un metro sepultada en la tierra. Por el extremo que asomaba, surgió una compacta nubecita de humo negro. Hizo un ruido denso, como una ventosidad, y murió.
Gardener se puso de pie, con ayuda del Tomcat, en el cual se apoyó. La pistola espacial le colgaba de la mano derecha. Vio que el cañón de plástico estaba parcialmente fundido. No serviría para mucho más. Y lo mismo podía decir de su persona.
La aspiradora había muerto; asomaba del suelo como una bomba fallida. Pero había abundancia de artefactos que marchaban con entusiasmo por los bosques, algunos volando, otros sobre ruedas improvisadas. No podía esperar en ese sitio.
¿Qué había sido lo que el viejo pensara al final? «Lo último… y Liberación».
—Linda palabra —dijo Gardener, con voz ronca—. Liiiberación. Hermosa palabra.
Recordó que también era el título de una novela. Una novela escrita por un poeta, James Dickey, sobre hombres de la ciudad que han de verse aporreados, asaltados y sodomizados antes de descubrir que, después de todo, eran buenos muchachos. Pero en ese libro había una frase… Uno de los hombres miraba a otro y le decía, con tranquilidad: «Las máquinas van a fallar, Lewis».
Eso esperaba Gardener, por cierto.
Brincó hasta el cobertizo y apretó el botón que iniciaba el descenso del estribo. Tendría que bajar por el cable, mano sobre mano. Era estúpido, pero en eso consistía la tecnología de los Tommyknockers. El motor empezó a gemir. El cable descendió. Gardener saltó hasta la excavación y miró hacia abajo. Si lograba llegar al fondo, estaría a salvo.
A salvo entre los Tommyknockers muertos.
El motor se detuvo. Vagamente vislumbró el inútil estribo en el fondo. Las voces estaban más próximas, así como el fuego; y presintió que todo un desfile de artefactos se cernía sobre él. No importaba. Había salvado todos los obstáculos y, de algún modo, alcanzaría la línea de llegada antes que los demás.
¡Felicidades, señor Gardener! ¡Ha ganado usted un platillo volante! ¿Quiere abandonar o se arriesga por unas vacaciones en el espacio profundo con los gastos pagados?
—¡A la mierda con todo! —graznó Gardener, y arrojó a un lado el juguete medio fundido—. Manos a la obra.
Eso también tenía reverberaciones.
Se cogió del cable y se balanceó encima de la zanja. En ese momento, lo recordó. Claro: Gary Gilmore. Era lo que había dicho Gary Gilmore antes de enfrentarse al pelotón de fusilamiento, en Utah.
40
Promediaba ya el descenso cuando se dio cuenta de que había agotado hasta el último resto de su energía física. Si no se apresuraba, caería al fondo.
Empezó a bajar más deprisa, entre maldiciones por la poca previsión que les había llevado a instalar los controles del motor tan lejos de la zanja. El sudor, caliente, picante, se le metía en los ojos. Sus músculos daban brincos y se estremecían. El estómago empezaba a darle vueltas otra vez. Se le resbalaron las manos…, cobraron asidero…, resbalaron otra vez. De pronto, el cable comenzó a correr por entre sus dedos como manteca derretida. Apretó, gritando de dolor al aumentar la fricción. Un hilo de acero que se había desprendido del cable le pinchó la palma de la mano.
—¡Dios! —aulló Gardener—. ¡Oh, Dios bendito!
Aterrizó limpiamente en el estribo… con el pie destrozado. El dolor fue un rugido pierna arriba, a través de su vientre y de su cuello. Pareció desgarrarle la cabeza. Su rodilla cedió y golpeó el flanco de la nave. La rótula sonó como una botella al ser descorchada.
Gardener sintió que se desmayaba y resistió. Allí estaba la escotilla, todavía abierta. Los renovadores de aire seguían zumbando.
Su pierna izquierda era una helada muralla de dolor. Cuando bajó la mirada observó que, como por arte de magia, se había vuelto más corta que la derecha. Y parecía…, bueno, parecía contorsionada, como un cigarrillo que lleva tiempo en un bolsillo.
—Por Dios, me estoy desmontando —susurró.
Y entonces, para sorpresa suya, se echó a reír. Sin duda en todo aquello había algo recomendable: era mucho más interesante que saltar desde un rompeolas, atacado por la resaca de una borrachera.
Arriba se oyó un zumbido agudo, dulce. Había llegado algo más. Gardener no se quedó a ver qué era. Lo que hizo fue impulsarse hacia el interior de la escotilla y arrastrarse por el corredor circular. La luz de las paredes relumbraba con suavidad en los planos de su demacrado rostro, y esa luz (blanca, no verde) era agradable. Quien hubiese visto a Gardener bajo aquella luz habría creído que no estaba agonizando. Casi.
41
Anoche, ya tarde, y la noche anterior
por el bosque y a través del río
los Tommyknockers, los Tommyknockers,
golpeando a la puerta
a casa de la abuela vamos
Parecen muy quietos, pero no están muertos
el caballo sabe llevar el trineo
¡Gripe Tommyknocker te afecta el cerebro!
(sobre helados campos de nieve)
Con la cabeza llena de rimas tontas, Gardener se arrastró por el corredor. Se detuvo una vez para volver la cabeza y vomitar. Allí el aire se notaba todavía bastante rancio, qué joder. Un canario de minero estaría ya tendido en el fondo de la jaula, vivo, mas sólo por un pelo.
«Pero la maquinaria, Gard…, ¿la oyes? ¿Te das cuenta de lo mucho que ha aumentado su volumen desde que has entrado?»
Sí. Sonaba más fuerte, más confiada. No eran sólo los renovadores de aire: allá, en el fondo de la nave, otra maquinaria estaba surgiendo a la vida. Las luces aumentaban su potencia. La nave se alimentaba de lo que restaba de él. Bien, que lo hiciera.
Llegó a la primera escotilla interior y miró hacia atrás, con el entrecejo fruncido: hacia la escotilla que daba a la zanja. Muy pronto llegarían al claro; tal vez ya estaban allí. Hasta quizá trataran de seguirlo. A juzgar por las deslumbradas reacciones de sus «ayudantes» (ni siquiera el terco de Freeman Moss se había mostrado del todo inmune), no parecía posible que fueran a…, pero era preciso tener en cuenta que estaban desesperados. Gard quería asegurarse de que los chiflados desaparecerían de su vida para siempre. Bien sabía Dios que no le quedaba mucha en realidad, pero no era cuestión de que aquellos gilipollas arruinaran lo poco que le restaba.
El dolor floreció en su cabeza, renovado, e hizo que lagrimeara, tironeándole del cerebro como un anzuelo. Pero no era nada comparado con el dolor de la pierna y el tobillo. No le sorprendió comprobar que la escotilla principal se había cerrado. ¿Podría abrirla otra vez, si así lo deseaba? Le pareció dudoso. Ahora estaba encerrado…, encerrado con los Tommyknockers muertos.
«¿Muertos? ¿Podrías asegurar que están muertos?»
No: todo lo contrario. Estaba seguro de que no habían muerto. Habían tenido vida suficiente para iniciar todo aquello otra vez, para convertir a Haven en una extraña fábrica de municiones. ¿Muertos?
—¡Improbable, qué joder! —graznó Gardener.
Y se izó a través de otra escotilla, hacia el corredor que estaba más allá. La maquinaria zumbaba y latía en las entrañas de la nave. Al tocar la relumbrante pared curva sentiría la vibración.
«¿Muertos? Oh, no. Te estás arrastrando por la casa embrujada más antigua del universo, viejo Gard».
Creyó oír un ruido y dio un apresurado giro en redondo, con el corazón acelerado y las glándulas salivales manando jugo amargo en su boca. No había nada allí, por supuesto; pero sí lo había. «Tuve un motivo perfecto para armar toda esta bulla. Conocí a los Tommyknockers y eran nosotros».
—Ayúdame, Dios mío —rogó Gardener.
Se apartó el maloliente cabello de los ojos. Por encima de él se veía la estrechísima escalera para arañas, con los peldaños bien separados…, cada uno con aquella profunda muesca inquietante en el medio. Esa escalerilla rotaría hasta la posición vertical cuando… sí… la nave tomara su debida posición horizontal para el vuelo.
«Ahora se huele algo aquí. Con renovadores de aire o no, hay un olor. El olor de la muerte, creo. De muerte vieja. Y demencia».
—Por favor, Dios mío, ayúdame un poquito, ¿eh? Lo único que pido es una ayudita para este chico, ¿sí?
Siempre conversando con Dios, Gardener se movió más deprisa. Pronto llegó al cuarto de mandos y se descolgó hasta él.
42
Los Tommyknockers estaban en el borde del claro y miraban a Dick. A cada minuto llegaban más. Llegaban… y se detenían, como simples ordenadores que ya hubieran ejecutado sus pocos programas.
Se quedaban mirando el plano inclinado de la nave…, a Dick…, otra vez la nave…, otra vez a Dick. Eran como una muchedumbre de sonámbulos en un partido de tenis. Dick sentía a los otros, aquellos que habían vuelto a la aldea para ocuparse de defender las fronteras. También esperaban, mirando por los ojos de quienes estaban allí.
Detrás de ellos, el incendio se acercaba cada vez más, y ganaba fuerza. El claro empezaba a llenarse con volutas de humo. Unos cuantos tosían…, pero nadie se movió.
Dick los miró a su vez, intrigado. ¿Qué querían de él? De pronto comprendió: sólo él quedaba de «los del granero». Los otros habían desaparecido y la muerte de cada uno, directa o indirectamente, era culpa de Gardener. En realidad, resultaba inexplicable y bastante amedrentador. Dick estaba cada vez más convencido de que no existía nada igual en la larguísima experiencia de los Tommyknockers.
«Me miran porque soy el último. Se supone que he de ordenarles qué deben hacer a continuación».
Pero nada había que pudieran hacer. Gardener debería haber perdido aquella carrera, mas no había sido así, de algún modo, y sólo les quedaba esperar. Esperar, observar y confiar en que la nave lo matara de alguna manera antes de que él hiciera algo. Antes de que…
Una mano grande se estiró de súbito en la cabeza de Dick Allison y le estrujó el cerebro. Sus manos volaron a las sienes, con los dedos convertidos en tiesas arañas galvanizadas. Trató de gritar, mas no pudo. Tuvo una vaga conciencia de que allá abajo, en el claro, la gente caía de rodillas en hileras, como peregrinos que presencian un milagro o una aparición divina.
La nave había empezado a vibrar; el sonido llenaba el aire con un zumbido denso, subaural.
Dick lo supo…, y entonces, mientras los ojos se le salían de la cabeza como trozos de gelatina mohosa medio congelados, no supo más. Nunca más.
43
«Una pequeña ayuda, Dios mío, ¿hacemos el trato?»
Estaba sentado en medio del cuarto hexagonal inclinado, con la pierna fracturada y torcida hacia adelante, cerca del sitio por donde brotaba del suelo el grueso cable principal.
«Una pequeña ayuda para este chico. Sé que no soy gran cosa; disparé contra mi mujer, ¡qué maravilla!, disparé contra mi mejor amiga, otra cosa espléndida, qué joder. Una cosa espléndida nueva y mejorada, se podría decir, pero por favor, Dios, en este momento necesito tu ayuda».
Y no era una exageración. Todo lo contrario. Necesitaba algo más que una pequeña ayuda. El grueso cable se dividía en ocho más delgados, cada uno de los cuales terminaba en un par de auriculares grandes. Si lo del granero había sido como jugar a la ruleta rusa, esto era como meter la cabeza en un cañón y pedir a alguien que lo disparase.
Pero había que hacerlo.
Tomó uno de los auriculares; otra vez, llamó la atención para que los centros se abultaran hacia dentro; después echó un vistazo a la maraña de cuerpos pardos, resecos, amontonados en el otro extremo de la sala.
¿Tommyknockers? El nombre, aunque tontín-ton-tón, era demasiado para ellos. Cavernícolas del espacio, eso habían sido. Largas garras dedicadas a operar máquinas que ellos fabricaban, pero que ni siquiera trataban de entender. Pies como patas de gallos de pelea. Esa cosa era un tumor maligno que debía ser extirpado de inmediato.
«Por favor, Dios, que mi pequeña idea sea acertada».
¿Sería posible aprovechar la fuerza de todos ellos?, ésa era la pregunta por el premio máximo, ¿verdad? Si la «conversión» era un sistema cerrado (algo en el pellejo de la nave que se había biodegradado en la atmósfera, simplemente), o quizá no. Pero Gardener había llegado a pensar que era algo más (o tal vez sólo se trataba de un deseo suyo); aquello funcionaba como un sistema abierto mediante el cual la nave alimentaba a los humanos, haciéndoles «convertirse», y los humanos, a la vez, alimentaban la nave para que pudiera…, ¿qué? Volver, por supuesto. ¿Se podía usar la palabra «resurrección»? No, por desgracia, no. Demasiado noble. Si él estaba en lo cierto, se trataba de una especie de colores y decorados chillones, no mitos inmortales ni credos religiosos. Un sistema abierto…, un sistema esclavista…, en el sentido literal de la palabra; un sistema de váyanse-todos-a-la-mierda.
«Por favor, Dios. Una ayudita ahora, ahora».
Gardener se puso los auriculares.
Ocurrió de forma instantánea. En esa ocasión no hubo dolor: sólo una gran radiación blanca. Las luces de la sala de mandos se encendieron en toda su potencia. Una de las paredes volvió a convertirse en una gran ventana que mostró el cielo ahumado y el borde de los árboles. Después, otra de las ocho paredes se tornó transparente…, y otra…, y otra más. En el curso de pocos segundos, Gard se encontró como sentado en el espacio abierto, con el cielo encima y la zanja, con su red plateada, a cada lado. La nave parecía haber desaparecido. Disponía de un ángulo de visión de trescientos sesenta grados.
Los motores se encendieron, uno a uno, y alcanzaron su última potencia.
En algún sitio sonaba un timbre. Enormes relés entraron en funcionamiento, uno a uno, e hicieron que la cubierta metálica se estremeciera bajo los pies de Gard.
La sensación de potencia resultaba increíble. Era como si el Misisipí estuviese corriéndole por la cabeza en plena inundación. También sentía que eso lo estaba matando, pero no importaba.
«Los he absorbido a todos —pensó Gardener, con vaguedad—. ¡Oh, Dios mío, gracias, Dios, los he absorbido a todos! ¡Ha resultado!»
La nave empezó a estremecerse. A vibrar. Y esa vibración se convirtió en espasmos de escalofríos. Había llegado el momento.
Descubriendo los pocos dientes que le restaban, Gardener se preparó para su propio esfuerzo.
44
Los había absorbido a todos, pero fueron Dick Allison, por su mayor evolución, y los cuarenta vigías de Hazel, allá en la ciudad, quienes soportaron lo peor del proceso de energización de la nave; este último grupo tenía a todos sus miembros vinculados en una telaraña unificada; la nave no hizo sino absorberla.
Cayeron todos, manando sangre por ojos y nariz, y murieron con el cerebro vaciado por la nave.
El platillo volante absorbió también a los Tommyknockers del bosque; varios de los ancianos murieron; pero la mayoría experimentó sólo un terrible dolor de cabeza, en tanto se arrodillaban o yacían, medio desmayados, dentro del perímetro del claro. Unos pocos comprendieron que el fuego estaba muy cerca. Al intensificarse el viento, aquel abanico ardiente se extendió cada vez más. El fuego crepitaba y tronaba.
45
«Ahora», pensó Gardener.
Sintió que algo en su mente resbalaba, se asía, resbalaba de nuevo, y se agarraba por fin, con firmeza. Era como una palanca de cambios. Había dolor, pero soportable.
«Son ellos quienes están sintiendo la mayor parte del dolor», pensó, débilmente.
Los costados de la excavación parecieron moverse. En un principio, sólo fue un leve movimiento. Después, un poco más. Se produjo un ruido rechinante.
Gardener se mantuvo firme, con la frente arrugada en un tremendo pliegue, y los ojos reducidos a ranuras.
La malla plateada comenzó a pasar, con lentitud, pero sin pausa. Claro que no era ella la que se movía, sino la nave. Aquel ruido rechinante era el que producía al liberarse del lecho de roca que la había aprisionado durante tanto tiempo.
«Arriba —pensó él, incoherente—. Lencería de señoras, medias, objetos de regalo… y no deje de visitar nuestra sección de mascotas…»
Ganaba velocidad; las paredes de la zanja pasaban cada vez más deprisa a ambos lados. El cielo se ensanchó allá arriba: era de un color gris opaco. Las chispas saltaban, retorciéndose como bandadas de diminutos pájaros ardientes.
Gardener desbordaba exaltación.
Comparó aquello con el acto de mirar por la ventanilla del metro en el momento en que abandona la estación; primero con lentitud, luego cada vez a mayor velocidad. Las paredes de azulejos, que parecen desenrollarse hacia atrás como la banda de papel en una pianola; los anuncios publicitarios que van de delante hacia atrás. Después, la oscuridad, donde sólo hay un movimiento y una vaga sensación de muros negros que pasan precipitadamente.
Una bocina sonó tres veces, dejándolo casi sordo. Chilló; un poco de sangre fresca le salpicó el regazo. La nave se estremeció, entre ruidos y chirridos, y salió de su encierro terráqueo. Se elevó entre densas bandadas de humo y deslumbrante luz solar. Su pulido flanco metálico salió de la zanja, cada vez más arriba, como un muro metálico móvil. Quien hubiese estado contemplando aquel demencial espectáculo se habría visto tentado a creer que la Tierra estaba creando una montaña de acero inoxidable o eyectando al aire una muralla de titanio.
A medida que el arco de la nave se ensanchaba, llegó a los extremos de la zanja que Bobbi y Gardener habían agrandado, abriendo la tierra con herramientas entre ingeniosas y estúpidas, como idiotas que hubieran tratado de llevar a cabo una cesárea perfecta.
Afuera, arriba, arriba, afuera. Las rocas chirriaban. La tierra gemía. De la zanja se elevaba el polvo y el humo de la fricción. A poca distancia, la ilusión de que se trataba de una montaña o un muro emergente se mantenía; pero desde el borde del claro se veía ya su forma circular: la titánica forma de la nave espacial, que surgía de la tierra como un gran motor. Era silenciosa, pero el claro tronaba con el sonido áspero de la roca quebrada. Arriba y afuera, cortaba la zanja, la ensanchaba más. Su sombra empezó a cubrir el claro y los bosques en llamas.
Su borde exterior, aquel con que Bobbi había tropezado, cortó la copa del pino más alto y la derribó con estruendo. Mientras, la nave continuaba pariéndose a sí misma desde el vientre que la había retenido durante tanto tiempo. Continuó saliendo hasta que cubrió todo el cielo, y renació.
Por fin dejó de ensanchar la zanja. Un momento después, un espacio hueco apareció entre sus extremos y el borde de la nave emergente. Por fin el centro estaba fuera.
La nave brotó de la zanja humeante. Rugía, salía a la ahumada luz del sol. Por fin los chirridos cesaron y se vio luz entre el suelo y el platillo.
Estaba afuera.
Se elevó en un ángulo inclinado. Luego tomó la horizontal, aplastando los árboles con su peso desconocido, incognoscible, reventando los troncos. La savia salpicó el aire con finos velos de ámbar.
Se movía con lenta y majestuosa elegancia a través del día ardiente, mientras abría un surco en el follaje como si de una gigantesca cortadora de césped se tratara. De pronto permaneció en suspenso; parecía esperar algo.
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El suelo, debajo de Gardener, también era transparente. Le daba la sensación de estar sentado en el aire, por encima de las nubes de humo que brotaban en el borde del bosque y llenaban la atmósfera.
La nave estaba viva por completo…, pero él decaía a pasos agigantados.
Se llevó las manos a los auriculares.
«Scotty —pensó—, dame velocidad de distorsión. Vamos a hacer volar este disco».
Excavó con fuerza dentro de su mente. En esa oportunidad, el dolor fue denso, fibroso, enfermante.
«La fusión —pensó, vagamente—. Así ha de ser la fusión».
La sensación era de tremenda velocidad. Algo lo volteó en el aire, y lo dejó despatarrado en cubierta, aunque no se experimentaba la fuerza gravitatoria multiplicada; al parecer, los Tommyknockers habían hallado el modo de anularla.
La nave no se inclinó, ascendió hacia el cielo en línea recta.
En vez de cubrir todo el cielo, cubrió sólo tres cuartas partes; después, la mitad. El humo se tornó borroso; su dura realidad de aleación metálica se volvió espumosa; es decir, como un sueño.
Por fin desapareció en la humareda, y dejó abandonados a los aturdidos y exhaustos Tommyknockers para que huyeran antes de que el incendio los atrapara. Sólo quedaron ellos, el claro, el cobertizo… y la zanja, como un negro hueco del que hubieran arrancado algún colmillo ponzoñoso.
47
Gard, tendido en el suelo de la sala de mandos, levantó la vista. Ante su mirada desapareció el aspecto humeante y cromado del cielo, que volvió a ser azul: el azul más hermoso y brillante que él jamás había visto.
«Glorioso», trató de decir. Pero, no surgió palabra alguna de su boca. Ni siquiera un graznido. Tragó sangre y tosió. Sus ojos no se apartaban del brillante cielo.
El azul se intensificó hasta el añil; luego, hasta el púrpura.
«Por favor, que no se detenga ahora, por favor…»
Del púrpura al negro.
Y allí, en esa negrura, vio las primeras duras astillas de las estrellas.
La bocina volvió a sonar. Gardener experimentó un nuevo dolor, según la nave lo absorbía a él. La sensación fue de velocidad aumentada, como si hubiera conectado una velocidad más alta.
«¿Adónde vamos?», pensó Gardener, incoherente. Y, entonces, la negrura lo invadió, en tanto la nave volaba hacia arriba, hacia fuera, escapando a la envoltura de la atmósfera terrestre con tanta facilidad como había escapado de la Tierra que la había sujetado durante tanto tiempo. «¿Adónde va…?»
Arriba, arriba, afuera, afuera; la nave se elevaba. Y Jim Gardener, nacido en Portland, Maine, se elevaba con ella.
Derivó por negros niveles de inconsciencia. Poco antes de que se iniciaran los vómitos finales (vómitos de los que no tendría conciencia) soñó algo. Un sueño tan real que le hizo sonreír, tendido en medio de la oscuridad, rodeado de espacio y con la Tierra allá abajo, como una gigantesca bolita de mármol azul.
Lo había superado todo; de algún modo, lo había superado. Patricia McCardle había tratado de doblegarlo sin lograrlo jamás. Estaba otra vez en Haven, y allí venía Bobbi; bajaba por los escalones del porche, cruzaba el patio delantero. Le salía al encuentro, y Peter ladraba y meneaba la cola, y Gard abrazó a Bobbi con fuerza, porque era agradable estar con los amigos, encontrarse allí donde uno tenía sus raíces…, contar con un refugio seguro al cual acudir.
Echado en el transparente suelo de la sala de mandos, a más de cien mil kilómetros espacio afuera, Jim Gardener sonrió tendido en un charco, cada vez más amplio, de su propia sangre…