LA PRIMICIA. CONTINUACIÓN
1
«Estás loco, ¿sabes?», se dijo John Leandro, mientras estacionaba… en el mismo sitio que Everett Hillman apenas tres semanas antes. Leandro no lo sabía, por supuesto. Probablemente era mejor así.
«Estás loco —repitió—. Has sangrado como un cerdo degollado, tienes dos dientes menos en la boca y estás pensando en volver. ¡Estás loco!»
«En efecto —pensó, bajando del viejo coche—. Tengo veinticuatro años, soy soltero y empiezo a echar barriga. Si estoy loco es por esto que encontré. Y lo encontré yo, yo mismo, yo tropecé con él. Es grandioso y es mío. Mi noticia. No: usaré la otra palabra. Aunque sea anticuada, ¿a quién le importa, si es la correcta? Mi primicia. Y no voy a dejar que me mate, pero seguiré montado en ella hasta que me despida de su lomo».
Leandro se irguió en el estacionamiento, a la una y cuarto de un día que se estaba convirtiendo en el más largo de su vida (también sería el último, pese a todos sus juramentos interiores) y pensó: «Bien, muchacho. Seguir hasta que te despida de su lomo. Probablemente Robert Capa y Ernie Puyle pensaban lo mismo de vez en cuando».
Sensato. Sarcástico, pero sensato. Sin embargo, aquella parte de su mente, más profunda, parecía estar por encima de la sensatez. «Mi noticia —replicó, terca—. Mi primicia».
John Leandro, vestido ahora con una camiseta en la que se leía: ¿DÓNDE DIABLOS QUEDA TROY, MAINE? (David Bright habría reído hasta sufrir una hemorragia ante ese detalle), cruzó el pequeño estacionamiento de Instrumental Médico Maine (especializados en respiración desde 1946) y entró.
2
—¿No le parece que treinta dólares es mucho depósito por una máscara de oxígeno? —preguntó Leandro al empleado, mientras sacaba su efectivo. Creía tener los treinta, pero sólo le quedaría un dólar y medio—. No parece artículo de mercado negro.
—Antes no pedíamos depósito —dijo el empleado—. Tampoco ahora lo hacemos si quien lo alquila es una persona o una organización que conozcamos. Pero hace tres semanas perdí uno de éstos. Un anciano me dijo que necesitaba un equipo de oxígeno. Supuse que sería para bucear, ¿sabe? Era viejo, pero parecía estar en buen estado físico. Le recomendé que fuera a un negocio de buceo de Bangor, pero él dijo que no, que le interesaba algo fácil de transportar en tierra. Entonces le alquilé uno de éstos. No nos lo ha devuelto. Un Bell flamante. Doscientos dólares el equipo.
Leandro miró al empleado, casi descompuesto de entusiasmo. Se sentía como si estuviese siguiendo las flechas hacia el interior, cada vez más profundo, de una caverna que, aunque atemorizaba, era fabulosa y estaba totalmente inexplorada.
—¿Alquiló el equipo usted en persona?
—Sí, en efecto. Mi padre y yo llevamos el negocio, y él estaba en Augusta, entregando un pedido de tubos de oxígeno. Me armó un escándalo. No sé si le gustará que alquile otro Bell, pero supongo que con un depósito no habrá problemas.
—¿Puede describirme a ese hombre?
—Oiga, señor, ¿se siente bien? Lo veo un poco pálido.
—Estoy bien. ¿Puede describirme al hombre que alquiló el equipo de respiración?
—Anciano. Bronceado. Casi calvo. Flaco…, fibroso, diría yo. Parecía estar en buen estado físico, como le digo. —El empleado quedó pensativo—. Conducía un Valiant.
—¿Puede averiguar qué día alquiló el equipo?
—¿Usted es policía?
—Periodista. Del Daily News de Bangor. —Leandro mostró su credencial.
El empleado también se estaba excitando.
—¿Hizo algo más? Aparte de arruinar nuestro equipo, claro.
—¿Puede buscarme el nombre y la fecha?
—Por supuesto.
El empleado revisó su libro de alquileres. Encontró la anotación y dio vuelta al libro para que Leandro pudiera leerla. Estaba fechada el 26 de julio. El nombre, aunque garabateado, era legible: Everett Hillman.
—Usted nunca informó a la Policía de que había perdido ese equipo —dijo Leandro. No fue una pregunta. Si se hubiese denunciado un robo para complementar la comprensible molestia de la propietaria de su cuarto alquilado, burlada en dos semanas de renta, la Policía se habría tomado un poco más de interés sobre cómo, por qué y dónde había desaparecido Hillman.
—No. Papá dijo que no me molestara. Nuestro seguro no cubre el robo del equipo alquilado, ¿comprende? Y…, bueno, por eso.
El hombre se encogió de hombros con una sonrisa, pero el gesto tenía algo de azoramiento; la sonrisa era algo intranquila. Aquello, en conjunto, reveló muchas cosas a Leandro. El muchacho podía ser un caso de ingenuidad sin remedio, como David Bright pensaba, pero no era estúpido. Si ellos denunciaban el robo o desaparición del equipo, la compañía de seguros no cubriría la pérdida. Pero el padre conocía algún otro modo de cobrárselo a la compañía. De cualquier modo, por el momento eso era secundario.
—Bueno, gracias por su ayuda —dijo Leandro, devolviendo el libro—. Ahora, si pudiésemos terminar con esto…
—Claro, por supuesto. —El empleado se mostró feliz de abandonar el tema del seguro—. No publicará nada de todo esto sin consultar con mi padre, ¿verdad?
—Quédese tranquilo —aseguró Leandro, con una cálida sinceridad que el mismo P.T. Barnum le habría envidiado—. ¿Puedo firmar el contrato?
—Sí, pero antes necesito alguna identificación. Al viejo no le pedí nada y papá me armó el escándalo también por eso.
—Acabo de mostrarle mi credencial de periodista.
—Sí, pero ¿no tiene algún documento de verdad?
Leandro, con un suspiro, mostró su permiso de conducir.
3
—Despacio, Johnny —pidió David Bright.
Pero Leandro estaba en una cabina telefónica al aire libre, en el estacionamiento de un restaurante. En la voz de Bright percibió el principio del entusiasmo.
«Me cree. Hijo de puta, parece que finalmente me cree».
Mientras se alejaba de Instrumental Médico Maine, otra vez rumbo a Haven, el entusiasmo y la tensión de Leandro habían ido en aumento, al punto de hacerle sentir que estallaría si no hablaba de todo aquello con otra persona. Y era preciso; reconocía que esa responsabilidad superaba su deseo de conseguir la primicia por cuenta propia. Tenía que contarlo porque quería regresar a Haven y podía ocurrirle algo malo. Y, en ese caso, convenía que alguien supiera en qué andaba. Bright, por insufrible que resultara, era la honradez hecha persona; no le jugaría sucio.
«Sí, tengo que ir más despacio».
Pasó el auricular a la otra oreja. El sol de la tarde le quemaba el cuello, pero eso no le incomodaba. Comenzó por el viaje a Haven; la increíble cantidad de emisoras que su radio recibía; las violentas náuseas; la hemorragia nasal; los dientes perdidos. Le habló de su conversación en el almacén, de lo desierta que estaba la zona, como si todos hubiesen colgado un gran cartel: «Nos fuimos de pesca». No mencionó su percepción matemática porque apenas la recordaba. Algo había ocurrido, sí, mas ese algo era vago y difuso en su mente.
Lo que sí dijo fue que, en su opinión, el aire de Haven estaba contaminado de algún modo; tal vez había una filtración química o un escape de gas natural, pero mortífero, desde las entrañas de la tierra.
—¿Un gas que mejora las transmisiones de radio, Johnny?
Sí, él sabía que resultaba improbable, que las piezas del acertijo no coincidían aún. Pero había estado allí y tenía la seguridad de que era el aire lo que había hecho que se pusiera enfermo. Por eso volvería con un equipo de oxígeno portátil.
Relató su casual descubrimiento de que Everett Hillman, a quien Bright había descartado por creerlo chiflado, había estado en el mismo lugar antes que él, buscando exactamente lo mismo.
—¿Qué te parece todo esto? —preguntó, por fin.
Hubo una pausa momentánea. Por fin, Bright dijo unas palabras que a Leandro le sonaron como las más dulces de su vida:
—Creo que tuviste razón desde un comienzo, Johnny. Allí está ocurriendo algo muy raro. Y te aconsejo con toda mi fuerza que no te acerques.
Leandro cerró los ojos por un momento y apoyó la cabeza contra el teléfono público. Sonreía. Era una sonrisa grande y feliz. Razón. Razón desde un comienzo. Ah, qué bellas palabras, sonidos de balsámica beatitud. Razón desde un comienzo.
—John, ¿Johnny? ¿Estás ahí?
Con los ojos cerrados, sin dejar de sonreír, Leandro respondió:
—Estoy aquí. —«Disfrutando, David, viejo, porque me he pasado la vida esperando que alguien me dijera que tenía razón desde un comienzo. Sobre cualquier cosa».
—No te acerques. Llama a la policía del Estado.
—¿Harías tú eso?
—¡No! ¡No jodas!
Leandro se echó a reír.
—Bueno, ya ves. No me pasará nada. Tengo oxígeno.
—Según el tipo que te alquiló el equipo, Hillman también lo tenía. Y ha desaparecido.
—Voy a ir de todos modos —repitió Leandro—. Si ocurre algo en Haven, quiero ser el primero en verlo… y en tomar fotografías.
—No me gusta.
—¿Qué hora es? —El reloj de Leandro se había parado. Qué curioso, estaba seguro de haberle dado cuerda esa misma mañana.
—Casi las dos.
—Bueno. Telefonearé a las cuatro, a las seis, etcétera, hasta que vuelva a casa sano y salvo. Si no tienes noticias mías cada dos horas, avisa a la Policía.
—Johnny… Es como si un niño jugando con fósforos diera permiso a su padre para echar agua si se incendiara.
—Tú no eres mi padre —replicó el joven, con tono áspero.
Bright suspiró.
—Mira, Johnny: por si esto cambia en algo las cosas, te pido disculpas por haberte llamado Jimmy Olsen. Tenías razón. ¿No te basta con esto? No te acerques a Haven.
—Dos horas. Quiero dos horas, David. Merezco esas dos horas, joder.
Y Leandro cortó la comunicación.
Echó a andar hacia su coche…, pero retrocedió, desafiante, y pidió dos hamburguesas completas. Por primera vez en su vida iba a comer en uno de esos lugares que su madre llamaba bares de carretera. Sólo el modo en que pronunciaba aquellas palabras sonaba como si fuesen negros pozos de horror.
Le sirvieron las hamburguesas calientes y envueltas en papel encerado, lleno de manchas de grasa, con unas palabras maravillosas impresas en toda la bolsa: HAMBURGUESAS DERRY. Antes de haber vuelto a su Dodge, Leandro había devorado ya la primera.
—Estupenda —dijo, con la boca tan llena que la palabra sonó algo así como «cubenga»—. ¡Estupenda, ya lo creo!
«¡Adelante, microbios!», pensó con desafiante aire de borracho mientras salía a la carretera Nueve. Ignoraba por supuesto, que en Haven las cosas estaban cambiando rápidamente. Así era desde el mediodía: la situación en la ciudad era crítica, como se diría en términos nucleares. De hecho, Haven se había convertido en un país aparte, y sus fronteras estaban custodiadas.
Leandro siguió viaje sin saber nada de eso, dando un mordisco a la segunda hamburguesa. Sólo lamentaba no haber pedido también un batido de vainilla.
4
Cuando pasó ante el almacén de Troy, su euforia se había disipado ya, reemplazada por el nerviosismo anterior. El cielo lucía un claro azul en el que flotaban algunas nubecitas esponjosas, pero sus nervios parecían predecir una tormenta eléctrica. Echó un vistazo al equipo de oxígeno que llevaba en el asiento vecino: la máscara dorada envuelta en celofán, con un letrero que decía: DESINFECTADO Y SELLADO PARA SU PROTECCIÓN. «En otras palabras —pensó Leandro—: Prohibida la entrada a los microbios».
No había coches en la carretera. No había tractores en los sembrados. No había niños que caminaran descalzos por el arcén, con cañas de pescar. Troy soñaba en silencio (y sin dientes, pensó Leandro) bajo el sol de verano.
Mantuvo la radio sintonizada en WZON. Al pasar ante la iglesia baptista empezó a perder la señal en un creciente murmullo de otras voces. Poco después, las hamburguesas iniciaron la primera caminata intranquila por su estómago; después les dio por brincar. Las imaginaba salpicando grasa al hacerlo. Estaba muy cerca del lugar donde se había detenido en su primer esfuerzo por llegar a Haven.
Se detuvo una vez más, sin demora. No quería que los síntomas empeoraran. Aquellas hamburguesas eran demasiado ricas para desperdiciarlas.
5
Con la máscara de oxígeno en su lugar, el malestar pasó casi enseguida. Sin embargo, la sensación de comezón y nerviosismo no cedió. Sorprendió su reflejo en el espejo retrovisor, con la máscara dorada que se bamboleaba sobre la nariz y la boca, y experimentó un miedo momentáneo: ¿Era él? Sus ojos parecían demasiado serios, demasiado atentos…, como los de un piloto de combate. A Leandro no le gustaba que la gente como David Bright lo considerara imbécil, pero tampoco le agradaba parecer tan serio.
«Ya es demasiado tarde. Estás en el juego».
La radio balbuceaba en cien voces, quizá en mil. Leandro la apagó. Más adelante se encontraba la línea municipal de Haven. El muchacho, que nada sabía sobre las medias de nilón invisibles, siguió su trayecto hasta el cartel indicador del límite…, y pasó junto a él, entrando en Haven sin dificultades.
Aunque el problema con las pilas y las baterías estaba llegando de nuevo a su punto crítico, los habitantes de Haven habrían podido establecer campos de fuerzas a lo largo de casi todas las rutas de acceso a la ciudad. Pero en la confusión y el miedo provocados por los acontecimientos de la mañana, Dick Allison y Newt habían tomado una decisión que afectó a John Leandro. Aunque la idea era que Haven permaneciera cerrada, no querían que alguien se topara con una barrera inexplicable en medio de lo que parecía ser aire puro: los afectados darían media vuelta y contarían el caso a quien no convenía…
… o sea, a cualquier otro habitante de la Tierra.
(No creo que nadie pueda acercarse tanto, dijo Newt, que iba con Dick en la camioneta de este último, formando parte de una procesión que se dirigía hacia la casa de Bobbi Anderson.)
(Yo también pensaba eso antes —replicó Dick—. Pero ya viste lo que pasó con Hillman… y con la hermana de Bobbi. No, algunos podrían entrar. Pero si alguien entra, no volverá a salir.)
(Está bien. Tú mandas por hoy. Y ahora, ¿no puedes dar un poco más de velocidad a este carromato?)
La textura de sus pensamientos (y los de todos aquellos que se agrupaban en torno a ellos) era horrorizada y furiosa. En ese momento, la posible incursión de forasteros en Haven parecía el menor de sus problemas.
—¡Yo sabía que debíamos deshacernos de ese maldito borracho! —gritó Dick en voz alta.
Y descargó el puño contra el tablero. No llevaba maquillaje. Su piel, además de tornarse cada vez más translúcida, había comenzado a endurecerse. El centro de su rostro (y lo mismo ocurría con Newt y con cuantos habían estado en el granero de Bobbi) empezaba a abultarse. Se parecía, sin la menor duda, a un hocico.
6
John Leandro ignoraba todo esto, por supuesto. Sólo sabía que la atmósfera que lo rodeaba era venenosa, más venenosa de lo que él mismo había pensado. Cuando bajó la máscara dorada para aspirar un poco de aire, el mundo empezó a oscurecerse de inmediato. Se apresuró a colocarse otra vez la máscara, con el corazón acelerado y las manos frías.
Unos doscientos metros más allá de la línea municipal, su Dodge dejó de funcionar. En Haven, casi todos los vehículos habían sido adaptados para resistir el campo electromagnético, cada vez mayor, que la nave sepultada emitía. Gran parte de ese trabajo se efectuaba en el taller de Elt Barker. Pero el coche de Leandro no había recibido ese tratamiento.
Permaneció sentado tras el volante por un momento, mirando las estúpidas luces rojas. Puso la palanca de cambios en punto muerto e hizo girar la llave. El motor no emitió el menor sonido. Caramba, ni siquiera se oía el chasquido del arranque.
«Es probable que se haya desconectado el cable de la batería».
Pero no podía ser un cable de la batería. De lo contrario las luces del tablero se habrían apagado. De cualquier modo, ése era un detalle sin importancia. Leandro sabía que no se trataba de un cable desconectado.
En aquel lugar, la carretera estaba bordeada por árboles a ambos lados. El sol, por entre las hojas móviles, formaba diseños manchados en el asfalto y en el blanco polvo de las cunetas. De pronto sintió la presencia de ojos que lo observaban detrás de los árboles. Eso era una tontería, por supuesto, pero aun así, la sensación le pareció muy poderosa.
«Bueno, ahora tendrás que bajar y ver si eres capaz de abandonar la zona contaminada antes de que se te acabe el aire. Las posibilidades se acortan con cada segundo que pasas aquí asustándote».
Probó el encendido una vez más. Nada.
Sacó su cámara, se pasó la correa por el hombro y bajó. Echó una mirada intranquila a los árboles de la derecha. Creyó oír algo tras ellos: como un arrastrar de pies. Giró en redondo con celeridad, los labios estirados en una mueca de miedo.
Nada…, nada a la vista.
«Los bosques son encantadores. Tan oscuros y hondos…»
«Muévete. Estás malgastando el aire sin hacer nada».
Abrió otra vez la portezuela y se inclinó hacia dentro para sacar el revólver de la guantera. Lo cargó y trató de guardarlo en el bolsillo derecho, pero el arma era demasiado grande. Tuvo miedo de que se le cayera y se disparase. Se subió la camiseta nueva para meter la pistola bajo el cinturón y la cubrió con la prenda.
Echó otra mirada al bosque y volvió la vista al coche, rencoroso. Podía tomar fotos, sí, pero ¿qué saldría en ellas? Sólo una carretera desierta, de las que había muchas en todo el estado, aun en lo mejor de la estación turística. Las fotos no reflejarían la falta de sonidos en el bosque ni el aire envenenado.
«Aquí va tu primicia, Johnny. Oh, escribirás muchos artículos sobre el tema; tal vez debas explicar a los fotógrafos cuál es tu lado bueno. Pero ¿tu retrato en la portada de Newsweek? ¿El premio Pulitzer? Ni pensarlo».
Una parte de él, la más adulta, insistía en que resultaba una tontería: un poco es mejor que nada, y casi todos los periodistas del mundo habrían sido capaces de matar por conseguir un poco de eso, fuera lo que fuese.
Pero John Leandro era un inmaduro para sus veinticuatro años. David Bright no se equivocaba al detectar en él una generosa porción de imbecilidad. Había motivos, por supuesto, pero los motivos no cambiaban el hecho. Se sentía como un principiante que hubiera anotado un gran tanto en su primera participación en el campeonato. No estaba mal…, pero una voz clamaba en el fondo: «Eh, Dios, ya que ibas a darme una de las gordas, ¿por qué no me la has dado entera?».
El pueblo de Haven estaba a poco más de un kilómetro. Llegaría caminando en quince minutos…, pero así no podría salir de la zona envenenada antes de que el oxígeno se le acabara.
«¿Por qué no habré alquilado dos de estos malditos equipos?»
Aunque se te hubiera ocurrido, no tenías con qué pagar dos depósitos. La cuestión, Johnny, es si quieres morir por tu primicia.
No. Él deseaba que su rostro apareciera en la portada de Newsweek, pero no con un margen negro a su alrededor.
Echó a andar hacia el límite municipal con Troy. No había dado cincuenta pasos cuando percibió un ruido de motores. Muchos motores, muy lejos.
«Algo sucede al otro lado de la ciudad».
Es como si ocurriera algo en el lado oscuro de la Luna. Piensa en otra cosa —le aconsejó su mente.
Después de echar otra mirada intranquila al bosque, reanudó la marcha. Caminó unos doce pasos más y se dio cuenta de que percibía otro sonido: un zumbido grave, que se aproximaba desde atrás.
Al volverse en redondo, quedó boquiabierto. En Haven, la mayor parte de julio había sido «mes municipal del artefacto», con el progreso de la «conversión», la mayoría de los habitantes de Haven había perdido interés en esas cosas… pero los artefactos seguían allí: extraños elefantes blancos, como los que Gardener había visto en el granero de Bobbi. Muchos estaban de servicio, igual que policías de aduana. Hazel McCready, en su oficina del ayuntamiento, los convertía en monitores por turno, mediante una serie de auriculares. Estaba furiosa porque la hubieran dejado allí para cumplir con aquella tarea cuando el futuro de todo dependía de lo que ocurriera en el granero de Bobbi. Pero…, alguien había entrado en la ciudad, después de todo.
Feliz por contar con una distracción, Hazel se hizo cargo del intruso.
7
Era la máquina de Coca-Cola que había visto frente al supermercado Cooder. Leandro, petrificado de asombro, observó cómo se le aproximaba: un alegre paralelepípedo de dos metros de alto por uno veinte de ancho. Se deslizaba con rapidez hacia él, por el aire, la base a medio metro del suelo.
«He captado un anuncio publicitario —pensó Leandro—. Un extraño anuncio publicitario. Dentro de dos segundos, la puerta de ese objeto se abrirá y O. J. Simpson saldrá volando por ella».
Era una idea divertida. Leandro se echó a reír. Aun mientras reía se le ocurrió que aquella era su foto. Oh, sí, ahí la tenía. ¡Una máquina de Coca-Cola flotando por encima de una carretera asfaltada!
Echó mano a la cámara. La máquina, canturreando en su interior, circunvoló el coche detenido y siguió con su aproximación. Parecía la alucinación de un loco, pero el frente de la máquina proclamaba que era real, aunque uno quisiera creer lo contrario.
Leandro, riendo aún como un tonto, se dio cuenta de que la máquina no se detenía. Por el contrario, aceleraba la marcha. ¿Y eso era una máquina de refrescos, en realidad? Una nevera con letreros de propaganda. Las neveras eran pesadas. La máquina de Coca-Cola, un misil rojo y blanco, cortaba el aire hacia él. El viento hacía un pequeño ruido trompeteante en la ranura para las monedas.
Leandro se olvidó de la foto y dio un salto a la izquierda. La máquina de Coca-Cola le golpeó en la tibia derecha y se la fracturó. Por un momento, su pierna quedó reducida a un relámpago de puro dolor blanco. Gritó dentro de la dorada máscara, mientras aterrizaba de vientre al lado de la carretera, desgarrándose la camiseta. La cámara voló en el extremo de su correa y se estrelló contra la crujiente grava.
«¡Oh, hijo de puta, esa cámara me costó cuatrocientos dólares!»
Se incorporó sobre las rodillas y se volvió, con la ropa desgarrada y el pecho ensangrentado. Su pierna era un puro alarido.
La máquina giró para regresar. Durante un momento pendió en el aire; la parte frontal giraba en pequeños arcos, como una pantalla de radar. El sol arrancaba destellos a su puerta de vidrio. Estaba llena de botellas de Coca-Cola y Fanta.
De pronto, apuntó hacia él…, y aceleró.
«¡Me ha hallado, Dios mío…!»
Se levantó y trató de saltar hacia el coche con la pierna izquierda. La máquina lo siguió, trompeteando de una forma horrenda por la ranura de las monedas.
Leandro, entre chillidos, se arrojó hacia delante y rodó. La máquina pasó a unos diez centímetros de él, que aterrizó en la carretera, con el dolor gritando en su pierna fracturada. Lanzó un chillido.
La máquina giró, se detuvo, lo encontró y reinició la marcha.
El muchacho buscó a tientas la pistola que llevaba a la cintura y la sacó. Disparó cuatro veces, balanceándose sobre las rodillas. Cada proyectil dio en el blanco. El tercero destrozó la puerta de vidrio.
Lo último que vio Leandro antes de que la máquina lo golpeara (con sus casi trescientos kilos) fue que varios refrescos se derramaban por los cuellos rotos de las botellas que sus balas habían hecho añicos.
Botellas con el cuello roto, que se le aproximaban a sesenta kilómetros por hora.
¡Mamá!, gritó la mente de Leandro. Y cruzó los brazos delante de su rostro.
Después de todo, ya no necesitaba preocuparse por los cuellos de botella ni por los microbios ingeridos con las hamburguesas. Era una de las grandes verdades de la vida: cuando uno está a punto de ser golpeado por una máquina de Coca-Cola de trescientos kilos, lanzada a toda velocidad, no hace falta preocuparse por otra cosa.
Se oyó un golpe seco y un crujido. El cráneo de Leandro se hizo trizas, como un jarrón de la dinastía Ming arrojado contra el suelo. Un segundo después, la columna se le quebró. Por un momento, la máquina lo arrastró consigo, pegada a él como un bicho al parabrisas de un coche que circula a mucha velocidad. Las piernas abiertas se deslizaron por la carretera, a ambos lados de la línea blanca. Los tacones de los zapatos se redujeron a humeantes nódulos de goma. Uno de ellos cayó al suelo.
Por fin se desprendió de la máquina y se derrumbó en el asfalto.
La máquina de Coca-Cola inició el regreso hacia el pueblo de Haven. Su recipiente del dinero, arruinado en el choque con Leandro, fue dejando un arroyo de monedas de diez y de veinticinco centavos, que rodaban por la carretera.