SEIS

DENTRO DE LA NAVE

1

—¿Estás listo, Gard?

Gardener se hallaba sentado en el porche delantero, contemplando la carretera Nueve. La voz surgió desde atrás. Le fue fácil (demasiado fácil) recordar cien películas baratas en las que el carcelero se presenta para acompañar al condenado hasta el patíbulo. Esas escenas siempre comienzan con el gruñido del carcelero: «¿Estás listo, Rocky?»

«¿Listo para esto? Bromeas».

Se levantó y se volvió en redondo. Primero vio el equipo que Bobbi cargaba en los brazos; después, su sonrisita. En esa sonrisa había algo malicioso que no le gustó.

—¿Has visto algo divertido? —preguntó.

—No. Lo oí. Te he oído, Gard. Pensabas en viejas películas de condenados. Y entonces pensaste: «¿Listo para esto? Bromeas». Lo he captado.

—Me espiabas.

—Sí. Y cada vez me resulta más fácil —reconoció Bobbi, sin dejar de sonreír.

Tras su escudo mental, cada vez más caído, Gardener pensó: «Ahora tengo un revólver, Bobbi. Está bajo mi cama. La conseguí en la Primera Iglesia Reformada de los Tommyknockers.» Era peligroso…, pero sería más peligroso aún no saber hasta dónde llegaba la nueva capacidad de Bobbi de espiar.

La sonrisa de su amiga vaciló un poquito.

—¿Cómo era eso? —preguntó.

—Dímelo tú —replicó él. Como la sonrisa empezara a convertirse en suspicacia, agregó con facilidad—: Vamos, Bobbi; te estaba pinchando un poquito. Sólo me preguntaba qué tienes ahí.

Bobbi mostró el equipo. Eran dos boquillas conectadas a sendos tanques y reguladores caseros.

—Usaremos esto para entrar —dijo.

Entrar.

La mera palabra encendió una chispa en el vientre de Gard y despertó todo tipo de emociones conflictivas en él: respeto religioso, terror, expectativa, curiosidad, tensión. Una parte de él se sentía como un nativo supersticioso que se dispusiera a pisar terrenos tabúes; el resto, como un niño en la mañana de Navidad.

—Entonces piensas que el aire que hay dentro es distinto.

—No tanto —respondió Bobbi.

Esa mañana se había aplicado el cosmético sin demasiado cuidado. Tal vez pensaba que ya no era necesario ocultar a Gard sus cambios físicos acelerados. Él se dio cuenta de que podía verle mover la lengua dentro de la cabeza cuando hablaba…, sólo que ya no se parecía a una lengua. Y las pupilas se le habían agrandado, pero se veían desiguales, imprecisas, como si lo mirasen bajo el agua. Un agua que tenía un tinte algo verdoso. El estómago le dio un vuelco.

—No tanto —dijo Bobbi—. Sólo… viciado.

—¿Viciado?

—Esa nave ha permanecido herméticamente cerrada durante más de veinticinco mil siglos —explicó ella, con paciencia—. Cerrada por completo. En cuanto abriésemos la escotilla, la ráfaga de aire viciado nos mataría. Por eso llevaremos esto.

—¿Qué hay en los tubos?

—Sólo el buen aire de Haven. Los tanques son pequeños. Hay cuarenta o cincuenta minutos de aire, más o menos. Se sujetan al cinturón. Así, ¿ves?

—Sí.

Bobbi le ofreció uno de los aparejos y Gard sujetó el tanque a su pantalón. Para eso tuvo que levantarse la camiseta; por suerte, había decidido dejar la 45 bajo el colchón, de momento.

—Comienza a usar el aire del tanque antes de que yo abra —dijo Bobbi—. Ah, se me olvidaba. Toma. Por si te olvidas. —Y le entregó un par de tapones para la nariz. Gard se los guardó en el bolsillo del vaquero.

—¡Bueno! —exclamó ella, enérgica—. ¿Ya estás listo?

—¿Vamos a entrar, de verdad?

—De verdad —afirmó Bobbi, casi con ternura.

Gardener rió, tembloroso. Se le habían enfriado las manos y los pies.

—Estoy excitadísimo —confesó.

Bobbi sonrió.

—Yo también.

—Y asustado.

—No hay motivo, Gard. Todo saldrá bien —dijo Bobbi, con la misma ternura en la voz.

Algo en ese tono asustó a Gardener más que nunca.

2

Subieron al Tomcat y cruzaron en silencio por los bosques muertos. El único ruido era el leve zumbar de las pilas. Ninguno de los dos hablaba.

Bobbi estacionó el Tomcat junto al cobertizo. Por un momento se quedaron contemplando el objeto plateado que brotaba de la zanja. El sol matinal refulgía sobre él en una pura cuña de luz, que se iba ensanchando.

«Adentro», pensó Gardener, otra vez.

—¿Estás listo? —insistió Bobbi—. Vamos, Rocky; sólo una gran descarga; no sentirás nada.

—Sí, sí. —La voz de Gardener sonaba algo ronca.

Bobbi lo estaba observando, inescrutables los ojos cambiantes.

Aquellas pupilas flotantes, ensanchadas… Gard creyó sentir dedos mentales que revoloteaban encima de sus pensamientos, tratando de abrirlos.

—En realidad, al entrar podrías morir —reconoció Bobbi, por fin—. No por el aire, pues eso está solucionado. —Sonrió—. Es curioso, ¿sabes? Cualquier forastero quedaría inconsciente con sólo respirar cinco minutos el aire de esos tubos; media hora lo mataría. Pero a nosotros nos mantendrá con vida. ¿No te emociona eso, Gard?

—Sí —dijo él, contemplando la nave, mientras se preguntaba las cosas que siempre se había preguntado: «¿De dónde viniste? ¿Cuánto tiempo tuviste que navegar en la noche para llegar hasta aquí?»—. Me emociona.

—Creo que no te pasará nada, pero ya sabes… —Bobbi se encogió de hombros—. Tu cabeza…, esa placa de acero interactúa de alguna manera con el…

—Conozco los riesgos.

—En ese caso…

Bobbi giró en redondo y caminó hacia la zanja. Gardener se detuvo un momento para observarla.

«Conozco el riesgo de la placa. Pero no tengo tan claro el riesgo que tú representas, Bobbi. ¿Es aire de Haven lo que voy a respirar cuando me ponga esa máscara? ¿O algo así como insecticida?»

Pero no importaba, ¿verdad? Las cartas estaban echadas. Y nada le impediría ver el interior de la nave, si era posible: ni David Brown ni el mundo entero.

Bobbi llegó a la zanja y se volvió a mirarle. Su rostro maquillado era una máscara opaca bajo el sol de la mañana, que penetraba en ángulo por entre viejos pinos y píceas que rodeaban el lugar.

—¿Vienes?

—Sí.

Y Gardener echó a andar hacia la nave.

3

El descenso resultó más difícil de lo que esperaba. Resultaba irónico: lo fácil era subir. El nuevo botón del fondo estaba bien a mano; en realidad, no era sino el 0 de un aparato telefónico de control remoto. Arriba, en cambio, el artefacto se operaba con un interruptor eléctrico convencional, instalado en uno de los postes que apuntalaban el cobertizo, a quince metros de la zanja. Por primera vez, Gardener se dio cuenta de la distancia; hasta ese momento, ninguno de los dos se había preocupado por el hecho de que sus brazos no llegaran a medir quince metros.

Llevaban mucho tiempo usando el ascensor de sogas sin inconvenientes. En ese momento se dieron cuenta de que nunca habían bajado al mismo tiempo. Lo que también comprendieron, pero sin decirlo, fue que podían bajar uno después del otro; si alguien manejaba los controles desde abajo, todo estaba bien. Pero ninguno de los dos lo mencionó porque estaba acordado que, en esa única ocasión, debían descender juntos, cada uno con un pie en el único estribo, abrazados por la cintura como amantes. Resultaba estúpido, lo bastante estúpido como para que fuese la única manera correcta.

Se miraron sin decir una palabra…, mas dos pensamientos cruzaron el aire al vuelo.

(Y los dos somos universitarios.)

(¿Dónde está mi ingenio de manifestante izquierdista?)

La extraña boca modificada de Bobbi se estremeció. Giró sobre sus talones con un bufido y Gard sintió, por un momento, que la antigua calidez le tocaba el corazón: por última vez estaba viendo a la vieja Bobbi Anderson sin Perfeccionar.

—Bueno, ¿podrías armar una unidad portátil que activara el ascensor?

—Desde luego, pero no vale la pena esa pérdida de tiempo. Tengo otra idea.

Su mirada tocó la de Gard por un momento, pensativa, calculadora. Una mirada que él no fue capaz de interpretar. Luego, Bobbi se encaminó hacia el cobertizo.

Gardener la siguió una parte del trayecto y la vio abrir una gran caja de metal verde montada sobre un poste. Después revolvió entre las herramientas y los trastos que había dentro hasta que sacó una radio de transistores. Era más pequeña que la utilizada por uno de sus colaboradores como bestia de carga, mientras ella se recuperaba. Gard nunca la había visto. Era muy pequeña.

«Alguno de ellos la trajo anoche», pensó.

Bobbi levantó la antena telescópica, insertó un enchufe en la cubierta de plástico y se colocó el auricular dentro de la oreja. Al instante, Gard recordó a Freeman Moss, cuando trasladaba el equipo de bombeo como domador de animales en el circo.

—No tardaremos mucho.

Bobbi apuntó la antena hacia la casa. Gard creyó oír un zumbido denso, poderoso, no en el aire sino dentro del aire, de algún modo. Por un momento su mente murmuró música; sintió una punzada en el centro de la frente, como si hubiese bebido con ansia un vaso de agua demasiado fría.

—¿Y ahora?

—Esperaremos —respondió Bobbi. Y añadió—: No tardaremos mucho.

Su especuladora mirada pasó otra vez sobre el rostro de Gardener. En esa ocasión él creyó interpretarla. «Quiere hacerme ver algo. Y esto le ha dado la posibilidad».

Se sentó cerca de la excavación y descubrió en el bolsillo de la camisa, un paquete de cigarrillos muy viejos. Quedaban dos: uno, roto; el otro, torcido por entero. Lo encendió para fumar mientras reflexionaba. En realidad, no lamentaba esa demora: le proporcionaba la oportunidad de revisar de nuevo sus planes. Desde luego, si caía muerto en cuanto atravesara la escotilla, esos mismos planes se verían algo obstaculizados.

—¡Ah, ya está! —exclamó Bobbi, levantándose.

Gard la evitó. Miró a su alrededor, pero, en un principio, no vio nada.

—Por allí, Gard, por el sendero —aclaró ella, con el orgullo de un niño que exhibe su primer coche de fabricación casera.

Al ver el objeto, Gard se echó a reír. No quería hacerlo, pero le fue imposible evitarlo. Cuando creía que empezaba a acostumbrarse al nuevo mundo de la superciencia en Haven, una extraña combinación nueva lo arrojaba otra vez al desconcierto. Como en ese momento.

Bobbi sonreía, pero con una sonrisa vaga, como si la carcajada de Gard no tuviera importancia, en un sentido u otro.

—Parece un poco extraño, ¿verdad? Pero servirá, créelo.

Era la aspiradora antigua que él había visto en el granero. No circulaba pegada al suelo, sino un poco por encima de él, mientras hacía girar sus ruedecitas blancas. Su sombra corría pesadamente a un costado, como una salchicha con una traílla. De la parte trasera, donde habrían debido conectarse los tubos en un mundo cuerdo, asomaban dos cables finos como filamentos, en forma de V. «La antena», pensó Gardener.

Por fin aterrizó, si se podía llamar aterrizaje a un descenso de siete u ocho centímetros, y rodó hacia el cobertizo, dejando estrechas huellas tras de sí. Se detuvo bajo la caja eléctrica que controlaba el ascensor de cuerdas.

—Observa esto —dijo Bobbi, con la misma voz de propietaria complacida.

Se oyó un chasquido, seguido de inmediato por un zumbido. Una cuerda negra, delgada, empezó a elevarse desde un lado de la aspiradora, como una soga que saliera de su cesto en el truco indio. Pero no era una soga, sino un cable coaxial.

Se elevó en el aire, cada vez más. Tocó el costado de la caja y se deslizó hasta la parte frontal. Gardener sintió un escalofrío de repugnancia: era como observar a una especie de murciélago, una cosa ciega provista de algo así como un radar. Una cosa ciega que podía…, podía buscar.

El extremo del cable halló dos botones: el negro, que ponía en marcha el ascensor de cuerdas, y el rojo, que lo detenía. Tocó el negro… y, de pronto, se puso rígido. El botón negro se hundió limpiamente. Detrás del cobertizo, el motor se puso en marcha y el estribo empezó a deslizarse hacia el interior de la zanja.

El cable perdió tensión. Se deslizó hasta el botón rojo, se puso rígido y lo oprimió. Cuando el motor se hubo apagado (Gardener, al inclinarse, vio que la cuerda se bamboleaba contra el flanco de la excavación, a unos tres metros y medio de profundidad), el cable se elevó y operó el botón negro de nuevo. El motor volvió a funcionar. El estribo ascendió otra vez. Al llegar el aparejo a la superficie de la excavación, el motor se detuvo de forma automática.

Bobbi se volvió hacia él. Sonreía, pero con expresión vigilante.

—Ya ves —dijo—. Funciona bien.

—Es increíble —reconoció Gardener. Sus ojos habían estado paseándose sin pausa entre Bobbi y la aspiradora en tanto el cable operaba los controles. Aunque ella movía la radio, como Freeman Moss la suya, Gard había visto su gesto de concentración y el modo en que había bajado la vista por un momento, antes de que el cable coaxial se deslizara desde el botón negro al rojo.

«Parece un perro salchicha mecánico; algo salido de esos increíbles cuadros de ciencia ficción de Kelly Freas. Eso parece, pero en realidad no lo es. Carece de cerebro. Su cerebro es Bobbi…, y ella quiere que yo lo sepa».

Había visto un montón de artefactos modificados en el granero, alineados contra la pared. Y su mente insistía en volver a la lavadora que tenía esa especie de antena en forma de bumerán en la parte superior.

«El granero». Eso planteaba una pregunta endiablada. Gard abrió la boca para formularla…, y la cerró de golpe, en tanto hacía lo posible por espesar el escudo con que cubría sus pensamientos. Se sentía como si hubiese estado a punto de dar un paso hacia un abismo de trescientos metros mientras contemplaba un bello crepúsculo.

«En casa no hay nadie (al menos, que yo sepa) y el granero está cerrado por fuera. ¿Cómo ha salido Fido Aspiradora, entonces?»

Había estado en un tris de formular esa pregunta, sin darse cuenta de que Bobbi no había mencionado dónde estaba la aspiradora hasta el momento de acudir. De pronto, Gard olió su propio sudor, agrio y maligno.

Miró a Bobbi; ella lo observaba con esa sonrisita irritada que esbozaba cuando sabía que él estaba pensando algo…, pero no adivinaba qué era.

—Y esto, ¿de dónde ha salido? —preguntó Gard.

—Oh, andaba por ahí. —Bobbi movió la mano en un ademán vago—. Lo importante es que funciona. Hemos terminado con la inesperada demora. ¿Quieres continuar?

Se acercaron a la zanja. Bobbi fue la primera en subirse. Gardener puso el pie en el estribo y se sujetó de la soga que descendía. Echó un último vistazo a la derrengada Electrolux y pensó otra vez: «¿Cómo diablos ha salido?»

Un momento después se deslizaba hacia la penumbra de la excavación y al olor mineral de la roca húmeda. La superficie lisa de la nave se elevaba a su izquierda, como un rascacielos sin ventanas.

4

Gard bajó del estribo y se irguió junto a Bobbi, hombro con hombro, frente al surco circular de la escotilla, que tenía la forma de un ojo de buey. A Gardener le resultaba casi imposible apartar la vista del símbolo grabado en ella; le traía un recuerdo de su no muy lejana niñez. En el suburbio de Portland, donde se había criado, un brote de difteria mató a dos niños, por lo que el Departamento de Salud Pública impuso una cuarentena. Gard recordaba haber pasado, agarrado de la firme mano de su madre, junto a puertas que tenían unos carteles pegados con la misma palabra en gruesas letras negras. Cuando preguntó a su madre qué significaba aquello, le respondió que indicaba la presencia de un enfermo en la casa. Era una palabra buena, según dijo, pues advertía a la gente que no debía entrar. De lo contrario, cualquiera corría el riesgo de contagiarse y propagar la enfermedad.

—¿Estás listo? —preguntó Bobbi, quebrando el hilo de sus pensamientos.

—¿Qué significa eso? —inquirió él, al tiempo que señalaba el símbolo.

—Es la marca de una crema de afeitar. —Bobbi no sonreía—. ¿Estás listo o no?

—No…, pero creo que nunca lo estaré más que ahora.

Echó un vistazo al tanque sujeto a su cinturón y volvió a preguntarse si recibiría algún veneno capaz de hacerle estallar los pulmones en cuanto tomara la primera bocanada. Era difícil. En esa expedición se suponía que estaba su recompensa. Una visita al interior del Templo Sagrado antes de que se lo borrara de la ecuación de un solo plumazo.

—Bien —dijo Bobbi—. Voy a abrir…

—Vas a abrirlo con la mente —adivinó él, mientras observaba el auricular que ella tenía en la oreja.

—Sí —respondió Bobbi, como sin darle importancia—. Se abrirá en diafragma. Se producirá un fuerte flujo de aire viciado…, y cuando digo viciado, lo digo de verdad. ¿Cómo tienes las manos?

—¿A qué te refieres?

—¿Cortes, heridas?

—Todas cicatrizadas. —Y mostró las manos como un niño antes de sentarse a la mesa.

—Bien. —Bobbi sacó un par de guantes de algodón del bolsillo trasero y se los puso. Ante la mirada inquisitiva de Gard, explicó—: Tengo padrastros en los dedos; es posible que no me causen problemas; pero podría ocurrir. Cuando veas que la escotilla empieza a abrirse, Gard, cierra los ojos. Respira del tanque. Si aspiras lo que salga de la nave, morirás como si hubieras tomado veneno.

—Estoy convencido —aseguró él.

Se puso la máscara de buceo y los tapones para la nariz. Bobbi hizo lo mismo. Gard sentía-oía el pulso en las sienes, muy acelerado, como si alguien golpeara rápidamente un tambor con un solo dedo.

«Henos aquí… Finalmente, henos aquí».

—¿Listo? —preguntó Bobbi, por última vez, con la pronunciación dificultada por la máscara.

Gardener asintió.

—¿Te acuerdas?

Él volvió a asentir.

(¡Por el amor de Dios, Bobbi, vamos!)

Bobbi asintió.

(Bien. Prepárate.)

Antes de que él pudiera preguntarle para qué, el símbolo se deshizo de repente en curvas. Gardener comprendió, con un entusiasmo profundo, casi enloquecedor, que la escotilla comenzaba a abrirse. Se oía un chillido agudo, como si algo oxidado, durante mucho tiempo inmóvil, se pusiera de nuevo en movimiento…, pero muy a su pesar.

Vio que Bobbi abría la válvula de su tanque e hizo lo mismo. Después cerró los ojos. Un momento después, un viento suave le dio en el rostro, apartándole el pelo de la frente. «Muerte —pensó Gard—. Esto es la muerte. La muerte que pasa a torrentes por mi lado, llenando esta zanja como gas de cloro. En este momento, todos los microbios de mi piel están muriendo».

El corazón le palpitaba con demasiada rapidez. Comenzaba a preguntarse si la emanación de gas (como la emanación de gas de un ataúd que se abriera, parloteó su mente nerviosa) no lo estaba matando, después de todo. Entonces se dio cuenta de que contenía el aliento.

Aspiró por la boquilla y esperó a ver si el aire que contenía el tanque lo envenenaba. No fue así. Tenía un sabor seco y rancio, pero era perfectamente respirable.

(Cuarenta, tal vez cincuenta minutos de aire.)

(Despacio, Gard. Respira despacio. Hazlo durar. Nada de jadeos.)

Empezó a respirar despacio.

Al menos lo intentó.

Por fin aquel ruido agudo, chirriante, se apagó. La corriente de aire se hizo más suave contra su rostro y por fin cesó por completo. Gard pasó una eternidad en la penumbra, frente a la escotilla abierta, con los ojos cerrados. Los únicos ruidos eran el tamborileo apagado de su corazón y el susurro del aire en el regulador del tanque. Ya tenía gusto a goma en la boca y los dientes demasiado apretados a la boquilla. Se obligó a serenarse.

Al fin, la eternidad acabó. El pensamiento claro de Bobbi le colmó la mente:

(Bien… Ya debe de estar…, puedes abrir tus ojos azules, Gard.)

Como un niño en una fiesta sorpresa, Gard obedeció.

5

Estaba frente a un corredor.

Era perfectamente redondo, descontando una parte plana, en el medio de un costado. La posición parecía imposible. Durante un momento de locura, Gard imaginó a los Tommyknockers como horripilantes moscas inteligentes, que habrían caminado por aquella pasarela con patas pegajosas. Luego, la lógica se impuso. La pasarela estaba inclinada, como todo lo demás, porque la nave había quedado escorada en ángulo.

Una luz suave surgía de las paredes lisas, redondeadas.

«Aquí no hay pilas agotadas —pensó Gardener—. Son cosas de larga vida». Miró dentro del corredor, con una profunda sensación de maravilla. «Está viva. Aun después de tantos años, sigue viva».

(Voy a entrar, Gard. ¿Vienes?)

(Trataré de hacerlo, Bobbi.)

Ella entró, agachando la cabeza para no golpeársela contra la curva superior de la escotilla. Gardener vaciló por un instante, mordiendo la goma de la máscara. Y la siguió.

6

Hubo un momento de agonía trascendente. Sintió, más que oyó, las transmisiones de radio que le llenaban la cabeza. No era sólo una; se habría dicho que todas las emisoras del mundo se hallaban al unísono dentro de su cerebro.

Un momento después, aquello desapareció, por las buenas, sin más, como desaparecen las transmisiones radiales cuando uno entra en un túnel. Acababa de penetrar en la nave y todas las emisiones del exterior se habían reducido a la nada. Un momento después descubrió que no eran sólo las emisiones del exterior. Bobbi lo estaba mirando; era obvio que le enviaba un pensamiento. Gardener supuso que era: «¿Estás bien?» Pero fue sólo una suposición: ya no podía oírle en su cabeza.

Extrañado, respondió: (¡Estoy bien! ¡Sigue!)

La expresión interrogante de Bobbi no se alteró. Aunque tenía mucha más percepción que Gardener, ella tampoco recibía nada. Gard le indicó, por señas, que siguiera.

Al cabo de un momento, Bobbi hizo un gesto de asentimiento y reanudó la marcha.

7

Anduvieron veinte pasos por el corredor. Bobbi avanzaba sin vacilaciones. Tampoco vaciló al llegar a una escotilla interior, también circular, instalada en la parte izquierda de la pasarela. Medía poco menos de un metro de diámetro y estaba abierta. Bobbi la franqueó sin volverse a mirar a Gard.

Él hizo una pausa para observar el corredor, con una suave iluminación, que se extendía hacia el inicio del mismo. Allá estaba la salida: un agujero circular que daba a la oscuridad de la excavación. Por fin siguió a su compañera.

Había una escalerilla de mano atornillada al nuevo corredor, tan escaso de diámetro que bien habría merecido el nombre de túnel. La escalerilla no hacía falta: la posición de la nave ponía ese pasillo en dirección casi horizontal. Ambos lo recorrieron a gatas.

La escalerilla, que de vez en cuando les raspaba la espalda, ponía nervioso a Gard. Para empezar, había un metro veinte de espacio que separaba a cada peldaño del siguiente. Habría sido muy difícil para cualquier hombre, incluso para quien tuviera las piernas muy largas, subir por ella. Por otra parte (y eso era aún más inquietante) tenía en el centro una pronunciada depresión semicircular, casi como una muesca.

«Parece que los Tommyknockers tenían pies muy planos —pensó, escuchando el ronquido de su propia respiración—. Muy bien, Gard».

Pero la imagen que le acudía a su mente no era de pies planos. La imagen que se le filtraba de manera suave pero de innegable poder, era la de un ente no visto del todo, que trepaba por esa escalerilla; un ente con una única garra gruesa en cada pie; una garra que se ajustaba con facilidad a cada una de aquellas depresiones.

De pronto las redondeadas paredes, a media luz, parecieron oprimirle; tuvo que luchar contra un terrible ataque de claustrofobia. Los Tommyknockers estaban en ese lugar, desde luego que sí, y aún con vida. En cualquier momento sentiría que una mano gruesa, inhumana, le agarraba uno de los tobillos.

El sudor le corrió hasta los ojos, ardiente.

Giró de pronto la cabeza para mirar por encima de un hombro.

«Nada. Nada, Gard. ¡Domínate!»

Estaban allí. Muertos tal vez, aunque vivos de algún modo. En Bobbi, para empezar. Pero…

«Pero tienes que ver, Gard. ¡Ahora, en marcha!»

Siguió arrastrándose. Notó que dejaba leves huellas sudorosas de sus manos en el metal. Huellas humanas dentro de aquel objeto, llegado sólo Dios sabía de qué lugar.

Bobbi alcanzó la boca del pasaje, giró sobre el vientre y desapareció de la vista. Gard la siguió, y luego se detuvo en la boca del pasillo para echar un vistazo. Allí había un espacio grande abierto, de forma hexagonal, como una gran cámara dentro de una colmena. También estaba inclinado en un ángulo extraño, debido al choque. Las paredes relumbraban con una suave luz incolora. De una junta, en el suelo, surgía un cable grueso que se dividía en seis más finos. En el extremo de cada uno se veía un juego de objetos parecido a unos auriculares con el centro abultado.

Bobbi no miraba a aquéllos artefactos, sino que lo hacía al rincón. Gardener siguió la dirección de su mirada y sintió que el estómago se le volvía pesado. La cabeza le dio un vuelco; el corazón se le detuvo por un momento.

Cuando la nave chocó, ellos estaban reunidos alrededor del timón telepático, o como diablos se llamara. Tal vez tratando de corregir el giro hasta el último instante, pero sin resultado. Y allí se encontraban, por lo menos dos o tres, caídos en el rincón más alejado. Resultaba difícil decir qué aspecto tenían: se hallaban demasiado enredados, en el rincón en que habían caído al chocar la nave.

«Accidente de tránsito interestelar —pensó Gardener, descompuesto—. ¿Eso es todo, Alf?»

Bobbi no se acercó a aquellos pellejos pardos amontonados en el ángulo más bajo de la sala, extrañamente desnuda. Se limitó a mirar, mientras abría y cerraba los puños. Gard trató de captar qué pensaba, qué sentía, pero no pudo. Se volvió para descender cuidadosamente desde el borde del pasillo y fue a reunirse con ella; caminó con cautela por el inclinado suelo. Bobbi lo miró con aquellos ojos nuevos, extraños. «¿Qué he de parecerle a través de esos ojos?», se preguntó él, y siguió contemplando los restos enredados del rincón. Ella seguía abriendo y cerrando las manos.

Cuando Gardener echó a andar hacia ellos, Bobbi lo sujetó por el brazo. Él se liberó sin pensarlo siquiera. Necesitaba verles. Se sentía como un niño atraído hacia una tumba abierta, lleno de miedo, pero impulsado a acercarse, de un modo u otro. ¡Necesitaba ver!

Cruzó lo que (pese a su desnudez) daba la sensación de ser la sala de mandos de un navío interestelar. Bajo sus pies, el suelo parecía liso como el cristal, pero sus zapatillas de deporte se aferraban con facilidad. No oía más ruido que el de su propia respiración; no olía otra cosa que el polvoriento aire de Haven. Bajó por el plano inclinado hasta donde estaban los cuerpos y los observó.

«Éstos son los Tommyknockers —pensó—. Bobbi y los otros no serán exactamente así cuando se hayan “convertido” por completo, quizá por influencia del medio o por la composición fisiológica original de…, ¿cómo deberíamos llamarlo… el grupo elegido como blanco? Eso provoca un aspecto algo diferente cada vez. Pero hay un parecido de primos hermanos, sí. Tal vez éstos no sean los originales…, pero sí bastante cercanos. ¡Qué tipos tan feos!»

Sintió un respeto religioso…, horror…, y una repulsión que le corría por la sangre.

Anoche, ya tarde, y la noche anterior —cantó en su mente una voz temblorosa—. Los Tommyknockers, llamando a la puerta.

Al principio le pareció que había cinco, pero sólo eran cuatro: Uno estaba partido en dos. Ninguno de ellos («ellas», «ésos») parecía haber muerto en paz o de una muerte dulce. En los rostros, feos y de hocico largo, los ojos aparecían cubiertos por una película similar a una catarata. Tenían los labios estirados hacia atrás, en un rictus colérico uniforme.

La piel, escamosa, era transparente; se veían los músculos helados en diseños entrecruzados, alrededor de la mandíbula, las sienes, el cuello.

Carecían de dientes.

8

Bobbi se reunió con él. Gard sintió sobrecogimiento en ella, mas nada de repulsión.

«Ahora, ellos son sus dioses. Rara vez, si acaso, sentimos repulsión por nuestros propios dioses —pensó Gardener—. Ahora, ellos son sus dioses, ¿y por qué no? Ellos la hicieron tal como es hoy».

Los señaló uno a uno, adrede, como si fuese un instructor. Estaban desnudos y las heridas resultaban evidentes. Un choque interestelar, sí. Pero no parecía que hubiese sido a causa de un fallo mecánico. Aquellos extraños cuerpos escamosos estaban rajados, cubiertos de cortes mellados. Una mano de seis dedos seguía cerrada alrededor del mango de algo que parecía un cuchillo con hoja circular.

«Míralos, Bobbi», pensó, aun a sabiendas de que allí Bobbi no podía leerle el pensamiento, aunque él se lo abriera por completo. Señaló una boca estirada, incrustada en el cuello de otro ser; una ancha herida abierta en un pecho grueso, inhumano.

Un cuchillo que no había sido soltado.

«Míralos, Bobbi. No hace falta ser Sherlock Holmes para darse cuenta de que luchaban entre sí, ajustaban cuentas como bestias, aquí, en la sala de mandos. Tus dioses no eran de los que tratan de buscar acuerdos por medio de la razón. Se estaban sacudiendo una buena. Tal vez todo comenzó por si aterrizaban aquí o no; quizá por si habían hecho mal o bien al no desviarse rumbo a Alfa-Centauro. De un modo u otro, los resultados fueron los mismos. ¿Recuerdas? Siempre supimos que una raza tecnológicamente avanzada, si alguna vez establecía contacto con nosotros, sería inteligente y sabia. Bueno, aquí está la verdad, Bobbi. La nave se estrelló porque luchaban entre sí. ¿Y dónde están los propulsores? ¿Los sincronizadores? ¿La cámara transportadora? Veo un cuchillo. Nada más. El resto debió ser hecho con espejos…, con las manos…, con esas grandes garras…»

Bobbi apartó la vista, y frunció el entrecejo con fuerza: una discípula que no quería aprender la lección, que estaba decidida a no estudiarla. Hizo ademán de apartarse, pero Gardener la sujetó por el brazo para retenerla. Le señaló los pies.

«Si Bruce Lee hubiera tenido un pie como ésos, habría matado a mil personas por semana, Bobbi».

Las piernas de los Tommyknockers eran largas hasta lo grotesco, Gardener las comparó con zancos. Bajo la traslúcida piel, los músculos se veían largos, acordonados, grises. Los pies eran estrechos y carecían de dedos: cada uno se curvaba en una garra gruesa, como de ave. Algo parecido a la garra de un buitre gigantesco.

Gardener pensó en las muescas de los peldaños y se estremeció.

«Mira, Bobbi. Observa qué oscuras están esas garras. Eso es sangre o como se llame lo que tenían dentro del cuerpo. Está en las garras porque con ellas se hicieron casi todo el daño. Cuando se estrelló la nave, esto no se parecía en nada al puente de mando del Enterprise[19]. Justo antes del choque, este lugar debía de ser como el escenario de una riña de gallos. ¿Es esto progreso, Bobbi? Comparado con unos tipos así, Ted, el hombre nuclear, es Gandhi».

Bobbi apartó la vista, con el entrecejo fruncido. «Déjame en paz», decían sus ojos.

«Bobbi, ¿no te das cuenta…?»

Ella le volvió la espalda. No estaba dispuesta a ver.

Gardener permaneció junto a los cadáveres desecados, mientras ella trepaba por la cubierta como si de una colina redondeada se tratase. No resbalaba en absoluto. Se encaminó hacia un muro alejado donde había otra abertura circular, que franqueó. Por un momento, Gardener sólo vio sus piernas y las sucias suelas de sus zapatillas; un momento después, también eso desapareció.

Gard ascendió por la pendiente y se detuvo por un momento en el centro de la sala, contemplando el grueso cable que surgía del suelo y los auriculares que se abrían a partir de él. La similitud con el equipo que había en el granero de Bobbi era evidente. Pero lo demás…

Miró alrededor. Sala hexagonal. Desnuda. Sin sillas. Sin fotografías de las cataratas del Niágara…, ni las de Cisne-B. Sin cartas de astronavegación ni equipamientos de científicos locos. Cualquier productor de ciencia-ficción o cualquier experto en artefactos especiales se habría sentido disgustado ante tanto vacío. Sólo había allí algunos auriculares enredados en el suelo y los cuerpos, perfectamente conservados, pero, con seguridad, tan livianos como hojas otoñales. Auriculares y restos parecidos a pellejos, apilados en ese rincón, allí donde la gravedad los había arrojado. Nada muy interesante. Nada muy sagaz. Todo concordaba. Porque los habitantes de Haven estaban haciendo muchas cosas, pero ninguna muy sagaz, si uno llegaba hasta la raíz del asunto.

No era desilusión lo que sentía; no tanto como una estúpida confirmación, como si una parte de él lo hubiera sabido todo desde antes de entrar allí. Nada de maravillas al estilo Disneylandia: sólo una patética especie de vacío. De pronto recordó el poema de W.H. Auden sobre la huida: tarde o temprano uno acaba en un cuarto, bajo una lamparilla desnuda, haciendo solitarios a las tres de la mañana. Al parecer, la Tierra del mañana acabaría siendo un lugar vacío, donde seres lo bastante inteligentes como para capturar estrellas enloquecerían y se destrozarían con las garras de sus pies.

«Pobre Robert Heinlein», pensó Gard.

Y siguió a Bobbi.

9

Anduvo hacia arriba, dándose cuenta de que había perdido por completo la idea de su posición con respecto al mundo exterior. Era más fácil no pensar. Utilizó la escalerilla para ayudarse a avanzar y llegó a una escotilla rectangular. Al mirar por ella se encontró con algo que podría haber sido el cuarto de máquinas: grandes bloques metálicos, cuadrados por un extremo, redondeados por el otro, formados en doble fila. De los extremos cuadrados surgían gruesos tubos plateados opacos, en ángulos torcidos y extraños.

«Como caños que surgen de un armatoste de niño», pensó Gard. Cobró conciencia de algo caliente y líquido en la piel, sobre sus labios. Se dividía en dos y le goteaba por la barbilla. Era su nariz, que sangraba otra vez…, poco, pero como si tuviese la intención de continuar durante mucho rato.

«¿No es más brillante la luz aquí?»

Se detuvo a mirar.

Sí. Y se oía un leve zumbido. ¿O era su imaginación?

Inclinó la cabeza. No, nada de imaginación: maquinaria. Algo la había puesto en funcionamiento.

«No se ha puesto en marcha sola, y tú lo sabes. Nosotros la hemos activado. La estamos activando».

Mordió la boquilla con fuerza. Quería salir de allí. Quería sacar a Bobbi de allí. La nave estaba viva; de un modo extraño, se trataba de la Quintaesencia del Tommyknocker. Era un horror, el peor de todos. Un ente sensible… ¿Qué? Se había despertado, claro. Y Gard lo quería dormido. De pronto se sintió como Juan, el de las habichuelas mágicas, husmeando en el castillo mientras el gigante dormía. Había que salir de allí. Empezó a gatear más deprisa. De súbito, un pensamiento lo detuvo en seco.

«¿Y si no te dejan salir?»

Apartó la idea y continuó su avance.

10

El corredor se abría en forma de Y; el brazo izquierdo continuaba en ángulo ascendente, mientras que el derecho se inclinaba hacia abajo en empinada pendiente. Oyó que Bobbi trepaba por el de la izquierda. Él la siguió y llegó a otra escotilla. Allí estaba su compañera, de pie, que echó un breve vistazo a Gard, con ojos grandes y asustados. Luego, siguió contemplando aquello.

Gard pasó una pierna por la escotilla y se detuvo. De ningún modo entraría allí.

El cuarto tenía forma de rombo. Estaba lleno de hamacas suspendidas en marcos metálicos; las había a cientos. Todas se inclinaban hacia arriba y hacia la izquierda, como borrachas. La sala parecía una instantánea del dormitorio de un barco, tomada en el momento en que el navío cruzaba el valle de una ola. En cada hamaca había un ocupante amarrado. Piel transparente, hocicos perrunos, lechosos ojos muertos.

De cada cabeza triangular escamosa brotaba un cable.

«No están armados —se dijo Gardener—, sino encadenados. Eran los impulsores de la nave, ¿verdad, Bobbi? Si el futuro consiste en esto, es hora de pegarse un tiro. Éstas son galeras impulsadas por esclavos».

Todos mostraban una mueca, como si estuviesen rugiendo, pero Gard notó que algunos de aquellos rictus estaban borrados a medias: sus cabezas parecían haber estallado, como si al estrellarse la nave se hubiera producido un gigantesco rebote de energía que hubiera hecho volar su cerebro, literalmente.

Todos muertos. Amarrados para siempre a sus hamacas, con la cabeza colgando y los hocicos congelados en muecas eternas. Todos muertos en aquella habitación inclinada.

A poca distancia otra máquina se puso en marcha; primero, de un modo vacilante, herrumbroso; después, con más facilidad. Un momento después se oyó el zumbido de unos ventiladores; tal vez eran impulsados por el motor recién activado. El aire se movió contra su rostro; si era respirable o no, desde luego no pensaba averiguarlo personalmente.

«A lo mejor esto se puso en marcha al abrir la escotilla exterior, pero no lo creo. Hemos sido nosotros. ¿Y ahora qué se pondrá en marcha, Bobbi?

¿Y si lo siguiente fueran los mismos Tommyknockers? ¿Y si aquellas manos de seis dedos, grisáceas y transparentes, empezaban a abrirse y cerrarse, como las de Bobbi mientras miraba los cadáveres del cuarto de control? ¿Y si aquellos pies en forma de garra empezaban a retorcerse? ¿O si las cabezas se movían para mirarles con sus ojos lechosos?

«Quiero salir. Aquí los fantasmas son demasiado vitales. Quiero salir».

Tocó a Bobbi en el hombro y ella dio un respingo. Gardener echó un vistazo a su muñeca, aunque allí no había reloj alguno: sólo una señal blanca, ya medio borrada, en el brazo tostado. Había sido un Timex, un viejo reloj resistente que superó muchas cosas en su compañía, pero dos jornadas de trabajo en la excavación habían acabado con él. «He aquí algo que nunca se utilizó en los anuncios de televisión», se dijo.

Bobbi comprendió el mensaje. Señaló el tanque de aire sujeto al cinturón de Gard y lo miró enarcando las cejas. «¿Cuánto tiempo llevamos?»

Él no lo sabía. Tampoco importaba. Quería salir antes de que la maldita nave despertara del todo e hiciera Dios sabía qué.

Señaló el pasillo. «Ya basta. Salgamos».

En la pared junto a él se inició un ruido denso, aceitoso, carcajeante. Gard se apartó, amedrentado. Unas gotas de sangre surgidas de su nariz salpicaron la pared. El corazón le latía como enloquecido.

«Basta; es sólo alguna máquina de bombeo».

El oleoso ruido empezó a asentarse…, y de pronto, algo salió mal. Hubo un chirrido de metal raspado y una rápida serie de explosiones sordas. Gardener sintió que la pared vibraba por un momento, la luz pareció parpadear y amortiguarse.

«Si las luces se apagaran, ¿hallaríamos el camino para salir de aquí? Creo que bromea, señor».

La bomba se puso en marcha otra vez. Se oyó un largo grito metálico, ante el cual los dientes de Gardener mordieron con fuerza la goma de la boquilla. Por fin se apagó. Hubo un castañeteo agudo; como el de una cañita en un vaso vacío. Después, nada.

«No todo ha resistido al tiempo sin sufrir daños», pensó Gardener. Y la idea le resultó un alivio.

Bobbi le estaba señalando: «Sal, Gard».

Antes de obedecer, él vio que Bobbi se detenía para mirar, una vez más, la hilera de hamacas con sus muertos. Su rostro tenía otra vez aquella expresión de temor.

Un momento después, Gard trepaba de nuevo por el mismo camino, tratando de mantener un paso igual y estable, aunque la claustrofobia lo envolvía.

11

En el cuarto de controles, una de las paredes se había convertido en una gigantesca ventana panorámica, de quince metros de largo por seis de alto.

Gardener, boquiabierto, se quedó mirando el cielo azul de Maine y el borde de pinos, píceas y arces que rodeaba la excavación. En el rincón derecho inferior se veía el techo de hojas que cubría el cobertizo. Lo contempló varios segundos, los suficientes para ver que en el cielo comenzaban a acumularse grandes nubes blancas; entonces se dio cuenta de que no podía ser una ventana. Estaban en medio de la nave más o menos, y muy dentro de la zanja. Una ventana en esa pared mostraría sólo otro sector de la nave. Aunque se hubiesen encontrado cerca del casco (y no era así) habrían visto un panorama de roca cubierta de malla metálica, quizá con una astilla de cielo azul muy arriba.

«Es una imagen televisada; algo similar a una imagen televisada».

Pero no había cables. La ilusión era perfecta.

Gardener, olvidando su claustrofóbica necesidad de salir ante el poder de aquella fascinación, anduvo con paso lento hacia la pared. El ángulo le daba una perversa sensación de vuelo; el efecto era como escurrirse tras los controles de un avión de entrenamiento y poner los falsos mandos en un ascenso casi vertical. El cielo, a fuer de luminoso, le hacía bizquear. Era incapaz de no buscar la pared, tal como se espera ver una pantalla de cine a través de la imagen al acercarse, pero allí no parecía haber nada. Los pinos formaban un verde claro, auténtico; sólo la falta de brisa y de olor a bosque desmentían la persuasiva ilusión.

Se acercó un poco más, siempre en busca de la pared.

«Es una cámara, tiene que estar montada en el borde exterior de la nave, tal vez en la parte con la cual Bobbi tropezó. El ángulo lo confirma. ¡Pero por Dios, qué real es, diablos! Si la gente de Kodak o Polaroid viese esto, perdería la chav…»

Sintió que lo aferraban del brazo con fuerza y el terror dio un salto en él. Giró en redondo, esperando encontrarse con uno de «ellos», una cosa sonriente con cabeza de perro, y un cable con un enchufe en el extremo: ¿Quiere agacharse, señor Gardener, por favor? Esto no duele nada.

Era Bobbi, que señaló la pared-ventana. Con los brazos y las manos extendidas, le hizo una rápida mímica. Después volvió a señalar la pared-ventana. Gardener tardó un momento en comprender. Con horripilantes gestos que resultaban casi divertidos, Bobbi le estaba diciendo que tocar esa falsa ventana se parecería mucho a tocar la tercera vía del subterráneo: lo electrocutaría.

Gardener asintió. Luego señaló el pasillo más ancho, aquel por donde habían entrado. Bobbi respondió a su gesto y abrió la marcha.

Mientras Gard trepaba, creyó oír un susurro de hojas secas y se volvió, aterrorizado como un niño. Pensaba que podían ser ellos, los cadáveres del rincón, que se elevaban poco a poco sobre sus garras como zombies.

Pero aún yacían en su enredo de brazos y piernas. La amplia y clara vista del cielo y los árboles en la pared (o a través de ella) se oscurecía; perdía realidad y definición. Gardener se volvió para arrastrarse tras Bobbi tan deprisa como le fue posible.