CUATRO

EL GRANERO

1

Era 14 de agosto. Un rápido cálculo indicó a Gardener que llevaba cuarenta y un días con Bobbie: casi el período bíblico de confusión o de tiempo desconocido, como cuando se habla de que «vagó por el desierto cuarenta días y cuarenta noches». Parecía un tiempo más largo: toda una vida.

Ese atardecer no hicieron más que picotear la pizza congelada que Gardener calentó para la cena.

—Me gustaría tomar una cerveza —dijo ella, acercándose a la nevera—. ¿Y a ti?

—Paso, gracias.

Bobbi enarcó las cejas, pero nada dijo. Cogió la cerveza y salió al porche. Gardener oyó el reconfortante crujido de su vieja mecedora. Al cabo de un rato, sacó un vaso de agua del grifo fría y fue a sentarse junto a Bobbi. Permanecieron así durante lo que pareció un largo rato, sin hablar, sólo contemplando la neblinosa quietud del anochecer.

—Hemos estado juntos durante mucho tiempo, Bobbi, tú y yo —dijo él.

—Sí. Mucho tiempo. Y es un extraño final.

—¿De eso se trata? —preguntó Gardener, girándose en la silla para mirarla—. ¿Del final?

Bobbi se encogió de hombros con toda tranquilidad. Su mirada se deslizó hacia otra parte.

—Bueno, ya me entiendes. El final de una fase. ¿Así está mejor?

—Cuando se trata de una palabra justa, no se trata de la mejor, sino de la única que importa. ¿No es eso lo que te enseñé?

Bobbi se echó a reír.

—Sí, en la primera clase, maldita sea.

—Sí.

—Sí.

Bobbi tomó un sorbo de cerveza y volvió a contemplar la vieja carretera a Derry. Seguro que se sentía impaciente porque los otros llegaran. Si todo estaba dicho entre los dos, en verdad, después de tantos años, Gardener casi lamentaba haber obedecido al impulso de regresar, sin importar cuáles fueran los motivos y los resultados. Qué débil final para una relación que, en su momento, había abarcado el amor, el sexo, la amistad, un período de tensa espera, preocupación y hasta miedo; parecía convertirlo todo en una burla: el dolor, el sufrimiento, el esfuerzo.

—Siempre te amaré, Gard —dijo Bobbie, con suavidad, pensativa, sin mirarlo—. Resulte de esto lo que sea, recuerda que todavía te amo. —Por fin lo miró; su rostro era una extraña parodia de cara bajo el espeso maquillaje; sin duda, esa persona era una excéntrica sin remedio que, por casualidad, se parecía un poco a Bobbi—. Y recuerda, por favor, que yo no elegí tropezar con ese maldito objeto. El libre albedrío no tuvo nada que ver aquí, como algún sabihondo habrá dicho.

—Pero elegiste desenterrarlo —observó Gardener. Aunque su voz sonaba tan suave como la de Bobbi, un nuevo terror se le filtraba en el corazón. Ese comentario sobre el libre albedrío, ¿era una petición de disculpas indirecta por su inminente asesinato?

«Basta, Gard, basta de asustarse de las sombras», se dijo.

El coche sepultado en el extremo de la calle Nista, ¿también es una sombra?, replicó su mente, de inmediato.

Bobbi rió en voz baja.

—Hombre, la idea de que desenterrar o no algo así pudiera ser una función del libre albedrío…, podrías convencer a un chico en un debate en secundaria, ¡pero entre nosotros, Gard…! ¿De veras piensas que una persona puede decidir algo así? ¿Crees que uno decide que obviará un conocimiento, cualquiera que sea, cuando ha visto su borde?

—Porque lo creo he participado en manifestaciones contra las centrales nucleares, sí —respondió Gardener, con lentitud.

Bobbi descartó esa afirmación con un gesto.

—Es posible que una sociedad decida no llevar a cabo una idea. En realidad, hasta eso me parece dudoso, pero supongamos que sí. Sin embargo, los individuos comunes… No, Gard, lo siento. Cuando un individuo ve algo que asoma del suelo, va y lo desentierra. Tiene que desenterrarlo porque podría ser un tesoro.

—¿Y tú no tuviste la menor sospecha de que… —«De que podría ser la perdición», fue la frase que acudió a su mente, pero supuso que a Bobbi no le gustaría— quizá hubiera consecuencias?

Bobbi esbozó una abierta sonrisa.

—Ni la menor sospecha.

—Pero a Peter no le gustaba.

—No, a Peter no le gustaba. Pero eso no lo mató, Gard.

«Estoy bastante seguro de que no».

—Peter murió por causas naturales. Era viejo. Esa cosa del bosque es una nave de otro mundo. Ni la caja de Pandora ni el árbol del fruto prohibido. No oí una voz que cantara desde el cielo: De esta nave no comerás; si lo haces, morirás.

Gard sonrió un poquito.

—Pero sí es una nave de conocimiento, ¿verdad?

—Supongo que sí.

Bobbi miraba otra vez hacia la carretera. Era obvio que no quería seguir con el tema.

—¿A qué hora han de venir? —preguntó Gardener.

En vez de responder, Bobbi señaló la ruta con la cabeza. Se acercaba el Cadillac de Kyle Archinbourg, seguido por el viejo Ford de Adley McKeen.

—Creo que iré a dormir un poco —dijo Gardener, levantándose.

—Si quieres acompañarnos hasta la nave, serás bienvenido.

—Por ti, tal vez, pero por ellos… —Gard señaló con el pulgar los coches que se acercaban—. Me creen loco. Además, me odian porque no alcanzan a leer mi pensamiento.

—Si yo digo que puedes acompañarnos, puedes.

—De acuerdo; sin embargo no creo que vaya —repuso Gardener, al tiempo que se desperezaba—. Yo tampoco les tengo mucha simpatía, ¿sabes? Me ponen nervioso.

—Lo siento.

—No te preocupes. Pero… mañana seremos tú y yo solos, Bobbi, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

—Dales mis saludos. Y recuérdales que os he ayudado, con placa en el cráneo o sin ella.

—Lo haré, por supuesto.

Pero lo ojos de Bobbi volvieron a desviarse. A Gardener no le gustó su gesto. No le gustó en absoluto.

2

Pensó que primero irían al granero, pero se equivocó. Pasaron un rato fuera, conversando: Bobbi, Frank, Newt, Dick Allison, Hazel y los otros; después caminaron hacia el bosque, en un apretado grupo. La luz se desvaía ya hacia el púrpura; casi todos llevaban linternas.

Gard, que los miraba, sintió que había pasado su último instante con Bobbi. Ya no quedaba sino entrar en el granero para ver qué había allí. Decidirse de una vez por todas.

«Vi un ojo que espiaba por una nube humeante tras la puerta verde…»

Se levantó para ir a la cocina, a tiempo de observar que el grupo cruzaba la huerta rampante de Bobbi. Los contó con celeridad, para asegurarse de que estuvieran todos, y se encaminó hacia el sótano. Bobbi guardaba allí un segundo llavero.

Abrió la puerta del sótano y se detuvo por última vez.

¿De verdad quieres hacer esto? —preguntó su mente.

No, en verdad no quería. Pero estaba decidido. Y descubrió que sentía una gran soledad, más que miedo. No le quedaba la opción de recurrir a alguien en busca de ayuda. Había permanecido en el desierto con Bobbi Anderson cuarenta días y cuarenta noches; ahora estaba en él solo. Que Dios lo ayudara.

«¡Al diablo con todo!», pensó. Como se supone que dijo aquel sargento de la Primera Guerra Mundial: «Vamos, muchachos, ¿quieren vivir eternamente?»

Gardener bajó por la escalera en busca del juego de llaves.

3

Vio el llavero, colgado de un clavo, con todas las llaves minuciosamente rotuladas. La broma consistía en que la llave del granero no se encontraba entre ellas. ¡Pero si él estaba seguro! Trató de recordar dónde la había visto la última vez, pero no pudo. Al parecer, Bobbi tomaba precauciones.

Permaneció inmóvil en el Taller Nuevo y Perfeccionado, con la frente y los testículos cubiertos de sudor. No había llave. Estupendo. ¿Qué hacer entonces? ¿Coger el hacha de Bobbi y actuar como Jack Nicholson en El resplandor? Ya lo imaginaba: zas, cras, bum: ¡Aquí Gardener! Sólo que resultaría algo difícil disimular los daños antes de que los peregrinos regresaran de la Visión de la Sagrada Escotilla.

Dejó pasar el tiempo; se sentía Viejo y No Perfeccionado. De cualquier modo, ¿cuánto tiempo se entretendrían allá? No había modo de saberlo, ¿verdad? En absoluto.

Veamos, ¿dónde guarda la gente sus llaves? Siempre partiendo del supuesto de que ella sea prudente y nada más, no que esté ocultándola de ti.

Le asaltó un pensamiento tan potente que se dio una palmada en la frente. Bobbi no se había llevado la llave. No había tratado de esconderla: la llave había desaparecido mientras Bobbi se encontraba en el hospital de Derry, reponiéndose de «una insolación». Casi seguro que era eso. Y lo que la memoria no podía o no quería suministrarle, la lógica se lo brindaba.

Bobbi no había estado en el hospital de Derry, sino en el granero. Tal vez uno de los otros se había llevado la llave de repuesto, para atenderla cuando hiciera falta. ¿Acaso todos ellos tenían una? ¿Para qué? Nadie en toda Haven robaba nada en esos tiempos; todos estaban dedicados a «convertirse». Si el granero se mantenía bajo llave era sólo para que él, Gard, no entrara. Por lo tanto, bien podían haber…

Gardener recordó haberles visto llegar, después del «algo» que había afectado a Bobbi…; ese algo, tanto más serio que una insolación…

Cerró los ojos y vio el Caddy. KYLE-1. Bajan y…, su memoria continuó:

… y Archinbourg se separa de los otros por un momento. Tú estás incorporado sobre un codo; los miras por la ventana. Si acaso reparas en eso, piensas que se ha apartado para orinar. Pero no es así. Ha ido al otro lado, en busca de la llave. Sí, seguro. Ha rodeado el granero en busca de la llave.

No era gran cosa, pero bastó para ponerle en movimiento. Subió a toda carrera por la escalera del sótano, se encaminó hacia la puerta y se detuvo. En el cuarto de baño había un viejo par de gafas oscuras para el sol, sobre el botiquín. Habían ido a parar allí con el carácter definitivo que adquieren los objetos triviales en la vivienda de la persona que vive sola (como la crema base de la difunta esposa de Newt Berringer). Gardener las cogió, sacó a soplidos una espesa capa de polvo que las cubría, las limpió con cuidado y se las guardó en el bolsillo de la pechera.

Salió hacia el granero.

4

Se detuvo por un momento junto a la puerta de tablas, cerrada con candado, para vigilar el sendero que llevaba a la excavación. La oscuridad había aumentado hasta convertir el bosque, más allá de la huerta, en una masa gris azulada sin detalle alguno. No se veía regresar la ondulante línea de linternas encendidas.

Pero podrían aparecer en cualquier momento y sorprenderte con las manos en la masa.

«Creo que pasarán allá un buen rato, embobados. Se han llevado las lámparas potentes».

No lo sabes con seguridad.

No, con seguridad, no.

Gardener observó de nuevo la puerta de tablas. Por las hendiduras se filtraba aquella luz verde. Y un ruido difuso, desagradable, como el de una lavadora anticuada ahita de prendas y espuma.

No, no era una sola lavadora. Antes bien, unas cuantas, y no trabajaban al mismo tiempo.

La luz palpitaba al compás de aquel ruido grave, que chapoteaba.

«No quiero entrar».

Se percibía un olor. Hasta el olor era algo espumoso, blando, con un dejo a rancio. Jabón viejo. Jabón medio derretido.

«Pero no se trata de varias lavadoras. Ese ruido está vivo. Ahí dentro no hay máquinas de escribir telepáticas ni calentadores Nuevos y Perfeccionados: es algo vivo. Y no quiero entrar».

Pero entraría. Después de todo, ¿no había vuelto de entre los muertos sólo para entrar en el granero de Bobbi y sorprender a los Tommyknockers en sus extraños banquitos de trabajo? Se suponía que sí.

Rodeó el granero hasta uno de los lados. Allí, bajo el alero, colgada de un clavo enmohecido, estaba la llave. Tendió una mano temblorosa y la descolgó. Trató de tragar saliva. Al principio no pudo. Su garganta parecía tapizada de franela seca y caliente.

«Un trago. Sólo un trago. Iré a la casa para tomar sólo uno. Entonces estaré dispuesto».

Muy bien. Sonaba espléndido. Pero no lo haría. Había terminado con la bebida. Y con las demoras. Con la llave bien apretada en la mano húmeda, Gard volvió a la puerta: «No quiero entrar y tal vez no puedo. Porque el Tommyknocker me da…»

Basta. Termina también con eso, con tu Período Tommyknocker. Se volvió a mirar, casi con la esperanza de ver las linternas que regresaban del bosque, de oír las voces.

No los oirías, porque hablan con la mente.

Ni linternas. Ni movimientos. Ni grillos. Ni gorjeos. El único ruido era el de las lavadoras, amplificados latidos cardíacos con goteras: sliss-sliss-sliss…

Gardener contempló la luz verde y palpitante que se abría paso entre las tablas. Metió la mano en el bolsillo, sacó las viejas gafas oscuras y se las puso.

Hacía mucho tiempo que no rezaba, pero lo hizo. Fue una plegaria muy breve, pero plegaria al fin.

—¡Por favor, Dios! —dijo en la penumbra del crepúsculo estival. Y deslizó la llave en el candado.

5

Esperaba un estallido de transmisión radial en la cabeza, pero no lo hubo. Hasta ese momento no se había dado cuenta de que tenía el vientre tenso y hundido, como quien espera recibir una descarga eléctrica.

Se humedeció los labios con la lengua y giró la llave en la cerradura. Un ruido pequeño, apenas audible por encima del grave chapoteo del granero: ¡clic!

La traba saltó un poquito del cuerpo central del candado. Lo cogió con una mano que parecía de plomo. Lo retiró, bajó la traba y se guardó el candado en el bolsillo izquierdo, con la llave aún puesta. Se sentía como en sueños. Y no era un sueño agradable.

El aire del interior tenía que ser bueno. O tal vez no se pudiera decir que era bueno; quizá el aire de Haven no era ya bueno en ningún lugar. Pero debía de ser el mismo que en el exterior, porque ese granero era una criba de rendijas. Si existía algo factible de llamarse biosfera Tommyknocker pura, no estaría allí. Al menos eso pensaba él.

De cualquier modo, trataría de reducir los riesgos al mínimo. Aspiró profundamente, contuvo el aliento y decidió contar los pasos. «Tres. Entraré sólo tres pasos. Por las dudas. Una buena mirada en derredor y ¡afuera! Deprisa».

¿Eso esperas?

«Sí, eso espero».

Echó una última mirada a lo largo del camino. Como no vio nada, se volvió hacia el granero y abrió la puerta.

El resplandor verde, fulgurante pese a las gafas oscuras, lo bañó como una luz corrupta.

6

Al principio fue incapaz de ver algo. La luz era demasiado brillante. Sin duda, en otras ocasiones la había visto brillar aun más, pero nunca la había tenido tan cerca. ¿Cerca? ¡Caramba, si estaba dentro de ella! Si alguien lo hubiese buscado con la vista desde la puerta, apenas habría podido verle.

Entornó los ojos para protegerlos de aquel verdor brillante y avanzó un paso; arrastró un pie…, luego, otro paso…, y un tercero. Tenía las manos extendidas hacia delante, como si estuviese ciego. Y lo estaba, mierda, hasta tenía las gafas oscuras para demostrarlo.

El ruido era más fuerte. Sliss-sliss-sliss… hacia su izquierda. Giró en esa dirección, pero no avanzó. Tenía miedo de seguir adelante, miedo de lo que pudiera tocar.

Por fin sus ojos empezaron a adaptarse. Vio siluetas oscuras en el verde. Un banco…, pero no había Tommyknockers que trabajaran en él; sólo había sido empujado contra la pared para quitarlo de en medio. Y…

«¡Por Dios, si es una lavadora!»

Era, en efecto una de esas lavadoras antiguas, con rodillos en la parte alta para escurrir la ropa. Pero eso no era lo que producía el extraño ruido. También se la habían llevado contra la pared y estaba en proceso de modificación; alguien estaba trabajando en ella según la tradición Tommyknocker; por el momento no funcionaba.

Junto a él había una aspiradora Electrolux; una de las antiguas, de forma alargada y con ruedas bajas; parecía un perro salchicha mecánico. Una sierra de cadena montada sobre ruedas. Montañas de detectores de humo, casi todos aún en sus cajas. Varios tambores de queroseno, también sobre ruedas y con mangueras conectadas, y algo así como brazos…

«Brazos, claro está; son robots, maldición; robots en fabricación. Y ninguno de ellos parece la blanca paloma de la paz, ¿verdad? Y…»

Sliss-sliss-sliss.

Más a la izquierda. Allí estaba la fuente del fulgor.

Gard oyó que de su garganta salía un ruido extraño, dolorido. Era el aliento que había estado reteniendo; escapaba como el aire de un globo pinchado. Sus piernas perdieron la fuerza del mismo modo. Tendió la mano a ciegas y encontró el banco, pero no se sentó: ¡se dejó caer en él! Era incapaz de apartar la mirada del rincón posterior izquierdo del granero, donde Ev Hillman, Anne Anderson y Peter, el viejo sabueso de Bobbi, habían sido colgados en algún modo de postes, dentro de dos viejos cubículos para ducha de acero galvanizado, a los que se les había quitado las puertas. Pendían allí como trozos de carne de sus ganchos. Pero Gard vio que estaban con vida…, de algún modo, aún vivían.

Un cable negro, grueso, que parecía ser de alto voltaje o un cable coaxial muy grande, brotaba del centro de la frente de Anne Anderson. Otro similar salía del ojo derecho del viejo. Al perro le habían quitado toda la parte superior del cráneo, dejando al descubierto el palpitante cerebro, del que brotaban decenas de cables más finos.

Los ojos de Peter, libres de cataratas, se volvieron hacia Gard. Gimió.

«¡Dios…! ¡Oh, Dios mío…, oh, Dios mío bendito…!»

Trató de levantarse del banco. No pudo.

También al viejo y a Anne les habían retirado parte del hueso craneal. Aunque las duchas no tenían puertas, estaban llenas de cierto líquido claro, contenido allí de la misma manera que el diminuto sol en el calentador de Bobbi. Si trataba de entrar en uno de ellos, experimentaría una resistencia elástica, que cedería bastante sin permitirle el acceso.

Su mente volvió a la frase anterior:

«¿Entrar? ¡Sólo quiero salir!»

Dios…, Dios bendito…, oh, Dios mío, míralos.

«No quiero mirarlos».

No. Pero le era imposible apartar la vista de ellos.

El líquido era de un verde esmeralda transparente. Se movía, y emitía ese ruido grave, espeso, jabonoso. Pese a su claridad, Gardener supuso que debía ser bastante denso; quizá tuviera la consistencia de los lavavajillas.

«¿Cómo respiran ahí dentro? ¿Cómo siguen con vida? Tal vez están muertos; quizá es sólo el movimiento del líquido el que da esa impresión. Es posible que se trate de una ilusión. Por favor, Dios mío, que sea una ilusión».

Pero Peter…, lo oíste gemir…

«No. Fue parte de la ilusión, nada más. Está colgado de un gancho en un cubículo para ducha, lleno del equivalente interestelar de un detergente; no podría gemir ahí dentro, todo saldría lleno de burbujas y me estoy volviendo loco. Eso es: sólo una pequeña visita del Rey Chiflado».

Pero no era así, y lo sabía. También sabía que no había percibido el gemido de Peter con el oído.

Ese sonido doliente, indefenso, había provenido del mismo sitio en que la música de radio sonaba: del centro de su cerebro.

Anne Anderson abrió los ojos.

¡Sácame de aquí! —aulló—. Sácame de aquí y la dejaré en paz, pero no puedo sentir nada salvo cuando ellos hacen que duela hacen que duela hacen que dueeelaaa…

Gardener intentó otra vez levantarse. Tuvo la vaga noción de que ella hacía un ruido. Sólo un viejo ruido. Aquel ruido se parecía mucho, pensó, al que haría una marmota atropellada en la carretera.

El líquido verdoso y móvil daba al rostro de Sissy una tonalidad gaseosa, espantosamente cadavérica. El azul de sus ojos se había desteñido. La lengua flotaba como una carnosa planta subacuática. Sus manos iban a la deriva, con los dedos arrugados como cebollas.

¡No me siento nada salvo cuando ellos hacen que dueeeelaaa!, gimió Anne. Y él no pudo anular su voz; no pudo hundirse los dedos en los oídos para no oír, porque su voz sonaba dentro de su cabeza.

Sliss-sliss-sliss.

Tubos de cobre que entraban en los cubículos desde arriba, asemejándolos a una risible combinación de cámaras de animación suspendida, a la Buck Rogers, y claros lunares a la Li’l Abner.

A Peter se le había caído el pelo en parches. Los cuartos traseros parecían estar derrumbándose. Movía las patas en ese líquido, en largos movimientos perezosos, como si corriera en sueños.

(¡Cuando ellos hacen que dueeelaaaa!)

El viejo abrió su único ojo.

(El chico.)

Su pensamiento fue claro, incuestionable. Gard se descubrió respondiéndole:

«¿Qué chico?»

La respuesta fue inmediata, y le sobresaltó durante un segundo; luego, indiscutible.

(David. David Brown.)

Ese único ojo lo miraba con fijeza: un incesante zafiro con tintes de esmeralda.

(Salva al chico.)

El chico. David. David Brown. ¿Era acaso, de algún modo, parte de eso el chico que habían buscado por tantos días, agotados por el calor? Por supuesto. Tal vez no de un modo directo, pero sí parte de todo.

«¿Dónde está?», pensó Gardener al viejo que flotaba en su solución verde.

Sliss-sliss-sliss.

(ALTAIR-4 —respondió el viejo, por fin—. David está en ALTAIR-4. Sálvalo… y mátanos después. Esto…, esto es feo. Muy feo. No podemos morir. Lo he intentado. Todos lo intentamos. Incluso….)

(brujabruja)

(Esto es un infierno. Usa la transformadora para salvar a David. Después quita los enchufes. Corta los cables. Incendia esto. ¿Me oyes?)

Por tercera vez, Gardener intentó levantarse y cayó sentado de nuevo en el banco, como si no tuviera huesos. Cobró conciencia de los gruesos cables eléctricos diseminados por el suelo; eso le supuso un espectral recuerdo del grupo musical que lo había recogido en la autopista, cuando él regresaba desde Nueva Hampshire. Lo meditó por un momento, intrigado, hasta que encontró la asociación: el suelo parecía un escenario de conciertos momentos antes de que el conjunto de rock empezara a tocar. Eso o el estudio de televisión de una ciudad grande. Los cables serpenteaban hasta un enorme cajón lleno de tableros con circuitos y grabadores de videocasetes. Estaban interconectados. Buscó el transformador de corriente continua y no lo vio. «Por supuesto que no, idiota —se dijo—. Las pilas tienen corriente continua».

Los grabadores de videocasetes estaban conectados a una mezcolanza de ordenadores domésticos. En la única pantalla iluminada se veía parpadear la palabra:

¿PROGRAMA?

Detrás de los ordenadores modificados había más circuitos; cientos de ellos. Todo el conjunto emitía un zumbido grave y soñoliento, ruido que él asoció con…

(usa la transformadora)

un gran equipo eléctrico.

Del cajón y de los ordenadores brotaba luz, que formaba un chorro verde…, pero no era una luz estable, sino cíclica. La pulsación de la luz y su relación con los sonidos jabonosos que brotaban de los cubículos era evidente.

«Ése es el centro —pensó, con la débil excitación de los inválidos—. Es el anexo de la nave. Vienen al granero para usar esto. Es una transformadora. De aquí obtienen el poder».

(usa la transformadora para salvar a David)

«Lo mismo podrías pedirme que pilotara un avión de las Fuerzas Aéreas. Pídeme algo fácil, abuelo. Si pudiese traerlo de donde está recitando a Mark Twain (y aun a Poe), haría el intento. Pero con esto… Parece una explosión en un depósito de artefactos electrónicos».

Pero… el chico.

¿Qué edad tiene? ¿Cuatro, cinco años?

Y en el nombre de Dios, ¿dónde lo han puesto?

(Salva al chico. Usa la transformadora)

Por supuesto, ni siquiera había tiempo para observar con atención aquella maldita mezcolanza. Los otros estarían regresando. Aun así, Gard miró con hipnótica fijeza la única terminal iluminada.

¿PROGRAMA?

«¿Y si señalara ALTAIR-4 en el tablero?», se preguntó. Entonces vio que no había tablero. En el mismo instante, las letras de la pantalla cambiaron:

ALTAIR-4

decía en ese momento.

«¡No! —aulló su mente, colmada con los remordimientos del intruso—. ¡No, por Dios, no!»

Las letras ondularon.

NO POR DIOS NO

Gardener, sudando, pensó: «¡Cancelar! ¡Cancelar!»

CANCELAR CANCELAR

Las letras parpadearon una y otra vez, una y otra vez. Gardener las miraba con fijeza, horrorizado. Luego:

¿PROGRAMA?

Hizo un esfuerzo por ocultar sus pensamientos y trató una vez más de levantarse. Lo consiguió, por fin. De la transformadora surgían otros cables, más delgados. Eran… Los contó: ocho, sí. Todos terminaban en auriculares sencillos.

Auriculares sencillos. Freeman Moss, el domador que conducía los elefantes mecánicos. Más auriculares comunes. En cierto modo, era como un laboratorio de idiomas.

¿Vienen aquí para aprender otro idioma? —su mente, de nuevo.

«Sí. No. Vienen para aprender a “convertirse”. La máquina los enseña. Pero ¿dónde están las pilas? No las veo. Debería de haber diez o doce pilas grandes conectadas a eso, sólo como carga de mantenimiento. Debería…»

Atónito, levantó otra vez la vista hacia los cubículos.

Miró el cable coaxial que surgía de la frente de la mujer, del ojo del viejo. Observó las patas de Peter, que se movían en pasos largos y soñadores, y se preguntó cómo habrían llegado los pelos de perro al vestido de Bobbi. ¿Habría estado practicando a Peter el equivalente interestelar de un cambio de aceite? ¿Acaso la había asaltado una simple emoción humana? ¿Amor, remordimientos, culpabilidad? ¿Habría abrazado a su perro antes de llenar otra vez el cubículo con líquido?

«Ellos son las pilas. Pilas orgánicas, podría decirse. Les están chupando la energía. Los chupan como vampiros».

Una emoción nueva se filtró entre su miedo, su desconcierto y su asco. Era furia, y Gardener la recibió de buen grado.

(Hacen que duela… hacen que dueeelaaa… hacen que dueeee…)

La voz se cortó abruptamente. El zumbido opaco del transformador cambió de tono y descendió de ciclo. La luz que salía del cajón disminuyó un poquito. Gard se dijo que ella había quedado inconsciente y, por lo tanto, la emisión de la máquina estaba disminuida en una cifra x de, ¿qué? ¿Voltios? ¿Dinas? ¿Ohmios? ¿Quién mierda sabría eso?

(Termina con esto, hijo. Salva a mi nieto y termina con esto)

Por un momento, la voz del viejo le llenó la cabeza, clara y lúcida, a la perfección. Luego desapareció. El ojo del anciano quedó cerrado.

La luz verde de la máquina se tornó más pálida aún.

«Despertaron cuando yo entré —pensó Gard, febril. La ira aún palpitaba en su mente. Escupió un diente casi sin darse cuenta—. Hasta Peter despertó un poco. Ahora han vuelto al estado en que se encontraban… antes. ¿Duermen?» No, no se trataba de dormir. Era otra cosa. Un almacenamiento orgánico en frío.

«¿Sueñan las pilas con ovejas eléctricas?», pensó. Y emitió una risa quebrada.

Dio un paso atrás para alejarse de la transformadora,

(qué está transformando esto exactamente cómo por qué)

los cubículos y los cables. Sus ojos se volvieron hacia los artefactos alineados contra la pared opuesta. La lavadora tenía algo montado encima: un objeto parecido a una de esas antenas para televisión que suelen verse en la parte trasera de las grandes limusinas. Detrás de aquélla, y a su izquierda, una anticuada máquina de coser a pedal, con una chimenea de vidrio montada en la rueda lateral. Tambores de queroseno con mangueras y brazos de acero… Vio que en el extremo de uno de los brazos había un cuchillo de carnicería, sujeto por soldadura.

«Cielos, ¿qué es todo esto? ¿Para qué es?»

Una voz susurró: Tal vez sea protección, Gard. Por si se presenta la policía de Dallas antes de tiempo. Es el ejército Tommyknocker de Chatarra: viejas máquinas de lavar con antenas celulares. Aspiradoras y sierras de cadena con ruedas. Lo que se te ocurra, amigo.

Sintió que su cordura vacilaba. Sus ojos volvían de manera inevitable hacia Peter; Peter, con la mayor parte del cráneo retirado; Peter, con un manojo de cables enchufados en los restos de su cabeza. Su cerebro parecía un pálido asado de ternera con varias sondas de temperatura clavadas.

Peter, cuyas patas corrían, soñadoras, a través de ese líquido, como si huyera.

«¡Bobbi! —pensó, lleno de desesperación y furia—. ¿Cómo has sido capaz de hacerle algo así a Peter? ¡Por Dios!» Lo de aquellas personas era malo, horrible, ¡pero lo de Peter…!, de algún modo, resultaba peor. Era una maldición agregada a algo repugnante. Peter, con las patas oscilando y oscilando, como si huyese en sueños.

«¡Pilas! ¡Pilas vivientes!»

Retrocedió hasta chocar con algo. Se oyó un sordo golpe metálico y Gard se volvió en redondo. Era otro cubículo para ducha, con pequeños capullos de herrumbre en los costados, ya sin puerta frontal. En la parte trasera se habían perforado agujeros por los que pasaban cables; ahora pendían, flojos, con grandes enchufes de acero en las puntas.

¡Para ti, Gard! —tartamudeó su cerebro—. Ese enchufe es para ti. Te abrirán la parte posterior del cráneo, tal vez hagan un cortocircuito en tus centros motores, para que no puedas moverte, y después usen el taladro para llegar al sitio de donde obtienen su energía. Este enchufe es para ti, por todo lo que haces. ¡Listo y esperándote! ¡Caramba! ¡Qué estupendo!

Dio un manotazo a sus pensamientos, que se estaban apretando en una espiral histérica, y los puso bajo control. No, no era para él. Al menos, no en un principio. Había sido utilizado ya, tenía algo de ese olor blando y espumoso, chorreones de gelatina seca en el interior. Los últimos rastros de ese líquido verde y denso. «Parece semen del Mago de Oz», pensó.

¿Significa eso que Bobbi tiene a su hermana flotando en un gran banco de esperma?

De nuevo se le escapó esa risa entrecortada y extraña. Se apretó la boca con el canto de la mano para sofocarla.

Al bajar la vista, vio un par de zapatos marrones bajo el cubículo. Levantó uno de ellos y encontró manchones de sangre seca en él.

«Los de Bobbi. Su único par de zapatos finos. Los zapatos para salir. Los tenía puestos aquel día, cuando se marchó al funeral».

El otro zapato también estaba ensangrentado.

Gard miró detrás del cubículo y vio el resto de la ropa que Bobbi se había puesto aquel día.

Y sangre; cuánta sangre.

No quería tocar la blusa, pero la forma que se perfilaba bajo ella era muy evidente. Pellizcó el trocito de tela más pequeño que pudo y la separó de la falda negra.

Bajo ella había un revólver. El más grande y viejo de cuantos Gardener había visto en su vida, sin contar las ilustraciones de los libros. Al cabo de un momento lo cogió e hizo girar el tambor. Luego lo abrió: aún quedaban cuatro balas. Dos habían desaparecido.

Gardener habría apostado a que se habían clavado en Bobbi.

Volvió el tambor a su posición y se guardó el arma bajo el cinturón. De inmediato una voz habló en su mente. Disparaste contra tu esposa. Estupendo, joder.

No importaba. El revólver podía serle útil.

Cuando vean que ha desaparecido vendrán a buscarte a ti, Gard. Creo que ya lo sabes.

No. Sobre eso no tenía por qué preocuparse. Habrían notado el cambio de palabras en la pantalla del ordenador, pero esas ropas no habían sido tocadas desde que Bobbi se las quitó (o, lo más probable, desde que algún otro se las quitara).

«Cuando entran aquí, deben de estar demasiado exaltados para preocuparse por el orden y la limpieza —pensó—. Menos mal que no hay moscas».

Tocó otra vez el arma. En esa oportunidad, la voz de su cabeza guardó silencio. Tal vez había decidido que allí no había esposas de las que preocuparse.

Si tienes que disparar contra Bobbi, ¿serás capaz de hacerlo?

Ésa era una pregunta a la que no podía responder.

Sliss-sliss-sliss.

¿Cuánto tiempo hacía que Bobbi y sus compañeros habían partido hacia el bosque? Imposible calcularlo; no tenía la menor idea. Allí el tiempo carecía de sentido; el anciano estaba en lo cierto: eso era el infierno. Y Peter, ¿aún respondía a la caricia de su extraña ama cuando entraba en el granero?

Sintió el estómago a punto de rebelarse.

Tenía que salir; abandonar aquel lugar de inmediato. Se sentía como en un cuento de hadas: la esposa de Barbazul en el cuarto secreto, Pulgarcito en la casa del ogro. Estaba maduro para que lo descubrieran. Pero siguió con aquella prenda rígida y ensangrentada colgando de su mano, como petrificado. En verdad, estaba petrificado.

«¿Dónde está Bobbi?»

«Sufrió una insolación».

Extraña insolación aquélla, que le había empapado la blusa de sangre. Gardener había conservado un morboso interés por las armas y el daño que podían hacer al cuerpo humano. Si Bobbi había recibido un disparo de ese viejo revólver que él tenía en el cinturón, era imposible que estuviese viva, aun cuando la hubieran llevado de inmediato a un hospital especializado en heridas de bala.

«Aquí me trajeron cuando fui herida, pero los Tommyknockers me curaron enseguida».

Para él, no. El viejo cubículo de ducha no era para él. Gardener tenía la sensación de que él sería eliminado de una forma más definitiva. Aquel cubículo había sido para Bobbi.

La habían metido en él. Y después, ¿qué?

¡Exacto!, la habían conectado a sus pilas, por supuesto. Anne todavía no estaba allí; pero Peter… y Hillman, sí.

Dejó caer la blusa…, pero se obligó a recogerla para depositarla de nuevo sobre la falda. No estaba seguro de que repararan mucho en el mundo real cuando entraban allí, pero no quería correr peligros innecesarios.

Observó los agujeros abiertos en la parte posterior del cubículo, los cordones que colgaban con las puntas de acero.

La luz verde comenzaba a palpitar con más potencia y más celeridad. Se volvió. Anne había abierto los ojos de nuevo. El cabello corto flotaba alrededor de su cabeza. Gard vio en su mirada el mismo odio infinito, mezclado con horror y creciente extrañeza.

De pronto, hubo un burbujeo.

Las burbujas brotaban de su boca en un breve chorro.

Un pensamiento-sonido le estalló en la cabeza.

Anne estaba gritando.

Gardener huyó.

7

De todas las emociones, el verdadero terror es la que más debilita físicamente. Agota las glándulas endocrinas y vierte en el torrente sanguíneo drogas que tensan los músculos, aceleran el ritmo del corazón y fatigan la mente. Jim Gardener se apartó del granero con paso inseguro, las piernas de goma, ojos saltones y boca abierta en una estúpida mueca. La lengua le colgaba a un lado, como algo muerto. Sentía los intestinos calientes y llenos; el estómago, con calambres.

Costaba pensar más allá de aquellas imágenes rudas y poderosas que destellaban en su mente, como el neón en los bares: aquellos cuerpos colgados de ganchos, como bichos clavados con alfileres por crueles niños aburridos; el incesante movimiento de las patas de Peter, la blusa ensangrentada con el agujero de bala; los enchufes; la anticuada lavadora con una antena coronándola. Lo más poderoso era la imagen del breve chorro de burbujas que había brotado de la boca de Anne Anderson, cuándo ella gritó dentro de la cabeza de Gard.

Entró en la casa, voló al cuarto de baño y se arrodilló delante del inodoro, sólo para descubrir que no podía vomitar. Quería vomitar. Pensó en salchichas llenas de gusanos, en pizza enmohecida, en limonada llena de pelos. Por fin se hundió dos dedos en la garganta y así logró provocarse las náuseas. Nada más. No podía vomitar: así de simple.

«Si no puedo, me volveré loco».

Muy bien, vuélvete loco si es preciso. Pero antes haz lo que debes. Resiste hasta entonces. Y a propósito, Gard, ¿todavía tienes dudas sobre lo que debes hacer?

No, ya no. El incesante movimiento de las patas de Peter lo había convencido, junto con el chorro de burbujas. Le extrañaba haber vacilado tanto, frente a un poder tan corruptor, tan tenebroso.

«Porque estabas loco», fue la respuesta que se dio. Y asintió para sus adentros. Así era. No había otra explicación. Estaba loco…, y no sólo en el último mes. Era tarde para despertar, oh, sí, muy tarde, pero mejor tarde que nunca.

Aquel sonido. Sliss-sliss-sliss.

El olor. Blando, pero carnoso. Un olor que su mente insistía en asociar con ternera cruda que se iba pudriendo poco a poco metida en leche.

El estómago le dio un vuelco. Un eructo ácido y candente le ardió en la garganta. Gardener gimió.

La idea volvió, aquel atisbo. Y se aferró a ella. Tal vez fuese posible abortar todo aquello… o, al menos, detenerlo por un largo, larguísimo tiempo. Tal vez.

Deja que el mundo se vaya al infierno a su modo, Gard, aunque falten dos minutos para la medianoche.

Pensó otra vez en Ted, el hombre nuclear; pensó en las demenciales organizaciones militares, qué intercambian entre sí armas cada vez más sofisticadas. Y esa parte de su mente que era colérica, obsesiva, inarticulada, trató de acallar por última vez la voz de su cordura.

«Cállate», le ordenó Gardener.

Entró en el dormitorio de huéspedes y se quitó la camisa. Al mirar por la ventana vio unas chispas de luz que salían del bosque. Había caído la oscuridad. Volvían. Entrarían en el cobertizo y organizarían, quizá, una pequeña sesión. Un encuentro de mentes alrededor de los cubículos. La amistad en el hogareño resplandor verde de las mentes violadas.

«Que lo disfruten —pensó Gardener. Escondió el 45 bajo el colchón y se desabrochó el cinturón—. Quizá sea la última vez, de modo que…»

Bajó la vista a su camisa. Del bolsillo asomaba un aro metálico. Era el candado, desde luego. ¡El candado que cerraba la puerta del granero!

8

Por supuesto, durante un tiempo mucho más corto de lo que en verdad pareció, Gardener fue incapaz de realizar el menor movimiento. Esa sensación de terror irreal, de cuento de hadas, invadió otra vez su cansado corazón. Quedó reducido a un espectador horrorizado de aquellas luces que avanzaban sin pausa por el sendero. Pronto llegarían a la enorme huerta. La cruzarían. Cruzarían también el patio. Llegarían al granero. Notarían la falta del candado. Y entonces entrarían en la casa para matar a Jim Gardener o para enviar sus átomos desencarnados a Altair-4, fuera eso lo que fuese.

Su primer pensamiento coherente fue el simple pánico, que le chilló a todo pulmón. ¡Huye! ¡Sal de aquí!

Su segundo pensamiento fue el estremecido resurgir de la razón: Cuidado con tus pensamientos. Custódialos como nunca.

De pie, sin camisa, con los vaqueros desabrochados medio caídos alrededor de las caderas, miraba con fijeza el candado en el bolsillo de la camisa.

Sal ahora mismo y vuelve a colocarlo. ¡Ahora mismo!

«No…, no hay tiempo…, ¡por Dios, no hay tiempo! Ya están en la huerta».

Tal vez puedas. Quizá tengas tiempo, si dejas de jugar a ser un poste y te pones en marcha.

Quebró la parálisis con un último esfuerzo de voluntad y cogió el candado, del cual aún sobresalía la llave. Echó a correr, abrochándose los pantalones sobre la marcha. Salió por la puerta trasera y se detuvo apenas un instante. Cuando vio que las dos últimas linternas se deslizaban hacia el interior de la huerta, corrió hacia el granero.

Sus voces mentales llegaron a él de forma vaga…, llenas de asombro, maravilla, júbilo.

Las apartó de sí.

La luz verde formaba un abanico ante la puerta del cobertizo, que estaba entreabierta.

Cielos, Gard, ¿cómo has sido tan estúpido?, rabió su mente acorralada, Pero no hacía falta meditar mucho la respuesta. Cuando uno ha visto a dos personas colgadas de sendos postes, con cables coaxiales brotándoles de la cabeza, es muy fácil olvidarse de algo tan mundano como poner el candado a una puerta.

Ya estaban en la huerta. Se oía el susurro de las inútiles mazorcas de maíz gigantes.

Al echar mano a la traba del candado recordó que la había cerrado antes de guardárselo en el bolsillo. El pensamiento le estremeció la mano, e hizo que aquel maldito objeto se le cayese al suelo con un ruido seco. Lo buscó, pero no logró verlo en un primer momento.

No…, allí estaba, apenas fuera del estrecho abanico de luz verde. Allí estaba el candado, sí, mas sin su llave. Ésta se había salido con el golpe.

Dios Dios mío Dios mío, sollozó su mente. Tenía el cuerpo cubierto de sudor y el cabello le caía sobre los ojos. Seguramente olía como un mono rancio.

Ya se oía más próximo el susurro de los tallos y las hojas de maíz. Alguien rió en voz baja; una risa que le sonó horrible por lo cercana. En cuestión de segundos saldrían de la huerta. Y Gard sintió que esos segundos pasaban con demasiada rapidez, como presumidos comerciantes de portafolios y panza redonda. Se dejó caer de rodillas, cogió el candado y deslizó la mano por la tierra, tanteando para buscar la llave.

«Oh, ¿adónde estás, hija de puta? ¿Dónde te has metido, hija de puta, dónde te has metido?»

Aun en medio del pánico, había plantado un biombo alrededor de sus pensamientos. ¿Funcionaba? No lo sabía. Y si no lograba encontrar la maldita llave, poco importaba, ya.

«Oh, hija de puta, ¿adónde estás?»

Algo más allá de la mano vio un leve destello metálico. La llave había caído mucho más lejos de lo que él hubiese supuesto. Acababa de verla sólo por pura casualidad…, tal como Bobbi, dos meses antes, había tropezado con aquel borde de metal saliente en la tierra.

La cogió y se levantó como un rayo. Por un momento más, el ángulo de la casa lo ocultaría a la vista del grupo, pero aquél era todo el tiempo que le quedaba. Un leve error más y sería su fin. Y el tiempo restante no alcanzaría, aunque él ejecutara a la perfección cada una de las pequeñas operaciones necesarias para cerrar una puerta con candado.

«Es posible que el destino del mundo dependa ahora de que un hombre logre cerrar con candado la puerta de un granero al primer intento —se dijo, deslumbrado—. Vaya desafío el de la vida moderna».

Por un momento pensó que ni siquiera le daría tiempo a meter la llave en la cerradura del candado. Repiqueteaba sin entrar, prisionera de su mano trémula. Cuando ya estaba a punto de darse por vencido, la llave entró. Gard la hizo girar y el candado se abrió. Cerró la puerta, colocó el candado y lo cerró. Luego sacó la llave y la encerró en su mano sudorosa, mientras se deslizaba suave como aceite hacia la parte lateral del granero. Apenas lo hubo hecho, el grupo que llegaba de la excavación emergió en el patio, en fila india.

Gardener tendió la mano para colgar la llave del clavo en que la había hallado. Durante un momento de pesadilla temió que se le cayera otra vez y verse obligado a buscarla entre las altas hierbas que crecían por aquel lado. Sólo cuando el aro se deslizó en el clavo soltó el aliento contenido, en un suspiro estremecido.

Una parte de él quería permanecer inmóvil, petrificado allí. Por fin decidió no arriesgarse. Después de todo, no estaba seguro de que Bobbi se hubiera llevado su propia llave.

Continuó deslizándose a lo largo de la pared del granero. Se golpeó el tobillo izquierdo con el mango de un viejo rastrillo abandonado a la herrumbre y tuvo que apretar los dientes para no lanzar un grito de dolor. Pasó por encima de la herramienta y giró en la otra esquina. Se encontraba detrás del granero.

El ruido de jabón resultaba enloquecedor allí.

«Estoy justo detrás de esas malditas duchas —pensó—. Ellos flotan a centímetros de mí. Centímetros, literalmente».

Un rumor de hierbas. Un levísimo rasguño de metal. Gardener sintió a un tiempo ganas de reír y de chillar. Bobbi no tenía su llave, después de todo. Alguien había rodeado el granero para coger la que él acababa de colgar. Tal vez la misma Bobbi.

«Todavía con el calor de mi mano, Bobbi. ¿Te has dado cuenta?»

Esperó allí, detrás del granero, aplastado contra la tosca madera, los brazos algo separados, las palmas presionadas contra las tablas.

«¿Te has dado cuenta? ¿Y me oyes? ¿Me oye alguno de vosotros? Tal vez alguien (Allison, Archinbourg o Berringer), asome la cabeza de pronto y grite: “¡Gard, te hemos visto!” ¿O el escudo sigue funcionando?»

De pie allí, esperó a que lo atraparan.

Pero eso no ocurrió. En una noche normal, de cualquier verano, tal vez no hubiera oído el metálico ruido del candado al ser retirado. El cri-cri-cri de los grillos lo habría cubierto. Pero no había grillos. Oyó el ruido del candado; después, el crujido de los goznes al abrirse la puerta; luego, los oyó crujir otra vez cuando la cerraron. Estaban dentro.

Casi de inmediato, los pulsos de luz que brotaban entre las rendijas comenzaron a acelerarse y cobraron potencia. Un grito atormentado, le partió la mente.

(¡Duele! ¡Dueeee…!)

Se apartó del cobertizo y volvió a la casa.

9

Permaneció despierto durante largo rato, a la espera de que ellos salieran de nuevo, para ver si lo habían descubierto.

«De acuerdo, yo intento detener la “conversión” —pensó—. Pero eso no dará resultado a menos que logre penetrar en esa nave. ¿Podré?»

No lo sabía. Bobbi parecía no preocuparse por ello. Pero Bobbi y los otros eran diferentes. Oh, él también estaba «convirtiéndose», como lo demostraban la pérdida de varios dientes y la capacidad de percibir pensamientos. Había cambiado las palabras del ordenador con sólo pensar otras. Pero de nada valía engañarse: estaba muy atrasado en la competencia. Si Bobbi sobrevivía a la entrada en la nave y su viejo amigo Gard caía muerto, ¿derramaría alguien una lágrima por él, aunque sólo fuese la misma Bobbi? Era difícil.

«Tal vez sea lo único que quieren todos ellos, Bobbi incluida. Que al entrar en la nave me derrumbe con el cerebro volado por una gran transmisión radial armónica. Así Bobbi se ahorraría el sufrimiento moral de liquidarme personalmente, para empezar. Un asesinato sin lágrimas».

No le quedaban dudas de que pensaban desembarazarse de él. Pero suponía que Bobbi, la antigua Bobbi, le dejaría vivir hasta ver el interior de la extraña cosa por la que habían trabajado tanto. Eso parecía justo, al menos. Al fin y al cabo, no importaba. Si Bobbi planeaba asesinarle no había defensa, ¿verdad? Tenía que entrar en la nave. A menos que lo hiciera, su idea, descabellada como en verdad era, no tenía la menor oportunidad de resultar.

Has de intentarlo, Gard.

Tenía pensado intentarlo en cuanto estuvieran dentro, y eso sería por la mañana, con toda probabilidad. Pero entonces se le ocurrió que quizá pudiera abusar un poco de su buena suerte. Si se ajustaba al esquema que debía llamar «su plan original», nada podría hacer por aquel niño. El chico estaba primero.

Tal vez haya muerto, Gard, de cualquier modo.

Quizá. Pero el viejo no lo creía así: él pensaba que aún había un niño que salvar.

El niño no importa frente a todo esto. Tú también lo sabes. Haven es como un gran reactor nuclear que estuviera a punto de entrar en la fase crítica.

Tenía lógica; pero era la lógica de un croupier. En último término, una lógica asesina. La lógica de Ted, el hombre nuclear. Si quería jugar de ese modo, ¿a qué molestarse?

«Si no importa el chico, entonces, nada importa».

Y tal vez de ese modo salvara también a la misma Bobbi. No lo creía posible; Bobbi había llegado demasiado lejos para la salvación. Pero lo intentaría.

Pocas posibilidades, viejo Gard.

«Sin duda. El reloj está a un minuto de la medianoche. Estamos contando segundos».

Pensando todo aquello se deslizó en el blanco total del sueño.

A eso siguieron pesadillas en las cuales se veía flotando en un baño verde claro, amarrado por gruesos cables coaxiales. Aunque intentaba gritar, no podía. Porque los cables le brotaban de la boca.