DOS

GARDENER SALE A CAMINAR

1

Gardener decidió seguir el consejo de Anne y salió a caminar. En realidad, llegó hasta la misma nave, en el bosque. Era la primera vez que estaba allí a solas por completo; pronto oscurecería. Sentía un miedo vago, como un niño al pasar junto a una casa que supone embrujada. «¿Hay fantasmas ahí dentro? ¿Los fantasmas de Tommyknockers difuntos? ¿O son los mismos Tommyknockers los que están ahí, tal vez en animación suspendida? Seres como café congelado, a la espera de que los entibien. Y, a fin de cuentas, ¿qué eran?»

Se sentó en el suelo, junto al cobertizo, y contempló la nave. Al cabo de un rato, la luna se alzó y encendió en su superficie un plateado aún más espectral. Era extraña, pero también muy bella.

¿Qué ocurre aquí?

«No quiero saberlo».

No está muy claro qué es…

«No quiero saberlo».

Eh, espera, ¿qué es ese ruido? Que todo el mundo mire qué ocurre…

Levantó la botella y bebió hasta el fondo. La tiró a un lado y se tendió en el suelo, con la palpitante cabeza apoyada contra los brazos. Así se quedó dormido, en el bosque, cerca de la grácil curva de la nave.

Durmió allí toda la noche.

Por la mañana había dos dientes en el suelo.

«Eso es por dormir tan cerca del platillo», pensó vagamente. Pero al menos encontró una compensación: no tenía dolor de cabeza alguno, aunque había bebido casi un cuarto de litro de whisky. Notaba que, aparte de sus otros atributos, la nave (o la alteración atmosférica que ésta generaba) parecía proteger contra la resaca, a corta distancia.

No quiso dejar sus dientes allí tirados. Siguió un oscuro impulso y pateó un poco de tierra para cubrirlos. Mientras lo hacía pensó otra vez: «Ya no puedes darte el lujo de seguir haciendo el Hamlet, Gard. Si no te decides muy pronto por una cosa u otra (dentro de un día o dos, como mucho), no te quedará sino seguir la marcha de los otros».

Contempló la nave, y se puso a pensar en el profundo barranco que se extendía junto a su suave flanco impoluto. «Si la escotilla existe, pronto llegaremos a ella… ¿Y entonces?»

En vez de buscar la respuesta, se puso en marcha hacia la casa.

2

El Cutlass había desaparecido.

—¿Dónde has pasado la noche? —le preguntó Bobbi.

—En el bosque.

—¿Te emborrachaste mucho? —inquirió ella, con sorprendente suavidad.

Tenía otra vez el rostro oscurecido por el maquillaje. Y en los últimos días usaba camisas muy holgadas; esa mañana, Gard creyó ver el motivo: el busto le había aumentado. Sus senos empezaban a parecer una unidad en vez de dos bultos por separado.

—No mucho. Uno o dos tragos, y perdí el conocimiento. Esta mañana me he despertado sin resaca. Y sin picaduras de mosquitos. —Levantó los brazos, muy bronceados por arriba, blancos y extrañamente vulnerables en su parte interior—. En cualquier otro verano hubiera despertado tan lleno de picaduras que no hubiese podido abrir los ojos. Pero se han ido. Junto con los pájaros. Y los animales. En verdad, Roberta, la nave parece repeler a todos menos a los tontos como nosotros.

—¿Has cambiado de idea, Gard?

—¿Te das cuenta de tu insistencia en preguntarme lo mismo?

Bobbi no respondió.

—¿Escuchaste el informativo por la radio, anoche? —Sabía que ella no lo había hecho. Bobbi no veía, no oía, no pensaba ya en nada que no fuera la nave. Su meneo de cabeza no le sorprendió—. En Libia se están congregando las tropas. En el Líbano, más combates. Movimiento de tropas norteamericanas. Los rusos cada vez vociferan más por el desarme. Estamos todos sentados en un barril de pólvora. Eso no ha cambiado desde 1945, más o menos. Tú descubres un deus ex machina en tu patio trasero y me preguntas, una y otra vez, si he cambiado de idea sobre el uso que podemos darle.

—¿Y has cambiado o no?

—No —respondió Gardener, no muy seguro de si mentía o no. Pero le alegraba mucho que Bobbi no pudiera leer sus pensamientos.

«¿Seguro que no puede? Yo creo que sí. No mucho, pero más que hace un mes…, cada día más. Porque ahora tú también estás “convirtiéndote”. ¿Has cambiado de idea? Qué risa me da esa pregunta, cuando ni siquiera soy capaz de tomar una decisión».

Bobbi descartó el tema; al menos, eso aparentó. Se volvió hacia el montón de herramientas que ocupaba el rincón del porche. Gardener vio que había olvidado maquillar un punto, justo bajo la oreja derecha: el mismo lugar que muchos hombres pasan por alto al afeitarse. Con horrible falta de sorpresa, notó que veía el interior de Bobbi; su piel había cambiado, tomando un aspecto de gelatina traslúcida. En los últimos días se la notaba más baja, más gruesa… y los cambios se aceleraban.

«Por Dios —pensó, horrorizado y con amarga diversión—, ¿es eso lo que pasa cuando uno se convierte en Tommyknocker? ¿Empieza a tomar la apariencia de quien ha estado expuesto a una enorme fuga de radiactividad?»

Bobbi, que se hallaba inclinada recogiendo las herramientas, se volvió apresuradamente a mirarlo, con expresión de cautela.

—¿Qué?

—Que ya deberíamos estar en marcha, haragana —emitió Gardener, con toda claridad. La expresión cautelosa y desconcertada se convirtió en una desconfiada sonrisa.

—Bueno. Ayúdame con esto.

No, claro que las víctimas de la radiactividad no se volvían transparentes, como Claude Rains en El hombre invisible. Tampoco empezaban a perder estatura y a engordar. Pero sí podían perder dientes y quedar calvos. En otras palabras, en ambos casos se trataba de una especie de «conversión» física.

Volvió a pensar: «Te presento al nuevo patrón. Es igual que el patrón de antes».

Bobbi lo miraba de nuevo con atención.

«Me estoy quedando sin espacio para maniobrar, sí. Y en poco tiempo».

—¿Qué has dicho, Gard?

—He dicho: «Vamos, patrón».

Después de una larga pausa, Bobbi asintió.

—Sí —dijo—. No hay que malgastar la luz del día.

3

El Tomcat los llevó hasta la excavación. No volaba como la bicicleta del niño de ET: el tractor de Bobbi nunca se elevaría cinéticamente frente a la luna, a varios metros por encima de los tejados. Pero avanzaba en silencio y a unos cómodos cuarenta y cinco centímetros del suelo; las grandes ruedas giraban con lentitud, como hélices moribundas. Eso tornaba mucho más suave el trayecto. Gard iba al volante. Bobbi, de pie tras él.

—¿Tu hermana se ha ido? —preguntó Gard. No había necesidad de gritar. El motor del Tomcat emitía sólo un ronroneo distante.

—En efecto —respondió ella.

«Todavía no sabes mentir, Bobbi. Y en verdad creo que la oí gritar. Un momento antes de tomar el sendero hacia el bosque, creo que la oí gritar. ¿Cuánto hace falta para que una bruja autoritaria, desalmada y dura como Sissy lance un aullido? ¿Hasta qué punto debe ponerse fea la cosa?»

La respuesta era muy simple: debe ponerse muy fea.

—Nunca fue de las que saben retirarse con gracia —apuntó Bobbi—. Y tampoco permite que los demás lo hagan, si puede impedirlo. Venía para llevarme a casa, ¿sabes? Cuidado con ese tocón, Gard, que es alto.

Gardener subió hasta el tope la palanca de cambios y el Tomcat se elevó otros siete centímetros. Una vez que hubieron pasado el tocón, casi rozándolo, él aflojó la mano y el vehículo descendió a su altura previa: cuarenta y cinco centímetros por encima del suelo.

—Sí, venía con la traílla y el bozal —continuó Bobbi, como si estuviera algo sorprendida—. En otra época habría podido llevarme. Tal como están ahora las cosas, no tenía la menor oportunidad.

Gardener sintió un escalofrío. Un comentario como ése podía interpretarse de muchas maneras, ¿verdad?

—Aún me sorprende que te haya bastado una noche para convencerla —comentó—. Si Patricia McCardle me parecía mala, junto a tu hermana queda reducida a un hada benévola.

—Me quité un poco de este maquillaje. Cuando vio lo que había debajo dio un grito y se fue tan rápido como si tuviera cohetes en los talones. En verdad, fue bastante divertido.

Era posible. Tan posible que la tentación de creerlo resultaba casi insuperable. Sólo que la dama en cuestión no habría huido a ninguna parte sin ayuda. La dama en cuestión apenas podía andar sin apoyo.

«No —pensó Gardener—. No se ha ido. Sólo queda averiguar si la has matado o si está en ese maldito granero, con Peter».

—¿Por cuánto tiempo más se prolongarán los cambios físicos, Bobbi? —preguntó Gardener.

—Falta poco —respondió ella.

Y Gardener volvió a pensar que Bobbi nunca había sabido mentir.

—Hemos llegado. Estaciona junto al cobertizo.

4

A la tarde siguiente abandonaron temprano el trabajo; el calor se mantenía y ninguno de los dos estaba en condiciones de proseguir hasta que la oscuridad fuera total. Regresaron a la casa, removieron la cena en el plato y hasta comieron un poco. Una vez fregados los platos, Gardener dijo que saldría un rato a caminar.

—¿Eh? —Bobbi lo miraba con aquella expresión cautelosa que se había vuelto uno de los principales artículos de su inventario—. Cualquiera diría que no has hecho ejercicio de sobra por hoy.

—Ha bajado el sol —dijo Gard, con desenvoltura—. Está más fresco y no hay bichos. Y… —Miró a Bobbi con ojos despejados—. Si salgo al porche me llevaré una botella. Si me llevo una botella, me emborracharé. En cambio, si voy a caminar un rato y vuelvo cansado, tal vez me acueste sobrio por una vez en la vida.

Todo lo cual era verdad…, pero había otra verdad dentro de ella, como una caja china dentro de otra. Gardener miró a Bobbi, a la espera de que ella buscara la caja interior.

No fue así.

—Está bien —dijo ella—, pero sabes que no me importa si bebes, Gard. Soy tu amiga, no tu esposa.

«No, a ti no te importa que beba; me facilitas las cosas para que lo haga cuanto desee. Porque eso me neutraliza».

Caminó por la carretera Nueve, hasta dejar atrás la casa de Justin Hurd. Cuando llegó a la calle Nista giró a la izquierda y avanzó a buen paso, balanceando los brazos con desenvoltura.

El trabajo del mes transcurrido allí lo había fortalecido mucho más de lo que hubiera creído posible; no mucho tiempo antes, hasta una caminata de tres kilómetros como ésa lo habría dejado tembloroso y sin aliento.

Sin embargo, el ambiente era espectral. No había chotacabras que saludaran la penumbra creciente; ningún perro le ladraba. Casi todas las casas estaban a oscuras; ningún televisor titilaba tras las pocas ventanas junto a las cuales pasó.

«¿Para qué ver series repetidas cuando uno puede “convertirse”?», pensó.

Al llegar frente al cartel que indicaba: A 200 CALLE SIN SALIDA, estaba casi oscuro, pero ya asomaba la luna y la noche era luminosa. Al final de la calle había una pesada cadena tendida entre dos postes; de ella pendía un cartel oxidado y con agujeros de balas: PROHIBIDO EL PASO. Gard pasó por encima de la cadena y siguió caminando; pronto se hallaba en medio de una cantera abandonada. Al claro de luna, sus flancos cubiertos de hierba eran blancos como huesos. El silencio le erizó la piel.

¿Qué lo llevaba hasta allí? Su propia «conversión», tal vez. O algo recogido de la mente de Bobbi, sin siquiera saberlo. Eso debía de ser, puesto que lo había impulsado hasta allí algo mucho más fuerte que un simple presentimiento.

Hacia la izquierda había una gruesa cicatriz triangular contra la blancura de la grava. Aquello había sido removido. Gardener caminó hasta allí, entre el crujir de sus zapatos. Excavó en la grava más reciente; como no encontró nada, avanzó unos pasos, cavó otro agujero; nada; avanzó otra vez y volvió a cavar; nada, tampoco…

Eh, un momento.

Sus dedos habían rozado algo demasiado suave para ser una piedra. Se inclinó con el corazón palpitante, pero nada vio. Lamentó no haber llevado una linterna, aunque eso habría aumentado las sospechas de Bobbi. Excavó un poco más, dejando que la tierra se deslizara, repiqueteante, por la inclinación de la cuesta.

Por fin vio que había descubierto el faro de un automóvil.

Lo contempló, lleno de una diversión fantasmagórica, esquelética. «Esto es lo que uno siente cuando se encuentra algo en la tierra —pensó—. Un artefacto extraño. Sólo que no me ha hecho falta tropezar con él. Yo sabía donde buscar».

Cavó más deprisa, trepando por la pendiente y arrojando la tierra hacia atrás, entre las piernas, como un perro de la calle en busca de un hueso. No prestaba atención a la cabeza palpitante ni al dolor de sus manos, arañadas primero, despellejadas después hasta sangrar.

Pudo despejar parte del capó del Cutlass, justo por encima del faro derecho. Allí se afirmó, de modo tal que el trabajo fue más rápido. Bobbi y sus amiguitos no se habían esmerado mucho.

Gardener retiró grava suelta a brazadas. Los guijarros chirriaban sobre la carrocería. Tenía la boca seca. Excavaba hacia el parabrisas, sin saber qué sería peor: si ver algo o no ver nada.

Por fin rozó otra vez algo suave y pulido. Sin detenerse a pensar (el silencio espectral del lugar podía atacarle hasta obligarle a huir), despejó parte del parabrisas y echó una mirada hacia el interior, con las manos a modo de visera para evitar el resplandor de la luna.

Nada.

El Cutlass alquilado por Anne Anderson estaba vacío.

Tal vez la han metido en el maletero. La verdad es que aún no sabes nada seguro.

Sin embargo, algo creía saber. La lógica le decía que el cuerpo de Anne no estaba allí. ¿A qué molestarse? Si alguien encontraba un coche flamante enterrado en una cantera desierta, las sospechas justificarían que investigara el maletero…, o que llamara a la policía, que se encargaría de hacerlo.

«En Haven, a nadie le importaría un bledo, de cualquier modo. En estos momentos tienen problemas más acuciantes que los automóviles sepultados en canteras. Y si alguien de la ciudad lo encontrase por casualidad, lo último que haría sería llamar a la policía. Porque entonces vendrían forasteros. Y este verano no queremos forasteros en Haven, ¿verdad? ¡Ni pensarlo!»

Por lo tanto, ella no estaba en el maletero. Simple lógica. Y eso era lo que quería demostrarse a sí mismo.

Tal vez los que hicieron esto no tenían tu magnífica lógica, Gard.

Eso también era una estupidez. Si él era capaz de ver una cosa desde tres ángulos distintos, los maravillosos habitantes de Haven la veían desde veintitrés. Nada se les escapaba…

Gardener retrocedió de rodillas hasta el borde del capó y descendió de un salto. Sólo entonces cobró conciencia de que las manos le ardían. Cuando volviera tendría que tomar un par de aspirinas y, por la mañana, tratar de ocultar las heridas a Bobbi. Guantes de trabajo, durante todo el día.

Anne no estaba en el coche. ¿Dónde la habrían metido? En el granero, por supuesto: ¡en el granero! De pronto, Gardener comprendió por qué había caminado hasta allí: no sólo para confirmar un pensamiento tomado de la cabeza de Bobbi (si de eso se trataba; también era posible que hubiera elegido la cantera, de un modo subconsciente, por ser el lugar más cómodo para deshacerse con prontitud de un coche grande), sino porque necesitaba asegurarse de que el sitio clave era el granero. Lo necesitaba. Debía tomar una decisión. Y ahora sabía que ni siquiera el ver a Bobbi convertirse en algo inhumano le forzaría a tomarla. Gran parte de él aún deseaba seguir excavando la nave para darle uso. Una gran parte.

Antes de tomar la decisión, necesitaba ver qué había en el granero de Bobbi.

5

Se detuvo a medio camino, bajo el frío y deslizante claro de luna, asaltado por una pregunta: ¿por qué se habían molestado en ocultar el coche? ¿Porque la compañía propietaria podía denunciar su falta y enviar de nuevo la policía a Haven? No. La empresa tardaría varios días en descubrir la falta del vehículo. La Policía tardaría aún más en rastrear la existencia de un familiar cercano de Anne en la zona. Una semana; dos, lo más probable. Y, para entonces, Haven habría dejado de preocuparse para siempre por las interferencias de forasteros, de una manera u otra.

«Entonces, ¿de quién han ocultado el coche?»

De ti, Gard. Lo han ocultado de ti. Aún no quieren que sepas de qué son capaces cuando se trata de protegerse. Lo han ocultado, y Bobbi te ha dicho que Anne se había ido.

Regresó a la casa, con ese peligroso secreto girándole en la mente como una joya.