EL FUNERAL
1
A partir de las nueve los forasteros que conocían a Ruth McCausland o que habían trabajado con ella empezaron a llegar a Haven. Muy pronto ocuparon todos los espacios disponibles para estacionar a lo largo de la calle principal. El Minutas Haven hizo su agosto: Beach no dejaba de preparar huevos con tocino, salchichas y patatas fritas. Filtraba cafetera tras cafetera. El congresista Brennan no se presentó, pero sí envió a uno de sus auxiliares. «Debiste haber venido personalmente, Joe —pensó Beach, con una sonrisita oculta—. Quizá te habrías llevado un montón de ideas nuevas para lucirte en el Gobierno».
El día amaneció despejado y seco, como si fuese principios de otoño y no pleno verano. El cielo estaba de un azul intenso; la temperatura se mantenía alrededor de los veintiún grados; soplaba viento del Oeste, a unos treinta kilómetros por hora. Una vez más, había forasteros en Haven; una vez más, la aldea los recibía con un clima acogedor. Pronto no importaría cómo los recibieran, se decían los lugareños, sin abrir la boca; pronto los habitantes de Haven tendrían su propio destino en las manos.
Un buen día, de los mejores que el verano en Nueva Inglaterra puede ofrecer, de los que buscan los turistas. Un día de los que avivan el apetito. Los que llegaban desde fuera pidieron suculentos desayunos, como suele hacer la gente con buen apetito, pero Beach observó que casi todos los platos volvían a la cocina medio llenos. Los recién llegados perdían las ganas de comer con celeridad; sus ojos se apagaban y adoptaban, en general, un aspecto cetrino y algo descompuesto.
El Minutas estaba atestado, pero las conversaciones se llenaban de silencios. «Parece que no les sienta el aire de nuestra pequeña ciudad», pensó Beach. Se imaginó entrando en el depósito, donde tenía el artefacto que había usado para deshacerse de los dos policías entrometidos, oculto bajo un montón de manteles. Se imaginó volviendo con ese gran bazuca mortífero para limpiar su comedor de todos aquellos forasteros, con una purificadora ráfaga de fuego verde.
«No, todavía no. Ahora no. Pronto esto no tendrá importancia. El mes próximo. Por ahora…»
Se quedó mirando el plato que estaba vaciando y vio un diente entre los huevos revueltos.
«Vienen los Tommyknockers, amigos —pensó Beach—. Pero creo que, cuando lleguen, no se molestarán siquiera en llamar a la puerta: la derribarán, qué joder».
Su sonrisa se ensanchó mientras tiraba a la basura ese diente, junto con los restos de comida.
2
Dugan podía ser muy reservado cuando así lo deseaba, y esa mañana era lo que deseaba. Al parecer, era también lo que el viejo deseaba. Llegó al apartamento de Ev Hillman a las ocho en punto; junto a la acera, detrás del viejo Valiant, vio un jeep Cherokee, con una bolsa grande en la parte posterior; la boca de la bolsa estaba atada con una cuerda.
—¿Lo alquiló en Bangor?
—No, en el AMC de Derry —dijo Ev.
—Debe de haberle costado mucho.
—No demasiado.
Así terminó la conversación. Una hora y cuarenta minutos después estaban próximos a la línea divisoria que separaba Albion de Haven. «Daremos algunos rodeos por caminos secundarios», había dicho el viejo, expresándose con exagerada moderación. Butch llevaba casi veinte años recorriendo ese sector de Maine, y, hasta esa mañana, había creído conocer la zona como la palma de su mano. Ya no. Hillman sí la conocía. Comparado con él, Butch sólo tenía un conocimiento superficial de aquellos caminos.
Salieron de la autopista para tomar la carretera Sesenta y nueve; luego, un camino asfaltado de dos vías; al oeste de Troy se desviaron por un camino de grava; después, por otra especie de carretera de tierra apisonada, para acabar traqueteando por dos rodadas entre las que crecía la hierba, como si desde 1950 no se transitara mucho por allí.
—¿Sabe por dónde diablos anda? —gritó Butch, mientras el Cherokee se bamboleaba en una especie de zanja, de la que salió aullando y escupiendo barro por las cuatro ruedas.
Ev se limitó a asentir. Se aferraba al gran volante del jeep como un viejo mono calvo.
Un camino forestal llevaba a otro. Por fin atravesaron un telón de follaje para salir a una senda de tierra que Butch reconoció: era el camino municipal cinco de Albion. Aunque pareciera imposible, el viejo había hecho lo prometido: rodear toda Haven sin entrar en ella en ningún momento.
Ev detuvo el Cherokee a unos treinta metros del cartel que anunciaba el límite con el municipio de Haven. Apagó el motor y bajó el vidrio de la ventanilla. No se oía más ruido que el clac del motor al enfriarse. A Butch le llamó la atención que los pájaros no cantaran.
—¿Qué tiene en esa bolsa? —preguntó.
—Toda clase de cosas. Por el momento, no se preocupe por eso.
—¿Qué está esperando?
—Las campanadas —dijo Ev.
3
Lo que se oyó a las diez menos cuarto no fue el tañido de las campanas que convocaban a los deudos de Ruth (a los verdaderos y a los que se disponían a derramar copiosas lágrimas de cocodrilo), para que se reunieran en la iglesia metodista, donde se realizaría el primer acto de los tres que había planeados para la ocasión (Acto II: ceremonia junto a la sepultura; Acto III: refrigerio en la Biblioteca Municipal).
El reverendo Goohringer, hombre tímido, que por lo general no era capaz de ahuyentar una mosca, había recorrido la ciudad pocas semanas antes, para decir a todos que estaba harto de tanto dong-dong.
—¿Por qué no lo soluciona usted, Gooey? —preguntó Pamela Sargent.
Nadie jamás había llamado «Gooey» al reverendo Lester Goohringer, pero la irritación que sentía en ese momento le impidió darse cuenta de ello.
—Podría ser —dijo, mirándola a través de sus gruesas gafas con el ceño fruncido—. Quizá lo haga.
—¿Tiene alguna idea?
—Podría ser —repitió él, astuto—. A su debido tiempo se verá, ¿no?
—Siempre es así, Gooey —dijo ella—. Siempre es así.
En realidad, el reverendo Goohringer tenía una excelente idea para arreglar lo de aquellas campanas; parecía imposible que no se le hubiera ocurrido antes, siendo tan simple y tan bella. Y lo mejor era que no necesitaría recurrir a los diáconos, ni a la Asociación de Damas (que, al parecer, sólo atraía a dos clases de mujeres: gordas de tetas como barriles y sardinas planas como Pamela Sargent, la de la boquilla de marfil de imitación y ronca tos fumadora), ni a los miembros adinerados de su congregación; recurrir a ellos siempre le provocaba acidez por toda una semana. No le gustaba mendigar. No: eso era algo que el reverendo podría hacer completamente solo. Y lo hizo. Que se fueran todos al diablo si no sabían aceptar una broma.
—Y si vuelves a llamarme Gooey, Pam —había susurrado, mientras reforzaba los cables a los fusibles del sótano, para que soportaran el alto voltaje que su idea necesitaba—, te llevaré a la casa parroquial y te meteré el cable por el culo hasta que te llegue a los sesos…, si es que no lo meas antes.
Rió por lo bajo y siguió ajustando cables. El reverendo Lester Goohringer nunca había dicho cosas tan groseras en toda su vida; ni siquiera las había pensado. La experiencia le resultó liberadora y excitante. Más aún: estaba dispuesto a decir a quienquiera que protestara por su nuevo carillón que se fuera al demonio jodiendo con una rosquilla rodante.
Pero todos los vecinos consideraron que el cambio había sido magnífico, ni más ni menos. Y lo era. El día de los funerales, el reverendo Goohringer experimentó un verdadero arrebato de orgullo al pulsar la nueva llave instalada en la sacristía. El tañido de las campanas flotó por encima de Haven con una combinación de himnos. El carillón era programable, y ese día Lester hizo que tocara los himnos favoritos de Ruth.
Se echó hacia atrás, frotándose las manos, y contempló a los concurrentes que empezaban a acercarse a la iglesia, en grupos de dos y tres, atraídos por las campanas, las campanas, el reclamo de las campanas.
—¡Diablos! —exclamó el reverendo.
Nunca en su vida se había sentido mejor. Tenía la intención de despedir a Ruth McCausland con buen estilo. Pronunciaría una espléndida oración fúnebre.
Después de todo, la ciudad entera la había amado.
4
Las campanas.
Dave Rutledge, el ciudadano más viejo de Haven, desvió el oído hacia ellas y sonrió, desdentado. Aunque las campanas hubieran sonado desafinadas, él habría sonreído por el solo hecho de oírlas. Hasta principios de julio había estado casi sordo y con los miembros inferiores siempre fríos, con la circulación cada vez peor. Después de todo, tenía noventa años: un perro viejo. Pero en el curso de ese mes, oído y circulación habían mejorado como por arte de magia. Le decían que parecía haber rejuvenecido diez años. ¡Y por Dios que se sentía veinte años más joven! Caramba, ¿verdad que aquellas campanas eran dulcísimas?
Dave se levantó para ir a la iglesia.
5
El doblar de las campanas.
El auxiliar enviado por el congresista Brennan a Haven había conocido en la capital a una bella joven llamada Annabelle. La muchacha estaba pasando el verano con él, en Maine, y aquella mañana lo acompañó a Haven. Él le prometió que pasarían la noche en Bar Hárbor antes de regresar a Augusta. Al principio, ella pensó que no era buena idea: en el restaurante sintió algunas náuseas y no pudo terminar el desayuno. Para empezar, el cocinero parecía una versión envejecida y engordada de Charles Manson. Sonreía con un aire muy extraño cuando creía que nadie lo miraba; era como para pensar que había echado arsénico a los huevos revueltos. Pero el doblar de las campanas la maravilló: tocaban himnos que ella no oía desde su niñez, en Nebraska.
—Caramba, Marty, ¿cómo es posible que una ciudad perdida de la mano de Dios tenga un carillón tan magnífico?
—Será herencia de algún turista rico, fallecido aquí —respondió Marty, distraído.
El carillón no le interesaba en absoluto. Desde su llegada a Haven tenía un dolor de cabeza que empeoraba a pasos agigantados. Además, le sangraban las encías. Toda su familia padecía de piorrea; era de esperar que no se tratara de eso.
—Ven, vamos a la iglesia —dijo. «Así terminaremos de una vez y podremos ir a Bar Harbor, a joder hasta quedar idiotas —pensó—. Esta aldea me da escalofríos».
Cruzaron la calle juntos; ella, de negro (aunque su diminuta ropa interior, según había aclarado en el trayecto, era de seda blanca); él, con el reglamentario traje gris oscuro. La gente de Haven, vestida con sus galas más sobrias, caminaba con ellos. Marty reparó en el sorprendente número de policías estatales uniformados.
—¡Mira, Marty! ¡El reloj!
La muchacha señalaba la torre del ayuntamiento. Era de sólidos ladrillos rojos, pero, por un momento, pareció ondular ante los ojos de Marty. De inmediato, su dolor de cabeza se agravó. Tal vez fuese fatiga visual. Tres meses antes se había hecho practicar un chequeo; el oculista le dijo que tenía vista de piloto, pero tal vez no era cierto. Últimamente, la mitad de los profesionales norteamericanos consumía cocaína, como bien decía la revista Time… ¿Y por qué se había puesto a pensar en esas cosas? Por las campanas, claro. Parecían despertar ecos y multiplicarse dentro de su cabeza. Diez, cien, mil, un millón, todas tocando Cuando nos reunamos a los pies de Jesús.
—¿Qué ocurre con el reloj? —preguntó, irritado.
—Las agujas. Son raras —respondió ella—. Casi parecen… dibujadas.
6
La llamada de las campanas.
Eddie Stampnell, de la comisaría de Derry, cruzaba la calle con Andy Rideout, de Orono; los dos habían apreciado mucho a Ruth.
—Bonito, ¿no? —sugirió Eddie, dubitativo.
—Supongo que sí —dijo Andy—. Pero no dejo de pensar en Bent y en Jingles, que pueden estar enterrados en alguno de estos sembrados de patatas, asesinados por un par de idiotas. Es como si Haven diera mala suerte. Ya sé que parece una estupidez, pero es la sensación que tengo.
—A mi cabeza se la da, desde luego —respondió Eddie—. Me duele una barbaridad.
—Bueno, vamos y terminemos con esto —dijo Andy—. Ruth era muy buena, pero ha muerto. Y entre nosotros, ahora que ella no está aquí no quiero volver a pasar ni un minuto en Haven.
Entraron juntos en la iglesia metodista; ninguno de los dos miró al reverendo Lester Goohringer, quien estaba junto a la llave del admirable carillón, muy sonriente, y aceptaba los cumplidos de todos frotándose las manos.
7
El llanto de las campanas.
Bobbi Anderson bajó de su camioneta azul; después de cerrar la portezuela con violencia, se alisó el vestido azul oscuro sobre las caderas, revisó su maquillaje en el retrovisor exterior y echó a andar con lentitud hacia la iglesia. Caminaba con la cabeza gacha y los hombros caídos. Estaba haciendo todo lo posible por descansar, lo necesario para seguir adelante, y Gard la había ayudado a poner frenos a su obsesión
(porque de eso se trata, de una obsesión, de nada sirve que te engañes)
pero Gard, como freno, se iba desgastando poco a poco. No asistiría al funeral porque estaba durmiendo la mona, después de una borrachera monumental, con una mejilla puesta sobre un brazo y el agrio aliento formando una nube alrededor. Anderson estaba cansada, sí, pero no se trataba sólo de eso; esa mañana, un gran dolor difuso parecía invadirla. En parte era por Ruth; en parte, por David Brown; en parte, por toda la ciudad. Pero, sobre todo, según sospechaba, por sí misma. El «convertirse» continuaba (para todos los de Haven, menos Gard), y eso estaba bien, pero ella echaba de menos su propia y única identidad, que se evaporaba como una neblina matinal. Ahora sabía que Los soldados del búfalo había sido su último libro…, y como ironía, los Tommyknockers parecían haberlo escrito más que ella.
8
Las campanas, campanas, campanas.
Haven respondía a ellas. Era el Acto I de una comedia titulada El entierro de Ruth McCausland o Cuánto amábamos a esa mujer.
Nancy Voss había cerrado la oficina de Correos para asistir al funeral. El Gobierno lo habría desaprobado, pero no se enteraría. «De demasiadas cosas se enteraría muy pronto», se dijo Nancy. Pronto recibiría de Haven una gran encomienda por expreso; su Gobierno y todos los Gobiernos de esta bola de barro volante.
Frank Spruce, propietario de la granja más importante de Haven, respondió a las campanas. Respondió a ellas John Mumphry, cuyo padre había rivalizado con Ruth por el cargo de delegado policial. Y Ashley Ruvall, que se había cruzado con ella junto al límite municipal, dos días antes de su muerte, asistió con sus padres, llorando. Allí estaban el doctor Warwick y Jud Tarkington; Adley McKeen, del brazo de Hazel McCready; Newt Berringer y Dick Allison, que caminaban con paso lento, sirviendo de apoyo al padre de Ruth, el viejo John Harley, que estaba débil y casi traslúcido; Maggie, su esposa, no se hallaba en condiciones de asistir.
Asistieron todos, respondiendo a la llamada de las campanas: los Tremain, Thurlow, Applegate, Goldman, Duplissey y Archinbourg. Buenas gentes de Maine, se podría haber dicho: producto de una saludable raigambre compuesta, en su mayor parte, por franceses, irlandeses, escoceses y canadienses. Pero ahora estaban cambiados. Así como se reunían en la iglesia, así sus mentes se reunían y se convertían en una sola, que vigilaba a los forasteros, alerta a la menor nota desafinada en sus pensamientos. Acudieron juntos, escuchando, y las campanas resonaron en su extraña sangre.
9
Ev Hillman, sentado tras el volante del Cherokee, abrió mucho los ojos ante el distante sonido del carillón.
—¿Qué diablos…?
—Campanas de iglesia, claro está —respondió Butch Dugan—. Suenan muy bien. Supongo que se están preparando para iniciar el funeral.
«En esa ciudad están sepultando a Ruth. En nombre de Dios, ¿qué hago aquí, en las lindes, con este viejo chiflado?»
No lo sabía con seguridad, pero era demasiado tarde para cambiar de idea.
—Las campanas de la iglesia metodista nunca han sonado así, desde que tengo memoria —aclaró Ev—. Alguien las ha cambiado.
—¿Y qué?
—Y nada. Y todo. No sé. Vamos, oficial Dugan.
Ev hizo girar la llave y el motor del Cherokee se puso en marcha con un rugido.
—Vuelvo a preguntárselo —dijo Dugan, con lo que le pareció una paciencia extraordinaria—: ¿qué estamos buscando?
—No lo sé del todo.
El Cherokee dejó atrás el cartel indicador. Ya no estaban en Albion, sino en Haven, y Ev sintió una súbita y enfermiza premonición: pese a todas sus precauciones y cuidados, jamás saldría de allí.
—Lo sabremos cuando lo veamos —añadió.
El policía no respondió. Se limitó a agarrarse con todas sus fuerzas, y se preguntó una vez más cómo se había metido en eso. Tenía que estar tan loco como ese viejo chiflado. Y más aún. Se llevó una mano a la frente y empezó a frotársela por encima de las cejas.
Allí se le estaba formando un tremendo dolor de cabeza.
10
Entre sollozos, ojos enrojecidos y algunas sorbidas de nariz, el reverendo Goohringer, con la calva reluciendo en una variedad de colores por gentileza de la luz que atravesaba los vitrales, se lanzó a una apología fúnebre, después de un himno, una plegaria, otro himno, la lectura de las Escrituras favoritas de Ruth (las Beatitudes) y un himno más. Delante de él, como espuma alrededor del púlpito, en semicírculo, había grandes ramos de flores estivales. Aunque las ventanas superiores de la iglesia estaban abiertas y dejaban entrar una buena brisa, el aroma era sofocante en su dulzura.
—Hemos venido a alabar a Ruth McCausland y a solemnizar su fallecimiento —comenzó Goohringer.
Los vecinos, con los dedos cruzados o apretando pañuelos, fijaron los ojos (en su mayoría húmedos) en Goohringer, con sobria y aplicada atención. Se los veía saludables: de buen color y piel limpia. Incluso alguien que nunca hubiera estado allí con anterioridad se habría dado cuenta de que la congregación se dividía en dos grupos. Los forasteros no tenían aspecto saludable: se les veía pálidos y con los ojos perdidos. Por dos veces, durante la apología, alguien salió a la carrera para vomitar en silencio detrás de la iglesia. Para otros, la náusea era un mal menor, pues sentían unos incómodos retortijones de tripas, no tan serios como para obligarlos a salir, pero interminables.
Varios forasteros perderían algún diente antes de que el día terminara.
Otros padecían dolores de cabeza que desaparecerían en cuanto se alejaran de la ciudad, se suponía que por efecto de las aspirinas tomadas.
Y unos cuantos tuvieron ideas asombrosas mientras escuchaban al reverendo. En algunos casos, esas ideas se presentaron tan de repente y resultaron tan enormes, tan fundamentales, que quienes pasaron por esa experiencia las compararon con un disparo en la cabeza. Apenas lograron seguir sentados en los bancos, en vez de correr a la calle gritando «¡Eureka!» a todo volumen.
La gente de Haven veía todo eso y se divertía. De pronto, la expresión apática y desabrida de alguien desaparecía. Los ojos se dilataban; la boca se abría, blanda, y ellos reconocían la expresión de quien está en las garras de una Idea Grandiosa.
Por ejemplo: Eddie Stampnell, de los cuarteles de Derry, concibió una banda de frecuencia nacional para la Policía, en la que podrían comunicarse todos los agentes del país. Imaginó también el modo de echar un manto sobre esa banda; todos esos civiles ruidosos, con sus radios de aficionados, quedarían burlados. Las ramificaciones y las modificaciones surgían en su mente tan deprisa que no llegaba a seguirlas; si las ideas hubieran sido agua, se habría ahogado. «Esto me va a hacer famoso», pensó, febril. El reverendo Goohringer quedó olvidado; olvidados Andy Rideout, su compañero, y el desagrado que le provocaba esa pequeña población, y también Ruth. La idea se había tragado su mente. «Voy a ser famoso, voy a revolucionar el trabajo policial de Estados Unidos…, tal vez del mundo entero. ¡A la mierda! ¡A la mierda!»
Los habitantes del lugar, sabedores de que la gran idea de Eddie sería algo difuso hacia mediodía y habría desaparecido hacia las tres de la tarde, sonreían, escuchaban y aguardaban. Aguardaban a que todo eso terminara, para volver cada uno a lo suyo.
Para volver cada uno al proceso de «convertirse».
11
Descendían por un camino de tierra: la ruta municipal Cinco de Albion, que se convertía en Haven en una senda de protección contra incendios, la número 16. Por dos veces vieron caminos secundarios que se abrían hacia los bosques; en cada oportunidad, Dugan se preparó para sacudidas y tumbos aún peores, pero Hillman no tomó por ninguno de esos desvíos. Al llegar a la carretera Nueve giró hacia la derecha, aumentó la velocidad a setenta y cinco y se adentró en Haven.
Dugan se sentía nervioso, sin saber la razón. El viejo estaba loco, por supuesto; la idea de que Haven se había convertido en un nido de serpientes era pura paranoia. De cualquier modo, Monstruo sentía crecer una palpitante inquietud en él. Era como un vago incendio de pastos en sus nervios.
—¿Por qué se frota la frente? —preguntó Hillman.
—Me duele la cabeza.
—Le dolería mucho más si no hubiese viento, según creo.
Otra caída en la estupidez total. En nombre de Dios, ¿qué estaba haciendo allí con ese tipo? ¿Y por qué se sentía tan sobresaltado?
—Estoy como si alguien me hubiera dado píldoras para dormir.
—Sí.
Dugan lo miró.
—Pero usted no siente lo mismo, ¿verdad? Se le ve más fresco que una lechuga.
—Tengo miedo, pero no estoy nervioso ni me duele la cabeza.
—¿Y por qué tendría que dolerle? —preguntó Dugan, fastidiado. Esa conversación parecía sacada de Alicia en el país de las maravillas—. Los dolores de cabeza no son contagiosos.
—Si usted está pintando un cuarto cerrado con otros seis hombres, lo más probable es que todos terminen con dolor de cabeza, ¿no es cierto?
—Sí, supongo que sí, pero aquí no se trata de…
—No. No se trata de eso. Y hemos tenido suerte con el clima. De cualquier modo, supongo que esa «cosa» ha de estar echando una buena peste si usted la percibe. Y veo que sí. —Hillman hizo una pausa. Luego agregó otra frase de Alicia en el país de las maravillas—: ¿Aún no se le ha ocurrido ninguna idea grandiosa, agente?
—¿Qué quiere decir con eso?
Hillman asintió, satisfecho.
—Está bien. Si se le ocurre algo, avíseme. En esa bolsa tengo algo para usted.
—Esto es una locura —dijo Dugan, con voz insegura—. Una verdadera locura. Dé la vuelta, Hillman. Quiero volver a mi casa.
De pronto, Ev se concentró en una sola frase, con toda la nitidez que pudo darle. En los tres últimos días pasados en Haven había descubierto que Bryant, Marie, Hilly y David se leían mutuamente los pensamientos como algo rutinario. Él se daba cuenta, aunque no podía captarlos. Del mismo modo había observado que ellos no podían entrar en su cabeza, a menos que él lo permitiera. Comenzaba a preguntarse si tendría algo que ver con la placa de acero que llevaba en el cráneo, recuerdo de aquella granada alemana. Había visto llegar la granada con horrible e indudable claridad: una cosa gris oscura, que giraba en la nieve.
«Bueno, estoy muerto —había pensado—. Aquí se acabó». No recordaba nada más hasta el momento de despertar en un hospital francés, con dolor de cabeza; recordaba que la enfermera lo había besado, con aliento perfumado de anís, repitiendo una y otra vez, pronunciando bien las palabras, como si hablase con un niño muy pequeño: «Je t’aime, mon amour. La guerre est finie. Je t’aime. J’aime les États-Unis»[14].
«La guerre est finie —pensó él—. La guerra ha terminado. La guerre est finie».
—¿Qué era? —preguntó a Dugan, de repente.
—¿De qué me está hab…?
Ev desvió el Cherokee al arcén de la carretera, levantando una estela de polvo. Estaban a dos kilómetros y medio del límite municipal, dentro de Haven; faltaban aún unos cinco kilómetros para llegar a la granja del viejo Garrick.
—¡No piense, no hable! ¡Sólo dígame lo que yo estaba pensando!
—Tout fini, estaba pensando la guerre est finie. Pero es una locura. La gente no puede leer los pensamientos porq…
Se interrumpió. Giró la cabeza con lentitud para mirar a Ev. El anciano oyó que le crujían los tendones del cuello. Tenía los ojos muy abiertos.
—La guerre est finie —susurró—. Eso era lo que usted pensaba, y ella olía a regaliz…
—A anís —le corrigió Ev, con una sonrisa—. Y qué blancos sus muslos, qué apretada su entrepierna…
—Y vi una granada rodando en la nieve. Oh, Dios, ¿qué está ocurriendo?
Ev imaginó un tractor rojo, anticuado.
—¿Y ahora?
—Un tractor —susurró Dugan—. Marca Farmall. Pero el Farmall no tiene esas cubiertas. Mi padre tenía uno. Esas cubiertas son del Dixie Field-Boss. No se podrían usar con un Far…
De pronto Dugan giró el torso, dio un manotazo a la portezuela del Cherokee y vomitó hacia fuera.
12
—Cierta vez, Ruth me pidió que leyera las Beatitudes en su funeral, si me tocaba presidirlo —estaba diciendo el reverendo Goohringer, con una madura voz metodista que el reverendo Donald Hartley hubiera aprobado de corazón—. He satisfecho sus deseos, pero…
(la guerre estaba pensando la guerre est)
Goohringer hizo una pausa; una pequeña expresión de sorpresa y preocupación pasó por su rostro. Un observador atento habría pensado que algún poquito de gas estomacal acababa de subírsele a la garganta, obligándolo a interrumpirse para ahogar el indecoroso eructo.
—… en mi opinión hay otros versos que se adecúan a ella. No son…
(Tractor Farmall Tractor)
Hubo otro pequeño salto en el discurso de Goohringer, que volvió a fruncir apenas el entrecejo.
—… el tipo de versos que cualquier cristiana se atrevería a pedir, supongo, sabiendo que la cristiana debe ganárselos. Pido a ustedes que escuchen esta lectura del Libro de los Proverbios y juzguen, conociendo a Ruth McCausland si se los ganó o no.
(esas cubiertas son del Dixie Field-Boss)
Dick Allison echó un vistazo a la izquierda y sorprendió la mirada de Newt, al otro lado del pasillo. Parecía horrorizado. John Harley estaba boquiabierto; sus ojos azules, desteñidos, iban de un lado a otro, desconcertados.
Goohringer halló la página, la perdió y estuvo a punto de dejar caer la Biblia. De pronto quedó azorado; ya no era el maestro de ceremonias, sino un estudiante de seminario temeroso del público. De cualquier modo, nadie se dio cuenta; los forasteros estaban ocupados con sus malestares físicos o con deslumbrantes ideas. Los de Haven se agruparon ante la alarma que saltaba de una mente a otra, hasta hacerles resonar el cerebro. Era un nuevo carillón, estridente de discordancias.
(alguien está buscando donde no tiene)
(nada que hacer)
Bobby Tremain tomó la mano de Stephanie Colson y se la estrechó. Ella apretó también, mirándolo con sus grandes ojos pardos: los ojos asustados de la cierva que oye el chasquido de un arma amartillada por el cazador.
(por la carretera Nueve)
(demasiado cerca de la nave)
(uno es policía)
(policía, sí, pero especial: el policía de Ruth, él amaba)
Ruth habría captado esas voces, cada vez más potentes. Y hasta varios forasteros comenzaban a captarlas, aunque su contagio de Haven era reciente. Algunos parecían salir de un leve adormecimiento. Uno de ellos era la amiga del auxiliar del congresista Brennan. Al parecer había estado muy lejos de allí: era una burócrata de poca importancia en la capital, pero acababa de idear un sistema de archivos que bien podría hacer que obtuviera un buen ascenso. De pronto, un pensamiento salido de la nada, un pensamiento que parecía ajeno
(¡alguien tiene que detenerlos cuanto antes!)
cruzó por su mente. Miró alrededor, por si alguien había pronunciado esas palabras en voz alta.
Pero todos estaban en silencio, salvo el predicador, que había hallado otra vez la página. Echó un vistazo a Marty, pero él parecía aturdido; miraba uno de los vitrales con la fijeza de una persona hipnotizada. Ella lo atribuyó al aburrimiento y volvió a sus propios pensamientos.
—¿Quién puede hallar a una mujer virtuosa? —leyó Goohringer, con voz algo inestable. Vaciló en donde menos debía y hasta tartamudeó un par de veces—. Pues su precio es muy superior al de los rubíes. El corazón de su esposo confía en ella con seguridad y no saldrá perdedor. Ella le hace bien, no mal, por todos los días de su vida. Busca lana…
Otra ráfaga de pensamientos extraños llegó al único y sensibilizado oído que había en la iglesia.
(discúlpeme esto pero no pude)
(…)
(¿qué?)
(…)
(¡por Dios eso es de Wheeling! ¿cómo…?)
(…)
Hay dos voces hablando pero sólo oímos una, pensó la red mental. Y las miradas empezaron a centrarse en Bobbi. En Haven había una sola persona capaz de cerrarles la mente. Y esa persona no se encontraba en la iglesia en ese momento. Dos voces… la que no oímos ¿no será la voz de tu amigo, el borracho?
Bobbi se levantó de pronto y caminó a lo largo del banco, con la horrible conciencia de que todos la miraban. Goohringer, el estúpido, había vuelto a interrumpirse.
—Disculpen —murmuraba Bobbi—. Disculpen… disculpen…
Por fin salió al vestíbulo y a la calle. Otros la siguieron: Bobby Tremain, Newt, Dick y Bryant Brown, entre ellos. Los forasteros no se habían dado cuenta. Proseguían con sus extraños sueños.
13
—Discúlpeme esto —dijo Butch Dugan. Cerró la portezuela y sacó un pañuelo del bolsillo trasero, para frotarse la boca—. Pero no pude evitarlo. Ahora me siento mejor.
Ev asintió.
—No se lo voy a explicar. No hay tiempo. Pero quiero que escuche algo.
Ev encendió la radio del Cherokee y movió el dial. Dugan dio un respingo. Nunca había oído tantas emisoras; ni siquiera por la noche, cuando se amontonaban unas sobre otras, entrando y saliendo en un mar de voces. Pero éstas no vacilaban; las voces se oían con la nitidez de una campana.
Ev se detuvo en un punto del dial, cuando terminaba una canción de los Judds. En ese momento se oyó la identificación de la emisora. Butch Dugan tuvo dificultades para creer lo que oía.
—¡Uvedoble-uvedoble-we… AAA! —cantó un vivaz grupo vocal femenino, con acompañamiento de banjos y violines.
—¡Por Dios, eso es de Wheeling! —exclamó Dugan—. ¿Cómo…?
Ev apagó la radio.
—Ahora quiero que escuche lo que ocurre con mi cabeza.
Dugan se lo quedó mirando por un momento, atónito. Ni siquiera Alicia en el país de las Maravillas era tan loca.
—En el nombre de Dios, ¿de qué me está hablando?
—No discuta conmigo. Hágalo. —Ev giró la cabeza y presentó su nuca a Dugan—. En la cabeza tengo dos placas de acero. Recuerdo de la guerra. La más grande está ahí atrás. ¿Ve ese lugar en donde no crece el cabello?
—Sí, pero…
—¡No hay tiempo! Acerque la oreja a esa cicatriz y escuche.
Dugan lo hizo… y la irrealidad se abatió sobre él. La nuca del viejo estaba transmitiendo música. Sonaba lejana y a lata, pero perfectamente identificable: Frank Sinatra cantaba New York, New York.
Butch Dugan empezó a reír como una muchachita nerviosa. Pronto sus risitas se convirtieron en carcajadas. Por fin, en bramidos, con los brazos apretados contra el estómago. Allí estaba, en medio de la nada, con un anciano cuya cabeza se había convertido en una cajita de música. Por Dios, si era mejor que el Créase o no, de Ripley.
Rió hasta sofocarse, hasta llorar, bramando, y…
La encallecida palma del viejo le cruzó el rostro de un bofetón. La sorpresa de verse tratado como un niño sacó a Butch de su histeria, tanto como el dolor mismo. Miró a Ev parpadeando y se llevó una mano a la mejilla.
—Esto comenzó unos diez días antes de que abandonara la ciudad —explicó Ev, sombrío—: estallidos de música en mi cabeza. Eran más fuertes cuando andaba por aquí. Debería haberlo pensado antes, pero no se me ocurrió. Ahora son más potentes aún. Todo es más potente. Por eso no tengo tiempo para sus aullidos. ¿Ha terminado con el problema?
El rubor que cubrió las mejillas de Dugan disimuló la marca roja dejada por la mano de Ev. Aullidos. Era una buena descripción. Primero, el vómito; ahora, un ataque de histeria digno de una adolescente. Ese viejo no se limitaba a ajustarle las clavijas: lo dejaba atrás sin darse prisa.
—Ya me encuentro bien —aseguró.
—¿Está convencido ahora de que aquí ocurre algo? ¿De que algo en Haven ha cambiado?
—Sí. Yo… —Tragó saliva—. Sí —repitió.
—Bien. —Ev pisó el acelerador y volvió a la carretera con un bramido del motor—. Esa… cosa… está cambiando a todos los de la ciudad, agente Dugan. A todos, menos a mí. Tengo música en la cabeza, pero nada más. No leo los pensamientos… ni se me ocurren ideas.
—¿De qué ideas habla?
—De todo tipo de ideas. —El velocímetro del Cherokee alcanzó los noventa kilómetros y empezó a trepar más allá—. El caso es que no tengo pruebas de lo que ocurre. Ninguna prueba. Usted creía que yo había perdido la chaveta, ¿no?
Dugan asintió, aferrado con fuerza al tablero. Se sentía descompuesto otra vez. El sol, demasiado fuerte, arrancaba destellos deslumbrantes al parabrisas y al cromado.
—Lo mismo pensaron el periodista y las enfermeras. Pero en los bosques hay algo, y necesito descubrir qué es. Tomaré fotografías. Y después saldremos los dos, usted y yo, a contar todo en voz bien alta. Tal vez hallemos el modo de recuperar a mi nieto David o tal vez no; pero, de un modo u otro, pararemos lo que está sucediendo aquí antes de que sea demasiado tarde. ¿Podremos? No: tendremos que pararlo.
La aguja del velocímetro rozaba los ciento cinco.
—¿Cuánto falta? —logró preguntar Dugan, con los dientes apretados. Estaba a punto de vomitar otra vez. Sólo deseaba contenerse hasta que llegaran.
—Kilómetro y medio —respondió Ev—. Vamos a la granja del viejo Garrick.
«Gracias a Dios», pensó el policía.
14
—No es Gard —anunció Bobbi—. Gard está desmayado en el porche de mi casa.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Adley McKeen—. No puedes leerle la mente.
—Sí que puedo. Cada día un poquito más. Os digo que todavía está en el porche. Sueña que esquía.
Por un momento miraron a Bobbi en silencio. Eran diez o doce hombres, de pie frente a la iglesia metodista, ante la fachada de Minutas Haven.
—Entonces, ¿quién es? —preguntó Joe Summerfield, por fin.
—No lo sé —dijo Bobbi—. Pero no se trata de Gard.
Se estaba tambaleando un poquito. Tenía el rostro de una mujer de cincuenta años, no de treinta y siete. Círculos pardos de agotamiento le rodeaban los ojos. Los hombres parecieron no darse cuenta.
En la iglesia, el coro de voces entonaba Santo, Santo, Te adoramos.
—¡Ya sé quién es! —exclamó Dick Allison, de pronto. Sus ojos se habían vuelto extraños y opacos de odio—. Sólo existe otra persona que… Sólo conozco a una persona en la ciudad que tenga metal en la cabeza.
—¡Ev Hillman! —exclamó Newt—. ¡Por Dios!
—Tenemos que actuar —dijo Jud Tarkington—. Esos hijos de puta se están acercando. Adley, trae algunas armas de la ferretería.
—Bueno.
—Llevadlas, pero no las uséis —advirtió Bobbi, mientras recorría el círculo de hombres con la mirada—. Ni contra Hillman si se trata de él, ni contra el policía. Contra éste mucho menos. No podemos permitirnos otro desastre en Haven mientras no haya terminado del todo
(el «convertirse»)
—Traeré mi tubo —dijo Beach, con el rostro inexpresivo de ansiedad.
—¡Nada de eso! —exclamó Bobbi—. No más policías desaparecidos.
Los miró otra vez, a todos. Luego, a Dick Allison, que asintió.
—Es Hillman quien debe desaparecer —dijo él—. No hay otra solución. Pero tal vez no importe. Ev está loco. Un viejo loco es capaz de hacer cualquier cosa. Puede levantar el campamento y viajar a Utah o a Idaho a esperar el fin del mundo. El policía armará un escándalo, pero lo armará en Derry, y será un escándalo que todos comprenderán. Nadie nos ensuciará el nido. Anda, Jud, ve en busca de las armas. Tú, Bobbi, acércate a la trastienda del Minutas con la camioneta. Newt, Adley, Joe: vosotros vendréis conmigo. Tú, Jud, irás con Bobbi. El resto, en el Cadillac de Kyle. ¡Vamos, lerdos!
Todos se pusieron en marcha.
15
Sssss…
El mismo sueño de siempre, algunas arrugas nuevas. Y muy extrañas. La nieve se había puesto rosada. Estaba empapada de sangre. ¿Brotaba de él? ¡Por todos los diablos!
¿Quién habría dicho que ese viejo de porquería tenía tanta sangre?
Están esquiando en la cuesta intermedia. Él sabe que debería haber hecho cuanto menos una sesión más en la de principiantes; ésta es demasiado veloz para él; más aún, toda esa nieve sanguinolenta lo distrae, sobre todo considerando que es su propia sangre.
Levanta la vista y una oleada de dolor le recorre la cabeza. Dilata los ojos. ¡En la cuesta hay un jeep!
Annemarie grita: «¡Haz una Bobbi, Gard! ¡Haz una bobbi!»
Pero él no necesita obedecer, porque se trata de un sueño. En las últimas semanas se ha convertido en un viejo amigo, como las erráticas ráfagas de música en su cabeza. Es un sueño y no hay ningún jeep ni está en la cuesta Straight Arrow; está…
… entrando por el camino de Bobbi.
¿Es esto un sueño? ¿O es real?
No. Se dio cuenta de que la pregunta estaba equivocada. Lo correcto era preguntarse: ¿Cuánto de todo esto es real?
El cromado guiñó cegadoras flechas de luz hacia los ojos de Gardener. Hizo un gesto de dolor y buscó a tientas
(¿los palos de esquí? no, no es un sueño, es verano estás en Haven)
la barandilla del porche. Recordaba casi todo. Estaba borroso, pero lo recordaba. No había tenido lagunas desde que volvió a casa de Bobbi. Música en la cabeza, sí; pero lagunas, no. Bobbi había ido a un funeral. Más tarde volvería y los dos seguirían cavando. Lo recordaba todo, así como recordaba que la torre del ayuntamiento se había elevado en el cielo de la tarde como un enorme pájaro. Todo estaba claro. Salvo esto.
Se irguió, con las manos apoyadas en la barandilla; sus ojos enrojecidos y legañosos miraban el jeep, pese al resplandor. Debía de parecer un refugiado. «Gracias a Dios, las apariencias no engañan; así es como me siento».
En ese momento, el hombre que ocupaba el lado junto al asiento del conductor volvió la cabeza y vio a Gard. Era tan enorme que parecía salido de un cuento de hadas. Como llevaba gafas oscuras, Gardener no supo con seguridad si sus miradas se habían encontrado o no. Tenía la impresión de que sí, pero de un modo u otro no importaba. Conocía aquella expresión. Como veterano de medio centenar de manifestaciones, la conocía. También la conocía como ebrio que más de una vez había despertado en un calabozo.
«Por fin ha llegado la policía de Dallas», pensó. La idea portaba sensaciones de pena y de enojo…, pero sobre todo de alivio. Al menos, por el momento.
«Es un policía. Pero ¿qué está haciendo en un jeep? Dios, qué tamaño el de ese rostro. Debo de estar soñando, sí».
El jeep no se detuvo; subió por el camino de entrada y se perdió de vista. Por fin Gardener sólo oyó el motor.
«Ha ido hacia atrás. Va a los bosques. Lo sabían, sí. Oh, cielos, si el Gobierno se apodera de él…»
La consternación se elevó en él como bilis; su aturdido alivio desapareció como humo. Vio a Ted, el hombre nuclear, que arrojaba su chaqueta sobre los restos diseminados de la máquina levitatoria, diciendo: «¿Qué artefacto?»
A la consternación siguió la vieja y enfermiza furia.
«¡Eh, Bobbi, ven volando!» chilló mentalmente, con todo el volumen que pudo.
De la nariz le brotó un chorro de sangre fresca. Retrocedió, tambaleándose y buscando a tientas un pañuelo, con una mueca de disgusto. «¿Y qué importa? ¡Que se lo lleven! De un modo u otro es el diablo: bien lo sé. ¿Qué importa si se lo lleva la policía de Dallas? Esa cosa está convirtiendo a Bobbi y a todos los de la ciudad. Sobre todo a su grupo. A los que ella se trae por la noche, tarde, cuando cree que duermo. Los que la acompañan al granero».
Eso había ocurrido dos veces, ambas a las tres de la madrugada, cuando Bobbi creía que Gardener dormía profundamente: combinación de trabajo pesado, demasiado alcohol y Valium. El nivel de las píldoras en el frasco bajaba poco a poco, por cierto, pero no porque Gardener las tomara, sino porque arrojaba un valium al inodoro todas las noches.
¿Por qué ese sigilo? No lo sabía, como tampoco sabía por qué había mentido a Bobbi sobre lo que había visto aquel domingo por la tarde. Lo de arrojar una píldora de Valium al inodoro todas las noches no era mentir, en realidad, porque Bobbi nunca le preguntaba si la había tomado; sólo miraba la cantidad restante en el frasco y sacaba la conclusión errónea que Gardener no se molestaba en cambiar.
Tampoco se había molestado en corregir la idea que Bobbi tenía de que él dormía profundamente. Por el contrario, el insomnio lo acosaba. No había borrachera que le hiciera dormir por mucho tiempo. El resultado era una especie de conciencia confusa, constante, sobre la que a veces caían finos velos grises de sueño, como medias sucias.
La primera vez que observó las luces contra la pared del cuarto de huéspedes, en la madrugada, miró por la ventana y vio que un Cadillac grande entraba por el camino. Al mirar el reloj pensó: «Ha de ser la Mafia. ¿Quién, si no, aparecería en una granja perdida en el bosque, a las tres de la madrugada, en Cadillac?»
Pero al encenderse las luces del porche vio la placa particular que decía KYLE I. Era difícil que la Mafia pusiera placas particulares en sus automóviles.
Bobbi se reunió con los cuatro hombres y la mujer que habían bajado del vehículo. Estaba vestida, pero descalza. Gardener conocía a dos de los hombres: Dick Allison, el jefe de bomberos voluntarios, y Kyle Archinbourg, agente de la propiedad inmobiliaria, dueño de aquel lujoso Cadillac. Los otros dos le resultaron vagamente familiares. En cuanto a la mujer…, era Hazel McCready.
Al cabo de algunos momentos, Bobbi los condujo hasta el granero del fondo, el que tenía un gran candado en la puerta.
Gardener pensó: «Tal vez debería salir a ver qué ocurre». Pero lo que hizo fue volver a acostarse. No quería ni acercarse al granero. Le tenía miedo. Temía ver qué había en él.
Había vuelto a dormirse.
A la mañana siguiente no quedaban rastros del Cadillac ni de los compañeros de Bobbi. En realidad, ella estaba más animada, más como antes. Gardener se había convencido de que todo era un sueño o algo salido de la botella (delirium tremens no, pero sí algo parecido).
Y cuatro noches después, KYLE I volvió a aparecer, con las mismas personas, que se reunieron con Bobbi y fueron al cobertizo.
Gard se dejó caer en la mecedora de Bobbi y buscó a tientas la botella de whisky que había cogido por la mañana. Allí estaba. Se la llevó lentamente a los labios y bebió. El fuego líquido cayó en su estómago y se fue esparciendo. El ruido del jeep comenzó a borrarse, como algo soñado. Tal vez no era otra cosa. En ese momento, todo le parecía un sueño. Como decía la canción de Paul Simon: «Ahora Michigan me parece un sueño». Sí, señor: Michigan, las naves extrañas sepultadas en la tierra, los Cherokee, los Cadillac en medio de la noche… Con beber lo suficiente, todo eso se borraba en un sueño.
«Pero no es sueño. Los que vienen en el Cadillac son quienes van a hacerse cargo de todo. Igual que la policía de Dallas. Igual que el viejo Ted, con sus reactores. ¿Qué les estás inyectando, Bobbi? ¿Cómo haces para sobrealimentarlos más que al resto de los genios locales? La antigua Bobbi no habría hecho una porquería así, pero el modelo Nuevo y Perfeccionado lo hace. ¿Y cuál es la solución a todo esto? ¿Existe una solución?»
—¡Diablos por todas partes! —gritó Gardener, grandilocuente.
Tragó el resto del whisky y arrojó la botella a los matorrales, por encima de la barandilla del porche.
—¡Diablos por todas partes! —repitió.
Y perdió el sentido.
16
—Ese tipo nos ha visto —dijo Butch, en tanto el jeep cruzaba en diagonal la huerta de Anderson, tumbando enormes cañas de maíz y girasoles que se empinaban muy por encima del vehículo.
—No importa —dijo Ev, luchando con el volante.
Salieron al otro lado de la huerta. Las ruedas del Cherokee giraron sobre varias calabazas que estaban alcanzando su pleno tamaño, aunque todavía no era tiempo. Tenían la cáscara extrañamente pálida y, al reventar, dejaban al descubierto una pulpa de desagradable color carne.
—Si a estas alturas ellos no saben que estamos en la ciudad —agregó el viejo—, eso significa que estoy equivocado en todo… ¡Mire! ¿No se lo dije?
Una senda ancha, con huellas profundas, serpenteaba hacia dentro del bosque; Ev la tomó dando tumbos.
—Tenía el rostro ensangrentado… —Dugan tragó saliva. Le resultó difícil. Le dolía mucho la cabeza y todos los empastes de sus muelas parecían vibrar a gran velocidad. Las entrañas se le estaban dando vueltas otra vez—. Y la camisa también. Parecía como si alguien le hubiera dado una buena en la na… Deténgase; voy a vomitar otra vez.
Ev clavó los frenos. Dugan abrió la portezuela y se inclinó hacia fuera para vomitar un estrecho arroyuelo amarillo en el polvo.
Luego cerró los ojos por un momento. El mundo daba vueltas, giraba.
En la cabeza susurraban voces. Muchas voces.
(Gard los vio grita pidiendo ayuda)
(cuántos)
(dos dos en un Cherokee iban hacia)
—Vea —se oyó decir Butch, como desde muy lejos—, no quiero ser aguafiestas, pero estoy descompuesto. Muy descompuesto.
—Ya lo esperaba. —La voz de Hillman le llegó por un largo pasillo, lleno de ecos. De algún modo, Butch se las compuso para izarse otra vez al asiento, pero ni siquiera le alcanzaron las fuerzas para cerrar la portezuela; estaba débil como un gatito recién nacido—. No ha tenido tiempo de desarrollar resistencia y estamos justamente donde «eso» es más potente. Aguante. Tengo algo que lo hará sentirse mejor. Al menos, eso creo.
Ev pulsó la llave que servía para bajar la ventanilla eléctrica trasera; descendió, bajó la puerta trasera y tiró de la bolsa. La arrastró hasta el asiento. Cuando miró a Dugan, el espectáculo no le gustó. El policía tenía el color de la cera, los ojos cerrados y los párpados violáceos. Respiraba con la boca entreabierta, en jadeos rápidos. Ev se distrajo un momento en preguntarse cómo era posible que «aquello» estuviera causando tal efecto en Dugan, si él, por su parte, no sentía absolutamente nada.
—Aguante, amigo —dijo.
Y usó su navaja de bolsillo para cortar la cuerda que ataba la boca de la bolsa.
—… vomitar… —jadeó Dugan.
Y expulsó un fluido pardusco. Ev vio tres dientes en el charco.
Sacó de la bolsa un tanque de oxígeno, de plástico liviano, y retiró el papel dorado que sellaba la manguera, dejando al descubierto una conexión hembra de acero inoxidable. Después extrajo una boquilla acopada, de plástico dorado, como las que se ven en los aviones a propulsión. Terminaba en un tubo de plástico blanco, segmentado, que se conectaba con una válvula macho.
«Si esto no da el resultado que ese tipo prometió, creo que este hombretón se me muere».
Introdujo la conexión macho en la hembra del tanque: violenta cópula que, con suerte, mantendría a Dugan en funcionamiento. Oyó que el oxígeno suspiraba suavemente dentro de la taza dorada. Todo funcionaba bien…, por el momento.
Se inclinó para poner la boquilla acoplada contra la boca y la nariz de Dugan, usando las bandas elásticas sujetándosela a la cabeza, y esperó los resultados con ansiedad. Si Dugan no superaba su mal trance en treinta o cuarenta segundos, saldrían de allí a toda velocidad. David había desaparecido y Hilly estaba enfermo, pero eso no le daba derecho a asesinar a Dugan, que lo había acompañado sin saber en qué se estaba metiendo.
Pasaron veinte segundos. Treinta.
Ev había puesto ya la marcha atrás, con intenciones de rodear la huerta de Anderson, cuando Dugan dio una sacudida y abrió los ojos. Se los veía muy grandes, muy azules y desconcertados por encima del borde de la boquilla dorada. Sus mejillas habían recobrado algún color.
—¿Qué diablos…? —Sus manos buscaron la boquilla a tientas.
—Déjesela puesta —dijo Ev, deteniéndolo con una mano vieja, retorcida por la artritis—. Es el aire lo que envenena. ¿Está muy necesitado de otra dosis?
Butch desistió de quitarse la boquilla, que se le bamboleó al decir:
—¿Cuánto tiempo durará esto?
—Unos veinticinco minutos, según me dijo el de la fábrica. Pero la válvula es automática, así que puede quitársela de vez en cuando. Cuando empiece a marearse, se la pone. Si se siente en condiciones de resistir, me gustaría continuar. «Eso» no puede estar lejos y… y tengo la necesidad de saber.
Butch Dugan asintió.
El Cherokee reanudó su marcha bamboleante. Dugan contemplaba el bosque que los rodeaba. Silencio. No había pájaros, animales, nada. Eso era muy raro. Feo y rarísimo, ¡qué joder!
En el fondo de la mente oía pensamientos vagos, como un susurro de transmisiones en onda corta. Miró a Ev.
—¿Qué mierda pasa aquí, se puede saber?
—Eso es lo que vamos a averiguar.
Ev, sin apartar la vista de la escarpada senda, revolvió dentro de la bolsa. El chasis del Cherokee chirrió sobre un tocón aserrado algo más arriba que los otros. Dugan hizo una mueca de dolor.
Ev sacó una gran pistola del 45. Por lo antigua que parecía, su propietario original debía haberla usado en la Primera Guerra Mundial.
—¿Es suya? —preguntó Dugan, asombrado por la prontitud con que se estaba recobrando con el oxígeno.
—Sí. A ustedes les enseñan a usar estas cosas, ¿no?
—Sí. —Aunque ésa parecía una antigüedad.
Ev se la entregó.
—Tal vez hoy tenga que usarla.
—¿Qué…?
—Cuidado. Está cargada.
Delante, la tierra se elevó de pronto. Por entre los árboles se veía un gigantesco reflejo: el sol, pegado contra un enorme objeto metálico.
Ev clavó los frenos, súbitamente aterrorizado hasta lo más hondo del corazón.
—¿Qué diablos…? —murmuró Dugan, a su lado.
El viejo abrió la portezuela y bajó. En cuanto sus pies tocaron tierra cobró conciencia de que el suelo estaba entrecruzado por pequeñas resquebrajaduras polvorientas y vibraba a gran velocidad. Un momento después, una música ensordecedora le cruzó la cabeza con la potencia de un vendaval. Se prolongó quizá durante treinta segundos, pero el dolor fue tal que pareció eterno. Por fin se borró, sin más.
Vio que Dugan estaba de pie frente al Cherokee, con la boquilla en el mentón. Sostenía el tubo por la correa con una mano y tenía la pistola en la otra. Miraba a Ev con aprensión.
—Me encuentro bien —dijo el anciano.
—¿Sí? Le sangra la nariz. Como a ese tipo que hemos visto en la granja.
Ev se limpió la nariz con el dedo y echó un vistazo al manchón de sangre. Se frotó el dedo contra los pantalones e hizo una señal afirmativa al policía.
—No olvide ponerse la máscara si empieza a marearse otra vez.
—Oh, no se preocupe.
El anciano se estiró hacia el interior del jeep para revolver de nuevo en su bolsa. Sacó una cámara fotográfica y algo que parecía un cruce de pistola con secador de pelo.
—¿La pistola de señales? —preguntó Dugan, sonriendo un poco.
—Sí. Póngase la máscara otra vez, agente, que está perdiendo el color.
Dugan se la puso. Los dos echaron a andar hacia aquel objeto centelleante entre los árboles. Ev se detuvo a quince metros del Cherokee. Era más que enorme: era titánico; cuando lo hubieran descubierto por completo, llegaría a empequeñecer a un transatlántico.
—Déme la mano —pidió a Dugan, con voz ronca.
El policía se la dio, pero quiso saber por qué.
—Porque estoy cagado de miedo —fue la respuesta.
Dugan le estrechó la mano. La artritis de Ev lanzó rayos, pero el anciano apretó a su vez. Al cabo de un momento, los dos siguieron caminando.
17
Bobbi y Jud sacaron las armas de la ferretería y las cargaron en la parte trasera de la camioneta. El desvío no les había llevado mucho tiempo, pero Dick y los otros les llevaban una buena ventaja. Bobbi dio a la camioneta toda la velocidad que se atrevió a intentar. La sombra del vehículo corría a su lado, acortándose a medida que se acercaba el mediodía.
De pronto, se puso rígida tras el volante.
—¿Has oído?
—Algo —dijo Jud—. Era tu amigo, ¿no?
Bobbi asintió.
—Gard los ha visto y grita pidiendo ayuda.
—¿Cuántos?
—Dos. En un jeep. Iban hacia la nave.
Jud descargó un puñetazo contra su rodilla.
—¡Qué hijos de puta! ¡Qué entrometidos hijos de puta!
—Los atraparemos —aseguró Bobbi—. No te preocupes.
Quince minutos después estaban en la granja. Bobbi detuvo la camioneta detrás del Nova de Allison y el Cadillac de Archinbourg. Al mirar a aquellos hombres pensó en la similitud entre esa reunión y las que habían tenido algunas noches, los que debían
(«convertirse» primero)
ser especialmente fuertes. Pero Hazel no se encontraba con ellos; Beach sí; tampoco Joe Summerfield y Adley McKeen habían estado nunca detrás del cobertizo.
—Saca las armas —dijo a Jud—. Joe, ayúdale. Recordad: nada de disparos a menos que sean imprescindibles. Y, pase lo que pase, no disparéis contra el policía.
Miró hacia el porche; allí estaba Gard, tendido de espalda, con la boca abierta, respirando en lentos y herrumbrosos ronquidos. A ella se le suavizó la mirada. En Haven eran muchos (Dick Allison y Newt Berringer, para empezar) los que la criticaban por no haberse librado de Gard desde hacía tiempo. Nadie lo decía en voz alta, pero en Haven ya no era necesario hablar. Bobbi sabía que, si metía una bala en la cabeza de Gard, tendría a todo un pelotón de voluntarios, una hora después, dispuestos a ayudarle con el trabajo del desenterrado. Gard no les gustaba porque la placa en su cráneo lo tornaba inmune al «convertirse». Y también hacía que resultara difícil leer sus pensamientos. Pero en él tenía su freno… Eso era mentira. La verdad era mucho más simple: todavía lo amaba. Aún había bastante humano en ella como para amar.
Y todos debían admitir que, borracho o no, había lanzado la advertencia en el momento preciso.
Jud y Joe Summerfield volvieron con los rifles. Eran seis, de calibres diversos. Bobbi cuidó de que cinco fueran para hombres de toda su confianza. Entregó el sexto a Beach (un calibre 22), sabiendo que el hombre se quejaría si no recibía uno.
Ocupados todos con el rito de las armas, nadie vio que Gardener había entreabierto los enrojecidos ojos y los estaba mirando. Ninguno percibió sus pensamientos: había aprendido a ocultarlos.
—Vamos —dijo Bobbi—. Y recordad que quiero vivo a ese policía.
18
Ev y Butch se mantenían a buena distancia de la excavación: un tajo desigual a lo largo de trescientos metros, de izquierda a derecha; en el punto de mayor amplitud alcanzaba los dieciocho metros. A un lado descansaba la vieja camioneta mestiza de Anderson, con aspecto fatigado y agotado. Junto a ella, el tractor perfeccionado, con un gigantesco hocico de destornillador. En un cobertizo de leños descortezados había otras herramientas. Ev vio una sierra de cadena a un lado; una sierra mecánica al otro. Bajo la boca de ésta había un gran montón de serrín empapado. En el cobertizo vieron latas de gasolina y un tambor negro con el rótulo DIESEL. Al oír los primeros ruidos en el bosque, Ev había pensado que la Papelera Nueva Inglaterra estaría talando un poco, pero allí no se trataba de una tala. Era una excavación.
Ese platillo. Ese monstruoso platillo centelleando al sol.
La vista no podía apartarse de él; volvía una y otra vez. Gardener y Bobbi habían desmontado mucho la colina. Ahora eran casi treinta metros de metal pulido que sobresalían del suelo, bajo la luz verde-dorada del sol. Si hubiesen mirado dentro de la zanja, habrían visto otros doce metros o más.
Pero ninguno de ellos quería acercarse a mirar.
—¡Dios bendito! —exclamó Dugan. La boquilla dorada se le bamboleaba en el rostro. Por encima del borde se dilataban sus ojos azules, saltones—. ¡Dios bendito, es una nave espacial! ¿Qué le parece? ¿Será nuestra o de los rusos? ¡Dios, Dios bendito, es tan grande como el Queen Mary! Esto no es de los rusos, esto no es… no es…
Volvió a quedar callado. Pese al oxígeno, le estaba volviendo el dolor de cabeza.
Ev levantó la cámara y tomó siete instantáneas, con tanta celeridad como se lo permitía el dedo que apretaba el botón. Después se alejó seis metros a la izquierda y tomó otras cinco, de pie junto a la astilladora.
—¡Muévase hacia la derecha! —dijo a Dugan.
—¿Eh?
—¡A la derecha! Quiero que figure en las tres últimas, para dar idea del tamaño.
—¡Ni lo piense, abuelo! —A pesar de la boquilla, su voz tenía un deje chillón.
—Son sólo cuatro pasos.
Dugan se movió cuatro pasos muy pequeños hacia su derecha y Ev levantó otra vez la cámara (Bryant y Marie se la habían regalado en el día del Padre) para tomar las tres últimas instantáneas. Aunque el policía era muy corpulento, la nave sepultada lo reducía a pigmeo.
—Bueno —dijo Ev.
Dugan volvió de inmediato a su posición anterior, caminando con pasitos dubitativos, sin dejar de mirar aquel enorme objeto redondo.
Ev se preguntó si las instantáneas saldrían bien. Le temblaban las manos. Además, quizá la nave (porque era algún tipo de nave espacial, sin duda) estuviera emitiendo radiaciones que velaran la película.
«Aunque salgan nítidas, ¿quién nos va a creer? ¿Quién, en este mundo en que los chicos van al cine todos los sábados, a ver cosas como La guerra de las galaxias?»
—Quiero salir de aquí —dijo Dugan.
Ev miró la nave un momento más, y se preguntó si David estaría dentro, aprisionado, vagando por incognoscibles corredores y pasando por vanos de puertas que no habían sido cortadas para la forma humana, muerto de hambre en la oscuridad. «No…, si estuviese ahí, habría muerto hace mucho tiempo, de hambre o de sed».
Por fin, guardó la pequeña cámara en el bolsillo del pantalón, se acercó a Dugan y tomó la pistola de señales.
—Sí. Creo que…
Se interrumpió, mirando en dirección al Cherokee. Entre los árboles había una hilera de hombres y una mujer, algunos armados. Ev reconoció a todos…, y no reconoció a ninguno.
19
Bobbi echó a andar por la cuesta hacia los dos hombres. Los otros la siguieron.
—Hola, Ev —saludó ella, en tono bastante agradable.
Dugan levantó el 45, lamentando amargamente no tener su pistola de servicio.
—Alto —dijo. No le gustó el modo en que la boquilla dorada le apagaba las palabras, privándolas de autoridad, y se quitó la máscara de oxígeno—. Todos ustedes. Los que vayan armados, depongan armas. Están arrestados.
—No puedes contra todos, Butch —observó Newt Berringer, sin enojarse.
—¡Muy cierto! —gruñó Beach.
Dick Allison lo miró con el entrecejo fruncido.
—Harías bien en ponerte la máscara otra vez, Butch —recomendó Adley McKeen, con sonrisa perezosa y burlona—. Creo que la estás perdiendo.
Butch había comenzado a sentir mareos en cuanto se quitó la máscara. La cosa empeoraba al percibir el susurro incesante de esos pensamientos ajenos. Se la puso otra vez, preguntándose cuánto oxígeno quedaría en el tubo.
—Baja el arma —dijo Bobbi—. Y tú deja esa pistola de señales, Ev. Nadie quiere haceros daño.
—¿Dónde está David? —preguntó Ev, ronco—. Quiero que me lo devuelvas, bruja.
—Está en Altair-4, con Robby el Robot y el doctor Mobius —respondió Kyle Archinbourg, con una risita—. De picnic entre los bancos de memoria de Krell.
—Cállate —ordenó Bobbi. De pronto se sentía confundida, avergonzada, insegura. ¿Bruja? ¿Era eso lo que le había llamado el viejo? ¿Bruja? Habría querido explicarle que era una confusión, que la bruja no era ella, sino su hermana Anne.
A ella acudió una súbita y confusa imagen: la aflicción del viejo, la aflicción de Gard, la suya propia, todas mezcladas. Se distrajo. Ev Hillman aprovechó para levantar la pistola de señales y disparar. Si Dugan hubiera querido hacer lo mismo, todos le habrían adivinado las intenciones de antemano, pero con el viejo era diferente.
Se oyó un hueco ¡fuddd! y un zumbido. Beach Jernigan estalló en una llamarada blanca y retrocedió, tambaleándose. El 22 se le escapó de las manos. Sus ojos se opacaron, parecieron hervir y estallaron, llenos de fósforo encendido. Las mejillas se le deshicieron. Abrió la boca y empezó a lanzarse manotazos al pecho, en tanto el aire sobrecalentado que aspiraba se expandía, reventándole los pulmones. Todo ocurrió en el curso de pocos segundos.
El grupo de hombres se abrió y perdió coherencia; todos retrocedieron, pálidos de terror. Cada uno estaba oyendo la agonía de Beach Jernigan dentro de su cabeza.
—¡Vamos! —gritó Ev a Dugan, en tanto corría hacia el jeep.
Jud Tarkington avanzó torpemente para detenerle. Ev le cruzó la cara con el cañón caliente de la pistola, marcándole la mejilla y fracturándole la nariz. Jud retrocedió, agitando los brazos, pero tropezó con sus propios pies y cayó despatarrado.
Beach ardía en el lodoso y removido suelo. Dio un débil manotazo a su cuello, con una mano que parecía sebo retorcido, se estremeció y quedó inmóvil.
Dugan se puso en movimiento y corrió tras el viejo, que estaba manoteando la portezuela del Cherokee.
Bobbi sintió que los pensamientos de Beach se borraban hasta apagarse. Entonces giró. El viejo y el policía estaban a punto de escapar.
«¡Por todos los santos, muchachos, detenedlos!»
Eso quebró la parálisis general, pero Bobbi fue la primera en moverse. Alcanzó a Ev y le plantó la culata del rifle en la nuca. El viejo se golpeó el rostro contra la parte alta de la portezuela. La nariz se le llenó de sangre; cayó de rodillas, aturdido. Ella levantó la culata para golpearle otra vez. En ese momento, Dugan, de pie al otro lado del Cherokee, disparó el 45 del viejo a través de la ventanilla.
Bobbi sintió como si una maza caliente la golpeara de pronto en la parte baja del hombro derecho. El brazo de ese lado se le disparó violentamente hacia arriba, haciendo que soltara el rifle. La maza le entumeció la carne por un momento; un segundo después, el calor volvió, un calor de caldera que la cocinaba desde dentro hacia fuera.
Se vio arrojada hacia atrás; su mano izquierda buscó el sitio en que la maza la había golpeado; pero no había sangre, al menos todavía; sólo un agujero en la camisa y en la carne, bajo la tela; el agujero tenía bordes duros, calientes, palpitantes. Por la espalda le corría la sangre a chorros, pero el shock la había entumecido y experimentaba poco dolor. Su mano izquierda encontró la pequeña herida de entrada; la de salida era grande como el puño de un niño.
Dick Allison estaba pálido y con el rostro flojo de pánico.
«Esto no marcha bien por Dios no marcha nada bien hay que atraparlo antes de que nos mate oh maldito policía maldito policía maldito policía».
—¡No le dispares! —aulló Bobbi.
El dolor estalló en todo su cuerpo. La sangre le brotó de la boca en una llovizna despareja. La bala le había desgarrado el pulmón derecho.
Allison vaciló. Antes de que Dugan pudiera levantar de nuevo el arma, Newt y Joe intervinieron. Cuando el policía giró hacia ellos, Newt le golpeó con la culata de su rifle la mano que sostenía la pistola. El segundo disparo dio en la tierra.
—¡Quieto, agente! ¡Quieto o lo matamos! —gritó John Enders, el director, de la escuela primaria—. ¡Le estamos apuntando con cuatro rifles!
Dugan miró alrededor: cuatro hombres armados. Y Allison, con los ojos inexpresivos, a un paso de desintegrarse, listo para disparar al menor pedo de ardilla.
«De cualquier modo te van a matar. Al menos actúa como John Wayne. Están todos locos, qué joder».
—No —dijo Bobbi, apoyada contra el capó del jeep; la sangre le brotaba de la boca sin cesar. La camisa se le estaba empapando por atrás—. No estamos locos. No vamos a matarle. Revíseme.
Dugan hurgó torpemente la mente de Bobbi Anderson y vio que decía la verdad…, pero en alguna parte había una trampa, algo que él habría captado si no hubiese sido tan novato en el fantasmagórico truco de leer los pensamientos. Era como la letra pequeña de los contratos tramposos. Más tarde lo pensaría. Esos fulanos eran aficionados; tal vez tendría alguna oportunidad de salir de ésa sin problemas. Siempre que…
De pronto Adley McKeen le arrancó la máscara de oxígeno. Casi de inmediato, Butch experimentó una oleada de mareos.
—Así me parece mejor —dijo Adley—, si le falta su aire de lata, no se le ocurrirá escapar.
Buth luchó contra el mareo y miró otra vez a Bobbi Anderson.
«Creo que está a punto de morir».
«Piensa lo que quieras».
Irguió la espalda y dio un paso atrás, con la cabeza colmada por ese pensamiento inesperado. La miró con más atención.
—¿Y el viejo? —preguntó, directamente.
—Eso no le… —Bobbi tosió, salpicando sangre. En las fosas nasales se le formaron burbujas. Kyle y Newt echaron a andar hacia ella, pero Bobbi los alejó con un ademán—. No le incumbe. Usted y yo iremos en el asiento delantero del jeep. Usted, al volante. Por si se le ocurre algo extraño, en la parte trasera habrá tres hombres armados.
—Quiero saber qué van a hacer con el viejo —repitió Butch.
Bobbi levantó el arma con gran esfuerzo y se apartó el cabello sudoroso de los ojos, usando la mano izquierda. La derecha pendía a un lado, inútil. Era como si deseara dejarse ver por Dugan con toda claridad, dejarse medir por él. Butch lo hizo. La frialdad que veía en los ojos de la mujer era auténtica.
—No quiero matarle —dijo, con suavidad—, y usted lo sabe. Pero si dice una palabra más, haré que estos hombres lo ejecuten aquí mismo. Lo sepultaremos junto a Beach y correremos el riesgo.
Ev Hillman estaba forcejeando para ponerse de pie. Parecía aturdido, como si no supiese bien dónde estaba. Se limpió con el brazo la sangre de la frente, igual que habría hecho con el sudor.
Butch sintió una oleada de vértigo. De pronto se le ocurrió una idea de lo más consoladora: «Esto es un sueño. Sólo un sueño».
Bobbi sonrió sin humor.
—Piénselo si quiere —dijo—. Pero suba al jeep.
Butch se deslizó detrás del volante y Bobbi echó a andar hacia la otra portezuela. Empezó a toser otra vez, escupiendo sangre, y se le doblaron las rodillas. Dos de los otros tuvieron que sostenerla.
«Ahora sé con seguridad que está a punto de morir».
Bobbi giró la cabeza para mirarlo. Esa clara voz mental
(piensa lo que quieras)
volvió a llenarle la cabeza.
Archinbourg, Summerfield y McKeen se apretujaron en el asiento trasero del Cherokee.
—Conduzca —susurró Bobbi—. Despacio.
Butch comenzó a retroceder. Vería a Everett Hillman una vez más, pero no lo recordaría. Más tarde, la mayor parte de su mente habría sido borrada como tiza de una pizarra. El viejo estaba erguido bajo el sol, con aquella estupenda forma de platillo tras él, rodeado por hombres corpulentos. A un metro y medio de distancia había algo en el suelo, algo que parecía un leño chamuscado.
«No estuviste nada mal, viejo. En tus tiempos habrás sido todo un tipo…, y no estabas loco, ya lo creo que no».
Hillman levantó la vista y se encogió de hombros, como diciendo: «Bueno, al menos lo intentamos».
Más mareos. A Butch le fallaba la vista.
—No sé si podré conducir —dijo; su voz le tronó en los oídos como desde muy lejos—. Esto… me descompone.
—¿Queda algo de aire en su aparatito, Adley? —susurró Bobbi.
Estaba pálida como la ceniza. Por comparación, la sangre de sus labios parecía muy roja.
—La máscara silba un poquito.
—Pónsela.
Un momento después de tenerla firmemente plantada sobre la boca y la nariz, Butch empezó a sentirse mejor.
—Disfrútala mientras puedas —susurró Bobbi.
Y se desmayó.
20
—Las cenizas a las cenizas…, el polvo al polvo. Así entregamos los restos de Ruth McCausland a la tierra y su alma a un Dios lleno de amor.
Los deudos habían pasado al bonito cementerio de la colina, al oeste de la aldea. Formaban un grupo poco denso alrededor de la sepultura abierta. El ataúd de Ruth estaba suspendido sobre la fosa, colgado de poleas. Había allí muchos concurrentes, aunque menos que en la iglesia. Varios de los forasteros, ya atacados de náuseas y dolor de cabeza, ya febrilmente ardorosos por extrañas ideas nuevas, habían aprovechado la oportunidad del traslado para escurrirse.
Ante la cabecera de la tumba, las flores ondulaban bajo la brisa fresca. Al levantar la cabeza, el reverendo Goohringer vio una rosa amarilla que rodaba por la colina cubierta de césped. Más allá de la cerca blanca, castigada por el clima, se veía la torre del ayuntamiento. Ondulaba apenas en el aire, como algo visto a través de la reverberación del calor. Aun así, la ilusión óptica era estupenda. Los forasteros presentes en la ciudad habían visto la mejor proyección de diapositivas de la historia, y ni siquiera lo sabían.
Sus ojos se cruzaron con los de Frank Spruce por un instante. En él leyó un claro alivio; tal vez Frank leía lo mismo en los de él. Muchos de los forasteros volverían a sus lugares de origen y dirían a sus amigos que la muerte de Ruth había agitado a la pequeña comunidad hasta sus cimientos; los vecinos parecían casi fuera de la realidad. Lo que ninguno sabía, según Goohringer se dijo, era que estaban siguiendo con la mayor atención lo que acontecía junto a la nave. Por un rato las cosas habían salido muy mal. Ahora todo estaba otra vez bajo control, pero Bobbi Anderson podía morir si no la llevaban a tiempo al granero. Y eso era feo.
Aun así, todo estaba bajo control. El «convertirse» continuaría. Y eso era lo único que importaba.
Goohringer tenía la Biblia abierta en una mano. Sus páginas se agitaban un poco con el viento. Levantó la otra mano y los deudos que rodeaban la tumba bajaron la cabeza.
—Que el Señor te bendiga y te proteja; que el Señor levante Su rostro y lo haga brillar hacia ti y te dé la paz. Amén.
Los concurrentes levantaron la cabeza. Goohringer sonrió.
—Quienes deseen permanecer reunidos un rato más, recordando a Ruth, encontrarán un refrigerio en la biblioteca.
El Acto II había terminado.
21
Kyle introdujo la mano con suavidad en el bolsillo de Bobbi y hurgó hasta encontrar el llavero. Eligió una de las llaves y la insertó en el candado, pero sin hacerla girar.
Adley y Joe Summerfield vigilaban a Dugan, que seguía sentado tras el volante del jeep. A Butch le costaba cada vez más sacar oxígeno de la mascarilla. La aguja del artefacto estaba en rojo desde hacía cinco minutos. Kyle se reunió con ellos.
—Ve a ver qué hace el borracho —dijo Kyle a Joe Summerfield—. Parece que aún está sin sentido, pero no confío en él.
Joe cruzó el patio lateral, subió al porche y examinó a Gardener con atención; su aliento agrio le arrancó una mueca. No había duda: Gardener había sacado otra botella de whisky para emborracharse hasta perder la conciencia.
Mientras los otros dos lo esperaban, Kyle dijo:
—Lo más probable es que Bobbi muera. Y en ese caso, lo primero que haré será desembarazarme de ese idiota.
Joe se acercó a ellos.
—Está desmayado —dijo.
Kyle hizo un gesto de asentimiento y dio vuelta a la llave en el candado, en tanto Joe ayudaba a Adley a vigilar al policía. Sacó el candado y abrió un poco la puerta. Surgía una luz verde, brillante, tan intensa que parecía opacar al sol. Se oía un extraño ruido de líquido agitado. Era casi (aunque no del todo) como el ruido de una máquina.
Kyle dio un involuntario paso hacia atrás y su rostro se endureció por un momento en una expresión de miedo, asco y respeto religioso. Bastaba el olor, un fuerte y fétido olor orgánico, para tumbar a cualquiera. Kyle sabía, como todos ellos, que el carácter dual de los Tommyknockers comenzaba a unificarse. La danza del engaño tocaba a su fin.
Chapoteos líquidos, ese olor… y otro ruido. Algo parecido al débil y burbujeante gruñido de un animal que se ahoga.
Kyle había estado allí dentro dos veces, pero era poco lo que recordaba. Sabía, por supuesto, que se trataba de un lugar importante, de un gran lugar, que había acelerado su propio «convertirse». Pero su parte humana le tenía aún un miedo supersticioso.
Fue a reunirse con Adley y Joe.
—No podemos esperar a los otros —dijo—. Debemos meter ahí a Bobbi ahora mismo para que tenga alguna probabilidad de salvarse.
Vio que el policía se había quitado la máscara. El tubo, ya agotado, estaba en el asiento vecino. Mejor así. Tal como Adley había dicho en el bosque, si no tenía aire en lata no pensaría en escapar.
—No dejes de apuntarle —recomendó—. Tú, Joe, ayúdame con Bobbi.
—¿A qué?, ¿a llevarla al granero?
—¡No, al zoológico para que vea los leones! —gritó Kyle—. ¡Al granero, por supuesto!
—Creo que…, creo que no quiero entrar. Ahora no. —Joe apartó la vista de aquella luz verde para mirar a Kyle, con una sonrisa avergonzada, algo descompuesta.
—Te ayudaré yo —ofreció Adley, con suavidad—. Bobbi es una buena amiga. Sería una lástima que estirara la pata antes de llegar al final de todo esto.
—Está bien —dijo Kyle. Y ordenó a Joe—: Vigila al policía. Si haces alguna cagada, te juro que te mato.
—Nada pasará, Kyle —aseguró Joe. La avergonzada sonrisa aún le rondaba la boca, pero no había duda de que había alivio en sus ojos—. Ve tranquilo. Lo vigilaré bien.
—Te conviene —dijo Bobbi, con voz débil.
Todos se sobresaltaron. Kyle le echó un vistazo y miró a Joe, que se acobardó ante el abierto desprecio de aquella mirada. Aun así, se mantuvo de espaldas al cobertizo, a la luz, a aquellos ruidos de agua revuelta.
—Vamos, Adley —dijo Kyle, por fin—. Llevemos a Bobbi. Cuanto antes comencemos, antes se terminará.
Adley McKeen, un cincuentón medio calvo y corpulento, vaciló apenas por un momento.
—¿Es…? —Se humedeció los labios con la lengua—. ¿Es feo, Kyle? ¿Lo de allí dentro?
—La verdad, no me acuerdo —respondió el otro—. Sólo sé que al salir me sentía como nunca de bien. Igual que si supiera más. Como si pudiera hacer más cosas.
—Oh —murmuró Adley, con voz casi inexistente.
—Tú serás uno de nosotros, Adley —dijo Bobbi, con la misma voz débil.
McKeen afirmó las facciones, aunque todavía tenía miedo.
—Está bien —dijo.
—Trataremos de no hacerte daño —indicó Kyle.
Metieron a Bobbi en el cobertizo. Joe Summerfield apartó un instante su atención de Dugan para seguirles con la vista mientras desaparecían en el resplandor…, y tuvo la sensación de que en verdad desaparecían.
Su descuido fue breve, pero al antiguo Butch Dugan le habría bastado. Ni siquiera en esa situación dejó de apreciar la oportunidad; sólo que era incapaz de aprovecharla. No tenía fuerza en las piernas; el estómago le daba vueltas; la cabeza le palpitaba.
«No quiero entrar ahí».
Si decidían llevarlo a rastras, no podría evitarlo. Estaba débil como un gatito.
Se dejó llevar por la semiinconsciencia.
Al cabo de un rato oyó voces y levantó la cabeza. Era difícil, porque tenía la sensación de que alguien le había volcado cemento por una de las orejas hasta llenarle la cabeza. El resto del grupo salía de la maraña formada por la huerta de Bobbi Anderson, llevando a empujones al viejo. A Hillman se le enredaron los pies y cayó. Uno de ellos, Tarkington, lo levantó de un puntapié, y sus pensamientos llegaron a Butch con claridad: estaba indignado por el asesinato de Beach Jernigan.
Hillman avanzó a tropezones hacia el Cherokee. Entonces, la puerta del granero se abrió para dar paso a Kyle Archinbourg y a Adley McKeen. Adley no parecía ya asustado; los ojos le brillaban y tenía los labios encendidos en una gran sonrisa sin dientes. Pero eso no era todo. Había algo más…
Butch lo captó de inmediato.
En los pocos minutos que los dos hombres habían permanecido en el granero, Adley McKeen parecía haber perdido buena parte de su cabello.
—Entraré cuantas veces haga falta, Kyle —decía—. No hay problema.
Hubo más, pero todo quería borrarse otra vez, y Butch lo permitió.
El mundo se fue oscureciendo hasta que sólo quedaron esos chapoteos y la impresión visual de aquella luz verde en los párpados.
22
Acto III.
Sentados todos en la Biblioteca Municipal, acordaron que se le cambiaría el nombre por el de Biblioteca Ruth McCausland. Bebían café, té helado, Coca-Cola y cerveza sin alcohol: nada alcohólico. En el velatorio de Ruth, jamás. Comían pequeños bocadillos triangulares de atún, de queso y crema con aceitunas, de queso con pimiento. Comían carnes frías y una gelatina llena de bastoncitos de zanahoria rallada, como fósiles suspendidos en ámbar.
Conversaron mucho, pero la sala se mantenía casi siempre en silencio. Si hubiese habido allí micrófonos ocultos, los espías se habrían llevado una desilusión. La preocupación que había puesto tensos muchos rostros en la iglesia, mientras la situación del bosque tendía a caer fuera de control, había pasado ya. Bobbi estaba en el granero. Ese viejo entrometido también se encontraba allí. Y por último habían llevado adentro al policía metomentodo.
La mente grupal perdió el contacto con ellos en cuanto entraron en el denso fulgor de aquella luz verde, como de bronce corroído.
Comían, bebían, escuchaban, conversaban; nadie decía una palabra y eso estaba bien. El último de los forasteros había abandonado la ciudad tras la bendición de Goohringer y Haven era otra vez para ellos solos.
(ahora todo saldrá bien)
(sí lo de Dugan será comprensible)
(estamos seguros)
(sí todos comprenderán creerán comprender)
El sonido más potente de la sala era el tic tac del reloj colgado sobre la repisa, donado por la escuela primaria tras la recolección primaveral de botellas y latas. A veces, el decoroso tintineo de la porcelana. Más allá de las ventanas abiertas, débil, el ruido de un avión lejano.
Ni un solo gorjeo.
Tampoco los echaban de menos.
Comieron y bebieron; y cuando sacaron a Dugan del cobertizo de Bobbi, a eso de la una y media de la tarde, todos lo supieron. Se levantaron y de inmediato empezó la conversación, una conversación de verdad. Se taparon los recipientes herméticos; los bocadillos intactos fueron recogidos. Claudette Ruvall, la madre de Ashley, cubrió con papel de aluminio los restos de guiso que había llevado. Todos salieron y emprendieron el regreso a sus casas, sonriendo y charlando.
El Acto III había terminado.
23
Gardener volvió en sí al atardecer, con un horrible dolor de cabeza y la sensación de que habían ocurrido cosas, cosas que no podría recordar.
«Al fin lo has conseguido, Gard —pensó—. Por fin has logrado otra laguna. ¿Satisfecho?»
Logró bajar del porche y rodear la casa, tembloroso, para vomitar en un sitio que no estuviera a la vista de la carretera. No le sorprendió ver sangre en el vómito. No era la primera vez, aunque nunca en tal cantidad.
Sueños, Dios, qué pesadillas extrañas había tenido, con lagunas o sin ellas. Gente yendo y viniendo por ahí; tanta gente que sólo faltaban una banda militar y la policía.
La policía de Dallas ha estado aquí esta mañana y tú te has emborrachado para no verla, estúpido cobarde.
Pesadillas. Eso era todo.
Se apartó del vómito que tenía entre los pies. El mundo ondulaba y perdía nitidez con cada latido de su corazón, y Gardener comprendió de pronto que había estado muy cerca de la muerte. Después de todo, se estaba suicidando…, sólo que con lentitud. Apoyó los brazos contra un lado de la casa y la frente contra ellos.
—Señor Gardener, ¿se siente bien?
—¡Eh! —exclamó, irguiéndose de pronto.
Su corazón golpeó en dos latidos violentos, se detuvo por lo que pareció una eternidad y luego volvió a latir, pero tan deprisa que casi no se distinguía una pulsación de la siguiente. El dolor de cabeza ascendió de repente a niveles insoportables. Se volvió en redondo.
Allí estaba Bobby Tremain, con rostro sorprendido, quizás algo divertido…, pero sin lamentar mucho el susto que le había dado.
—Caramba, no era mi intención sobresaltarlo, señor Gardener…
«Pues lo hiciste, qué joder, y lo sabes, qué joder».
El chico Tremain parpadeó varias veces. Gardener se dio cuenta de que había captado parte de su pensamiento. Y descubrió que no le importaba ni una mierda.
—¿Dónde está Bobbi? —preguntó.
—No estoy…
—Sí, estás. Aquí mismo. Te tengo a la vista. ¿Dónde está Bobbi?
—Bueno, se lo diré —dijo el chico.
Su rostro se tornó muy abierto, muy franco, de ojos muy grandes, y Gardener recordó de pronto sus tiempos de profesor. Era la expresión que ciertos estudiantes ponían, después de haber estado el fin de semana esquiando, bebiendo y fornicando, para decir que no podían presentar el trabajo de clase porque su madre había muerto el sábado.
—Sí, anda, dímelo.
Se recostó contra la casa, contemplando al adolescente bajo la rojiza luz del crepúsculo. Por encima de su hombro veía el granero, con el candado y las ventanas cegadas por tablas.
Recordó que ese granero había formado parte del sueño.
«¿Sueño? ¿O lo que no quieres admitir como realidad?»
Por un momento, el chico pareció auténticamente desconcertado por lo cínico de su expresión.
—La señorita Anderson sufrió una insolación. Algunos de los hombres la encontraron cerca de la nave y la llevaron al hospital de Derry. Usted estaba sin sentido.
Gardener irguió la espalda.
—¿Se encuentra bien?
—No lo sé. Ellos están todavía en el hospital, y nadie ha telefoneado. Al menos, hasta las tres de la tarde no hubo llamadas. A esa hora vine hacia aquí.
Gardener se apartó de la pared y rodeó la casa, luchando contra la resaca. Había esperado que el chico mintiera. Tal vez había mentido sobre la naturaleza de lo que afectaba a Bobbi, pero se percibía un fondo de verdad en eso: Bobbi estaba enferma, herida o algo así. Eso explicaba las idas y venidas del sueño. Tal vez Bobbi los había llamado con la mente. Seguro. Los había llamado con la mente: el mejor truco de la semana. Cosa que sólo ocurría en Haven.
—¿Adónde va? —preguntó Tremain, con voz áspera.
—A Derry.
Gardener había llegado al camino de entrada. Allí estaba la camioneta de Bobbi, junto al gran Dodge Challenger amarillo del chico. Gard se volvió hacia él. El ocaso le pintaba reflejos rojos y sombras negras en el rostro, lo que le daba el aspecto de un indio. Gardener lo pensó mejor y comprendió que no iría a parte alguna. Aquel muchacho de hombros de atleta, con su veloz automóvil, no estaba allí sólo para dar la mala noticia a Gard en cuanto lograra descartar los vapores alcohólicos y reintegrarse al mundo de los vivos.
«Y yo debo creer que Bobbi estaba allá, en el bosque, excavando como una loca, y se derrumbó de una insolación mientras su socio-de-a-ratos yacía en el porche, más borracho que una cuba, ¿no? Buen truco, porque ella debía encontrarse en el funeral de la McCausland. Fue a la aldea y yo me quedé solo, pensando en lo que vi el domingo… y así comencé a beber, como ocurre siempre. Claro que Bobbi pudo haber ido al funeral, volver, cambiarse y salir a trabajar en el bosque hasta sufrir la insolación…, pero no es eso lo que ocurrió. Este chico miente. Lo lleva escrito en el rostro. Y de pronto me alegro muchísimo de que no pueda leer mis pensamientos, qué joder».
—La señorita Anderson preferiría que usted se quedara en casa y siguiera con el trabajo —observó Bobby Tremain, con serenidad.
—¿Eso crees?
—Es lo que todos creemos.
Por un momento, el chico pareció más desconcertado que nunca, cauteloso, algo vacilante. «Tal vez no esperaba que el borracho mimado de Bobbi tuviera todavía garras o dientes». Eso despertó otro pensamiento en él, mucho más extraño. Miró al muchacho con atención bajo aquella luz que comenzaba a desvanecerse en anaranjados y rosados cenicientos. Hombros de atleta, lindas facciones, barbilla hendida, pecho voluminoso, cintura estrecha. Bobby Tremain, el estadounidense modelo. Se explicaba que la chica Colson estuviera chiflada por él. Pero la boca hundida, poco firme, no iba con el resto. Eran ellos quienes perdían dientes y más dientes, no Gard.
«Bueno, ¿para qué lo han enviado? Para que me vigile, para que no me deje mover de casa. Pase lo que pase».
—De acuerdo —dijo a Tremain, con voz más conciliatoria. Si eso creen…
El muchacho se relajó un poco.
—Sí, de veras.
—Bueno, vamos a preparar café. Me vendrá bien. Me duele la cabeza. Y mañana temprano tendremos que ponernos al tajo. —Miró a Tremain—. Porque tú vendrás a ayudar, ¿no? Es parte del asunto, ¿verdad?
—Eh…, sí señor.
Gardener asintió. Por un momento, desvió la mirada hacia el granero; a la luz que moría vio un verde brillante tatuado en los pequeños espacios que dejaban las tablas. Por un momento, el sueño reverberó casi al alcance de su mano: mortíferos zapateros que martilleaban artefactos desconocidos en aquel fulgor verdoso. Nunca hasta entonces lo había visto refulgir tanto. Notó que, al mirar en aquella dirección, los ojos de Tremain se desviaban, inquietos.
Por la mente de Gardener flotó la letra de una vieja canción: «No sé lo que hacen, pero ríen y ríen tras la puerta verde… ¿Qué secreto escondes, puerta verde?»
Y el ruido. Leve…, rítmico… Nada identificable…, pero sí desagradable.
Los dos habían vacilado. Por fin Gardener siguió su camino hacia la casa. Tremain fue tras él, agradecido.
—Sí señor —dijo Gardener, como si la conversación no hubiera sufrido pausas—, me vendrá bien un poco de ayuda. Bobbi calculó que llegaríamos a alguna especie de escotilla dentro de dos semanas…, y que podríamos entrar.
—Sí, lo sé —dijo el muchacho, sin vacilar.
—Pero eso decía yo si trabajábamos los dos…
—Oh, siempre habrá otra persona con usted —dijo Tremain, con una sonrisa franca. Por la espalda de Gardener corrió un escalofrío.
—¿Sí?
—¡Sí, delo por seguro!
—Hasta que Bobbi vuelva.
—Hasta entonces —convino el muchacho.
«Pero no cree que Bobbi vuelva. Jamás».
—Vamos —dijo—. Tomaremos un café. Después quizá comamos algo.
—Me parece bien.
Entraron, dejando que el granero siguiera con sus chapoteos y murmullos en la creciente oscuridad. Al desaparecer el sol, las costuras verdes de las rendijas fueron cobrando fulgor. Un grillo saltó hacia la línea luminosa que una de aquellas rendijas pintaba en el suelo, fina como una raya de lápiz, y cayó muerto.