OCHO

EV HILLMAN

1

Primera página del Daily News, de Bangor, 25 de julio de 1988:

DOS AGENTES DE LA POLICÍA ESTATAL DESAPARECEN EN DERRY

Búsqueda en toda la zona

por David Bright

El descubrimiento de un coche patrulla abandonado, propiedad de la policía estatal, que fue encontrado anoche, poco después de las 21.30, ha originado la segunda búsqueda intensiva de este verano en las zonas Centro y Este de Maine. La primera se llevó a cabo por la desaparición de David Brown, de cuatro años, residente de Haven, quien aún no ha sido hallado. Resulta irónico que los oficiales Benton Rhodes y Peter Gabbons, en el momento de su desaparición, estuvieran en viaje de regreso desde esa misma ciudad tras haber completado la investigación preliminar de un estallido de caldera que costó una vida (véase artículo de esta misma página).

Posteriormente se encontró cerca del patrullero el cuerpo de un venado desollado y limpio. Una fuente policial calificó este descubrimiento como «la peor noticia que podíamos tener en este momento», adelantando la especulación de que…

2

—Caramba, mirad esto —dijo Beach a Dick Allison y Newt Berringer a la mañana siguiente. Estaban en el Minutas Haven mientras leían el diario recién llegado—. ¡Y nosotros pensábamos que nadie ataría cabos! ¡Maldición!

—Tranquilízate —dijo Newt. Dick asintió—. Nadie va a vincular la desaparición de un niño de cuatro años, que pudo haberse perdido en el bosque o ser raptado por algún pervertido sexual, con la desaparición de dos corpulentos policías. ¿No es cierto, Dick?

—Muy cierto.

3

Falso.

4

Primera página del Daily News, de Bangor, 25 de julio de 1988:

DELEGADA POLICIAL DE HAVEN

FALLECE EN EXTRAÑO ACCIDENTE

La comunidad llora a su líder

por John Leandro

Ruth McCausland, una de las únicas mujeres que ocuparon el cargo de delegada policial en el estado de Maine, falleció ayer en su ciudad natal de Haven, a los cincuenta años de edad. Richard Allison, jefe del cuerpo de bomberos voluntarios de la localidad, dice que la señora McCausland parece haber sido víctima de un accidente, al entrar en combustión vapores de petróleo acumulados en el sótano del ayuntamiento, como resultado de una válvula defectuosa. Allison agregó que la iluminación del sótano, donde se guardan registros municipales, no es muy buena. «Ella pudo haber encendido una cerilla —aventuró—. Al menos es la teoría sobre la que estamos trabajando».

Al preguntársele si se habían encontrado evidencias que sugirieran la posibilidad de un incendio premeditado, Allison respondió que no era así, pero admitió que la desaparición de los dos agentes estatales, enviados para investigar el accidente (véase artículo en esta misma página), dificultaba la aclaración de esa posibilidad, y agregó: «Puesto que ninguno de los oficiales investigadores pudo entregar su informe, supongo que los inspectores de incendio del estado tendrán que actuar en el caso. En estos momentos, lo que más importa es que los oficiales aparezcan sanos y salvos».

Newton Barringer, principal de Haven, dijo que la ciudad lamentaba profundamente la desaparición de la señora McCausland. «Fue una gran mujer —expresó—, y todos la amábamos». Otras personalidades de la ciudad se hicieron eco de este sentimiento; muchos derramaron lágrimas al mencionar a la extinta.

Su actuación pública en la pequeña ciudad de Haven se inició en…

5

Por supuesto, fue Ev, el abuelo de Hilly, quien estableció la conexión. Ev Hillman, a quien se podía haber llamado con justicia «la ciudad exilio»; Ev Hillman, que había vuelto de la Segunda Guerra Mundial con dos pequeñas placas de acero en la cabeza, como resultado de cierta granada alemana que había estallado cerca de él, durante la batalla del Saliente.

Pasó la mañana del lunes (después de aquel explosivo domingo de Haven) en el mismo lugar en donde había pasado todas sus mañanas: en la habitación 371 del Hospital Municipal de Derry, vigilando a Hilly. Había alquilado un cuarto amueblado a poca distancia y en él pasaba sus noches (noches casi siempre insomnes), cuando las enfermeras se decidían a echarle.

A veces, tendido en la oscuridad, creía oír ruidos carcajeantes que brotaban de las alcantarillas; entonces pensaba: «Te estás volviendo loco, veterano». Pero no era así. Aunque, a menudo, lo hubiera preferido.

Había intentado contar a algunas enfermeras lo que opinaba sobre la suerte corrida por David…, lo que sabía acerca de eso. Ellas le tenían lástima. En un principio, Ev no cayó en la cuenta de que era eso; sólo apercibió de ello después que cometió el error de hablar con aquel periodista. Fue eso lo que le abrió los ojos. Hasta entonces pensaba que las enfermeras lo admiraban por su lealtad para con Hilly y lo compadecían porque éste parecía irse poco a poco… pero en realidad también lo creían loco. Los niños no desaparecen en trucos de magia para aficionados. No hacía falta estudiar enfermería para saber eso.

Después de pasar un tiempo a solas en Derry, medio enfermo de preocupación por sus nietos, lleno de desprecio por lo que veía como cobardía propia, de miedo por Ruth McCausland y el resto de sus vecinos, Ev bebió algunas copas en un pequeño bar de la calle principal. En el curso de una conversación con el camarero escuchó la historia de un hombre llamado John Smith, que durante un tiempo había sido maestro en Cleaves Mills, una ciudad cercana. Después de pasar años enteros en coma, Smith había despertado con una especie de poder metafísico. Tiempo después se volvió loco y trató de asesinar a un tal Stillson, diputado por New Hampshire.

—No sé si lo de los poderes metafísicos es cierto o no —dijo el camarero mientras servía otra cerveza para Ev—. Para mí que hay mucho invento en eso. Pero si tiene algo raro que contar (Ev había insinuado que podía contar algo junto a lo cual los cuentos de brujas perdían el color), debería hablar con Bright, el del Daily News de Bangor. Él escribió la historia de ese tal Smith. De vez en cuando viene por aquí a tomar una cerveza. Y le diré algo: él sí creía que Smith tenía poderes.

Ev tomó tres cervezas, una tras otra; las suficientes para creer que había soluciones sencillas. Buscó un teléfono público, dispuso sus monedas en el estante y llamó al Daily News. David Bright estaba allí y atendió a Ev personalmente. El anciano no quiso decirle nada por teléfono; sólo le anunció que podía contar algo muy raro, reconoció que no comprendía del todo lo que significaba, y opinó que la gente debía conocer los hechos cuanto antes.

Bright pareció interesado. Más aún: solidario. Preguntó a Ev cuándo podría ir a Bangor (el hecho de que no se ofreciera a viajar personalmente a Derry debería haber sugerido a Ev que estaba valorando demasiado la fe y la solidaridad del periodista). Él le preguntó si podía ser esa misma noche.

—Bueno, yo estaré aquí dos horas más —dijo Bright—. ¿Puede llegar antes de medianoche, señor Hillman?

—¡Por supuesto! —exclamó el viejo.

Y cortó. Cuando salió del bar de Weally llevaba fuego en los ojos y una nueva elasticidad en el paso. Parecía tener veinte años menos que al entrar.

Pero en los treinta y ocho kilómetros de viaje a Bangor se le pasó el efecto de las tres cervezas. Cuando llegó al edificio del Daily News, ya estaba sobrio. Peor aún: sentía la cabeza insegura y confusa. Se dio cuenta de que contaba mal el caso, de que volvía una y otra vez a la función de magia, a la expresión de Hilly, a su certidumbre de que David Brown había desaparecido de verdad.

Por fin calló, no como quien ha llegado al fin, sino como un arroyuelo cada vez más cenagoso que acabara de secarse.

Bright daba golpecitos con el lápiz contra el escritorio, sin levantar la vista.

—¿Usted no buscó bajo la plataforma en ningún momento, señor Hillman?

—No…, no, pero…

Entonces Bright lo miró. Su rostro era amable, pero Ev vio en él la expresión que le abriría los ojos: ese hombre lo creía más loco que una cabra.

—Todo esto es muy interesante, señor Hillman…

—No se moleste —dijo Ev, levantándose. La silla voló hacia atrás tan de repente que estuvo a punto de caer.

Tuvo una vaga conciencia del tableteo de las procesadoras de texto, el retintín de los teléfonos, la gente que iba y venía por la redacción con las manos llenas de papeles. Sobre todo, tuvo conciencia de que era medianoche, de que estaba cansado y enfermo de miedo y de que ese tipo lo creía loco.

—No se moleste. Es tarde. Usted querrá ir a su casa para reunirse con su familia, supongo.

—Si lo viera desde mi perspectiva, señor Hillman, comprendería que…

—¡Pero si lo veo desde su perspectiva! —aseguró Ev—. Y me temo que por primera vez. Yo también debo irme, señor Bright. Me espera un largo trayecto y, en el hospital, el horario de visitas comienza a las nueve. Lamento haberle hecho perder su tiempo.

Salió de allí apresurado, furioso, acordándose de lo que debería haber recordado desde el primer momento: que no hay peor tonto que un viejo tonto. Con lo de esa noche había demostrado ser el peor de todos los viejos tontos del mundo entero.

Bueno, adiós a la idea de contar a la gente lo que estaba ocurriendo en Haven. Por viejo que fuese, no volvería a soportar otra mirada como aquélla.

Jamás en su vida.

6

Esa decisión duró exactamente cincuenta y seis horas, hasta el momento en que echó un vistazo a los titulares del lunes. Entonces sintió ganas de visitar al hombre que estaba investigando la desaparición de los dos policías estatales. Según el periódico, se llamaba Dugan; también se mencionaba que había tenido cierta amistad con Ruth McCausland y que, pese al urgente caso del que se ocupaba, asistiría a los funerales de la señora para pronunciar una breve alocución. Ev se dijo que esa amistad debía de haber sido bastante profunda, qué joder.

Pero cuando buscó el fuego y el entusiasmo de la noche anterior sólo halló miedo agrio y desesperanza. Los dos artículos de la primera plana le habían quitado el poco valor que le quedaba. «Haven se está convirtiendo en un nido de serpientes, que ahora comienzan a picar. Debo convencer a alguien; pero ¿de qué forma? ¿Cómo voy a convencer a nadie de que en aquella ciudad todos son telépatas y vaya a saber qué más? ¿Cómo, si apenas recuerdo de qué modo me enteré de las cosas que estaban sucediendo? ¿Si nunca vi nada con mis propios ojos? ¿Cómo? Sobre todo, ¿cómo voy a hacerlo si tienen este maldito asunto ante los ojos y no lo ven? Toda una población se está volviendo loca a unos pocos kilómetros de aquí y nadie tiene la menor idea de lo que ocurre».

Volvió a leer la noticia fúnebre. Los claros ojos azules de Ruth lo miraron desde una de esas extrañas fotografías periodísticas, hechas de puntitos muy apretados. Esos ojos, tan claros, tan francos y bellos, lo miraban con calma. Ev se dijo que en Haven había tenido cinco enamorados, por lo menos; diez o doce, tal vez, sin siquiera sospecharlo. Sus ojos parecían negar la idea misma de la muerte, declararla ridícula. Pero estaba muerta.

Recordó su propia partida con Hilly, mientras ella organizaba el grupo de búsqueda.

«Podrías venir con nosotros, Ruthie».

«No puedo, Ev… Ponte en contacto conmigo».

Ev lo había intentado una vez, pensando que Ruth estaría fuera de peligro si se reunía en Derry con él… y, además, apoyaría su denuncia. En su confusión, su angustia y… sí, hasta nostalgia, Ev ni siquiera sabía con seguridad qué era lo más importante para él. Al fin y al cabo, daba igual. Tres veces trató de telefonear a Haven marcando el número directamente; la última, después de hablar con Bright; nunca consiguió comunicación. Lo intentó de nuevo con ayuda de la telefonista, quien le dijo que, en apariencia, había un problema con las líneas y le preguntó si quería insistir más tarde. Ev dijo que sí, pero no lo hizo. En cambio se tendió en la oscuridad, escuchando el grave reír de las cloacas.

Ahora, menos de tres días después, Ruth se había puesto en contacto con él. Por medio de una nota necrológica.

Miró a Hilly. Dormía. Los médicos se negaban a decir que estaba en coma. Según aseguraban, sus ritmos cerebrales no eran los de un paciente comatoso, sino los de una persona profundamente dormida. A Ev le daba igual. Sabía que Hilly se iba poco a poco, ya fuera hacia un estado de autismo (Ev no conocía el término, pero se lo había oído a uno de los médicos) o hacia uno de coma; daba igual. Eran palabras, nada más. El hecho es que se iba, y eso era lo terrible.

En el viaje a Derry, el niño había actuado como una persona afectada por un profundo shock. Ev tenía la vaga idea de que mejoraría al salir de Haven. Además, ni Bryant ni Marie parecían reparar en el extraño estado del hijo mayor, frenéticos como estaban por David.

Pero salir de Haven no había ayudado a Hilly. Su conciencia y su coherencia continuaron declinando. Durante su primer día de internamiento había dormido once horas. Respondía a las preguntas sencillas, pero las más complejas lo confundían. Se quejaba de dolor de cabeza. No recordaba en absoluto la función de magia y parecía convencido de que su cumpleaños había sido la semana anterior. Esa noche, profundamente dormido, había pronunciado con claridad una frase: «Todos los juegos».

A Ev le corrió un escalofrío por la espalda. Era lo que había gritado una y otra vez, mientras todos acudían al patio a la carrera, para descubrir que David había desaparecido y que Hilly sufría un ataque de histeria.

Al día siguiente, Hilly durmió catorce horas. Durante el tiempo que pasó más o menos despierto, su mente pareció más confusa aún. Cuando la psicóloga infantil asignada a su caso preguntó por su segundo nombre, él respondió: «Jonathan». Ése era el segundo nombre de David.

Ahora dormía las veinticuatro horas del día, o poco menos. A veces abría los ojos; hasta parecía mirar a su abuelo o a alguna de las enfermeras, pero si le hablaban se limitaba a esbozar su dulce sonrisa de Hilly Brown y se dormía otra vez.

Se iba. Yacía como un niño encantado en un castillo de cuento de hadas. Sólo arruinaban la ilusión el frasco de suero suspendido junto a la cama y los ocasionales anuncios por el sistema de altavoces.

Al principio hubo mucho alboroto entre el equipo de neurólogos; cierta sombra oscura y no especificada en el córtex de Hilly sugería que la extraña somnolencia del niño podía ser consecuencia de un tumor cerebral. Dos días después, cuando lo llevaron de nuevo a la sala de radiología (el técnico explicó a Ev que las placas habían sido lentas, porque nadie espera descubrir un tumor cerebral en un niño de diez años sin síntomas previos que lo sugirieran), la sombra había desaparecido. El neurólogo conferenció con el técnico en radiología; por la actitud defensiva del técnico, Ev supuso que habían saltado chispas. El especialista pidió un nuevo juego de placas, pero dijo a Ev que seguramente darían resultado negativo. Estaba seguro de que las primeras eran defectuosas.

—Desde un principio las vi deficientes —dijo a Ev.

—¿Por qué?

El neurólogo sonrió; era un hombre corpulento, de feroz barba roja.

—Porque la sombra era enorme. Para serle muy franco, si el niño hubiese tenido un tumor cerebral de ese tamaño, habría estado muy enfermo durante mucho tiempo…, si hubiese sobrevivido.

—Comprendo. Eso significa que usted todavía no sabe qué tiene Hilly.

—Estamos investigando dos o tres posibilidades —dijo el médico. Pero su sonrisa se tornó difusa y apartó la vista.

Al día siguiente apareció otra vez la psicóloga infantil, una mujer muy gorda, de cabello muy negro. Preguntó dónde estaban los padres de Hilly.

—Tratando de hallar al otro hijo —dijo Ev, seguro de que eso la aplastaría.

No fue así.

—Llámelos y dígales que necesito alguna ayuda para hallar a éste.

Fueron al hospital, mas de nada sirvió. Habían cambiado; estaban extraños. La psicóloga también lo sintió y, después de las preguntas iniciales, empezó a apartarse de ellos. En realidad, Ev percibía el modo en que se apartaba. Él mismo tenía que esforzarse para no abandonar la silla y salir de la habitación. No quería aquellos ojos extraños posados en él; sus miradas le daban la sensación de que estaba marcado para algo. La mujer de blusa a cuadros y vaqueros desteñidos había sido su hija y seguía pareciéndose a ella, pero ya no lo era. La mayor parte de Marie había muerto; lo que restaba moría también, con celeridad.

La psicóloga infantil nunca más preguntó por ellos.

Desde entonces regresó dos veces para examinar a Hilly. La segunda de esas visitas, el sábado por la tarde, un día antes de que el ayuntamiento de Haven estallara.

—¿Qué le daban de comer? —preguntó, abrupta.

Ev estaba sentado junto a la ventana, bajo el fuerte sol, casi dormido. La pregunta de la gorda lo despertó bruscamente.

—¿Cómo?

—¿Qué le daban de comer?

—Bueno, comida normal.

—Lo dudo.

—No lo dude —aseguró él—. Lo sé porque yo comía casi siempre con ellos. ¿Por qué lo pregunta?

—Porque le faltan diez dientes —respondió ella, cortante.

7

Ev cerró el puño, pese al dolor sordo de la artritis, y lo descargó con fuerza contra uno de sus muslos.

«¿Qué vas a hacer, amigo? David ha desaparecido. Sería más fácil si te convencieras de que en realidad ha muerto, ¿no?»

Sí. De ese modo las cosas habrían sido más sencillas. Más tristes, pero también más sencillas. Sólo que él no lo creía. En parte seguía convencido de que David aún vivía. Tal vez sólo fuese un espejismo del deseo, pero Ev pensaba que no. En sus tiempos había experimentado demasiados espejismos del deseo, y aquello no se les parecía: era una fuerte y palpitante intuición. «David vive. Está perdido y en peligro de muerte, oh, por cierto que sí; pero aún es posible salvarlo. Si te decides a hacer algo. Y si lo que decidas es lo correcto. Una posibilidad muy remota para un viejo tonto como tú, que últimamente se moja los pantalones cuando no puede llegar al baño a tiempo. Muy, muy remota».

El lunes al anochecer había despertado de una trémula somnolencia en el cuarto de Hilly (las enfermeras solían hacer la vista gorda y le permitían quedarse mucho después de que el horario de visitas terminara). Había tenido una pesadilla horrible: soñó que estaba en algún lugar oscuro y pedregoso, de montañas ahusadas que aserraban un cielo negro, sembrado de frías estrellas; el viento, penetrante como un picahielo, gemía en estrechos desfiladeros rocosos. Debajo de él, a la luz de las estrellas, vio una enorme planicie, seca, fría y sin vida. La entrecruzaban grandes grietas, que le daban el aspecto de un pavimento de losas irregulares. Y desde alguna parte le llegaba la débil voz de David: ¡Ayúdame, abuelo! ¡Duele respirar! ¡Ayúdame, abuelo, duele respirar! ¡Ayúdame! ¡Tengo miedo! ¡Yo no quería hacer el truco, pero Hilly me obligó y ahora no sé volver a casa!

Se incorporó en la silla para mirar a Hilly, con el cuerpo bañado en sudor. Le corría por el rostro como si fuese llanto.

Se levantó y fue a inclinarse sobre su nieto.

—Hilly —dijo, no por primera vez—, ¿dónde está tu hermano? ¿Dónde está David?

Sólo que esta vez Hilly abrió los ojos. Su mirada acuosa, ciega, dio un escalofrío a Everett: era la mirada de una sibila.

—Altair-4 —respondió serenamente y con toda claridad—. David está en Altair-4 y hay Tommyknockers, Tommyknockers, llamando a la puerta.

Volvió a cerrar los ojos y siguió durmiendo profundamente.

Ev permaneció a su lado, inmóvil. Su piel tenía el color de la masilla.

Al cabo de un rato, empezó a temblar.

8

Era la ciudad en el exilio.

Si Ruth McCausland había sido el corazón de Haven, su conciencia, Ev Hillman, a los setenta y tres años (y no tan senil como temía últimamente) era su memoria. Había visto mucho de la ciudad durante su larga vida en ella; había oído aún más, porque sabía escuchar.

Ese lunes por la noche, al salir del hospital, pasó por una librería, donde invirtió nueve dólares en un atlas de Maine: un compendio de mapas grandes, que mostraban el estado en pequeñas zonas de novecientos kilómetros cuadrados cada una. En el Mapa 23 encontró la ciudad de Haven. También compró un compás y, sin saber por qué lo hacía, trazó una circunferencia alrededor de la ciudad y su distrito.

David está en Altair-4.

David está en Altair-4 y hay Tommyknockers, Tommyknockers, llamando a la puerta.

Se sentó ante el mapa y su círculo, con el entrecejo fruncido. Comenzó a preguntarse si lo que Hilly había dicho tenía algún significado.

Deberías haber comprado un lápiz rojo, amigo. Haven debería estar marcada en rojo. En este mapa… y en todos.

Se inclinó un poco más. Su visión a distancia era aún tan perfecta que habría distinguido un haba de un grano de maíz a cuarenta metros, pero a corta distancia cada vez veía menos. Y se había dejado las gafas de cerca en casa de Marie y Bryant. Si volviese a buscarlas, tal vez descubriría que había cosas más graves que la incapacidad para leer la letra pequeña. Por el momento, era mejor —más seguro— arreglarse sin ellas.

Con la nariz casi contra la hoja, examinó el sitio en que había clavado el compás. Marcaba la ruta a Derry, al norte del arroyo Preston y algo al este de lo que él y sus amigos habían llamado, en su infancia, «Bosques Indios». Ese mapa los identificaba como Burning Woods. Ev había oído ese nombre una o dos veces, sí.

Cerró el compás hasta un cuarto del radio que había hecho falta para rodear toda Haven y trazó un segundo círculo. Vio que la casa de Bryant y Marie se hallaba justo dentro de ese círculo. Al Oeste corría la breve calle Nista, que iba desde la carretera Nueve (a Derry) hasta una cantera que la cerraba, en el límite de los mismos bosques, se llamaran Indios o Burning Woods. Daba igual: eran los mismos.

La calle Nista… Nista… Algo ocurría por la calle Nista, pero ¿qué? Algo había sucedido allí antes de que él mismo naciera, algo de lo que se había hablado años y años…

Ev cerró los ojos. Parecía dormir sentado: un viejo flaco, casi calvo, de limpia camisa caqui y limpios pantalones caqui, con la raya bien marcada.

Al cabo de un momento el recuerdo acudió a su mente y se preguntó cómo era posible que le hubiera costado tanto: los Clarendon. Los Clarendon, por supuesto. Habían vivido en el cruce de la calle Nista con la antigua carretera a Derry. Paul y Faith Clarendon. Faith, tan embobada con aquel predicador de gran labia; Faith que había dado a luz un niño de cabello negro y ojos azules, nueve meses después de que el predicador se fugara. Paul Clarendon, que había estudiado al bebé en su cuna, antes de coger su navaja y…

Algunas personas meneaban la cabeza y culpaban al predicador… Colson, se llamaba. Al menos, eso decía él.

Algunas personas meneaban la cabeza y culpaban a Paul Clarendon; decían que siempre había estado medio loco, y que Faith había hecho mal en casarse con él.

Algunas personas, por supuesto, culpaban a Faith. Ev recordaba a un viejo, en la peluquería (eso fue muchos años después, pero las aldeas como Haven tienen la memoria larga), diciendo que esa mujer no era más que «una callejera tetona, nacida para causar problemas».

Y otros (en voz baja, por supuesto) culpaban al bosque.

Ev abrió los ojos de repente.

Sí, sí, en efecto. Su madre decía que esas personas eran ignorantes y supersticiosas, pero su padre se limitaba a menear la cabeza, fumando su pipa, y a decir que a veces había algo de verdad en los cuentos viejos, que era mejor no arriesgarse. Por eso, decía, se persignaba cada vez que un gato negro se cruzaba en su camino.

—¡Uf! —resoplaba la madre. Ev tenía unos nueve años por entonces.

—Y por eso ha de ser que tu mamá arroja una pizca de sal por encima del hombro cuando se le vuelca el salero —decía el padre a Ev, con suavidad.

—¡Uf! —repetía ella. Y entraba en la casa, dejando que su marido fumara en el porche, con el niño que, sentado junto a él, escuchaba con gran atención las historias del padre.

Ev siempre había sabido escuchar…, salvo en el momento crucial en que alguien lo había necesitado tanto, ese momento irrecuperable en que se dejó alejar, confuso, por las lágrimas de Hilly.

Ev escuchó. Escuchaba a su memoria…, a la memoria de la ciudad.

9

Los llamaban Bosques Indios porque allí había muerto el Jefe Atlántico. Así lo llamaban los blancos: Jefe Atlántico, aunque su verdadero nombre indio era Wahwayvokah, que significa: «junto a aguas altas». Jefe Atlántico era una traducción despectiva. En un principio, la tribu había ocupado gran parte de lo que ahora es el condado de Penobscot; sus grandes grupos se centraban en Oldtown, Skowhegan y en los grandes bosques, que empezaban en Ludlow; y fue en Ludlow donde sepultaron a sus muertos cuando la gripe los diezmó, en 1880; después se trasladaron hacia el Sur, con Wahwayvokah, que presidió su nueva decadencia. El gran jefe murió en 1885 y, en su lecho de muerte, declaró que los bosques a los cuales había traído a su pueblo moribundo estaban malditos. Eso fue informado por los dos blancos que estaban presentes en el momento de su muerte; uno era un antropólogo de la Universidad de Boston; el otro, del Instituto Smithsonian; se encontraban en esa zona en busca de artefactos indios de las tribus del Nordeste, que estaban degenerando con rapidez y pronto desaparecerían. Lo que no se sabe con seguridad es si el Jefe Atlántico acababa de lanzar esa maldición o si sólo hacía notar una situación ya existente.

De un modo u otro, su único monumento recordatorio era el nombre de Bosques Indios; ya ni siquiera se sabía dónde estaba su tumba. Hasta donde Ev podía asegurarlo, ése era el nombre que se usaba con más frecuencia en Haven y en las poblaciones para referirse a esos terrenos boscosos.

«Las viejas leyendas suelen tener algo de verdad», había dicho su padre…

Ev, que también se persignaba cuando se cruzaba con un gato negro (en realidad, cada vez que veía alguno, por las dudas), consideraba que su padre tenía razón: el poquito de verdad suele estar allí. Y los Bosques Indios, con maldición o sin ella, nunca habían dado buena suerte.

No se la habían dado a Wahwayvokah, ni a los Clarendon.

Tampoco a los cazadores que se internaban en ellos, según recordaba. En el curso de los años se habían producido allí dos…, no, tres… Un momento…

Los ojos de Ev se dilataron. Silbó para sus adentros mientras repasaba un fichero mental rotulado HAVEN, ACCIDENTES DE CAZA. Sin esforzarse mucho contaba diez o doce, casi todos por disparos de armas de fuego, que se habían producido en los Bosques Indios: diez o doce cazadores que habían salido de allí ensangrentados y maldiciendo, ensangrentados e inconscientes o muertos, simplemente. Algunos se habían herido a sí mismos, al usar las armas cargadas como bastones para saltar por encima de un tronco caído, al dejarlas caer al suelo o alguna otra barbaridad por el estilo. Otro era un supuesto caso de suicidio. Pero Ev recordó entonces que, en dos ocasiones, se habían producido asesinatos en los Bosques Indios, durante el mes de noviembre; en momentos de acaloramiento: una discusión en el campamento por un juego de naipes, y una disputa por la autoría del disparo que había matado a un ciervo de buen tamaño.

¡Y cómo se perdían allí los cazadores! Al parecer, todos los años había que organizar un grupo de búsqueda por lo menos para localizar a algún pobre idiota asustado, llegado de las grandes ciudades. Había años que se perdían dos o tres. Y no todos aparecían.

Casi siempre se trataba de gente educada en la ciudad, que no sabía nada de bosques, pero no todos los casos eran así. Los cazadores veteranos decían que las brújulas funcionaban poco y mal en los Bosques Indios. Según el padre de Ev, debía haber un tremendo pedazo de roca magnética enterrada en alguna parte que volvía locas a las brújulas. La diferencia entre los forasteros de ciudad y los veteranos era que los primeros aprendían a manejar la brújula y depositaban toda su confianza en ella. Entonces, cuando el adminículo enloquecía y señalaba hacia el Este como si fuese el Norte o se limitaba a girar y girar, igual que la botella en el juego de la verdad, se veían más perdidos que un atacado de diarrea en un cuarto de baño sin papel higiénico. Los más veteranos se limitaban a echar maldiciones a la brújula y a probar uno de los cinco o seis modos de orientarse. A falta de algo mejor, se podía buscar un arroyo y seguir su curso. Tarde o temprano se llegaba a una carretera o a una hilera de postes del tendido eléctrico.

Pero Ev conocía a algunos que, después de haber pasado toda la vida cazando en los terrenos de Maine, habían tenido que ser rescatados por un equipo de búsqueda, si no lograban salir solos gracias a la mera suerte. Uno de ésos fue Delber McCready, a quien Ev conocía desde la infancia. Del había entrado en los Bosques Indios el 10 de noviembre de 1947. Cuando transcurrieron cuarenta y ocho horas sin saber de él, su esposa llamó a Alf Tremain, quien por esa época era el delegado policial. Un grupo de veinte hombres se adentró en los bosques, allí donde la calle Nista se perdía en la Cantera Diamante; el fin de semana sumaban ya doscientos. Cuando estaban a punto de abandonar la búsqueda de Del (cuya hija era, por supuesto, Hazel McCready), él salió a trompicones de los bosques, siguiendo el arroyo Preston; estaba pálido y aturdido; había perdido diez kilos.

Ev fue al hospital a visitarle.

—¿Qué te pasó, Del? La noche era clara, había estrellas. Tú sabes guiarte por las estrellas, ¿verdad?

—Sí —respondió Del, con profunda vergüenza—. Siempre he sabido.

—Y por el musgo. Tú mismo me enseñaste a distinguir el Norte por el musgo de los árboles, cuando éramos niños.

Y nada más. Ev le dio un poco de tiempo antes de presionarle.

—Bueno, ¿qué te ocurrió?

Durante un largo rato, Del no dijo palabra. Por fin, con voz casi inaudible, reconoció:

—Me desorienté.

Ev dejó que el silencio se prolongara, por difícil que le resultara. Del reanudó el relato.

—Durante un rato todo fue bien. Pasé la mayor parte de la mañana buscando una presa, pero no hallaba rastros frescos. Me senté a comer y tomé una botella de la cerveza que prepara mi madre. Eso me dio sueño y me eché a dormir. Tuve algunos sueños raros. No los recuerdo, pero sé que eran muy extraños. ¡Y mira! Esto me pasó mientras dormía.

Del McCready se levantó el labio superior para mostrar un agujero.

—¿Se te cayó un diente?

—Sí. Cuando desperté lo tenía en la entrepierna de los pantalones. Supongo que me ocurrió mientras dormía, pero nunca he tenido problemas con la dentadura. Sólo con aquella muela del juicio que casi me mata. Para entonces, oscurecía.

—¡Oscurecía ya!

—Ya sé lo que piensas —le espetó Del, fastidiado. Pero era el fastidio de quien siente un profundo bochorno—. Parece que dormí casi toda la tarde, y cuando me levanté, Ev…

Sus ojos se enfrentaron a los de Ev un angustioso instante, pero se desviaron enseguida, como si no soportara la mirada de su amigo.

—Sentí como si alguien me hubiera robado los sesos. Los ratoncitos del diente, puede ser.

Del rió, pero no había alegría ni buen humor en su risa.

—Anduve un rato, convencido de que seguía la estrella Polar. A eso de las nueve, como aún no había encontrado la carretera, me froté los ojos y vi que no era la estrella Polar, sino uno de los planetas; Marte o Saturno, supongo. Me acosté a dormir. Y de lo que pasó después sólo recuerdo fragmentos, hasta que salí siguiendo el curso del arroyo Preston…, una semana después.

—Bueno… —Ev se interrumpió. Todo aquello resultaba muy raro en Del, hombre de cabeza fría—. Tal vez te dejaste llevar por el pánico, Del.

Su amigo lo miró otra vez. Aún estaba muy avergonzado, pero en ese momento asomaba también una leve chispa de humor.

—Nadie se pasa una semana en estado de pánico. No creo —dijo, seco—. Cansa una barbaridad.

—Entonces no hiciste más que…

—No hice más que —convino Del—. Pero no sé qué. Cuando desperté de esa fiesta tenía entumecidos los pies y el trasero. Sé que en uno de esos sueños me parecía oír algo que zumbaba como se oye zumbar los cables eléctricos en los días serenos. Y eso es todo. Olvidé todo lo que sabía de bosques y anduve por ahí como si nunca hubiese visto unos cuantos árboles juntos. Cuando di con el arroyo Preston, tuve el buen acierto de seguirlo. Y desperté aquí. Supongo que soy el hazmerreír de la ciudad, pero me conformo con estar vivo, gracias a la misericordia de Dios.

—No eres ningún hazmerreír, Del —dijo Ev.

Mentía, por supuesto, porque en esos momentos Del no era otra cosa. El pobre luchó casi cinco años por superar aquello; por fin, cuando comprendió que jamás dejarían de gastarle bromas en la peluquería, se mudó a East Eddington, donde instaló un pequeño taller. Ev iba a visitarle de vez en cuando. Del, en cambio, se acercaba muy poco a Haven. No era de extrañar.

10

Sentado en el cuarto que había alquilado, Ev cerró el compás cuanto pudo y trazó un círculo pequeñísimo, el de menor radio que con el artefacto de dibujo podía trazar. Dentro de él había sólo una casa. «Esa casa es lo más próximo al centro de Haven. Qué curioso: nunca lo había pensado».

Eran las tierras del viejo Garrick, en la carretera a Derry, con los grandes Bosques Indios ensanchándose hacia atrás.

«Este círculo, al menos, debería estar trazado en rojo».

En la casa de Garrick vivía Bobbi Anderson, la sobrina de Frank. Claro que ella no cultivaba la tierra; escribía libros. Ev no había cambiado muchas palabras con ella, pero esa mujer tenía buena reputación en la ciudad. Pagaba sus cuentas y no era una chismosa. Además, escribía lindas novelas del Oeste, a la antigua, de esas a las cuales uno les puede hincar el diente, no de éstas de ahora, llenas de monstruos de fantasía y malas palabras, como las novelas de ese tipo que vivía en Bangor. Buenas novelas del Oeste, decía la gente.

Sobre todo, para ser mujer.

Los de Haven miraban a Bobbi Anderson con buenos ojos, pero sólo hacía trece años que vivía en la ciudad; habría que esperar a ver qué resultaba. Todos estaban de acuerdo en que Garrick había sido más loco que una rata de excusado. El hecho de que consiguiera buenas cosechas no quitaba para que estuviera loco. Se pasaba la vida intentando contar sus sueños a cualquiera. Siempre eran sobre el Segundo Advenimiento. Acabó por hacerse tan pesado que hasta Arlene Cullum, que hacía colectas para la iglesia con el celo de una verdadera mártir cristiana, trataba de escabullirse cuando veía su camión que bajaba por la calle principal.

Hacia finales de los años 60, al viejo se le habían aflojado los tornillos con eso de los platillos volantes. Decía algo de que Elias había visto una rueda dentro de otra rueda y que había sido llevado al cielo por ángeles en carruajes de fuego, impulsados por electromagnetismo. Estaba loco. En 1975 murió de un ataque al corazón.

«Pero antes de morir —pensó Ev, con creciente frialdad—, perdió todos los dientes. Yo me di cuenta, y recuerdo que Justin Hurd también hizo un comentario al respecto, y… y Justin era el que vivía más cerca de este círculo, descontando a Bobbi. Justin tampoco era un modelo de cordura. Las últimas veces que lo vi hasta me recordó al viejo Frank».

Al principio le pareció extraño no haber reparado en las peculiaridades que habían ocurrido dentro de aquellos dos círculos interiores. Nadie lo había notado. Pensándolo mejor, decidió que no era tan extraño. Una vida, sobre todo una vida larga, está compuesta por millones de acontecimientos; forman un apretado tapiz, en el que se entrecruzan muchos diseños. Un diseño como ése (las muertes, los asesinatos, los cazadores perdidos, la locura de Frank Garrick, tal vez hasta ese extraño incendio en casa de los Paulson) sólo aparecía si uno lo buscaba. Una vez que lo encontraba, uno se preguntaba cómo lo había pasado por alto. Pero si no lo buscaba…

Y entonces se encendió una idea nueva: tal vez Bobbi Anderson no estaba del todo bien. Recordó que, desde principios de julio, tal vez desde antes, se oían ruidos de maquinaria pesada en los Bosques Indios. Ev los había oído sin prestarles demasiada atención; en Maine, los bosques proliferaban y tales sonidos eran demasiado familiares. Tal vez era la Papelera de Nueva Inglaterra que talaba un poco en sus tierras.

Pero ahora que lo pensaba (ahora que había visto el diseño), Ev comprendió que los ruidos no provenían del interior del bosque; por lo tanto, no podían ser de la Papelera. Esos ruidos provenían de la casa de Garrick. Y también se dio cuenta de que los primeros sonidos (el relincho afónico de la motosierra, el crujir de los árboles que caían, la tos de la aserradora de petróleo) habían dado paso a otros que él no asociaba en absoluto con el trabajo de los leñadores. ¿Qué eran? Máquinas para remover tierra tal vez.

En cuanto uno veía el diseño, las incógnitas caían en su sitio como las diez últimas piezas de un gran rompecabezas, que encuentran su lugar sin esfuerzo.

Ev se quedó mirando el mapa y los círculos. Un horror entumecedor parecía llenarle las venas, y lo congelaba de dentro hacia fuera.

Una vez que se veía el diseño… ¡era imposible no darse cuenta de ello!

Ev cerró el atlas con un golpe violento y se fue a la cama.

11

Pero le resultó imposible dormir.

«¿Qué realizan allá abajo esta noche, por ejemplo? ¿Construyen cosas? ¿Hacen desaparecer a la gente? ¿Qué?»

Cada vez que estaba a punto de conciliar el sueño, se le presentaba una imagen: todos los vecinos de Haven, de pie en la calle principal, con expresiones drogadas y soñolientas; todos ellos, con la mirada dirigida al Sudoeste, hacia los ruidos, como musulmanes que mirasen hacia La Meca al rezar.

Maquinaria pesada… para remover tierra.

A medida que las piezas se acomodaban en el rompecabezas, uno comenzaba a ver de qué se trataba, aun cuando la caja no llevara ilustración con la cual orientarse. Tendido en su estrecha cama, no lejos del sitio en donde Hilly yacía, en estado de coma, Ev Hillman creyó ver bastante bien el cuadro. No todo, por supuesto, pero sí gran parte de él. Vio y comprendió que, sin pruebas, nadie le creería. Y no osaba volver; no se atrevía a ponerse al alcance de ellos. No dejarían que escapara por segunda vez.

Algo. Algo en los Bosques Indios. Algo en la tierra. Algo en aquellos terrenos que Frank Garrick había legado a su sobrina, escritora de novelas del Oeste. Algo que hacía enloquecer a las brújulas y a las mentes humanas, si se acercaban demasiado. Tal vez hasta era posible que hubiera depósitos como aquél en todo el planeta. Eso explicaría al menos que la gente de algunos lugares pareciera siempre tan irritada. Algo malo. Embrujado. Tal vez hasta maldito.

Ev se removió, inquieto; volvió a mirar al techo.

Había algo en la tierra. Bobbi Anderson lo había encontrado y lo estaba desenterrando, con ese tipo que vivía en la granja con ella. El tipo se llamaba…, se llamaba…

Buscó el nombre a tientas, pero no lo halló. Recordaba que Beach Jernigan había torcido la boca al surgir el tema de ese amigo de Bobbi, en el Minutas Haven. Los parroquianos de costumbre lo habían visto salir del mercado con una bolsa de provisiones. Según Beach, tenía casa en Troy: una especie de granero, con una cocina de leña y ventanas cubiertas de plástico.

Alguien había oído decir que el tipo tenía estudios.

Beach comentó que, con estudios o sin ellos, el inútil sigue siendo inútil.

En el Minutas Haven nadie había discutido esa aseveración. Ev lo recordaba bien.

Nancy Voss también lo miraba con malos ojos. Según ella, el amigo de Bobbi había disparado contra su esposa; si no lo metieron en la cárcel fue porque era catedrático en una universidad. «En este país, el que tenga un pergamino escrito en latín puede hacer lo que quiera sin rendir cuentas», comentó la rubia.

Mientras tanto, el tipo había subido a la camioneta de Bobbi y partía ya hacia las tierras del viejo Garrick.

—Dicen que es diplomado en borracheras —comentó el viejo Dave Rutledge, desde el banquillo que constituía su sitio especial—. Los que pasan por allí aseguran que casi siempre está borracho como una cuba.

Eso fue recibido con una carcajada campesina, perversa y chismosa. A nadie le gustaba el amigo de Bobbi. ¿Por qué? ¿Porque había disparado contra su mujer? ¿Porque bebía? ¿Porque vivía con una joven que no era su esposa? Ev no se dejó confundir. Ese mismo día, en el Minutas Haven, había hombres que habían cambiado la cara a la esposa a fuerza de golpes. En aquellos lugares era parte del código: uno tenía la obligación de dar una buena a la patrona cuando se le ponía «respondona». En aquellos lugares había hombres que vivían de cerveza desde las once de la mañana hasta las seis de la tarde y de whisky falsificado entre las seis y medianoche; si no conseguían whisky, eran capaces de beber insecticida. Y también había quienes llevaban la vida sexual de un conejo: saltando de agujero en agujero. Pero ¿cómo se llamaba aquel tipo…?

Ev se fue quedando dormido. Los vio de pie en las aceras, en el prado de la biblioteca pública, junto al parquecito, mirando, soñadores, hacia esos ruidos. Despertó de pronto.

«¿Qué descubriste, Ruth? ¿Por qué te asesinaron?»

Se puso del lado izquierdo.

«David está vivo…, pero para traerle de vuelta debo comenzar por Haven».

Se puso del lado derecho.

«Si vuelvo, me matarán. En otros tiempos me querían tanto como a la misma Ruth. Al menos, eso había pensado yo siempre. Ahora me odian. Lo vi en su expresión, la noche en que empezaron a buscar a David. Me llevé a Hilly porque estaba enfermo y necesitaba un médico, sí…, pero me alegró mucho también el tener un motivo para salir de allí. Tal vez me dejaron escapar sólo porque estaban distraídos con lo de David. O quizá querían deshacerse de mí. De un modo u otro, tuve suerte al escapar. No podría hacerlo otra vez. Por eso ¿cómo voy a regresar? No puedo».

Ev daba vueltas y vueltas, atrapado entre dos imperativos: tenía que volver a Haven si quería rescatar a David antes de que muriera; pero lo matarían y sepultarían su cuerpo con rapidez en los fondos de alguna casa si volvía a Haven.

Poco antes de medianoche cayó en una somnolencia inquieta, que pronto se convirtió en el sueño sin imágenes del agotamiento absoluto.

12

Durmió hasta muy tarde, como no le ocurría en años. El martes despertó a las diez y cuarto, descansado y dueño de sí por primera vez en mucho tiempo. El sueño le había entregado también un don: mientras dormía había descubierto la forma de entrar en Haven y volver a salir. Quizá. Por el bien de David y de Hilly, era un riesgo que debía correr.

Entraría en Haven y saldría de ella el día en que se celebraba el funeral de Ruth McCausland.

13

Butch Dugan, alias Monstruo, era el hombre más corpulento de cuantos Ev había visto. El anciano calculó que hasta superaba a Henry, el padre de Justin Hurd. En vida, Henry había medido un metro noventa y cinco; pesaba ciento setenta y ocho kilos y era tan ancho de hombros que debía pasar de costado por casi todas las puertas. Ese tipo era más alto, aunque debía de pesar unos diez kilos menos.

Cuando Ev le estrechó la mano, se dio cuenta de que le habían llegado rumores sobre él. A Dugan se le notaba en la expresión.

—Siéntese, señor Hillman —dijo el policía, mientras se acomodaba en una silla giratoria que parecía sacada a martillazos de un roble inmenso—. ¿Qué puedo hacer por usted?

«Está esperando que empiece a delirar —pensó Ev, con toda calma—, tal como nosotros lo esperábamos de Frank Garrick cuando nos alcanzaba por la calle. Y creo que no voy a desilusionarle. Pero si te andas con cuidado, Ev, aún es posible que te salgas con la tuya. Al menos, ya sabes dónde quieres ir».

—Bueno, en realidad creo que podría hacer algo —reconoció Ev. Esa vez no había bebido; el intento de convencer a un periodista después de haber tomado cerveza había sido una grave equivocación por su parte—. Dicen los periódicos que usted irá mañana al funeral de Ruth McCausland.

Dugan asintió.

—Iré sí. Ruth era amiga personal mía.

—Supongo que irán otros policías de los cuarteles de Derry. El diario dice que el esposo de Ruth era policía estatal. Y ella también lo era. Bueno, ya sé que ser delegado policial de una ciudad pequeña no es gran cosa, pero usted me entiende. Habrá otros, ¿verdad?

Dugan había fruncido el entrecejo. Por cierto, tenía mucho entrecejo para fruncir.

—Si quiere insinuarme algo, señor Hillman, no le comprendo. «Y hoy tengo mucho trabajo, por si no lo sabe —agregó su cara—. Hay dos policías desaparecidos, y parece que hubieran muerto a manos de cazadores furtivos asustados; por añadidura, Ruth McCausland, mi vieja amiga, ha muerto y no tengo tiempo ni paciencia para estupideces».

—Ya lo sé, pero lo entenderá a su debido tiempo. ¿Tenía Ruth otros amigos que piensen ir a su funeral?

—Sí, seis o siete, por lo menos. Yo iré temprano, para interrogar a algunas personas sobre un caso relacionado con ése.

Ev asintió.

—Sé lo del caso relacionado —dijo—. Y supongo que usted ha oído hablar de mí, ¿verdad?

—Señor Hillman…

—He dicho cosas tontas y a quien no debía y en el momento inadecuado —reconoció el anciano, con la misma calma—. En otras circunstancias, no habría cometido ese error, pero estaba muy alterado. Uno de mis nietos ha desaparecido y el otro está en una especie de coma.

—Sí, lo sé.

—Me sentía tan confuso que no sabía si iba o venía. Por eso hablé demasiado con algunas enfermeras; después fui a Bangor a contar ciertas cosas a un periodista. Un tal Bright. Tengo la impresión de que usted está informado de casi todo lo que dije.

—Según tengo entendido, usted cree que hubo una especie de… conspiración con respecto a la desaparición de David Brown.

Ev tuvo que esforzarse para no soltar una carcajada. La palabra era extraña y apta, todo al mismo tiempo. Una infernal conspiración, sí.

—En efecto. Creo que hubo una conspiración, así como también creo que sus tres casos están mucho más relacionados de lo que usted supone: la desaparición de mi nieto, la desaparición de sus dos colegas y la muerte de Ruth McCausland, que era tan amiga mía como suya, señor Dugan.

El policía pareció sobresaltarse un poco… y sus ojos perdieron esa expresión cortante. Por primera vez, Ev tuvo la sensación de que Dugan lo miraba a él, a Everett Hillman, y no a un viejo loco que pretendía hacerle perder la mañana.

—Tal vez sería mejor que me diese una idea de qué sospecha usted —dijo Dugan, sacando un bloc.

—No. Aparte esa libreta, por favor.

El policía lo miró en silencio. No apartó el bloc, pero sí dejó el lápiz.

—Bright me tomó por loco, pese a que no le dije ni siquiera la mitad de lo que yo pensaba —comenzó Ev—. Por eso prefiero no contarle nada a usted. Pero el caso es que tengo la impresión de que David está aún con vida. No creo que se encuentre en Haven, pero si yo volviese allí, quizá podría hacerme una idea de dónde se halla. Ahora bien, hay motivos, buenos motivos, que me hacen suponer que no se me quiere en Haven; motivos para pensar que si volviese a la ciudad sin elegir yo el momento y las circunstancias, desaparecería como David Brown. O sufriría un accidente, como Ruth.

La expresión de Butch Dugan cambió.

—Debo pedirle que me explique eso, señor Hillman.

—No pienso hacerlo. No puedo. Sé lo que sé y creo lo que creo, pero carezco de la más mínima prueba al respecto. Sé que parezco un chiflado por lo que digo, pero si usted me mira a los ojos, tendrá una seguridad al menos: sé que todo lo que digo es verdad.

Dugan suspiró.

—Si usted tuviese mi trabajo, señor Hillman, sabría que casi todos los mentirosos parecen muy sinceros.

Ev iba a decir algo, pero Dugan meneó la cabeza.

—Borre eso. Ha sido un golpe bajo. Desde el domingo por la noche he dormido sólo seis horas, y me estoy volviendo viejo para estas maratones. En realidad, creo en su sinceridad, señor Hillman. Sin embargo, usted no hace más que sugerir amenazas ocultas y andarse por las ramas. Muchas veces hacemos eso obligados por el miedo, pero sobre todo cuando sólo tenemos ramas por donde andar. De un modo u otro, no dispongo de tiempo para hacerle la corte. Ya que he respondido a sus preguntas, a usted le correspondería decirme qué necesita.

—Con gusto. He venido por dos motivos, oficial Dugan. El primero: asegurarme de que en Haven habrá mañana muchos policías. De ese modo es más improbable que ocurra algo, ¿no está de acuerdo?

Dugan no respondió. Se limitó a mirar a Ev con rostro inexpresivo.

—El segundo —prosiguió Ev—: decirle que mañana yo también iré a Haven. Pero no asistiré al funeral de Ruth. Llevaré una pistola de señales. Si durante el funeral usted o alguno de sus hombres ve una bengala en el cielo, significará que me he topado con alguna de esas locuras que nadie creería. ¿Comprende?

—Usted ha dicho que volver a Haven podría ser…, eh…, poco saludable para usted.

Dugan seguía inexpresivo, pero eso no importaba; Ev comprendió que había vuelto a su idea original: que el viejo estaba loco, después de todo.

—Sin elegir las circunstancias. Pero en éstas, creo que me saldré con la mía. En Haven todos amaban a Ruth; eso no necesito decírselo. Casi todos los vecinos irán a su funeral. No sé si aún la amaban cuando murió, pero eso no importa: irán, de cualquier modo.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Dugan—. ¿O es otra de las cosas que no quiere decir?

—Esto sí. Irán porque, de lo contrario, la situación parecería anormal.

—¿A ojos de quién?

—De usted. De los otros policías que eran amigos de Ruth y de su esposo. De los políticos del comité demócrata de Penobscot. Caramba, no me sorprendería que el congresista Brennan enviara a alguien desde Augusta; ella trabajó muchísimo para su campaña, cuando él se presentó como candidato para ese puesto. No era conocida sólo en la zona, ¿comprende?, y eso es parte del problema con el cual ellos tendrán que enfrentarse. Se encuentran en la situación de la familia que no quiere dar una fiesta, pero que se ve obligada a ello. Tengo la esperanza de que, ocupados como estarán en hacer que todo parezca normal, en dar un buen espectáculo, no se enteren de mi presencia en Haven hasta que me haya ido.

Butch Dugan se cruzó de brazos. Ev había estado cerca de la verdad: en un principio, Dugan se había permitido suponer que David Bright, por lo general buen intérprete de la conducta humana, se había equivocado con el viejo; Hillman estaba tan cuerdo como él. Ahora se sentía algo turbado, no porque Hillman hubiera parecido loco, después de todo, sino porque estaba loco de verdad. Sin embargo…, existía algo persuasivo en la serenidad del anciano, en su voz razonable y en su mirada franca.

—Por su modo de hablar, se diría que todos los habitantes de Haven están metidos en algo sucio —dijo—, y creo que eso es imposible. Quiero dejarlo claro.

—Sí. Eso es lo que cualquier persona normal diría. Por eso han logrado ocultarlo hasta ahora. Hace cincuenta años, la gente pensaba que la bomba atómica era imposible; todos se habrían reído si les hubiese hablado de la televisión, por no mencionar los videograbadores. Las cosas no han cambiado mucho, oficial Dugan. Casi todos vemos hasta el horizonte, y nada más. Si alguien dice que más allá hay otra cosa, nadie escucha.

Ev se levantó y le alargó una mano, como si tuviese todo el derecho del mundo a suponer que Dugan se la estrecharía. Y la sorpresa hizo que así fuera.

—Bueno, me he dado cuenta a la primera mirada de que usted me creía loco —añadió, con una sonrisita melancólica—, y con esto que he dicho le he afirmado en la idea, seguramente, Pero ya sé lo que yo necesitaba saber y he dicho lo que necesitaba decir. Hágale un favor a este anciano, ¿quiere? Eche un vistazo al cielo de vez en cuando. Si ve la luz de una bengala…

—Este verano los bosques están secos —observó Dugan. Sus palabras sonaron inútiles, extrañamente vacías de importancia, aun mientras surgían de su boca; casi frívolas. Se dio cuenta de que se veía arrastrado otra vez, sin defensa, hacia la fe.

Carraspeó antes de continuar.

—Un cohete de señales originaría un incendio forestal de todos los demonios. Si usted no tiene autorización para usar una pistola de ésas, y sé que no la tiene, iría a parar a la cárcel.

La sonrisa de Ev se ensanchó un poco, pero no hubo alegría en ella.

—Si usted ve esa señal —dijo—, tengo la sensación de que terminar en la cárcel será el menor de mis problemas. Le deseo buenos días, oficial Dugan.

Ev salió de la oficina, cerrando con cuidado la puerta tras de sí. Dugan quedó perplejo por un instante, inquieto como nunca. «Déjalo ir», pensó. Pero echó a andar tras él.

Algo tenía preocupado a Butch Dugan desde hacía un tiempo. La desaparición de los dos policías, ambos conocidos y apreciados por él, lo había apartado momentáneamente de su cerebro.

La visita de Hillman acababa de reavivar esa inquietud, y eso fue lo que hizo que siguiera al anciano.

Era el recuerdo de su última conversación con Ruth. Aun antes de aquella llamada telefónica había empezado a preocuparse por ella: su forma de llevar la búsqueda de David Brown no había sido, en absoluto, digna de la Ruth McCausland que él conocía. Por aquella única vez, según Dugan recordaba, se había mostrado poco profesional.

La noche antes de su muerte, él la telefoneó para hablar sobre el caso. Sabía que ninguno de los dos tenía novedades, pero a veces es posible sacar algo en limpio de la pura especulación, como si se convirtiese paja en oro. En el transcurso de la conversación había salido a relucir el abuelo del niño. Para entonces, Butch había hablado ya con David Bright, el del News (para mayor exactitud, había tomado una cerveza con él), y transmitió a Ruth la idea de Ev acerca de que toda la ciudad se había vuelto loca, de algún modo.

Ruth no se rió de la historia, tampoco chasqueó la lengua al saber que estaba fallando la cabeza a Ev Hillman, como él esperaba. Dugan no sabía seguro qué había dicho ella, porque en ese momento la comunicación comenzó a fallar. Eso no era nada raro; casi todas las líneas conectadas con poblaciones pequeñas estaban aún sobre postes y era habitual que las comunicaciones se fueran al diablo; bastaba un viento fuerte para que uno creyera estar hablando con la otra persona mediante dos latas de tomates conectadas por un cordón encerado.

«Dile que se mantenga lejos», había dicho Ruth: de eso estaba seguro. Y después, apenas un minuto antes de perderla por completo, había creído oírle comentar algo de… medias de nilón, nada menos. Tal vez él había oído mal, pero el tono de su voz era inconfundible: tristeza y gran cansancio, como si el no haber hallado a David Brown hubiera hecho que perdiera todo el coraje. Un momento después, la comunicación se había cortado por completo. Él no se molestó en telefonear de nuevo porque ya le había dado toda la información con que contaba: muy poca, por cierto.

Al día siguiente, Ruth había muerto.

«Dile que se mantenga lejos». De eso estaba seguro.

«Ahora bien, tengo buenos motivos… para creer que no se me quiere en Haven».

«Dile que se mantenga lejos».

«Podría desaparecer como David Brown».

«Que se mantenga lejos».

«O sufrir un accidente, como Ruth McCausland».

«Lejos».

Alcanzó al anciano en el estacionamiento.

14

Hillman tenía un viejo Valiant púrpura, bastante oxidado en los bajos de las portezuelas. Al ver que Dugan se detenía a su lado, apartó la mirada de la portezuela que estaba abriendo.

—Mañana iré con usted.

Ev abrió mucho los ojos.

—¡Pero si ni siquiera sabe adónde voy!

—No, pero si estoy con usted, no necesitaré preocuparme ante la posibilidad de que incendie los bosques de la zona para enviarme un mensaje, al estilo «007».

Ev lo miró, pensativo. Después sacudió la cabeza.

—Me sentiría más tranquilo si fuese en compañía de alguien —reconoció—, sobre todo de un verdadero oso armado; pero los de Haven no son estúpidos, oficial Dugan. Nunca lo han sido, y tengo la sensación de que ahora lo son mucho menos. Esperan que usted asista al funeral. Si no lo ven, sospecharán.

—¡Madre santa! Me gustaría saber cómo diablos hace usted para decir todas esas chifladuras y parecer tan cuerdo, ¡qué joder!

—Tal vez porque usted también lo sabe —sugirió Ev—. Lo raro que resulta todo. Lo extraño de que todas estas cosas se iniciaran en Haven. —De pronto, con una percepción asombrosa, agregó—: O tal vez usted, que conocía bien a Ruth, se dio cuenta de que no estaba del todo en sus cabales.

Los dos se miraron fijamente, en el estacionamiento de grava, castigados por el sol; las sombras, negras y nítidas, se inclinaban en el suelo.

—Esta noche haré correr el rumor de que estoy enfermo —propuso Dugan—. De que tengo descomposición intestinal. Hay mucha por la comisaría. ¿Qué le parece?

Ev asintió con súbito alivio, un alivio tan grande que resultó sorprendente. La idea de entrar a escondidas en Haven lo asustaba más de lo que estaba dispuesto a reconocer, sobre todo ante sí mismo. Había logrado convencer al corpulento policía, siquiera a medias, de que allá quizá estuviese ocurriendo algo; se lo veía en el rostro. Un hombre convencido a medias no era gran cosa, pero representaba un paso gigantesco hacia delante. Y no lo había hecho solo, por supuesto, sino con ayuda de Ruth McCausland.

—Está bien —dijo—, pero escúcheme, oficial Dugan, y escúcheme bien, porque de su atención dependerán mañana su vida y la mía. Absténgase de telefonear a alguien de los que irán mañana al funeral para decirle el verdadero motivo de por qué no lo verán en Haven. Telefonee esta noche a algunas personas y dígales que está muy descompuesto, que le gustaría ir, pero que no cree hallarse en condiciones de hacerlo.

Dugan frunció el entrecejo.

—¿Por qué quiere que diga…? —Pero de pronto lo supo y quedó boquiabierto. El viejo lo miraba con toda calma.

—Por Dios, ¿me está diciendo que los de Haven leen la mente? ¿Que si mis hombres supiesen la verdad, los de la ciudad recogerían la información directamente de sus cabezas?

—Yo no le estoy diciendo nada, oficial Dugan —manifestó Ev—. Es usted quien lo dice.

—Señor Hillman, de verdad creo que usted está imaginando…

—Cuando vine a verle, no esperaba que se ofreciera a acompañarme. Tampoco era eso lo que buscaba. A lo sumo, confiaba en que usted aceptaría estar alerta por si yo disparaba esa señal, para demorar un poco ese nido de serpientes. Pero cuanto más se da a un hombre, más pedirá. Confíe un poquito más en mí, por favor. Hágalo por Ruth… Si eso es lo que hace falta para convencerle de que me acompañe, estoy dispuesto a utilizarlo. Otra cosa: le advierto que mañana tendrá algunas sensaciones extrañas.

—Pues hoy he sentido algunas bastante peculiares —repuso Dugan.

—Sí —dijo Ev. Y esperó a que el policía se decidiera.

—¿Piensa ir a algún lugar en especial? —preguntó Dugan, al cabo de un momento—. ¿O se limitará a vagar por la ciudad hasta cansarse?

—Tengo un lugar preparado —dijo el viejo, con tranquilidad. Pensaba: «Oh, sí señor. Será detrás de lo del viejo Garrick, en los límites de los Bosques Indios, donde las brújulas siempre han funcionado como la mierda. Y creo que encontraremos un buen camino entre el bosque para llegar a “eso”, sea lo que fuere, porque Bobbi Anderson y su amigo han estado usando un equipo que ha debido dejar una huella más ancha que una autopista. Desde luego, no creo que nos cueste mucho encontrarlo».

—Está bien. Deme la dirección de su alojamiento en Derry y pasaré a recogerlo a las nueve, en mi coche particular. Llegaremos a Haven más o menos al comienzo del funeral.

—El coche corre de mi cuenta —dijo Ev, en voz baja—. No será éste, porque en Haven lo conocen bien. Alquilaré uno. Y le conviene presentarse a las ocho: iremos dando un rodeo por caminos secundarios.

—No tiene por qué preocuparse —adujo Dugan—. Se puede llegar a Haven sin pasar por la ciudad.

—No me preocupo, pero quiero que dejemos todo el distrito a un lado y entremos desde Albion. Sé cómo hacerlo.

—¿Por qué desde allí?

—Porque es el lugar más alejado del sitio en donde todos estarán reunidos. Y así quiero volver a Haven: lo más lejos posible de la gente.

—Está muy asustado, ¿eh?

Ev asintió.

—¿Y por qué en un coche alquilado?

—¡Caramba, cuántas preguntas! —Ev puso los ojos en blanco de un modo tan cómico que Butch Dugan sonrió.

—Deformación profesional —reconoció—. Pero dígame, ¿por qué quiere ir en un coche alquilado? En Haven nadie conoce el mío particular. —Hizo una pausa, pensativo—. Al menos, ahora que Ruth ha muerto.

—Porque es una obsesión mía —replicó Ev Hillman. De pronto su rostro se abrió en una sonrisa de inusitada dulzura—. Y cada uno debe pagar las cuentas de sus obsesiones.

—De acuerdo —dijo Butch—, me rindo. A las ocho. La ruta, el coche y la obsesión corren de su cuenta. Debo de estar loco, de veras.

—Mañana, a estas horas, tendrá una idea mucho más justa de lo que es la locura —aseguró Ev. Y subió a su viejo Valiant púrpura antes de que Dugan le hiciera más preguntas.

En realidad, Butch no tenía más preguntas. Se sentía sombrío, como si hubiese comprado el puente de Brooklyn en su primer día de estancia en Nueva York, aun sospechando que algo tan grande pudiera estar a la venta. «Nadie se deja convencer si no quiere ser convencido», pensó. En Augusta había trabajado en el departamento de Fraudes y Estafas durante tres años, y eso era lo primero que se aprendía allí. El viejo se había mostrado extrañamente persuasivo, pero Butch Dugan sabía que no se había dejado convencer, se había precipitado ante la posibilidad. Porque amaba a Ruth McCausland y quizá en un par de años más habría reunido coraje para declarársele. Porque cuando un ser amado muere, deja un hueco negro en medio del corazón, y uno de los modos de llenar ese vacío es negarse a admitir que nos fue robado por una estúpida desgracia. Es mejor creer (siquiera por un tiempo) que es culpa de algo o alguien al alcance de nuestra mano. De esa manera, el hueco parece algo más pequeño. Cualquier palurdo lo sabe.

Suspirando, como si de pronto fuese mucho más viejo de lo que correspondía, Dugan caminó pesadamente hacia la comisaría.

Ev fue al hospital y pasó casi todo el resto del día con Hilly. A eso de las tres escribió dos notas. Dejó una de ellas en la mesita de noche de Hilly, asegurada por un florero contra la brisa que manoteaba los pétalos de vez en cuando. La otra nota era más larga. Cuando concluyó, la plegó y se la guardó en un bolsillo. Después salió del hospital.

Estacionó su coche ante un pequeño edificio situado en el sector industrial de Derry. INSTRUMENTAL MÉDICO MAINE, decía el cartel que había sobre la puerta. Y debajo: Especialistas en terapia respiratoria desde 1946.

Entró y dijo al hombre lo que deseaba. El otro respondió que le convenía viajar hasta Bangor, donde había una casa de artículos para buceo. Ev le explicó que de nada le serviría un tubo para buceo; necesitaba algo que fuese más transportable en tierra. Después de un rato de charla, Ev se retiró, tras firmar un contrato de alquiler, por treinta y seis horas, de un equipo bastante especializado. El hombre de Instrumental Médico Maine lo siguió con la vista desde la puerta, rascándose la cabeza.

15

La enfermera leyó la nota dejada junto a la cama de Hilly.

Hilly:

Quizá no nos veamos por un tiempo, pero quería decirte que estoy seguro de que superarás este mal rato. Si puedo ayudarte a que lo hagas, seré el abuelo más feliz del mundo. Creo que David aún está con vida y no pienso que se haya perdido por culpa tuya. Te quiero, Hilly, y espero verte pronto.

Abuelito

Pero jamás volvió a ver a Hilly Brown.